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miércoles, 30 de junio de 2010

"Pensar el Bicentenario desde las dos orillas"

Conferencia: El Bicentenario 1810-2010. Con Fernando Operé y Francisco Tete Romero - Teatro Guido Miranda, Resistencia, 30 de Junio de 2010

Me gustaría esta noche hablar del Bicentenario como problema cultural. E intelectual. Porque estando en plena celebración —lo hemos vivido con inmensa alegría hace muy poco— también es verdad que estamos en pleno balance. Debemos estarlo.

El Bicentenario nos fuerza a vincular el pasado con el presente. Es decir, nos invita a revisar, a repensar, a reescribir quizás el relato de la Nación que somos. Y eso nos lleva a reconocer —aunque muchos no se den cuenta, distraídos como están, pobrecitos en su ignorancia— que por lo menos a todo lo largo de los siglos XIX y XX nuestra literatura produjo no sólo escritores, no sólo poetas, sino más bien, y mejor, intelectuales completos, pensadores cabales, responsables de la palabra y el discurso ejercidos como materiales constructores de la opinión pública.

Pruebas al canto: la creación de nuestra bandera, de la canción nacional, de todos los emblemas e íconos que hoy nos representan, y del relato mismo de lo que somos y lo que no somos, y de cómo somos, se debió enteramente a generaciones de empecinados hombres y mujeres de letras que se esforzaron sobre todo por construir una identidad nacional. La hicieron, sobre todo, con palabras. Es decir, con ideas.

La identidad es, ante todo, un texto. Que expresa un sentimiento forjado en luchas y debates, desde ya, pero texto.

La fundación de escuelas y bibliotecas, la reafirmación de los contornos territoriales de la patria, los espacios periodísticos desde Mariano Moreno en adelante, las luchas para que tuviesen voz y protagonismo tanto las mujeres como las minorías, y los inmigrantes como los pueblos originarios, si tuvieron algo de revolucionario en cada momento fue, qué duda cabe, porque en cada momento y en cada caso hubo intelectuales fungiendo como faros señaladores del camino.

Pensar en estos doscientos años, entonces, nos obliga a recordar a los poetas de "La lira argentina" (Vicente López y Planes, Juan Cruz Varela, Crisóstomo Lafinur, Bartolomé Hidalgo y otros); a los integrantes de "La Generación del 37" (y obviamente pienso en Esteban Echeverría, pero también en Alberdi, Sarmiento e incluso en los hermanos Mansilla), es decir, aquellos primeros románticos rioplatenses que enlazaban el sentimiento individual con las aspiraciones colectivas.

Todos y cada uno de los acontecimientos histórico-políticos de este país tuvieron, y no hay excepciones, su propia representación literaria. En un texto o en muchos; en un poema o en una canción; en los debates promovidos y en los textos que los relataron; o sea: en los hechos y en las palabras. Que es decir en las ideas y en las repercusiones más crudas que tienen los hechos y las palabras: la guerra, el exilio, el dolor, la muerte.

Lo repito: todo el siglo 19 y el 20 están atravesados por el entrecruzamiento de voces. Unas que explicaban, otras que replicaban y también las que confundían. No de otro modo se construye la Historia, y aquellos, los nuestros, discutían la historia mientras la iban haciendo. Es decir, mientras la escribían. Poemas, novelas, ensayos, cuentos, artículos, columnas, proclamas, y más recientemente mailes, blogs, textos, textos, textos... En estos 200 años no hubo jamás manera alguna de tapar, de ocultar, de soterrar la dura y empedernida construcción de esta nación apasionada que somos. Toda censura es, finalmente, efímera. Y el trabajo intelectual consiste en matar al monstruo cada vez que asoma la cabeza. Ése es, digo yo, nuestro reto y también nuestro destino.

El trabajo intelectual de centenares, miles de poetas y narradores, ensayistas y pensadores, abrió y sigue abriendo senderos para la participación ciudadana. Verdadero ejercicio de la cultura como fuente y destino del desarrollo de los pueblos —que eso es lo que es— la nuestra ha sido una práctica sin interrupciones a lo largo de estos doscientos años, y también por eso estamos celebrando el Bicentenario. No fuimos los primeros ni los únicos, desde ya. Pero lo hicimos, lo estamos haciendo.

