Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "E
L LABERINTO y EL HILO" (completo)
La nota que posteé la semana pasada, a propósito del Rómulo Gallegos otorgado este año a Ricardo Piglia, me llevó a revisar papeles de cuando yo lo recibí. Y me encontré con algunas sorpresas. Una de las cuales fue el jurado de aquel año.
Lo presidía quien era el más grande escritor venezolano vivo de entonces: Arturo Uslar
Pietri, una especie de Borges local al que todos veneraban y que era, junto con el mismísimo Gallegos, la gran celebridad de la literatura de Venezuela del Siglo XX. Nacido en 1906 (falleció en 2001), alcanzó la fama en los años 30 con su notable novela "Las lanzas coloradas" —
precursora del Boom— y su presencia al frente de aquel jurado intimidaba y era en sí misma un premio.
Pero además estaba allí Fernando Alegría (1918-2005), catedrático chileno de la Universidad de Stanford, California, autor de libros esenciales como "Breve historia de la novela hispanoamericana" (1959), "La novela hispanoamericana del Siglo XX" (1974) y "Nueva historia de la novela hispanoamericana" (1986). Y estaban también el novelista cubano Lisandro Otero (1932-2008), autor de la estupenda novela "Árbol de la vida" y con una larga trayectoria académica y lingüística; y dos catedráticos locales: Pedro Días Seijas (del Consejo Nacional de la Cultura) y José Luis Salcedo Bastardo (de la Academia Venezolana de la Lengua).
Otra sorpresa fue el encuentro con Alexis Márquez Rodríguez, agudo y exigente crítico y académico venezolano, catedrático de la Universidad Central de Venezuela y todavía hoy uno de los más autorizados expertos en literatura latinoamericana. Cuando conocí a Alexis me impactó el certero conocimiento que él tenía de mi obra, y los trabajos críticos que había escrito sobre mi novela "Santo Oficio de la Memoria". Periodista notable (lo sigue siendo, y hoy es un férreo opositor a Hugo Chávez) en 1993 era una de las voces más autorizadas de la literatura venezolana, junto con Uslar Pietri, desde luego.
Una sorpresa más de aquella primera visita a Caracas fue advertir la importancia de este galardón fundado en 1964 como homenaje al gran escritor venezolano. La verdad es que Rómulo Gallegos formaba parte de mi formación, desde luego, pero yo no tenía una conciencia cabal de su importancia, del mismo modo que nada sabía de ese premio ni de que yo era "candidato". Y tampoco estaba al tanto de la impresionante lista de mis antecesores.
Otorgado originalmente cada cinco años y sólo para autores latinoamericanos, lo habían recibido sucesivamente: Mario Vargas Llosa, por "La casa verde" en 1967; Gabriel García Márquez por "Cien años de soledad" en 1972; Carlos Fuentes por "Terra Nostra" en 1977; Fernando del Paso por "Palinuro de México" en 1982, y Abel Posse por "Los perros del Paraíso" en 1987. A partir de entonces, el premio devino bianual y los galardonados fueron Manuel Mejía Vallejo por "La casa de las dos palmas" en 1989 y Uslar Pietri por "La visita en el tiempo" en 1991.
Entonces, que me tocara a mí en el 93 era algo intimidante, abrumador, y más lo fue cuando me enteré que mi novela "Santo Oficio de la Memoria" había sido votada por unanimidad por los cinco jurados, y que eso era la primera vez que sucedía.
Quizás debí subrayar ese hecho en mi discurso, pero la verdad es que no me atreví. Debo h
aber pensado que podía tomarse como una fanfarronada y yo entonces estaba muy atento —lo sigo estando— a la mala imagen que de los argentinos se tiene en Nuestra América.
Por cierto, en este punto debo confesar también mi prejuicio hacia el único colega argentino que había ganado el Rómulo antes que yo: Abel Posse, en el 87. Y digo prejuicio porque no aprobé jamás su adscripción a la Dictadura ni su participación como diplomático al servicio de los genocidas durante los años de plomo. Y tampoco, ya en democracia, sus posiciones autoritarias y antidemocráticas como unas que leí en una revista "Somos" de 1979. Todo eso me impidió acercarme a sus libros. Y más acá, a medida que fui leyendo sus opiniones en el diario La Nación, y obviamente al conocer sus recientes posiciones cavernarias como ministro de educación de Mauricio Macri en la Ciudad de Buenos Aires, decidí pasar de él.
