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domingo, 16 de enero de 2011

Malvinas, Santo Oficio, Qué solos y la literatura condicionada

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Mala semana la que pasó. No sólo porque se nos murió María Elena Walsh, ni porque la sociedad argentina vuelve a ser provocada por los más privilegiados —que protestan como si fueran indigentes—, sino porque también me enteré de la muerte de Ignacio Xurxo, quien fue mi brazo derecho, verdadero copiloto en la revista Puro Cuento.

No me enteré de su deceso aunque sucedió hace un mes, en Buenos Aires, e inexplicablemente nadie me avisó... Bueno... Quien me lo dijo fue Orlando Barone durante un corte de un programa de televisión (6-7-8) y la verdad es que me dejó como fusilado. No redactaré ahora un obituario —dos en una semana serían demasiado—pero un día de estos escribiré algo sobre IX, que fue uno de mis amigos más leales, un sensato incurable, uno de los más competentes lectores que tuvo este país y, por sobre todo, una buena persona.

Continúo, por lo tanto, con la narración de la narración que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA es, de la cual no pienso contar todas sus intimidades, que son demasiadas y abarcaron casi nueve años de mi vida, pero sí algunos hitos que me parecen relevantes.

Uno fue un rarísimo viaje a Tijuana y Mexicali, a fines de 1976, por encargo de la revista Expansión, para la que había empezado a trabajar. Debía hacer un relevamiento económico y entrevistar a un par de empresarios. Era mi primer viaje al México profundo, encima fronterizo con los Estados Unidos, y fue una experiencia muy fuerte. Sobre todo por varios viajes en coche paralelos a la frontera, entonces más abierta y nada caliente en comparación con la actualidad. Pero el cruce de la cadena de montañas que se conoce como "La Rumorosa", que une a Tijuana con Mexicali, fue alucinante. No sé cómo esté hoy, pero entonces era un camino canalla, de puras piedras, alturas y vientos calientes en una soledad abrumadora. Una especie de Patagonia en el hemisferio Norte, en la que además se nos descompuso el coche y el chofer no sabía qué hacer y estuvimos allí, solos, por muchas horas. Tomé muchísimos apuntes que no sabía para qué, pero que años después me sirvieron para delinear a la Nona, si bien en el 76 todavía ni imaginaba esta novela ni ninguna otra. Pero esos muchos apuntes, por soledad y por rareza, me fueron de enorme utilidad.

Lo otro fue la trabazón que sentí meses después de la Guerra de Malvinas, cuando la apertura democrática fue imparable, arrasó con el poder militar y abrió el camino en el que aún estamos en la Argentina. Fue una parálisis súbita que me ganó en lo personal, en mis proyectos y por supuesto en la creación literaria. A eso se sumó el hecho de que entre 1983 y 1984, durante todo el proceso que conduciría al desexilio (vocablo precioso que debemos a Mario Benedetti), caí en un fuerte desconcierto narrativo. Ya dije que en esos años me sentía enfermo de literatura, pero ni mi voluntad ni el azar me rescataban de la confusión.

Lo que sucedió entonces fue que abandoné la escritura de SANTO OFICIO y empecé otra novela, que en ese momento me parecía urgente y que acabó siendo QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS. Que es la historia de un exiliado argentino que viaja a Zacatecas en busca de un amor perdido y se encuentra en medio de una guerra de narcos (¡ya en 1984 los había!) mientras medita acerca de la tragedia de su generación, las (in) conductas argentinas y las perspectivas del tiempo nuevo que apenas se vislumbra. También fue una manera de decir por aquí pasamos, y de decirle adiós a ese México lindo y querido pero a la vez contradictorio y feroz, y entrañable y lleno de espanto y de amor y misterio y muerte. Todo eso que es, no lo descubro yo ahora, ese país maravilloso.

Esta novela todavía hoy me parece rara, y me invaden sentimientos contradictorios cada vez que se reedita. No porque la desprecie, sino porque es la clase de texto que nace con un tinte de ocasión, de circunstancia epocal que en cierto modo la desvirtuará para siempre.

Quizás esto suene exagerado, pero es lo que me parece. De hecho, considero que éste es un problema muy fuerte para muchas novelas. Es como que la cercanía con hechos históricos, o cierta pre-determinación o intención testimonial del autor, aunque sea inconsciente, de alguna manera tiñe a la obra y la condena a una especie de temporalidad acotada.