Por eso en este Bicentenario yo pregunto: ¿qué sería de nosotros, qué sería de este país desesperado si no hubiésemos parido aquí a Sarmiento y a Ingenieros; a Lugones y a Roberto Arlt; a Marechal y a Borges; a Julio Cortázar, las hermanas Ocampo y Manuel Puig; a Gálvez y Félix Luna; a los dos Walsh que nos interpretaron el alma: María Elena y Rodolfo; y a Sábato, Pizarnik, Gelman, Orozco, Tito Cossa y Angélica Gorodischer por lo menos? ¿Qué pobreza abrumadora sufriríamos hoy mismo sin ellos, sin ellas, sin todos esos extraordinarios relatores de la Historia Argentina, omnipresentes y eternos?

¿Qué pavorosa descapitalización simbólica estaríamos padeciendo además de lo que hoy padecemos? ¿De qué tamaño abrumador sería el vacío de nuestra cultura y de nuestras pobrecitas almas si no los tuviésemos a todos ellos, y ellas, en el cielo de nuestra creación? ¿Qué maldito Mercado, y qué condenadas reglas de la economía y la política estarían hoy esclavizándonos sin resistencia?

No lo digo a modo de respuesta, pero sí como palabra de este tiempo y con toda responsabilidad: hoy en la Argentina, en este 2010 en el que la emergencia parece amainar después de décadas tormentosas, los mejores escritores y lectores mantienen esa costumbre intacta. No serán en número las grandes mayorías populares, pero su fuerza es enorme y yo confío en que su obra, plural y nutricia, constituirá un seguro legado para las jóvenes generaciones. Esas mismas que hoy viven, mayoritariamente, un presente de sonido y de furia, de horizonte cortito y de confusiones largas, y que por eso tantas veces nos desesperan cuando no las entendemos y en cambio sólo las juzgamos, y que Tata Dios y el futuro nos perdonen...

Pero no hay que desesperar. También en este tiempo hay un poema, por lo menos, que marcará esta época. No lo duden. Ahora mismo se escriben la novela y el ensayo que además de belleza expositiva nos dejarán escritos, pero escritos nosotros, digo, testimoniados para la eternidad de la cultura. Hoy, hoy mismo se ha de estar escribiendo el texto argentino del próximo Centenario, el Tri que no veremos. Qué maravilla...

Y con esto quiero decir que esta Nación nuestra, este conglomerado tantas veces inarmónico que somos, esta pequeña condición humana que nos define todavía con trazos de destino incierto, no es menos potente que el accionar cretino de los miserables que también fueron paridos bajo el sol de nuestras pampas. Al contrario, es más fuerte. Somos más fuertes, como lo fueron los patriotas del 25 de Mayo de 1810, que tampoco eran mayoría aplastante de su tiempo y también estaban llenos de dudas. Pero fueron más fuertes, de cara a la posteridad, por la fundamental razón de que en el combate eterno y silencioso de las ideas, cuando hay sólidos intelectuales que las llevan como estandartes suelen imponerse las mejores.

Por eso a lo largo de los últimos doscientos años millones de argentinos y argentinas padecimos el calor y los fuegos del infierno más de una vez. Pero nunca perdimos la inexcusable conciencia de que si el cielo y el día, la luz y la esperanza, se construyen de noche, y muchas veces con frío y aguaceros, es así como se renueva el sol cada vez, para que lo apreciemos, después, gozosos de la belleza del amanecer.

El Bicentenario es una extraordinaria oportunidad para reflexionar sobre esta relación entre cultura y desarrollo, entre intelectualidad y política. Relación que —lo subrayo— ya en los 27 años de democracia que llevamos le ha permitido a la Argentina mostrar lo mejor de sí misma. En la literatura sobre todo, pero también en la música, el cine, el teatro, el ballet, se han alcanzado niveles de creatividad extraordinarios, quizás no comparables en todo el continente, ni con otras épocas, y se han exportado y paseado por Europa y las Américas, con millones de admiradores e imitadores.

