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miércoles, 26 de enero de 2011

Memorias del desexilio

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Mi exilio terminó casi un año después de la recuperación de la democracia. Regresé a la Argentina para quedarme, en noviembre de 1984, aunque había hecho un par de viajes previamente, para conseguir un departamento en Buenos Aires y para la primera Feria del Libro realizada en democracia.

Dos amigos entrañables de antes del exilio —Daniel Pliner y Sergio Sinay— trabajaban ya en la Editorial Perfil y me consiguieron un conchabo bastante bien remunerado: vicedirector de la revista "Playboy".
Era un típico proyecto del destape democrático. Tras años de censura de todo tipo, ahora (finales del 84 y comienzos del 85) la editorial de la familia Fontevecchia planeaba lanzar la edición argentina de esa famosa revista norteamericana, junto con "El Diario del Juicio" (que dirigió Pliner y que —jugada maestra a dos puntas de los editores— se ocuparía del juicio a las Juntas Militares).

Yo desembarqué en esa editorial con los mejores augurios, la verdad, y me encontré con que allí escribían muchas plumas famosas, como se llamaba entonces a los escritores-periodistas más notables. Ahí estaban Juan Martini, Vicente Battista, Cristina Mucci, Pablo Ananía, Juan Carlos Martelli, Carlos Llosa, Chiche Gelblung, Jorge Asís (el Turco Grande) y Jorge Manzur (el Turco Chico), y muchos más a quienes yo no conocía. Era una verdadera constelación de redactores estrella, repartidos en una docena de revistas para todos los gustos.

Para entonces yo gozaba de un modesto reconocimiento literario fuera de la Argentina. Mi curriculum era rico en experiencias periodísticas y además volvía después de varios años de enseñar en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Iberoamericana, por entonces la más prestigiosa casa de estudios de México en la materia, y en el mundo académico hispánico de los Estados Unidos yo era más o menos conocido como un joven escritor de lo que se llamaba el Posboom. Mi bibliografía se componía de varios libros, casi todos traducidos a diversas lenguas y que en Buenos Aires contrató y publicó la Editorial Bruguera, que entonces era el sello más glamoroso: LUNA CALIENTE, LA REVOLUCION EN BICICLETA y EL CIELO CON LAS MANOS aparecieron sucesivamente en la colección "Libro amigo".

Al mismo tiempo, la Editorial Legasa contrató y editó mi libro de cuentos VIDAS EJEMPLARES, mientras la Editorial Sudamericana, como ya dije en otra entrada, publicaba QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS.

El primero de estos dos libros fue, en cierto modo, una revancha que me permití. Porque desde mi partida en el 76 había soñado con una edición argentina de mis cuentos en la que incluiría, en la contratapa y a modo de reconocimiento, comentarios de los dos calificados lectores de mi primer original: Marco Denevi (como ya he contado en este relato) y Luis Gregorich, que en el diario "La Opinión" había sido tan amable y alentador cuando leyó esos originales en el año 73, creo, o 74. Eran dos deudas de honor que me encantó cumplir, ya de regreso: entregarles en mano un ejemplar a cada uno.

Claro que por entonces, exactamente en 1984, había en Buenos Aires dos debates culturales tan intensos como plenos de injusticias, que colmaban el mundillo intelectual porteño y en cierto modo me involucraban.

El más furibundo tenía que ver con una especie de innecesaria competencia entre los escritores/as que volvían del exilio y los que se habían quedado en el país durante los llamados "años de plomo". Desde cierta perspectiva parecía pretenderse que la literatura argentina de esos años se validaba solamente por la producción extramuros, mientras desde otras parecían rechazarse los de "adentro" con los de "afuera" y viceversa. Era absurdo el asunto, pero ocupaba páginas de diarios y revistas y no había reunión en la que no se discutiese.

Por supuesto, ni toda la literatura argentina del exilio estaba escrita por "heroicos resistentes", ni la de intramuros era obra exclusiva de "colaboracionistas". Pero al calor de aquellas discusiones sólo había enojos y acusaciones excesivas, al menos en mi opinión.

Por eso no participé, de hecho, en aquellos debates. Porque si de un lado había que reconocer que "Respiración artificial" se había escrito en la Argentina, del otro era obvio que también en el exilio se había escrito mucho texto de poca valía. Una literatura nacional, pensé siempre, se hace de todas las versiones de la tragedia de esa nación, intramuros y extramuros. Y la literatura argentina fue, desde sus orígenes, escrita fuera de la Argentina por exiliados como Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mármol, Hernández y tantos más, y no por eso fue menos nacional. Y así siguiendo.

Pero parece que nada de eso se veía, en los albores de la democracia.

El otro debate, si se puede llamarlo así, era mucho más intrascendente e incluso estúpido, y consistía en cuestionarle al uruguayo Mario Benedetti el vocablo "desexilio", que él estrenó en su ensayo "El desexilio y otras conjeturas", de ese mismo año. A mí eso me permitió conocerlo personalmente, cuando lo entrevisté para una nota que escribí en la revista "Semana" y que me permitió enhebrar con él una hermosa amistad que se prolongó hasta el final de su vida (falleció en Mayo de 2009). Mario era un tipo de una dulzura excepcional, de convicciones blindadas y tenía esa mirada preciosa con la que envolvía a sus amigos. Para mí fue un tesoro haberlo tratado.

Lecturas y opiniones

Acabo de leer, en los últimos tiempos, algunos estupendos poemas del colombiano Juan Manuel Roca. También cuentos y novelas de narradores de ese país, algo así como una cosecha interesante de los últimos años que me fue obsequiada durante mi último viaje a Bogotá y Medellín. Pero no soy amigo de hacer comentarios bibliográficos, terreno que no domino y en el que yo mismo me niego competencia alguna, por lo que solamente diré que de vez en cuanto me gusta dejarme ganar por alguna que otra idea inspirada por alguna de mis lecturas. Leer es algo muy íntimo, para mí, un placer o displacer siempre inesperado. De ahí que no me guste hacer devoluciones, lo cual suelo aclarar cuando recibo libros de colegas y amigos. Siempre temo que después se queden esperando a ver qué les digo, qué me pareció, qué les devuelvo... Y eso me cohibe, y más aún: confieso que me atonta, como si estuviera yo impedido de una lectura en libertad si sé que el autor/ora está esperando mi opinión.

