Wellesley College es uno de los institutos educativos superiores de la muy exclusiva y elitista "Ivy League" norteamericana, así llamada porque la forman las principales y más antiguas universidades de la Costa Este de los Estados Unidos, entre ellas Harvard, Columbia, Yale y otras. Wellesley también fue una de las "Seven Sisters", que eran los siete universidades exclusivas para mujeres de la región, cuna de la aristocracia norteamericana. Wellesley todavía hoy es sólo para mujeres, fundamentalmente hijas de familias ricas.
En una serie de colinas preciosas, a menos de una hora de Boston, Massachussetts, fue la universidad en la que Vladimir Nabokov enseñó cuando llegó a los Estados Unidos en 1940 y se dice que fue allí donde escribió su célebre "Lolita". También enseñaron allí dos grandes poetas españoles exiliados: Jorge Guillén y Pedro Salinas.
Allí pasé todo el primer semestre de 1986, gracias a la invitación de Lori Roses, una profesora de la casa que era amiga de Frank Janney, mi editor norteamericano.
Frank era un académico prematuramente retirado que vivía en New Hampshire y amaba los caballos, el bourbon, la literatura, la guitarra y las mujeres. Nunca supe si fue un académico exitoso, pero sí que un día dio un portazo y se asoció con un colega suyo, el crítico chileno Randolph Pope, quien enseñaba todavía en Dartmouth College, otro prestigiosísimo instituto de la Ivy League. Entre los dos montaron Ediciones del Norte, un emprendimiento editorial originalísimo, dedicado a publicar libros de crítica y creación para el mundo académico estadounisense, pero en castellano.
En 1981 Frank y Randolph se entusiasmaron con mi novela "El cielo con las manos", que pasó a formar parte de un joven catálogo en el que figuraban por lo menos dos magníficas novelas sudamericanas: "Ardiente paciencia", de Antonio Skármeta y "La vida a plazos de Don Jacobo Lerner", del narrador peruano Isaac Goldemberg. A esos primeros libros se sumaron "A las 20.25 la señora entró en la inmortalidad" del argentino Mario Szichman; el luego imprescindible ensayo "La ciudad letrada", del uruguayo Ángel Rama; "La insurrección", de Skármeta y, como ya he contado, mi primer libro de cuentos: "Vidas ejemplares". Supongo que entre el 84 y el 85 Frank pasó mi nombre a Lori y así fue que me invitaron. Fue mi debut académico en los Estados Unidos.
Aparte de que fue una estupenda experiencia docente y personal, en esos meses pude avanzar decisivamente en la escritura de la novela que después sería "Santo Oficio de la Memoria". También ese año decidí pasar de mi vieja Olivetti Lettera 22 (comprada en diez cuotas con el primer sueldo que cobré en los Tribunales del Chaco, a mis 17 años y cuando estudiaba Derecho en la UNNE; y la cual todavía tengo y funciona perfectamente) a una máquina de escribir electrónica marca Brother, que me costó un ojo de la cara y resultó un fiasco.
Ahora me parece increible haberme dejado seducir por aquella Brother negra, bastante impresionante pero completamente inútil. No sólo no me acostumbré a ella sino que al regresar a Argentina también volví a teclear a lo bestia en la Lettera, hasta que una noche de finales de ese 1986 Osvaldo Soriano me convenció de comprarme una computadora. Él acababa de traer de un viaje a Francia o España, una Apple Mac Plus que parecía —y en cierto modo era— una revolución. En 1987 compré mi primera Mac y ya nunca abandoné esta tecnología.
Pero me sigo yendo por las ramas, discúlpenme. Decía que en Wellesley conseguí encarrerarme con mi "Santo Oficio". Trabajé diariamente durante muchas horas, con nieve afuera primero y luego en una restallante primavera, con una concentración como pocas veces había tenido. Así pude empezar a organizar las miles de páginas que tenía aporreadas, llenas de mugrientas correcciones en tinta de birome. Creo que allí encontré el tono discursivo de varias de las mujeres que narran la novela, y sobre todo el tono general que yo quería lograr para ese texto que crecía como despegado de mi voluntad.
