http://buenosairesherald.com/article/133093/the-last-lost-christopher-columbus-battle
Y aquí la traducción al castellano:
La decisión presidencial
de trasladar a Mar del Plata el monumento a Cristóbal Colón que desde hace un
siglo está a espaldas de la Casa Rosada, no sólo desencadenó pasiones
inútilmente, sino que sumó confusión al escenario político. En un país en el
que todas las energías de la política deberían concentrarse en las próximas
batallas electorales que se prevén de alta intensidad; en el que el Poder
Judicial está resquebrajado por primera vez desde 1853; y en el que algunas buenas
decisiones del gobierno coexisten con otras inexplicables y hasta absurdas,
esta última disputa fue, por lo menos, un disparate.
Convertir a Cristóbal
Colón en el eje de una cuestión política, como hicieron el peronismo desde la
Casa Rosada y el PRO macrista desde el gobierno municipal, es, por lo menos, un
desatino que habla —aunque ellos no lo quieran y no se den cuenta— de algunos
desconciertos que reinan en sus respectivas filas.
Se sabía del
empecinamiento presidencial, pero llevar hasta las últimas consecuencias esta
cuestión resultó, como diría la propia Presidenta cuando practica su Inglés en
Twiter, por lo menos too much.
No hacía falta jugarse ella personalmente para sostener una decisión que no es
fundamental, ni tampoco hacía falta entrar en un para muchos irrisorio debate
mediático a través de una de sus principales espadas, el Secretarios de la
Presidencia Sr. Zanini.
Del otro lado, también se
sabía del oportunismo de los seguidores del alcalde porteño, a quien persigue
la sombra de su poquísima inclinación al trabajo, sus decisiones autoritarias y
su interés solamente en lo que puede significar negocios y dinero. No hacía
falta que ahora se apresurasen a presentarse como defensores del monumento al
navegante genovés, cuando la ciudadanía sólo tiene que mirar alrededor para
comprobar el estado lamentable de casi todos los parques, estatuas y monumentos
de la hoy semidestruída y mugrienta ciudad de Buenos Aires.
Como en el viejo chiste
del muerto que se ríe del degollado, en esta pelea que debió ser absolutamente
menor y de entrecasa, ambas partes acabaron a los gritos en medio de la calle y
desgastándose en una batalla en la que nadie ganó y todos perdieron.
Todo indica que el pobre
navegante genovés ahora va a realizar su último viaje a la ciudad de Mar del
Plata, para dejar su lugar porteño a la Generala Juana Azurduy, heroina de las
Guerras de la Independencia en el Siglo XIX. Pero esa contraposición es más
aparente que real, y el verdadero resultado de esta última, inútil batalla no
es otro que la confusión y el hartazgo de buena parte de la ciudadanía.
En medio del estridente
silencio que hicieron historiadores, escultores y restauradores argentinos —que
hubieran podido y acaso debido abrir un debate serio, ya que no lo abrieron las
autoridades— los únicos ruidos de esta guerrita fueron los gritos insinceros de
quienes apenas vieron una nueva oportunidad de hacer antikirchnerismo barato.
Claro que a eso contribuyó el propio gobierno nacional, que con su obsecación les
regaló al alegre equipo municipal y a los medios hegemónicos un traje a medida.
Como sea, la reiterada
decisión de trasladar el monumento
sigue siendo, en mi opinión, un error. Las razones expuestas son débiles
e inconsistentes. Todos los supuestos argumentos no han sido más que chicanas,
y, si de iniciar un debate acerca del rol de los conquistadores se trataba,
ello no sucedió. No se defienden así los arrasados derechos de los pueblos originarios,
como no se juzgan así las atrocidades de un imperio quinientos años después. Ni
mucho menos se repara históricamente nada de esta manera.
Quienes reivindicamos la
permanencia del monumento en su sitio original no nos interesamos por la disputa
político-judicial entre dos administraciones, ni por otro, fastidioso, nuevo
carnaval de cautelares. Lo que
simplemente pretendemos muchos ciudadanos de este país (no de la ciudad
solamente) es que se respeten la historia urbana, la estética y el cuidado de
los monumentos públicos en los sitios donde originalmente se los instaló. Y si
están dañados, que se los repare. Y si hay que moverlos, que se discuta adónde
y por qué y cómo. Y si son monumentos de sujetos o acciones cuestionables,
entonces que se convoquen debates públicos y participativos, que para eso esto
es una Democracia. La Historia de una nación no es propiedad de un único
conglomerado humano, y sobre todo no se cambia de un día para otro, ni es bueno
que lo haga un solo gobierno, por altísima que sea su legitimidad. El debate
histórico siempre es necesario y lleva mucho tiempo, y es bueno que así sea.
Y
el mismo argumento vale para todas las estatuas, esculturas, conjuntos artístico-arquitectónicos
y demás ornamentos urbanos, que los hay en todo el territorio nacional. Por eso resultó absurdo convertir este debate,
necesario y republicanamente saludable, en una cuestión "K o antiK".
Finalmente, también hay
que decir que mucho de lo peor de la política argentina quedó de manifiesto con
este episodio. El gobierno se equivocó y no fue capaz de admitirlo, y entonces
redobló la apuesta, como niño caprichoso. El macrismo procedió de manera
igualmente infantil, pretendiendo ser todo lo que no es (cuidadoso, ecológico,
respetuoso de la cultura). Y el resto del espectro político hizo un silencio
atronador, mientras, una vez más, los medios concentrados cacarearon su ritual
credo opositor.
Mientras el traslado del almirante italiano parece irreversible, y el
desembarco en su plaza de la Generala Azurduy también, sólo faltaría ahora que
algún genio en las sombras le susurre al Poder la idea de que el Paseo Colón
pase a llamarse Paseo Azurduy, a lo que seguirían —por qué no— otros
desenfrenos. Por ejemplo, que el Parque Lezama se llame Parque Hugo Chávez, o
que la Provincia de Misiones se llame Provincia Francisco.
Si viviera, María Elena Walsh nos explicaría que todo es posible en el
reino del revés. •
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