Distinto es el caso, claro, de cuando me dispongo a la lectura profesional de la obra de las dos o tres personas que más quiero y respeto y a quienes leo como ellos/as me leen a mí: lápiz en mano y clarificando el texto, como diría Pepe Bianco. No importa hacer público el nombre de esas personas. Son mis hermanos/as y lo saben.

Escribo lo anterior y me quedo pensando que, como toda opinión, lo que uno piense de un libro es nada más que un destello, finalmente, ni siquiera un lenguaje. Y por eso mismo no tiene por qué ser determinante de nada. En realidad, tenía razón Juanito Rulfo: escribimos para escapar de la desesperación, para no morirnos, para seguir respirando. No debería ser, por lo tanto, una materia opinable.

domingo, 23 de enero de 2011

viernes, 21 de enero de 2011

QUE SOLOS y el fin del exilio

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Quizá, inconscientemente, empecé QUÉ SOLOS porque entreví que la crisis epocal y personal que atravesaba podía arruinar a la otra novela, ese texto grande que por entonces redactaba neblinosamente y sin saber adónde iría a parar. Acaso fue por eso que suspendí la escritura de SANTO OFICIO. Quién sabe.

Buen material para llevar al analista, claro, pero no para este relato.

Lo que hice fue dejarme llevar por el impulso. Y me embarqué en la escritura de otra novela igualmente imprevista. QUÉ SOLOS surgía de manera natural, entonces, ¿por qué no dejarla correr? Muchas veces sucede, o a mí me ha sucedido: aparecen textos en el papel, o en el ordenador, que parecen reclamar, exigir, ser escritos. Es claro que uno puede hacerse el tonto, o el estricto, que es más o menos lo mismo, y dejarlo pasar. Pero un escritor, en mi opinión, es un cazador oculto. Está agazapado esperando que salte la presa. Y es obvio que cuando salte uno irá tras ella, pero lo que uno nunca sabe es cuál será la primera presa.

QUE SOLOS nació, pues, como una historia disparada por la circunstancia que vivíamos miles de exiliados. La sola posibilidad de un inminente retorno al país nos volvía locos. Algunas familias comenzaron los preparativos ya en el 82, después de Malvinas. Y todo el 83 fue un año de toma de decisiones, de resolución de los conflictos que el desexilio plantearía —afectivos, laborales— y todo eso en el marco de la sospecha bien fundada que dominaba a la totalidad del exilio: que si había un país que amábamos pero no daba garantías de nada y en el que podía pasar absolutamente cualquier cosa, ése era la Argentina.

De manera que no creo errar cuando pienso que muy probablemente QUE SOLOS quiso ser en cierto modo un resumen final del exilio argentino en México. Enorme pretensión, lo sé, pero era lo que me pasaba. El 83 y el 84 fueron años demasiado fuertes, definitorios de un futuro imposible de imaginar. Yo no dudé acerca de mi regreso, y no lo digo como mérito, sino como simple descripción de mi caso. En todo momento supe que con la caída de la dictadura yo iba a volver, quería volver, necesitaba y debía volver. Y eso implicaba separarme de México, pero sobre todo de mis hijas todavía pequeñas, que allí quedarían aunque absolutamente en contra de mi voluntad.

La verdad es que no tenía dudas de mi decisión de regresar en cuanto se pudiese, pero el retorno a la Argentina me producía un temor que por momentos era paralizante. Por lo tanto una vez más, y como siempre, me puse a escribir como un poseso. Y evidentemente suspendí la escritura de SOM porque sentía necesario despedirme de México haciendo una rendición de cuentas que sólo podía ser literaria.

Así fue que escribí QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS, novela que me llevó un año y medio de escritura intensísima. Y período en el que para mi fortuna tuve a mi lado a C., mi compañera de entonces y una de las mujeres más adorablemente transparentes y directas que he conocido. Con ella hicimos un maravilloso viaje de un par de meses por toda Europa, en un Volkswagen alquilado. Ella conducía y yo escribía, como enajenado, y ambos sabiendo, sin decirlo ni actuarlo, que era el viaje de la despedida. Me acompañó durante casi toda la escritura de esta novela (que obviamente está dedicada a ella) y cuando volvimos a México fue enorme el dolor. Había sido una compañera fantástica, una mujer que ya sentía inolvidable y a la que estaba seguro de que no vería nunca más. Como en efecto sucedió. Jamás volví a verla ni supe de ella, salvo una amistosa y distante nota que me envió —sin remitente— cuando gané el Rómulo Gallegos.

Hoy pienso que esta novela fue escrita desde varios dolores. Yo sentía una doble, acaso múltiple, amputación. Porque tras el regreso de Europa a México y en todo lo que vino después hasta embarcarme en el Aeropuerto Benito Juárez, me tocó la despedida más dura de mi vida: separarme físicamente de mis hijas fue muy largo y desgarrador. Punto. No es para decir más al respecto.

Y también hube de despedirme de muchos amigos y amigas, mexicanos, chilenos, uruguayos, y decenas de camaradas de exilio, algunos de los cuales volvían al país y otros no, y todos y cada uno concentrados en el terremoto personal que significaba esa nueva transterración.

La mía duró todo el último año que viví en México, año que empezó, en cierto modo, la misma noche de las elecciones que ganó Raúl Alfonsín para inaugurar la democracia que hoy vivimos en mi país. (Por cierto, aquella inolvidable jornada del 30 de Octubre del 83, si a alguien le interesa, está intensamente descrita en un capítulo específico en el libro que escribimos con Jorge Bernetti). Entre esa fecha y el 30 de Noviembre del 84, cuando volví a Buenos Aires, terminé esta obra que representaba, hoy lo veo claro, la terminación de un montón de cosas.

La primera edición de esta novela fue en el 85, en Buenos Aires, por la Editorial Sudamericana. Hubo otra edición en España, por Plaza & Janés. Y se tradujo al alemán y al francés. Pero siempre tuve la sensación —injusta conmigo mismo, lo sé— de que es una novela un tanto fallida porque la escribí un poco a contramano. Porque bien o mal demoró la parición de SANTO OFICIO DE LA MEMORIA.