De aquellos meses guardo recuerdos intensos. En particular la compañía de S., que era mi novia y mi sostén anímico, una mujer encantadora, propietaria de un exquisito sentido del humor y que supo impedir que me derrumbara del todo cuando tuve que dejar a mis hijas en Montreal. También gané algunas buenas amistades: la mencionada Lori, Elena Gascón-Vera, Joy Renjilian, Goli Ladjevardi, Tino Villanueva. Aunque a algunos de ellos no he vuelto a verlos en años, forman parte de una especie de cuadro afectivo de aquel tiempo maravilloso en el que todo era construcción porque el amor, la literatura y la democracia lo eran.
Vuelvo a mis apuntes y descubro uno que me inquieta; lo tengo muy subrayado. Dice: "Severo Sarduy afirma que no todo terminó, en la literatura hispanoamericana, con el boom. Que con el Premio Nóbel que le acaban de dar a Gabriel García Márquez no acabó nada ni se consagró nada, dice. Y tiene razón."
Me pregunto ahora si de veras yo creía en aquel tiempo que Severo tenía razón. Y me pregunto si ahora mismo lo creo. Estuve con él en Brasilia, en el 88, y hablamos de eso. Lo contaré más adelante. Pero ahora me parece oportuno rescatar de aquellos apuntes y de aquel encuentro estas anotaciones que hice y que en parte reproduzco:
"También dice Severo que hay un solo tono, una sola voz narrativa en mucho de lo que se escribió en el boom (en casi todo); y lo subraya en Alejo Carpentier y en GGM. Interesante idea. Puede servirme para reflexionar más y mejor lo que vengo pensando sobre la escritura y las voces de la oralidad".
¡Y vaya si me sirvió! De hecho esto fue parte esencial de la escritura de SOdlM. Durante la cual fui siendo cada vez más consciente de la importancia y trascendencia tonal que tenía, en mi texto, la pluralidad de voces. Esa necesidad de construir un coro textual, o una textualidad polifónica, fue el resultado casi obvio de aquellas observaciones de Severo. Quien, curiosamente, nunca fue un narrador que me interesara especialmente (confieso que sólo leí de él sus novelas "Maitreya" y más adelante "Colibrí") pero sí era un lector de agudeza excepcional y como tal me impresionó cuando lo conocí. Ahí están, además, sus ensayos "Escrito sobre un cuerpo" y "Barroco", de los primeros años 70, cuando ser cubano en el exilio era políticamente condenable. Severo fue editor durante muchos años en algunas editoriales francesas y dicen que García Márquez dijo alguna vez de él: "Es el mejor escritor de nuestra lengua, aunque sea tan poco leido".
Bueno, a mí me impactaron muchísimo aquellas ideas suyas sobre las voces de la novela. Una materia de la que yo conocía solamente el viejo libro de Oscar Tacca que así se titula ("Las voces de la novela") y cuya primera edición de Gredos, Madrid, 1973, todavía conservo debidamente subrayado. Pero las ideas de Severo, tan provocador y agudo, y gracioso en su hablar caribeño, fueron un sacudón para mí durante las conversaciones que sostuvimos aquella inolvidable semana en Brasilia. Severo era, además, un maestro en el arte de desacralizar la literatura, y su inteligencia y sentido común eran arrasadores. Quizás por eso esto que escribo pertenece, pienso ahora y por qué no, al campo de los homenajes secretos que los autores hacemos a otros autores. Y no digo secreto en el sentido de escondido, sino de subterráneo, indescubrible para un crítico, por ejemplo. Una especie de fuerte presencia que sólo el autor puede revelar. Severo, en este sentido, fue determinante para mi novela "Santo Oficio de la Memoria".