Solamente leí la novela que le deparó este Premio y recuerdo que me pareció interesante, pero eso fue cuando aún no conocía su currículum. Y es que independientemente de los méritos literarios que pueda tener Posse, ahora, revisando apuntes viejos, descubro que acaso en
aquel tiempo me influenció la opinión de Alexis Márquez Rodríguez. Él tenía en gran estima a Posse (había sido miembro del jurado que lo premió en 1987) y seguramente esa valoración fue la que me estimuló a leer a mi predecesor compatriota. "Puedo conceder que Alexis tenga razón —está escrito en mi agenda de aquellos días en Caracas— y acaso la tiene porque es un crítico de nivel superior a la media latinoamericana, y sabe infinitamente más que yo. Pero no puedo superarlo: este tipo no me gusta como persona".
También escuché, años después y en una feria del libro porteña, una conferencia de María Rosa Lojo, quien conoce y estima mucho la obra de Posse. Con su habitual solvencia y rigurosidad, Lojo se refirió a él separando los méritos del autor de su ideología. Pero yo no puedo. Confieso que tal actitud me está vedada y que incluso, más adelante, esa imposibilidad mía devino desprecio, durante su retrógrado y por suerte efímero ministerio de educación macrista.
Un día volveré sobre este asunto, porque la discusión acerca de la separación entre la calidad de una obra y la ideología o cualidades de la persona que ha escrito esa obra, es un asunto que se reitera, y que no siempre sabemos resolver.
Como fuere, en mis apuntes de aquel viaje a Caracas hay un montón de borroneos que hoy no entiendo bien, así como hay citas y encuentros con colegas y amigos. Entre estos, fue especialmente grata e importante la relación amistosa que inicié entonces con Denzil Romero, extraordinario narrador venezolano que todavía hoy no me explico como es que no ganó nunca el Rómulo Gallegos. Su novela "La tragedia del generalísimo" sigue siendo una de las máximas obras de la novela histórica, o historia novelada, de nuestro continente.
De prosa caudalosa y potentísima, Denzil fue un querido amigo mío en los años que siguieron, lo visité en su casa cada vez que fui a Caracas, lo recibí en Resistencia creo que el año 96 o 97, y seguimos en cercano contacto hasta su prematura muerte, en 1999.
También tuve ocasión de conocer a escritores notables como Darío Jaramillo Agudelo, Conrado Zuloaga y la narradora, y desde entonces amiga, Cristina Policastro. No sé si conocía de los años mexicanos a Santiago Cobo-Borda, estrecho amigo de Octavio Paz, pero fue un placer comer y charlar con él en Caracas. Y desde luego, también allí volví a ver al inefable Rafael Humberto Moreno-Durán, R.H. para todo mundo, quien con su energía y carácter avasallador sólo era capaz de ganarse rendidas admiraciones o inclaudicables odios. Para mí R.H. era algo más que todo eso: casi un camarada de aventuras, porque unos años antes, en 1985, habíamos compartido habitación en el Hotel Riviera, de La Habana, durante casi un mes que incluyó viajes por la isla y la frenética lectura de casi 200 novelas de todo el continente, como jurados (ambos, junto con Tito Monterroso, José Agustín y Senel Paz). Capítulo sobre el cual también retornaré más adelante.
Es larga la lista de sorpresas que me depararían Caracas y el Rómulo Gallegos, desde entonces. De hecho la sorpresa continuó dos años después, cuando me tocó ser jurado del Premio en su IX edición, ya incluyendo autores españoles, lo que sucedió a partir de 1995. En esa oportunidad lo ganó Javier Marías por "Mañana en la batalla piensa en mí", con mi voto en disidencia, lo cual me costó enemistades que no esperaba y acerca de las cuales es probable que escriba algo la próxima semana.
Así que quedo, es cierto, temáticamente endeudado con varios asuntos.
Para el corcho en la pared:
• Visto en México en 2001: el taxi se detiene en un semáforo de la avenida Reforma, justo detrás de un camión del Sindicato de Luz y Fuerza en cuyo portón trasero se lee, prolijamente pintado (SIC): “Al pueblo de México: si pribatizar es la solución, ¿por qué Argentina agonisa?”
• El bolero es casi siempre dolor con futuro. El tango es dolor sin remedio, memoria del pasado.
• Lo cortés no quitará lo valiente; pero lo formal quita, seguro, lo espontáneo.
• Boniface Perteuil, un xenófobo del carajo, como diría Cortázar.