Entonces la otra pregunta es: si esa creatividad continúa y nos llena de orgullo, ¿por qué no tiene equivalencia en el campo de la sociabilidad y el entendimiento nacionales? ¿Por qué el desencuentro, el odio, el golpismo tenaz que fomenta la otra, más pequeña mitad del país?

Desde luego, no hablo en nombre más que de mí mismo, yo no represento a nadie. Pero puedo asegurar, con absoluta responsabilidad, que conozco mi país hasta en sus más remotos rincones y he visto y veo, y escucho y padezco, la obscena y miserable subvida de millones de compatriotas, de todas las etnias, víctimas de dirigencias que hoy se acusan ferozmente entre ellas pero son, y no dejaré de decirlo, desdichadamente y todavía, todas demasiado iguales.

Por eso sería bueno, y es necesario y urgente, reconocer que el durísimo, inadmisible presente socio-cultural de la Argentina es el resultado de políticas perversas que se aplicaron y es urgente revertir, lo cual implica exigir a las autoridades, pero también a la variopinta y feroz oposición que padecemos, la aplicación de urgentes y reparadoras políticas de estado.

Tenemos la obligación moral de exigirle al gobierno nacional —que ha sido capaz de muchos cambios visibles y plausibles en materia de Defensa, Derechos Humanos, Educación y Cultura— que también oriente cambios en otras áreas en las que la Argentina sigue siendo un país en emergencia. Que así como se ha enaltecido la memoria, así se modifique el paisaje social. En la cultura hebrea el Talmud establece que la condición esencial de la vida es la Verdad, porque sólo con la Verdad se puede alcanzar la Justicia; y sólo con Verdad y Justicia se construye la Memoria. Por eso hoy muchos sostenemos que el culto de la Memoria exige de una vez por todas que se conozca toda la verdad y se sancione a todos los responsables. Yo pido lo mismo para los indigentes de hoy: justicia-verdad-memoria, y sanción.

Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de ejercitar una memoria consciente y activa para esbozar contenidos democráticos y democratizantes, horizontales y capaces de llegar a la totalidad de la población, que hagan de este Bicentenario de Mayo y del de Julio de 1816, los hitos de la reorganización del país.

Acabamos de ver que el Bicentenario se inició magníficamente, con una extraordinaria participación del pueblo, lo que habla de un espíritu popular intacto y no de falsas crispaciones como quieren imponer algunos sectores. Pero tampoco a este Bicentenario feliz se llegó de casualidad. Muchos intelectuales, desde hace por lo menos cuatro años, hemos reflexionado y aportado ideas y acciones en múltiples espacios y congresos. De hecho el Foro Internacional por el Fomento del LIbro y la Lectura que hacemos todos los años, fue de los primeros eventos culturales argentinos que se dedicó, en 2008, a este debate. Por lo tanto es justo reconocer, más allá de banderías políticas o tribunas ideológicas, que el servicio prestado por los intelectuales a los ejecutores de las celebraciones ha sido muy grande, aunque luzca poco.

Habrá que seguir ese camino de ideas y propuestas, entonces, para asegurar que en 2016 se repitan la alegría y el orgullo que vimos estos días, pero además con el funcionamiento pleno de los nuevos instrumentos democratizadores que la Argentina requiere con urgencia: la plena vigencia de la Ley de Servicios Audivisuales, pero también una nueva Ley de Entidades Financieras y, desde luego, la Asignación Universal por Hijo resolviendo horizontalmente las reales necesidades de las clases populares y afirmando la igualación social que se inició recientemente. Pero sobre todo habrá que arreglar las tres enormes fallas de nuestra democracia, que todavía subsisten: el horrible sistema policial argentino que la democracia no ha sabido modificar; el injusto sistema de salud pública que no se termina de restaurar en beneficio de todos los sectores sociales; y el infame sistema judicial que impera en casi todo el país y que es fuente de toda sinrazón e injusticias... Esas son, y no temo decirlo, las tres grandes taras de la democracia argentina del Siglo XXI.