Lecturas: una nota de color local

Esta es la curiosa historia del trompetista de la Banda Municipal de Música de Resistencia “Maestro Luis Omobono Gusberti”, al que le robaron su instrumento en la puerta de su casa. Se publicó en el diario “Norte”, de Resistencia, el domingo 8 de junio de 1997 con el título “Le robaron la trompeta” y es una acabada muestra de cierto estilo del periodismo de provincias:

“El señor Seferino de Jesús Fernández, con 33 años de trabajo en la agrupación Banda Municipal de Música, ingresó a su domicilio ubicado en Inspector Patiño 74, de Villa Los Lirios, ayer a las 15,15 y olvidó el estuche con su respectivo instrumento. Cuando salió de su vivienda, unos 30 minutos después, se sorprendió ante el robo de su trompeta marca Bleisson, en Si Bemol y su boquilla respectiva. El instrumento posee una pequeña aboyadura (sic) donde va la campana y algunas soldaduras, su estuche es de color marrón, con cierre y dibujos cuadriculados. El hecho se suma al robo de otro instrumento, hace un par de días en Corrientes, donde los cacos dejaron sin su bandoneón a otro integrante de la Banda Municipal de Folklore. El señor Seferino de Jesús Fernández solicitó a la comunidad la cooperación para recuperar su trompeta ya que su costo sobrepasa los 500 pesos”.

¿No es una nota preciosa? Lo penoso es que nunca publicaron, después, si el pobre Seferino recuperó su trompeta o no.

domingo, 16 de enero de 2011

Malvinas, Santo Oficio, Qué solos y la literatura condicionada

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Mala semana la que pasó. No sólo porque se nos murió María Elena Walsh, ni porque la sociedad argentina vuelve a ser provocada por los más privilegiados —que protestan como si fueran indigentes—, sino porque también me enteré de la muerte de Ignacio Xurxo, quien fue mi brazo derecho, verdadero copiloto en la revista Puro Cuento.

No me enteré de su deceso aunque sucedió hace un mes, en Buenos Aires, e inexplicablemente nadie me avisó... Bueno... Quien me lo dijo fue Orlando Barone durante un corte de un programa de televisión (6-7-8) y la verdad es que me dejó como fusilado. No redactaré ahora un obituario —dos en una semana serían demasiado—pero un día de estos escribiré algo sobre IX, que fue uno de mis amigos más leales, un sensato incurable, uno de los más competentes lectores que tuvo este país y, por sobre todo, una buena persona.

Continúo, por lo tanto, con la narración de la narración que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA es, de la cual no pienso contar todas sus intimidades, que son demasiadas y abarcaron casi nueve años de mi vida, pero sí algunos hitos que me parecen relevantes.

Uno fue un rarísimo viaje a Tijuana y Mexicali, a fines de 1976, por encargo de la revista Expansión, para la que había empezado a trabajar. Debía hacer un relevamiento económico y entrevistar a un par de empresarios. Era mi primer viaje al México profundo, encima fronterizo con los Estados Unidos, y fue una experiencia muy fuerte. Sobre todo por varios viajes en coche paralelos a la frontera, entonces más abierta y nada caliente en comparación con la actualidad. Pero el cruce de la cadena de montañas que se conoce como "La Rumorosa", que une a Tijuana con Mexicali, fue alucinante. No sé cómo esté hoy, pero entonces era un camino canalla, de puras piedras, alturas y vientos calientes en una soledad abrumadora. Una especie de Patagonia en el hemisferio Norte, en la que además se nos descompuso el coche y el chofer no sabía qué hacer y estuvimos allí, solos, por muchas horas. Tomé muchísimos apuntes que no sabía para qué, pero que años después me sirvieron para delinear a la Nona, si bien en el 76 todavía ni imaginaba esta novela ni ninguna otra. Pero esos muchos apuntes, por soledad y por rareza, me fueron de enorme utilidad.

Lo otro fue la trabazón que sentí meses después de la Guerra de Malvinas, cuando la apertura democrática fue imparable, arrasó con el poder militar y abrió el camino en el que aún estamos en la Argentina. Fue una parálisis súbita que me ganó en lo personal, en mis proyectos y por supuesto en la creación literaria. A eso se sumó el hecho de que entre 1983 y 1984, durante todo el proceso que conduciría al desexilio (vocablo precioso que debemos a Mario Benedetti), caí en un fuerte desconcierto narrativo. Ya dije que en esos años me sentía enfermo de literatura, pero ni mi voluntad ni el azar me rescataban de la confusión.

Lo que sucedió entonces fue que abandoné la escritura de SANTO OFICIO y empecé otra novela, que en ese momento me parecía urgente y que acabó siendo QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS. Que es la historia de un exiliado argentino que viaja a Zacatecas en busca de un amor perdido y se encuentra en medio de una guerra de narcos (¡ya en 1984 los había!) mientras medita acerca de la tragedia de su generación, las (in) conductas argentinas y las perspectivas del tiempo nuevo que apenas se vislumbra. También fue una manera de decir por aquí pasamos, y de decirle adiós a ese México lindo y querido pero a la vez contradictorio y feroz, y entrañable y lleno de espanto y de amor y misterio y muerte. Todo eso que es, no lo descubro yo ahora, ese país maravilloso.

Esta novela todavía hoy me parece rara, y me invaden sentimientos contradictorios cada vez que se reedita. No porque la desprecie, sino porque es la clase de texto que nace con un tinte de ocasión, de circunstancia epocal que en cierto modo la desvirtuará para siempre.

Quizás esto suene exagerado, pero es lo que me parece. De hecho, considero que éste es un problema muy fuerte para muchas novelas. Es como que la cercanía con hechos históricos, o cierta pre-determinación o intención testimonial del autor, aunque sea inconsciente, de alguna manera tiñe a la obra y la condena a una especie de temporalidad acotada.

Es lo que sucedió con muchísimas obras de exilio —de todos los exilios— pero también con obras paridas en otras circunstancias, por caso la Revolución Rusa, la Mexicana, la Cubana y la que se quiera. Hay en esos casos extremos como una fuerza motivacional que condiciona al autor, que lo fuerza a escribir sin poder quitar un ojo de esa circunstancia social que impregna su espíritu. Y el resultado no siempre es el mejor. No siempre resultan joyas como "El Maestro y Margarita", "A sangre fría", "Operación Masacre", "Respiración artificial" o "Recuerdos de la muerte", para citar grandes novelas que superaron con holgura y calidad esas circunstancias. Son mucho más probables —y frecuentes— los fracasos literarios, y ahí están como prueba las innumerables novelas bien intencionadas que llenan —abruman— el repertorio del olvido.