Es lo que sucedió con muchísimas obras de exilio —de todos los exilios— pero también con obras paridas en otras circunstancias, por caso la Revolución Rusa, la Mexicana, la Cubana y la que se quiera. Hay en esos casos extremos como una fuerza motivacional que condiciona al autor, que lo fuerza a escribir sin poder quitar un ojo de esa circunstancia social que impregna su espíritu. Y el resultado no siempre es el mejor. No siempre resultan joyas como "El Maestro y Margarita", "A sangre fría", "Operación Masacre", "Respiración artificial" o "Recuerdos de la muerte", para citar grandes novelas que superaron con holgura y calidad esas circunstancias. Son mucho más probables —y frecuentes— los fracasos literarios, y ahí están como prueba las innumerables novelas bien intencionadas que llenan —abruman— el repertorio del olvido.

Y es que hay un verdadero, gigantesco cementerio de novelas escritas al influjo de cada una de esas revoluciones y de cada exilio, cada guerra, cada transición democrática, cada proceso social de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

Estoy diciendo, o tratando de decir, que la intención testimonial autoral, confesa o inconsciente, conduce más seguramente al fracaso que a la gloria. Y que la muy loable necesidad de encerrar en un texto una época —o una épica— no garantiza más que ser la probanza de la buena voluntad de sus autores/as. Pero no asegura una literatura de calidad, porque, justamente, la literatura se hace esencialmente de libertad, y la predeterminación, la intención testimonial, la afirmación ideológica o política, el compromiso o lo que sea que un autor anteponga o contemple lo único que hace es condicionar el texto y muy probablemente lo echa a perder.

Quizás por eso desde mis primeras clases y conferencias en los Estados Unidos, allá por 1985, solía mencionar una cita de Ricardo Piglia que no recuerdo de dónde tomé y ahora repetiré de memoria, pero que comparto plenamente: "Los escritores argentinos y latinoamericanos escribimos contra la política". Es decir, procurando que ni la ideología ni las circunstancias de la actualidad política de un tiempo dado gobiernen nuestros textos, aunque es verdad que muchas veces se meten por la ventana.

Con QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS me pasó exactamente eso, sólo que entonces yo no lo sabía. Me sentía como poseído de una incontrolable necesidad de aclarar ciertos hechos de la Historia Argentina, de saldar cuentas, de rendir homenaje al exilio y a México, de establecer condiciones para la reconstrucción de la Paz y la Democracia en mi país y —¡joder!— el texto estaba saliendo sobrado de mandatos que condicionaban la escritura y yo no me daba cuenta.

Poco tiempo después, en 1985 y en Cuba, lo vi con toda claridad cuando fui a La Habana como jurado del Premio Casa de las Américas e integré un jurado de lujo, que me granjeó amistades para toda la vida: Augusto Monterroso, Senel Paz, José Agustín y R.H. Moreno Durán. Los cinco coincidimos plenamente en que el galardón debía otorgarse a "Arde aún sobre los años", novela del entonces ignoto escritor cordobés Fernando López. ¿La razón de aquel acuerdo?: la extraordinaria pintura del conflicto malvinense en un texto que antepone en todo momento la literatura de calidad y una poética del amor fraternal, sin hacer concesión alguna a las circunstancias idelógicas, políticas o de época.

Claro que ahora pienso que fue una suerte haber abandonado SANTO OFICIO DE LA MEMORIA durante casi dos años. Pero qué pena por la novela que surgió de esa crisis, o sea QUÉ SOLOS. Que fue la que pagó el pato.

En fin, lo que he tratado de decir es que muchas veces la literatura "comprometida" acaba siendo "condicionada" más allá de la voluntad o intención autoral. Y eso no es bueno ni para la literatura ni para las más nobles causas. La literatura es otra cosa, digámoslo de una vez, y por eso fallan, fracasan estrepitosamente los libros de ensayistas de ocasión, como es moda ahora entre las clases dirigentes argentinas. Por más que los asistan correctos redactores, periodistas o incluso narradores de a tanto por página, esos libros son como las flores del ceibo: fugaces y de belleza irregular, pero sobre todo fugaces.

Ya me lloverán palos por decir esto, como cada vez que lo sostengo en congresos y conferencias, pero yo insisto: la literatura es otra cosa.

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