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miércoles, 27 de octubre de 2010

Ante el fallecimiento del ex Presidente Néstor Kirchner

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Publicado en diario Página/12 del Jueves 28 de Octubre

Néstor y lo que se viene

Por Mempo Giardinelli

Escribo esto en caliente, en la misma mañana de la muerte anunciada de Néstor Kirchner, y ojalá me equivoque. Pero siento dolor y miedo, y necesito expresarlo.

Pienso que estos días van a ser feísimos, con un carnaval de hipocresía en el Congreso, ya van a ver. Los muertos políticos van a estar ahí con sus jetas impertérritas. Los resucitados de gobiernos anteriores. Los lameculos profesionales que ahora se dicen "disidentes". Los frívolos y los garcas que a diario dibujan Rudi y Dany. Todos ellos y ellas. Caras de plástico, de hierro fundido, de caca endurecida. Aplaudidos secretamente por los que ya están emitiendo mailes de alegría feroz.

Los veremos en la tele, los veo ya en este mediodía soleado que aquí en el Chaco, al menos, resplandece como para una mejor causa.

Nunca fui kirchnerista. Nunca vi a Néstor en persona, jamás estuve en un mismo lugar con él. Ni siquiera lo voté en 2003. Y se lo dije la única vez que me llamó por teléfono para pedirme que aceptara ser embajador argentino en Cuba.

Siempre dije y escribí que no me gustaba su estilo medio cachafaz, esa informalidad provocadora que lo caracterizaba. Su manera tan peronista de hacer política juntando agua clara y aceite usado y viscoso.

Pero lo fui respetando a medida que, con un poder que no tenía, tomaba velozmente medidas que la Argentina necesitaba y casi todos veníamos pidiendo a gritos. Y que enumero ahora, porque en el futuro inmediato me parece que tendremos que subrayar estos recuentos para marcar diferencias.

Fue él, o su gobierno, y ahora el de Cristina:

—El que cambió la política pública de Derechos Humanos en la Argentina. Nada menos. Ahora algunos dicen que estar "hartos" del asunto, como otros criticaron siempre que era una política más declarativa que otra cosa. Pero Néstor lo hizo: lo empezó y fue consecuente. Y así se ganó el respeto de millones.

—El que cambió la Corte Suprema de Justicia, y no importa si después la Corte no ha sabido cambiar a la justicia argentina.

—El que abrió los archivos de los servicios secretos y con ello reorientó el juicio por los atentados sufridos por la comunidad judía en los '90.

—El que recuperó el control público del Correo, de Aguas, de Aerolíneas.

—El que impulsó y logró la nulidad de las leyes que impedían conocer la verdad y castigar a los culpables del genocidio.

—El que cambió nuestra política exterior terminando con las claudicantes relaciones carnales y otras payasadas.

—El que dispuso una consecuente y progresista política educativa como no tuvimos por décadas, y el que cambió la infame Ley Federal de Educación menemista por la actual, que es democrática e inclusiva.

—El que empezó a cambiar la política hacia los maestros y los jubilados, que por muchos años fueron los dos sectores salarialmente más atrasados del país.

—El que cambió radicalmente la política de Defensa, de manera que ahora este país empieza a tener unas Fuerzas Armadas diferentes, democráticas y sometidas al poder político por primera vez en su historia.

—El que inició una gestión plural en la Cultura, que ahora abarca todo el país y no sólo la Ciudad de Buenos Aires.

—El que comenzó la primera reforma fiscal en décadas, a la que todavía le falta mucho pero hoy permite recaudaciones récord.

—El que renegoció la deuda externa y terminó con la estúpida dictadura del FMI. Y por primera vez maneja el Banco Central con una política nacional y con record de divisas.

—El que liquidó el infame negocio de las AFJP y recuperó para el Estado la previsión social.

—El que con la nueva Ley de Medios empezó a limitar el poder absoluto de la dictadura periodística privada que todavía distorsiona la cabeza de millones de compatriotas.

—El que impulsó la Ley de matrimonio igualitario y mantiene una política antidiscriminatoria como jamás tuvimos.

—El que viene gestionando un crecimiento económico de los más altos del mundo, con recuperación industrial evidente, estabilidad de casi una década y disminución del desempleo. Y va por más, porque se acerca la nueva legislación de entidades bancarias, que terminará un día de estos con las herencias de Martínez de Hoz y de Cavallo.

Néstor lo hizo. Junto a Cristina, que lo sigue haciendo. Con innumerables errores, desde ya. Con metidas de pata, corruptelas y turbiedades varias y algunas muy irritantes, funcionarios impresentables, cierta belicosidad inútil y lo que se quiera reprocharles, todo eso que a muchos como yo nos dificulta declararnos kirchneristas, o nos lo impide.

Pero sólo los miserables olvidan que la corrupción en la Argentina es connatural desde que la reinventaron los mil veces malditos dictadores y el riojano ídem.

De manera que sin justificarle ni un centavo mal habido a nadie, en esta hora hay que recordarle a la nación toda que nadie, pero nadie, y ningún presidente desde por lo menos Juan Perón entre el 46 y el 55, produjo tantos y tan profundos cambios positivos en y para la vida nacional.