Y es que hay un verdadero, gigantesco cementerio de novelas escritas al influjo de cada una de esas revoluciones y de cada exilio, cada guerra, cada transición democrática, cada proceso social de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

Estoy diciendo, o tratando de decir, que la intención testimonial autoral, confesa o inconsciente, conduce más seguramente al fracaso que a la gloria. Y que la muy loable necesidad de encerrar en un texto una época —o una épica— no garantiza más que ser la probanza de la buena voluntad de sus autores/as. Pero no asegura una literatura de calidad, porque, justamente, la literatura se hace esencialmente de libertad, y la predeterminación, la intención testimonial, la afirmación ideológica o política, el compromiso o lo que sea que un autor anteponga o contemple lo único que hace es condicionar el texto y muy probablemente lo echa a perder.

Quizás por eso desde mis primeras clases y conferencias en los Estados Unidos, allá por 1985, solía mencionar una cita de Ricardo Piglia que no recuerdo de dónde tomé y ahora repetiré de memoria, pero que comparto plenamente: "Los escritores argentinos y latinoamericanos escribimos contra la política". Es decir, procurando que ni la ideología ni las circunstancias de la actualidad política de un tiempo dado gobiernen nuestros textos, aunque es verdad que muchas veces se meten por la ventana.

Con QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS me pasó exactamente eso, sólo que entonces yo no lo sabía. Me sentía como poseído de una incontrolable necesidad de aclarar ciertos hechos de la Historia Argentina, de saldar cuentas, de rendir homenaje al exilio y a México, de establecer condiciones para la reconstrucción de la Paz y la Democracia en mi país y —¡joder!— el texto estaba saliendo sobrado de mandatos que condicionaban la escritura y yo no me daba cuenta.

Poco tiempo después, en 1985 y en Cuba, lo vi con toda claridad cuando fui a La Habana como jurado del Premio Casa de las Américas e integré un jurado de lujo, que me granjeó amistades para toda la vida: Augusto Monterroso, Senel Paz, José Agustín y R.H. Moreno Durán. Los cinco coincidimos plenamente en que el galardón debía otorgarse a "Arde aún sobre los años", novela del entonces ignoto escritor cordobés Fernando López. ¿La razón de aquel acuerdo?: la extraordinaria pintura del conflicto malvinense en un texto que antepone en todo momento la literatura de calidad y una poética del amor fraternal, sin hacer concesión alguna a las circunstancias idelógicas, políticas o de época.

Claro que ahora pienso que fue una suerte haber abandonado SANTO OFICIO DE LA MEMORIA durante casi dos años. Pero qué pena por la novela que surgió de esa crisis, o sea QUÉ SOLOS. Que fue la que pagó el pato.

En fin, lo que he tratado de decir es que muchas veces la literatura "comprometida" acaba siendo "condicionada" más allá de la voluntad o intención autoral. Y eso no es bueno ni para la literatura ni para las más nobles causas. La literatura es otra cosa, digámoslo de una vez, y por eso fallan, fracasan estrepitosamente los libros de ensayistas de ocasión, como es moda ahora entre las clases dirigentes argentinas. Por más que los asistan correctos redactores, periodistas o incluso narradores de a tanto por página, esos libros son como las flores del ceibo: fugaces y de belleza irregular, pero sobre todo fugaces.

Ya me lloverán palos por decir esto, como cada vez que lo sostengo en congresos y conferencias, pero yo insisto: la literatura es otra cosa.

viernes, 14 de enero de 2011

Recuerdos de María Elena

Escribí esta nota horas después de la muerte de María Elena Walsh, para la revista DEBATE, de Buenos Aires. Esperé para postearla hasta ahora, que la revista está a la venta, y aquí la comparto.

http://www.revistadebate.com.ar/2011/01/14/3530.php

En Septiembre de 1987, justo después de cumplirse el primer año de la revista Puro Cuento, entrevisté largamente a María Elena Walsh para el número 7, que apareció en Noviembre de ese año.

En su departamento de Barrio Norte pasamos una hermosa tarde de primavera tomando té con masas finas y charlando de literatura, con obvio y especial énfasis en el género que trajinaba mi revista.

A partir de esa vez ella fue extremadamente cordial conmigo, me invitó varias veces a reuniones en su casa e, incluso, más de una fecha patria fui convidado a comer memorables locros y empanadas. Algunas otras veces charlamos, incluso durante un viaje a Canadá que compartí con ella y con Sara, y siempre de literatura pero también, inevitablemente, de la actualidad política, materia que le interesaba sobremanera.

Siempre atenta y bien enterada, aguda en sus análisis, de opiniones definidas y dura de convencer, María Elena era una interlocutora admirable y tenía el talento de hacerle sentir, a sus amigos, comodidad y afecto en dosis equilibradas.

Ahora que falleció —y tenemos buenas razones para suponer que habrá encontrado alivio a sus dolores—, no quisiera teñir esta evocación de tintes dramáticos, pero tampoco frívolos. Sí me gustaría encontrar el tono exacto para recordarla —y contribuir a que los argentinos la recordemos siempre— como una poeta excepcional, una mujer encantadora y de fino y agudo sentido del humor, de conversación siempre inteligente y dotada de un capital ético blindado.

He aquí, como aporte a esos recuerdos, un resumen de aquella extensa entrevista que sostuvimos y que ocupó varias páginas de la Puro Cuento, como se la conocía, y que comenzaba así:

"No es fácil que acepte ser entrevistada. Y cuando acepta, luego dice que se ha arrepentido. Habla de leyendas correntinas, prepara un té exquisito y deja al visitante asombrado ante el buen gusto y la luminosidad de su piso en el Barrio Norte, de vista magnífica y bibliotecas repletas de ediciones antiguas, en español, inglés y francés, lenguas que domina. El aire que se respira a su alrededor es limpio, fresco, aunque es difícil romper sus precauciones. A primera vista, es una mujer que ni seduce ni se deja seducir. Pero a poco de la conversación, del té, de la literatura, asoman su franqueza, su espontaneidad, su carcajada traviesa".

Precisamente, a mí me sedujeron, lenta y precisamente, su timidez, sus modales suaves y su mirada directa y azulísima, que poco a poco creaban un clima propicio para cierta intimidad conversacional. Uno olvidaba que estaba frente a un enorme personaje, uno de las grandes de la literatura argentina, en la misma medida en que aparecía una mujer sencilla y lúcida, juguetona, pícara, irónica, a la que uno jamás querría tener de enemiga y de quien era hermoso merecer afecto y consideración.

No descubro nada si digo que María Elena es la autora de algunas de las páginas más bellas de este país, y de memorables artículos ensayísticos como aquel "País jardín de infantes" que atravesó el alma de por lo menos un par de generaciones. Pero además fue quien reinventó la literatura para niños, con lo que llegó a ser una de las escritoras más populares de la Argentina.

