Tenía listo mi lecturario
habitual, que renuevo cada tanto, pero cuando lo estaba revisando y editando
para subirlo al blog y a mi FB, se me cruzó esta reflexión, que es también un
lecturario y que ahora comparto.
• A punto de partir hacia
Francia, invitado al Salón del Libro de París (este año la Argentina es país
invitado) pienso que el grupo de escritores e intelectuales que somos estamos
yendo hacia donde nos leen o queremos que nos lean. No está mal, eso es incuestionable.
Sin embargo, yo estoy déle pensar en lo que he leído de literatura francesa y
en lo que recuerdo como formativo, pero, sobre todo, en que me remuerde un poco
imaginar todo lo que no he leído de esa gran literatura, y sobre todo últimamente.
Y el asunto no deja de sonarme un poco, y a mi pesar, como si yo formara parte
de una especie de seleccionado en el que hay mucho talento, sin dudas, pero
también hay como un runrún de narcisismo colectivo, plural o como quieran
llamarlo.
Como sea, me sereno pensando que, a mis años, de todos
modos algo he leído de esa gran literatura, aunque también sé que leí poco,
menos de lo que hubiera debido. Y sobre todo, reitero, de la última producción.
Porque sí le entré a alguna novela de la muy promocionada Amélie Nothomb, así
como disfruto siempre de las exquisitas novelas de Irene Némirovsky (1903-1942,
de quien llevo la última, que acaba de publicar Edhasa, para leer en el viaje) y
tengo en mi corazón algunos textos como los siempre sabrosos y estimulantes
ensayos de Michel Foucault (hace muchos años "Las palabras y las
cosas" me marcó profundamente), de Pierre Bourdie, de Baudrillard y hasta un
par de novelas para mí sobrevaloradas de Houellebecq.
También debo mencionar a Maryse Renaud, narradora y académica
de relieve nacida en la Martinica, o sea francesa afrocaribeña, de la que estoy
terminando de leer su obra casi completa. Y digo "casi" porque sólo
conozco dos novelas —la poderosa "La mano en el canal", que
transcurre en la Argentina, y "El cuaderno granate", un texto entre
humorístico y desafinado— así como su notable libro de cuentos "En Abril,
infancias mil", que creo haber ya comentado en un Lecturario anterior.
(Las tres, publicadas en nuestro país por Corregidor).
Pero sé que todo esto es poco para decir que uno
"conoce" una literatura. Por lo que debo confesar, algo avergonzado,
que yo no pude o no supe ir más allá de estos autores contemporáneos, si bien
leí muchos libros de autores clásicos franceses porque en mi infancia y
adolescencia mi mamá era fanática de algunos de ellos. Quizás no sea gran cosa
mi conocimiento de la literatura clásica francesa, pero todo lo que leí se lo
debo a ella y a mi hermana. Romain Rolland, André Gide (al que ellas devoraban),
François Mauriac, algunas novelas de Colette y por supuesto el siempre cuesta
arriba Marcel Proust, de quien nunca pude terminar su saga completa aunque sí
los dos primeros tomos, que supongo me enseñaron mucho pero me dejaron
exhausto.
Por mi parte, y ya adulto, me encantó el largo viaje
hacia la noche de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961) y me volvieron loco las
insuperables novelas de Albert Camus (1913-1960), cuyo "L'etranger"
fue tan definitorio para mi escritura como las obras enteras de Juan Rulfo,
García Márquez o Julio Cortázar. También adoré, como al maestro del género
negro que fue, a ese corso enorme llamado José Giovani (1923-2004) y desde
luego a Boris Vian (1920-1959), cuyo "Escupiré sobre tu tumba" y los
cuentos de "El hombre lobo" todavía releo cada tanto. Y desde luego
también debo decir que fui fan, acaso epocal, de varios ensayos de Sartre y sobre
todo de la narrativa de Simone de Beauvoir que me encandiló lo suficiente como
para, quizás, no advertir todo lo que se creaba entonces a su alrededor. O para
seguir de largo como me pasó cuando intenté leer a Nathalie Sarraute, de la que
todo el mundo hablaba y a mí me pareció soporífera. Y todo lo anterior matizado
con los dramas de Eugene Ionesco y de Beckett (ese fabuloso irlandés al que
muchos consideran francés) y con la incesante lectura de poesía, que en Francia
es leer por lo menos lo que va de Antonin Artaud y Paul Valéry a Saint-John
Perse y Jacques Prevért (quien, por cierto, fue una especie de mentor poético
de mi adolescencia).
No puedo soslayar en este recuento improvisado algunas
novelas experimentales de Raymond Queneau, como "Pierrot, le fou", y las
ardorosas ficciones de la exquisita y conmocionante Marguerite Duras. Y claro, "El
correo del Sur" y "Vuelo nocturno" de Antoine de Saint-Exupery,
a quien en mi casa, de muchacho, llamábamos "Sentex" con atrevida
familiaridad. Y paro de contar porque de las nuevas generaciones, queda dicho,
he leído muy poco y me he llevado una que otra decepción que prefiero mantener
en reserva.
Dejo para un párrafo aparte y final a ese monje
irreverente y loco como un montón de cabras que fue François Rabelais
(1494-1553), de quien leí con inolvidable goce sus "Gargantúa" y
"Pantagruel", a punto tal que fueron mis modelos para la construcción
de la Nona de mi "Santo Oficio de la Memoria".
De manera que así voy a París. No tanto a mostrar sino
más bien, como corresponde, a seguir aprendiendo de esa insuperable cultura, y
ojalá, también, de escritores/as que yo ignoro y que seguramente han de valer
la pena. Hasta la próxima. •