El gobierno que tengamos en 2016 se ganará el reconocimiento de la ciudadanía —como ahora lo obtuvo, y es leal reconocerlo sin mezquindades, la actual administración— sólo si estos malos rumbos se enderezan. Y para ello no hay soluciones técnicas solamente; para ello hace falta también el concurso de nuestra intelectualidad. Yo confío en que así sucederá.

Porque si toda censura es finalmente efímera y los pueblos resurgen de sus desgracias nacionales, también es cierto que sin una clase intelectual activa, militante y poderosa resulta casi imposible —apenas utópico— alcanzar la felicidad de los pueblos.

En el espejo en que nos miramos, largo como 200 años de construcción de una nación y una república, tenemos la muestra cabal de lo hecho y de lo nos que falta. La tarea continúa.

Muchísimas gracias. •

jueves, 24 de junio de 2010

El libro perdido de Jorge Luis Borges

De mi libro ESTACION COGHLAN Y OTROS CUENTOS (2006)

Para Bebe Martínez

Nunca conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisario de a bordo que me permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó una copa de vino.

Borges tenía los ojos cerrados y sobre su falda descansaba una carpeta de cuerina color obispo. Parecía rezar, aunque tratándose de él uno debía suponer que estaba componiendo o recitando un poema. Fue muy amable conmigo y cuando me presenté como compatriota dijo, sonriente:

—Quizás no sea casualidad que dos argentinos nos encontremos a tanta altura. Ya ve cómo nos cuesta tener los pies sobre la tierra.

Me preguntó en qué podía servirme y le respondí que simplemente no quería dejar pasar la ocasión de saludarlo y le conté, brevemente, que acababa de publicar un cuento titulado “La entrevista” en el que yo imaginaba que él, Borges, llegaba a los 130 años de edad sin ganar el Premio Nóbel y un editor norteamericano de voz meliflua me encargaba a mí, para entonces un viejo cronista jubilado de ochenta y pico de años, que lo entrevistara.

Naturalmente, Borges no se interesó por mi ficción, pero sí inquirió acerca de mi interés en él: quiso saber qué obras yo había leído, o cuáles conocía, al menos. Me di cuenta que le importaba distinguir a un cholulo de un lector, de modo que le conté que lo había leído completamente gracias a un torneo de ajedrez entre escritores. Sin dudas lo halagué y desperté su curiosidad. Entonces le referí la breve historia de mis años de trabajo en la vieja Editorial Abril, donde además de una excelente escuela de periodistas había decenas de buenos poetas y narradores y casi todos jugaban bastante bien al ajedrez. Mencioné, por supuesto, a muchas distinguidas plumas de entonces, comienzos de los ‘70. Comenté que todos lo habían leído y querían ganar el premio que la editorial había dispuesto para el campeonato de aquel grave año de 1975: sus Obras Completas. Pero quiso el azar (le dije, sabedor de que le encantaría tal atribución) que campeonato y premio los ganara yo, que era un jovencito infatuado que por entonces privilegiaba a la Revolución por sobre la Literatura y que no lo había leído por puros prejuicios juveniles.

—Quizá usted tenía razón —me reconvino—. Fue el año en que yo dije que Pinochet y Videla eran dos caballeros. Un desatino del que hoy me avergüenzo.

De todos modos, era imperdonable que siendo yo entonces un joven aspirante a narrador no lo tuviese leído y bien leído, así que le conté que de inmediato había subsanado mi falta y le manifesté mis preferencias. En un momento él me interrumpió para pedirme que por favor no fuera tan superlativo, y finalmente le confesé que me llamaba mucho la atención su insistencia en mencionar textos inencontrables como el Nekronomikon, la Primera Enciclopedia de Tlön, El acercamiento a Almotásim, las obras de Herbert Quain tales como El Dios del Laberinto, Abril Marzo, El Espejo Secreto, etc., y sus menciones de otros autores que solía nombrar como Joahnn Valentin Andre, Mir Bahadur Ali, Julius Barlach, Silas Haslam, Jaromir Hladik, Nils Runeberg, el chino T’sui Pen, Marcel Yarmolinsky, las confesiones de Meadows Taylor o las según él siempre oscuras, incomprensibles ideas filosóficas de Robert Fludd.