Durante los años que la frecuenté, los de mi revista a finales de los 80 y comienzos de los 90, ella era además miembro del Consejo para la Consolidación de la Democracia y persona de consulta en materia de Derechos Humanos y Sociales.

El resultado ineludible de aquellos encuentros periodístico-literarios fue, para mí, una modesta amistad que siempre consideré un tesoro personal. Quizás por eso, como homenaje a ella en esta hora triste en que el país todo parece estar llorándola, prefiero recuperarla con el brillo de algunas de sus respuestas a mis preguntas de aquella entrevista:

"—Es casi inevitable pensar que el origen de tus cuentos viene de cierta vocación nacida en tu infancia. ¿Es así?

"—Yo me crié, en cierto modo, con el cuento en verso. Y todavía tengo bastante debilidad por la poesía narrativa. No me importa si es buena o mala como poesía; la juzgo como narrativa, porque posiblemente fue lo primero que absorbí en las nursery rhymes que cantábamos en la escuela. En una cuarteta te contaban un cuentito, una historia. Tenía principio, medio y un final, que a veces era dudoso, generalmente dramático. Versificado, tenía esructura de cuento. Y yo me familiaricé con el cuentito en verso.

"—¿Y qué es el cuento hoy para vos? Qué significa como género literario en tu producción?

—Eso vino en otra época, la de la instrucción. Al ser "léida", como se dice, ya me fascinaba todo tipo de cuento, pero lo que pasaba es que recibía oralmente, de mis padres, mucho cuento en verso. La cultura familiar, en mi casa, era de mucha lectura pero no de tipo académico. No había universitarios en la familia. Pero sí se tenía afición por la buena lectura, por la novela; se leía a Dickens, a Verne. Y es curioso; prácticamente no tengo recuerdos de que me contaran cuentos, pero sí muchos versos que eran en sí cuentitos, e incluso muchas letras de canciones eran narrativas, dramáticas. Las primeras letras de tangos eran todo cuentos, hechos dramáticos. Pero no he escrito demasiado. Y últimamente, que me he puesto a escribir otra vez, me doy cuenta de que extraño mucho la poesía. La síntesis, los desenlaces rápidos. Sean para chicos o no. Extraño mucho esa forma..."

Durante aquella charla me dijo también que no creía en la inspiración, "pero sí creo que muchas veces hay que dejarse llevar por juegos involuntarios, inconscientes. Y no hay problema en no saber explicarlo".

Y cuando le pregunté lo que sabía trillado pero inevitable —¿cómo fue que se orientó hacia el público infantil; a qué se debió eso?— respondió:

"—¡Ésa es la pregunta que no me debías hacer! Porque no hay explicación, ni yo misma lo sé. No tengo respuesta; supongo que sólo puedo decir que sentía la necesidad de hacerlo y al mismo tiempo quizás llenaba un vacío".

De los otros encuentros que tuvimos —menos de los que hoy advierto que habría deseado— me quedan otras impresiones, más difusas, de reuniones sociales, comidas y charlas de ocasión. Un repertorio íntimo, se diría, recatado y discreto. Como a ella le gustaba conducirse en la vida.

La vamos a extrañar. Los que tuvimos el privilegio de sentir alguna vez su afecto, y también la literatura argentina, que tiene desde ahora un hueco imposible de llenar en el centro mismo de su textualidad. •

Carta de París

A propósito de la nota que publiqué esta semana en Página/12, mi querido
amigo Daniel Mordzinski, conocido mundialmente por sus fotos de
escritores, me escribió esta carta que no me resisto a postear.

"Querido Mempo,

He leído con mucha emoción tu texto sobre Bioy y Soriano en tu blog y quería contarte una anécdota: en 1996 durante el festival «Etonnants voyageurs» de St Maló, coincidí con Bioy y el gordo, también estaba Lucho Sepúlveda y el gran Coloane, yo había montado un estudio fotográfico en el primer piso, a pocos pasos del lugar donde tenían lugar los debates. Recuerdo que una tarde retraté a Bioy, ya nos conocíamos bien, yo lo había fotografiado muchas veces: en su casa de la calle Posadas, en Biarritz, en París... pero esta era la primera vez que teníamos cita en un estudio. Fue una sesión muy simpática, Adolfo aceptó todas mis propuestas, inclusive las más deslocadas (vos ya me conocés), en general yo soy muy rápido, pero esta vez trabajé lentamente, hice fotos en blanco y negro y en color y gocé cada instante y cada palabra que intercambié con Bioy, que sabía mucho de todo, y de fotografía también; recuerdo que me pidió ver de cerca mi Leica y que cuando se la puse en sus manos le costó sostenerla. Al terminar, bajé para buscar el Mar, tenía necesidad de pegar un gritito de satisfacción porque sentía que había hecho unas fotos importantes (para mí) y en las escaleras me encontré con el Gordo Soriano, le conté que venía de retratar a Bioy en mi estudio (a Osvaldo lo había fotografiado la noche anterior) y el gordo rompió su timidez y me preguntó si le podía hacer un regalo: retratarlos juntos -"lo admiro mucho agregó"- subimos corriendo las escaleras y cuando llegamos al estudio ni rastros de Bioy. Esa fue la foto que no fue.

Acabo de hacer un montajito para vos, recordando a los dos, homenajeando a los tres. Abrazos, Daniel"

lunes, 10 de enero de 2011

El camino del Santo Oficio y algunas confesiones de verano

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Muchas veces, en diferentes reportajes y entrevistas, expliqué la génesis de mi novela SANTO OFICIO DE LA MEMORIA como un cambio de interrogante.

Empecé esa obra a mediados de Abril de 1982, obviamente impactado por la Guerra de Malvinas, que a muchos argentinos nos encontró a varios miles de kilómetros y seis años de distancia del país. Pero la empecé, debo decirlo, sin proponerme nada. Aquello era más bien escribir para calmar los nervios, para mitigar la ansiedad.

A mí me dio por borronear textos sin un hilo argumental. Militaba en la política del exilio condenando el oportunismo criminal de la Dictadura, desde ya, pero escribía frenéticamente todos los días, inseguro y tenaz como quien estira una mano en la oscuridad para no chocar pero no por eso se detiene. Y es que no tenía idea de hacia dónde podía dirigirse ese texto que crecía, a diario, y que no podía ni quería detener, aunque igualmente sentía la necesidad de concentrarme en responder la que parecía la pregunta fundamental de aquel momento: "¿A dónde va ese país?"