Y es que él era poeta, además. Y yo, en tanto lector consumado de poesía, y acaso también contumaz, siempre he pensado que, en definitiva, la prosa no existe; todo el lenguaje, toda la literatura es poesía. La prosa depende, requiere y reluce gracias a una disposición formal que es un arte poética en sí misma; la gramática lo es.
Y además siempre he querido "escribir con todo el idioma", como dice Bioy que escribían Mármol y Lugones. Y como me consta que escribía Juan Filloy, de quien guardo una caja llena de cartas que intercambiamos entre 1984 y 2000, además de infinitos recortes y apuntes que él me regaló y que avalan esto que digo.
Por eso hay que recurrir todo el tiempo a los Diccionarios. No se puede escribir sin esos bastones indispensables para el buen andar entre palabras.
Tablero de lecturas:
Ni que fuera un atentado contra mí mismo, porque estoy terminando una novela a toda máquina, no sólo no dejo de leer sino que en este mismo momento estoy sumergido en tres libros que no son, como se dice vulgarmente en mi tierra, moco'e pavo. Por un lado leo lentamente el original de la nueva novela de Angélica Gorodischer, "Las señoras de la calle Brenner", que es una absoluta maravilla. Matizo con "Blanco Nocturno" de Ricardo Piglia. Y con el enorme (casi 600 páginas de letra pequeña) "Kafka en Nueva York" de Haruki Murakami.
Pero a propósito de lecturas, y luego de varios libros que leí últimamente, quiero decir algo que me tiene muy entusiasmado: qué bien escriben algunas jóvenes narradoras argentinas. He disfrutado mucho las novelas de Eugenia Almeida (en especial "Colectivo"), los cuentos de Samantha Schweblin y —creo que ya lo dije en otra entrada— "La casa de los conejos" de Laura Alcoba. Hay más, claro, no quiero ser injusto, pero tampoco caeré en enumeraciones. Sin embargo, y por lo menos, debo mencionar también a Patricia Suárez, Raquel Robles, Verónica Sukáczer... Ya sé, me quedaré ahora con la odiosa sensación de que me olvidé de algún nombre y etcétera, etcétera... Lo siento.
Pero voy a lo que me parece esencial: me encanta leer a las mujeres. Me parecen más interesantes que nosotros los varones, y no lo digo en el estúpido, obvio sentido machista de la palabra. Pero sucede que me atraen más sus historias y el sentido de sus historias; sus divagaciones siempre vinculadas al sentir, a la búsqueda de sutilezas, a la indagación en lo profundo. No afirmo con esto que los escritores varones no lo hagan, ojo, pero sí digo que hay algo que siempre está en las prosas masculinas, un denominador común, un decir en voz alta lo que yo ya conozco...
De ninguna manera generalizo, pero cierta prosa masculina argentina me es ya tan familiar y trajinada que —y lo digo con cautela— muchas veces me aburre. Es un poco como escuchar a esa tía que ya te contó un montón de veces la misma épica familiar. Las mismas anécdotas fueron repetidas con todo tipo de matices durante años y años, y pareciera que ahora es sólo una cuestión de presentación. Pero es más de lo mismo, llámese posboom, posmodernidad, género negro, generación macondiana o como se quiera designar.
En cambio en la prosa femenina siempre tengo la sensación de que hay algo para descubrir. Y aunque no siempre sucede, me gusta dejarme llevar por ciertos meandros que no toleraría en los varones. Por ejemplo, hace un par de años leí "Las viudas de los jueves" de Claudia Piñeiro con mucho placer e interés, pero tengo la sospecha de que esa misma trama narrada desde una prosa masculina quizás no me hubiese resultado atractiva.
No sé, lo seguiré pensando. Siempre es bueno seguir pensando.
Ah, y también estuve releyendo, de casualidad, una preciosa nouvelle de José Emilio Pacheco que adoré hace treinta años en México: "Las batallas en el desierto". Me gustó de nuevo y me llenó de nostalgias, quizás porque es contemporánea y prima hermana de mi segunda novela, "El cielo con las manos".