Borges se rió de buena gana y me dijo, enigmáticamente:

—De todos esos libros, sólo uno es verdadero. Y lo tengo escrito.

Sólo atiné a mirarlo fijamente, encandilado por ese hombre delicado y magro cuya ceguera miraba mejor que nadie el infinito vacío que había del otro lado de las ventanillas, mientras acariciaba rutinariamente la empuñadora de su bastón.

El advirtió la densidad de mi silencio.

—Más aún: tengo aquí un borrador —dijo suavemente, casi un susurro— ¿Quiere echarle una ojeada?

Me emocioné, diría, hasta el borde mismo del llanto. Le dije que por supuesto, le agradecí el gesto disimulando ineficazmente mi ansiedad, y cuando me tendió la carpeta de cuerina color obispo yo regresé a mi asiento en la clase turista, en el fondo del avión, y me sumergí en la lectura.

El texto llevaba un extraño, borgeano título que sinceramente no recuerdo con exactitud. Tonto de mí, creo confusamente que era El irregular Judas o algo así. Era una novela, o lo que yo supongo que debía haber sido la novela de Borges, mecanografiada por alguien a quien él le habría dictado. La trama era sencilla: Egon Christensen, un ingeniero danés, de Copenhague, llegaba a Buenos Aires en 1942 como jefe de máquinas de un carguero cuyo capitán no se atrevía a partir por temor a ser hundidos por los acorazados alemanes que infestaban el Atlántico Sur. Egon se radicaba cerca de La Plata, revalidaba su título de ingeniero y marchaba a Jujuy, conchabado por el Ingenio Ledesma. Su pasión era el ajedrez, admiraba a Max Euwe, y en Jujuy vivía una peripecia amorosa y otra deportiva, ambas colmadas de paradojas.

Lo extraordinario, desde luego, eran su prosa, la infinita rigurosidad de vocablos, el armado preciso y despojado de la secuencia exponencial, una inevitable mención a Adolfo Bioy Casares, la retórica perfecta y sobre todo la erudición, que dejaba perplejo al privilegiado lector que yo era.

Cuando terminé, temblando de emoción y agradecimiento, le llevé la carpeta de regreso. Borges dormía, con la cabeza inclinada sobre un hombro como un capullo de algodón quebrado. Me pareció inconveniente despertarlo, y además estaba tan impresionado que sólo iba a ser capaz de decirle tonterías. Preferí depositar suavemente la carpeta sobre su regazo.

Cuando llegamos al Aeropuerto Kennedy, a él lo recibió un montón de gente que subió al avión (editores o embajadores, supongo) y vi cómo se lo llevaban de prisa a un salón Vip.

Al cruzar Migraciones vi también, y con espanto, que la misma carpeta de cuerina color obispo estaba en manos de un hombre muy alto, rubio, de inconfundible aspecto escandinavo. Me pareció haberlo visto en la primera clase, pero no estaba seguro y era ya un dato irrelevante: lo evidente era que le había robado el manuscrito a Borges.

Me alarmé y dudé si denunciarlo a los gritos o correr hacia el hombre para rescatar la carpeta puesto que ya no podía avisarle a Borges ni a quienes lo acompañaban. El oficial de migración me dijo no sé qué cosa y en el segundo siguiente perdí de vista al danés, porque era un danés, sin dudas. Sentí un extraño pánico que me duró todo ese día y los que siguieron. Leí con angustia los diarios de toda esa semana, esperando encontrar una denuncia, el reclamo de Borges o sus representantes. Pensé incluso que él podría acusarme de semejante atropello.

Nada. No sucedió nada y, que yo sepa, él jamás pronunció una palabra sobre el episodio. Y yo no volví a verlo hasta una noche de 1985, ya en el desexilio, cuando de la Editorial Sudamericana me invitaron a una charla de Borges sobre un libro de viajes que había escrito con María Kodama. Fui con la intención de preguntarle acerca de aquella carpeta de cuerina color obispo. Pero en un momento, ante la primera pregunta del público, él contó que una vez, durante un viaje en avión, había soñado con un tipo que se le acercaba desde la clase turista y al que él engañaba entregándole un texto apócrifo que aquel hombre jamás le devolvía.