Sin embargo, a poco de andar, con la derrota bélica que arrastró consigo la soberbia de los milicos argentinos y amplió el horizonte de la resistencia popular, y cuanto más escribía historias aparentemente inconexas, fui advirtiendo lentamente que la pregunta correcta para encuadrar el texto que emergía en realidad era otra: "¿De dónde viene ese país?"

Ahora recupero este recuerdo porque algo quiero decir de esta novela que ha sido, sin dudas, la que más satisfacciones literarias me ha dado. Literarias, digo, o sea no regladas por el Dios Mercado, que hoy gobierna y deteriora la creación, el arte, la cultura, el buen gusto, la estética con contenidos y varios, larguísimos etcéteras.

Y lo que quiero decir es que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA nació como quiso. Se fue perfilando como un texto vivo, plástico y generoso, al que mi voluntad nunca sometió. Es fantástico cuando eso sucede: escribir y ver cómo un texto adquiere vida propia. Los personajes crecen, se desarrollan, se definen. Las mejores situaciones pueden aparecer de modo inesperado y lo que uno se proponía sólo acaba sirviendo para otras, nuevas, diferentes situaciones. Y así un argumento, como un poema, se reconvierte en indagación acerca de sí mismo, del en sí de la creación. Supongo que es lo que sucede en todas las expresiones y formas del Arte. Es una maravilla.

En el caso de la escritura de SOM, que me llevó más de ocho años (terminé la primera versión en 1990), era fascinante ver cómo la trama estaba viva y los personajes vivían también, conmigo e independientes de mí. Fueron una exquisita compañía íntima, como un diálogo profundo y secreto que, suponía entonces y supongo ahora, ha de ser en cierto modo la definición de ese lugar común que se llama "locura creativa". Lo que yo sé es que era sorprendente y hermoso ver cómo se expandía el monólogo de tal personaje que yo había supuesto menor, o cómo se retraía casi hasta la desaparición el pensamiento de otro al que había imaginado principal. Y a la vez, y como ratificando lo que siempre pensé —que la literatura es un caminar hacia el conocimiento para nunca alcanzarlo—, veía surgir ideas y situaciones inesperadas.

Era maravilloso, y creo que quienes pudieron con la novela —digo: quienes sobrevivieron a su densidad— precisamente en eso han de haber encontrado las claves del placer que SOM pudo darles, si es que les dio. Me encantaría saberlo.

En fin, me parece que he venido soslayando este asunto, y de ahí cierta morosidad que advierto en esta prosa. Pero bueno, hablando de lecturas y evocaciones, dejé de lado el orden cronológico que parecía tener este relato, y que era mi voluntad, ciertamente, que lo tuviese. Pero tengo también una justificación: y es que rememorar la propia escritura dos o tres décadas después, por lo visto, implica correr estos riesgos.

No sé, no lo tengo claro, pero este avanzar moroso tiene que ver, seguro, con mis temores —todo sea dicho— que aparecen y como que estallan con inquietante descontrol cada vez que siento que no puedo avanzar en la escritura de un texto. Por mucho que me esfuerce. Para qué negarlo.

Es lo que me está pasando ahora. En este mismo instante. Pataleo contra mi propio pudor, o mi narcisismo, porque sé que escribiendo esto no escribo lo que debería, que es la nueva novela en la que estoy embarcado desde hace unos años y no puedo terminar.

Bueno, lo dije.

Lo dije. No puedo con la novela que vengo trabajando. Desde 2005 doy vueltas como un buey a la noria y aquí estoy. Escribiendo uno que otro artículo, un cuento de vez en cuando, o este blog. Y no me siento orgulloso ni feliz.

Razón tenía Juanito cuando nos decía que algunas escrituras fundamentales sólo saben producirnos dolor.

Me disculpan por favor el brote de sinceridad. Pero ésta es la verdad: no puedo terminar esta jodida novela y no sé qué me pasa; no sé si es agotamiento autoral o miedo al ridículo, que es peor que el miedo al fracaso.

Cuestión que una vez más, como me pasó hace veinte años con SOM, me siento condenado a novela perpetua y no se imaginan ustedes cuánto me fastidia.

Punto. Cambiemos de tema.

Para el corcho en la pared: un fragmento inédito de Santo Oficio de la Memoria

(De un monólogo de Aurelia):

La Porota Lerchundi se caracterizaba por ser propietaria de dos tetazas descomunales, sencillamente impresionantes —impresionistas, al decir de la tía Micaela—, y también por la costumbre de guardar cosas en la inmensurable profundidad de su seno, ese valle que se podía imaginar hondo como una pena. Entre otras cosas, guardaba allí sus dineros, lo cual sé que es un hábito común de muchas matronas chaqueñas. Pero sucedió que la Porota una vez que tuvo que hacer un pago en el Banco Nación se buscó los billetes metiendo la mano en el pecho izquierdo, investigando por debajo, por la axila y en algún pliegue del corpiño labrado, hasta que el cajero, advirtiendo el desconcierto de la mujer le dijo, ruborizado: “quizás en la otra, señora”. Luego de lo cual, con espléndido humor y aunque ya había sobrepasado los setenta, se encargó de contarle a sus amistades que ese cajero era muy observador pero pobre muchacho, tan joven y andar mirándome a mí que soy un vejestorio.

viernes, 7 de enero de 2011

El Premio Nóbel, Borges y Don Ernesto

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Me quedé pensando el otro día en la cuestión del Nóbel, que suele desvelar a algunos (¿muchos?) y no sólo en la Argentina. Cada año genera una especie de tómbola universal, al menos en su versión de Literatura. Que es, sin dudas, lo mejor del sueño de Alfred Nóbel y dicho sea ello a la vista del sesgo cada vez más politizado y servicial de los Premios Nóbel de la Paz, galardón al que en los últimos años algunos jurados noruegos parecen haberse empeñado en desprestigiar velozmente, al otorgárselo a sujetos abominables como Henry Kissinger y otros líderes políticos mundiales.

Volviendo pues a la literatura, que siempre es un mejor terreno, sospecho que entre los argentinos la frustración va camino de ser leyenda, lo que a mí se me hace una materia literaria en sí misma. De hecho mi cuento "La entrevista", que es de comienzos de los 80, trajinaba ese tema cuando todo el país parecía esperar el Nóbel a Borges, ilusión que se caldeaba con típica y argentinísima ansiedad deportiva. Y también escribí otro, mucho menor (por eso lo mantuve inédito), que titulé "Diatriba onírica contra la academia sueca" y que hasta ahora lo único interesante que tiene es el título.

Creo que aquella ansiedad la heredó el pobre Ernesto Sábato, que obviamente lo negaba aunque era tan visible su deseo de recibir el Nóbel. Yo lo visité por primera vez creo que en 1987, con el académico alemán y querido amigo Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt. En su casa de Santos Lugares, rodeado de árboles y plantas, Sábato fue amabilísimo con nosotros, estuvimos allí un par de horas y en algún momento resultó inevitable hablar del Nóbel. Entonces se lo consideraba heredero de la supuesta frustración borgeana, que para mí, insisto, era más bien una frustración argentina. No recuerdo cómo desdeñó la posibilidad de ser el premiado, pero sí que lo hizo con tanta elegancia como inverosimilitud.

Después nos mostró su atelier, donde él pintaba por aquellos días unos cuadros sombríos que a mí me resultaron horribles (aunque no tuve el coraje ni el atrevimiento de confesarlo) y luego nos sentamos a tomar el té con Matilde, quien no se veía enferma y más bien contradecía la sempiterna justificación de Sábato, que casi siempre se excusaba de compromisos aduciendo el mal estado de salud de ella. Claro que quizás fue sólo una impresión que tuvimos Karl y yo, pero aquella tarde nos pareció —y así lo comentamos después— una señora mayor muy agradable, amena y normal, que nos obsequió un libro de poemas que acababa de publicar.

Don Ernesto, como respetuosamente lo llamábamos, fue desde entonces muy amistoso y cálido conmigo. Quizás porque declaré, desde el vamos, mi rendida admiración por sus dos novelas más leídas: "El túnel" y "Sobre héroes y tumbas", y particularmente esta última, que me sigue pareciendo una de las grandes novelas que se escribieron en este país. O quizás por mi interés en "Diálogos", el libro de Orlando Barone, quien lo había reunido a fines de 1974 con Borges y que ya entonces yo consideraba una joyita de anticipación, injustamente poco considerada en los mentideros que son la Literatura Argentina canónica. O quizás porque él apreciaba mucho mi revista Puro Cuento, tanto que asistió generosamente a uno o dos encuentros que organizamos a finales de los 80. Lo cierto es que siempre, cada vez que nos vimos, cada vez que hablamos por teléfono, fue atento y afectuoso conmigo. Y en todo momento supe, como lo sé ahora, que ese trato era toda una distinción viniendo de él.

Ahora que escribo esta semblanza me reprocho, acaso tontamente, una cierta insinceridad. Y no sólo porque no confesé mi fea impresión ante sus pinturas, ni porque de sus muchos ensayos solamente me interesaron los dos primeros —"Uno y el Universo", y "Hombres y engranajes"— y poco y nada los siguientes, sino más bien porque aprecio mucho menos, casi nada, su tercera novela, "Abbadón el exterminador". Un texto para mí absurdo, que nunca pude terminar porque me vencía la sensación de estar ante un mero ejercicio de resentimiento. Eso siempre me chocó en él pero me era imposible decirlo, ¿quién era yo? Un nadie frente a un candidato al Premio Nóbel. Pero ese indisimulable dejo de resentimiento, de amargura impostada que lo caracterizó, me impedía un acercamiento más sincero.

Hoy sé que así son las cosas: a veces no sólo es difícil la sinceridad sino que incluso puede resultar vana y superficial. Sobre todo cuando uno es joven y está ante un consagrado.

De todos modos, hoy puedo decir que guardo un buen recuerdo de él a pesar de sus aspectos más cuestionados, como aquel almuerzo de Mayo de 1976 en la Casa Rosada con Videla, Borges, Ratti y el cura Castellani, en el que su silencio y la posterior, debilísima justificación le granjeó tantas antipatías y recelos. Cierto que su labor al frente de la CONADEP en 1983 fue importantísima, pero para mí eso era, de hecho, también un recurso de redención que le obsequió el Presidente Alfonsín.

Y en cierto modo se logró ese objetivo, aunque la mácula de aquella foto que recorrió el mundo (y está en la Wikipedia, si alguien quiere verla) le quedó para siempre como la marca de una vacuna antivariólica, y eso además de los lapidarios textos que ha escrito sobre el episodio el siempre furibundo pero siempre certero Osvaldo Bayer.

Lo vi hasta poco antes de que dejó de mostrarse en público, avanzado ya el nuevo siglo y milenio, cuando fue un par de veces al Ministerio de Educación durante la gestión de Daniel Filmus. Pero para entonces yo prefería mirarlo de lejos; en algún lugar me resultaba patético, me daba pena e íntimamente me prometía no ser jamás como él.

Es curioso. Soy consciente de la ambivalencia de mis sentimientos hacia él. No dejo de estimarlo, pero, en tanto yo me siento un hombre completamente libre de resentimientos que ha conocido muchísimos modelos de escritores, si hay uno al que jamás me querría parecer es justamente Don Ernesto.

Oficios canallas:

• La mesera de Ezeiza que cada noche viaja dos horas desde Pacheco, atiende la cafetería de 6 a 14 y de ahí corre a una secundaria de adultos en Carapachay.

• La embarazada de siete meses que se disfraza de enfermera y cantante a la gorra en un estand de la Feria del Libro Infantil de Buenos Aires.

• Ser monaguillo y sacudir el incienso con cierto sentido musical, y que el cura te reprima.

• Ser matarife de 9 a 18 y que al volver a casa tu mujer te reclame un poco de dulzura.

• Ser enfermera en el Instituto del Quemado y que al volver a casa tu marido te pida unos masajitos.

domingo, 2 de enero de 2011

Relectura y evocación de Bioy, el Maestro de la calle Posadas

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Me disculparán nuevamente estos saltos temporales, pero el otro día, escribiendo sobre Bioy Casares, afortunadamente me fue inevitable releerlo. Tengo una larga docena de sus libros en mi biblioteca, e incluso una joyita que me regaló Juan Filloy cuando desguazaba la suya de Río Cuarto: la primera edición de "Luis Greve, muerto" de 1937, con una afectuosa dedicatoria de Bioy a Don Juan.

Eso representa para mí casi todo el valor de ese ejemplar, pues es un conjunto de cuentos bastante irregular, con textos débiles, que Bioy nunca quiso reeditar y que en su libro "Memorias" él mismo colocó entre "los que no debí publicar" y porque esperaba que "fuera el último de mis libros malos".

Por cierto, no me parece menos interesante recordar que el título completo de "Memorias" tiene un llamativo subtítulo que no figura en la portada de la edición de Tusquets pero sí en el inicio del texto, que reza: "Memorias. Infancia, adolescencia y cómo se hace un escritor".