Decidí callar, por supuesto. Borges falleció tiempo después, como todo el mundo sabe, en Ginebra. •

martes, 15 de junio de 2010

Novedades, viajes y más cosas

Italia: Gira de presentaciones y conferencias
Durante la primera mitad de Junio de 2010 estuve en Italia para una gira de presentaciones de mi nuevo libro GENTE STRANA, editado en Lecce por Manni Editori. Pronuncié conferencias en Roma, Chieti, Piacenza, el Instituco Cervantes de Milán (acompañado por la fantástica Emilia Perassi, catedrática de la Universidad de Milano), y participé de festivales literarios en Trento y en Bolzano.

¡Mi primer film!
A fines de Abril de 2010 terminamos el rodaje de EL DECIMO INFIERNO, mi primera película, co-dirigida con el cineasta colombiano Juan Pablo Méndez Restrepo. Íntegramente filmada en escenarios naturales de Chaco y Corrientes, esta versión cinematográfica de mi novela contó con el apoyo inicial de Lotería Chaqueña y Canal Encuentro. El guión lo escribimos a cuatro manos con Juan Pablo, y narra una historia de pasiones en un ambiente tropical y denso, en el marco de la decadencia argentina de fines de los 90. Con Patricio Contreras y Aymará Rovera en los papeles protagónicos, y con Guillermo Smogyi y un notable elenco de actores y actrices chaqueños en los demás roles. EL DECIMO INFIERNO es uno de los pocos filmes rodado íntegramente en el interior de la Argentina, por un equipo técnico y artístico integrado por profesionales de varias provincias argentinas y de Colombia, Chile y Ecuador.
Más información y fotografías en: http://www.eldecimoinfierno.blogspot.com

Nueva presencia en el Festival de Literatura de Viajes.
Apenas terminada la filmación, viajé a Matosinhos, Portugal, donde participé del 7º Festival Literatura em Viagem, que se celebra anualmente en dicha ciudad del Norte de Portugal. Allí fui parte en mesas redondas y presenté la edición portuguesa de FINAL DE ROMANZO EN PATAGONIA, publicada por Editora Quetzal, de Lisboa, y traducida por Francisco Guedes.

En la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo.
Los primeros días de Mayo, y casi sin deshacer las maletas, fui como invitado especial a la 13ª Feria del Libro de la República Dominicana, que es la más numerosa y popular del Caribe, junto al gran escritor mexicano Carlos Fuentes. Allí dicté dos conferencias magistrales.

En el Festival de la Palabra de San Juan, Puerto Rico
Seguidamente, y desde Santo Domingo, volé a Puerto Rico, donde se organizó el 1er. Festival de la Palabra del Viejo San Juan. ¡Qué ciudad tan hermosa! Y encima ahí estaban, invitados por la gran escritora boricua Mayra Santos Febres y el queridísimo José Manuel Fajardo, un montón de amigos y amigas queridísimos. Entre ellos Luis Sepúlveda y Carmen Yáñez, Rosa Montero, Leonardo Padura, Lauren Mendinueta y Antonio Sarabia, Elsa Osorio, Santiago Gamboa, José Ovejero, Karla Suárez, Iván Thays y Carmen Boullosa, entre muchos más.

¡Se estrenó LUNA CALIENTE en España y me lo perdí!
En Febrero de 2010 y en 128 salas de España fue estrenada la última película del reconocido cineasta Vicente Aranda. Rodada en Cantabria y basada en mi novela homónima, fue protagonizada por Eduard Fernández, Thaïs Blume, Emilio Gutiérrez Caba y un elenco estupendo. Como todo lo que hace este director,la película recibió las más diversas críticas, buenas y malas, tanto por su estética o un supuesto sexismo, como por la posición política de Aranda. Lo que yo lamenté fue no haber estado ahí, pero amablemente el mismo Aranda me envió una copia enseguida. Para mí está buena, lo que no es poco después de la primera, lamentable versión argentina de los 80.