Incluida esta perspectiva, y releído ahora, el libro duplica su atractivo.

Claro que de la relectura de Bioy pasé a otros libros y autores, como sucede cuando uno recorre su propia biblioteca y se detiene al azar —el maravilloso azar— y curiosea este o aquel volumen en tal o cual anaquel. En esa práctica, uno se encuentra con lo que anotó al margen durante las primeras lecturas. Eso hice ahora, y es curioso lo que sucede: veinte o treinta años después muchas de esas glosas, comentarios y hasta signos de interrogación o admiración, al margen o al pie de ciertas páginas, me resultan ahora incomprensibles. Es como si de pronto uno se viera forzado a discutir consigo mismo, aunque la discusión, más precisamente, sería entre el que uno es ahora y el que fue décadas atrás.

Pero además —y es gracioso— me ocurre que en algunas acotaciones ya no entiendo mi letra, o bien ignoro con qué intención fueron garrapateados esos signos o trazos. En otros casos sí, claro, comprendo lo escrito especialmente cuando alude a pensamientos o preocupaciones que pude tener cuando aquellas grafías.

Quizá en futuras entradas comparta las glosas que escribí en los márgenes de algunos libros de mi biblioteca, pero ahora sólo me interesa socializar algunas de las acotaciones a este "Memorias" de Bioy, libro que muestra al Maestro de la calle Posadas en la plenitud de su madurez, que fue la época en que lo visité, precisamente en su departamento de aquel quinto piso que miraba hacia la Recoleta porteña.

Reproduzco lo que escribí en mi libro "Así se escribe un cuento", en la página 319 de la edición en la colección Punto de Lectura (Ediciones B, Barcelona, 2003) y bajo el título de una frase de ABC: "Yo quiero que las palabras sean transparentes":

"Un domingo de enero de 1989 por la mañana, en su casa de la calle Posadas, en Recoleta, Adolfo Bioy Casares abrió la puerta con una sonrisa juvenil, encantadora, que mantendría durante toda la entrevista. Vistiendo impecable camisa blanca y corbata de colores oscuros, bajo una exquisita cazadora de gabardina ligera, con cinturón, me hizo pasar a su estudio, donde conversamos bajo un gran marco ovalado con un retrato de mujer joven y bella de principios de siglo —su madre— presidiendo el estudio. Una enorme ventana miraba a Plaza Francia en esa mañana luminosa, caliente, en la que se tostaban porteñas y porteños casi en cueros.

"Alto, elegante, se nota que practicó muchos deportes (futbol, rugby, tenis, atletismo). Se confesó tímido, pero se mostró en todo momento cordial, amistoso. Por un momento, tuve la sensacion de que jugábamos un fugaz torneo de seducción: había un maestro, claro, y yo era el aprendiz. Sonriendo mientras hojeaba el número 14 de Puro Cuento, se interesó por saber quién era Renata Farhat-Borges. Cuando le dije que era una escritora brasileña asintió: "Ah, con razón". E hizo un comentario sobre los orígenes portugueses de su amigo, Jorge Luis.

"En el estudio hay libreros que van del piso al altísimo techo, por lo menos tres mil volúmenes. Advierto libros antiguos, muchos en inglés o en francés. En los estantes hay decenas de fotografías: una de Sarmiento en uniforme militar; una de una casa de Dublín en cuyo frontispicio se lee "Margaret Joyce"; varias de hombres con caras de escritores; muchas fotos de chicas jóvenes, en general hermosas quizás porque son jóvenes. Hay una postal que es una dama de corazones y el corazón es rojo. No logro ver fotografía alguna de Borges, pero hay una con Silvina en Mar del Plata. De algunas fotos me da explicaciones: ésta de un tío suicidado ("tengo tres tíos Bioy que se suicidaron"); esta otra montando camellos con el padre y la madre, en enero de 1930, en Egipto. Es él quien inicia la conversación:

"—Me encanta el cuento, déjeme que se lo diga para empezar..."


Glosas y reconocimientos

He dicho que las glosas de este libro pintan cabalmente a Bioy, pero debo admitir que también a mí, o al que yo era hace quince años. Por caso, vean esta cita: "Cuando resolví abandonar los estudios universitarios, Silvina Ocampo y Borges me respaldaron. Silvina estaba persuadida de que la profesión de escritor es la mejor de todas y Borges me dijo: 'Si querés ser escritor, no seas abogado, ni profesor, ni periodista, ni director de revistas literarias, ni editor".

Mi anotación al margen dice: "Grande! La cláusula correcta sería: "Si querés ser escritor no hagas otra cosa y no pares nunca de escribir!!"

En otra página leo: "La imaginación y los sueños me proporcionaban historias que diligentemente yo convertía en páginas que, inéditas o impresas, se transformaban en agobiadoras pruebas de mi incapacidad de lograr una pieza literaria aceptable". A un costado, ésta fue mi glosa impertinente de 1994: "Salvo excepciones, sigue así, Maestro..." Por eso ahora añadí, debajo: "En 2010 repruebo la injusticia de aquella insolencia. Discúlpeme, Maestro!"

Toda relectura permite, además, descubrir ideas preciosas que nos pasaron inadvertidas la primera vez. Cómo ésta de la página 63: "Me pregunté qué posibles errores alentaba la vanidad (porque pensaba que de ella me venían todos los males) y me dije que nunca más volvería a escribir para los críticos (...) No, no escribiría para mi renombre, sino para el libro que tenía entre manos; para su coherencia y eficacia".

La sabiduría que desborda este libro es enorme y a la vez es dulce, irónica y sutil. El homenaje que le hace a Pepe Bianco, por ejemplo, es bellísimo y justiciero. Lo recuerda con generosidad, como autor y como editor. Al releer esta página evoco la vez que conocí a Bianco y me pareció tan deliciosa aquella su costumbre de decirle a los jóvenes escritores: "Vení, querido, que te voy a clarificar". Luego de lo cual prácticamente les reescribía todo y dejaba los textos impecables, rayanos en una perfección de la que el narrador original era incapaz.

Ahora creo entender por qué Osvaldo Soriano admiraba tanto a Bioy. Aunque lo discutimos muchas veces, debo reconocer que quizás entonces yo no entendí bien al Maestro de la calle Posadas. Lástima que ya no esté el querido Gordo para decirle que tenía razón. Valga este texto como reconocimiento póstumo a ambos.