A ver si alguien puede decir lo contrario.

De manera que menudos méritos los de este flaco bizco, desfachatado, contradictorio y de caminar ladeado, como el de los pingüinos.

Sí, escribo esto adolorido y con miedo, en esta jodida mañana de sol, y desolado también, como millones de argentinos, un poco por este hombre que Estela de Carlotto acaba de definir como "indispensable" y otro poco por nosotros, por nuestro amado y pobrecito país.

Y redoblo mi ruego de que Cristina se cuide, y la cuidemos. Se nos viene encima un año tremendo, con las jaurías sedientas y capaces de cualquier cosa por recuperar el miserable poder que tuvieron y perdieron gracias a quienes ellos llamaron despreciativamente "Los K" y nosotros, los argentinos de a pie, los ciudadanos y ciudadanas que no comemos masitas envenenadas por la prensa y la tele del sistema mediático privado, probablemente y en adelante los recordaremos como "Néstor y Cristina, los que cambiaron la Argentina".

Descanse en paz, Néstor Kirchner, con todos sus errores, defectos y miserias si las tuvo, pero sobre todo con sus enormes aciertos. Y aguante Cristina. Que no está sola.

Y los demás, nosotros, a apechugar. ¿O acaso hemos hecho otra cosa en nuestras vidas y en este país? •

El laberinto y el hilo

QUIENES DESEEN LEER LAS ENTRADAS ANTERIORES DE ESTE RELATO, las encontrarán en "El Laberinto y el Hilo" (completo)

La vida cambia

Después de la presentación de esa primera novela, ese bautismo literario tan importante en la vida de todo escritor que debuta, acabé de madurar la decisión de dejar mi trabajo como director de la revista Expansión. Con todo el miedo que eso me producía, porque la perspectiva de orientar mi vida hacia la escritura era un triple salto mortal a veinte metros de altura y sin red de contención abajo. Pero también me gobernaba la sensación de que era ahora o nunca, y yo no desconocía esas encrucijadas. Debía tomar una decisión como cuando renuncié a ser abogado y me largué a Buenos Aires después de haber cursado toda la carrera, cinco largos años de universidad. Aquella vez decidí no rendir las últimas materias porque sabía que con el título en la mano mi vida sería determinada por eso y no por mi vocación y voluntad, que ya entonces era la literatura.

Así que uno de esos días tomé fuerzas y subí por la escalera hasta la oficina del Director General y me hice anunciar. "Me voy", le dije. "Ah, qué bien, ¿y a dónde?", me preguntó Roberto Salinas Stephens, quien yo sabía que me apreciaba mucho. "No, Rober, que me voy de la empresa" y le expliqué lo que estaba pensando. Él me miraba fijo, intrigado, dudando acerca de mi estabilidad mental. Después, inteligente, suave y amistosamente, trató de hacerme ver el error. Lo mismo sucedió más tarde con mi jefe directo, Carlos Sánchez Lara, quien además era —lo es todavía— un querido amigo. Nunca terminaré de agradecerles la razonabilidad de sus argumentos, el empeño que pusieron en demostrarme que lo mío era un disparate. Porque quizá sí lo era y me llenaron de dudas para toda la vida. Todavía hoy no sé si hice bien, pero fue lo que hice. Más de una vez me reproché aquella decisión. No es bueno ser soberbio.

Ahora que han pasado los años no me juzgo mal, pero créanme que nada fue fácil desde entonces.

Un mes después, ajustados mis ahorros y procurando conseguir colaboraciones free-lance en diarios y revistas, empecé mi vida independiente. Con vaqueros o pantalones cortos, remeras o camisas de cuello abierto, me largué a escribir desesperadamente.

Quizás también tuvo que ver el hecho de que aquellos fueron los años más duros del exilio. En México había dos casas de solidaridad, como hemos contado con Jorge Bernetti en nuestro libro, y nosotros formábamos parte de la directiva de una de ellas: la CAS (Comisión Argentina de Solidaridad). Eso hacía que en nuestras vidas todo estuviera teñido de país: las lecturas, las conversaciones, los duelos, los aniversarios, las fiestas, los duelos, las asambleas, las discusiones, los hijos, los duelos, el cine, los asados y las empanadas, los bailes, la amistad y el duelo permanente.

Los Montoneros habían lanzado su así llamada "ofensiva estratégica", que no era más que un desatino político-ideológico, un disparate criminal, en el fondo, porque partiendo de la idea de una guerra civil inexistente, consistía en enviar jóvenes como supuestos "milicianos" para la "acción territorial", como decían, pero que allá caían como moscas... Era desesperante ver que chicos de menos de veinte años iban a entregar heroica pero inútilmente sus vidas, desoyendo nuestras palabras, y muchos de ellos fanatizados por un discurso impregnado de una moral cuestionable, que hoy llamaríamos fundamentalista.

Era enfermante saber que aquellos pibes y pibas marchaban a muertes casi seguras por mandato de una cúpula de dirigentes cuestionables, muchos de ellos insinceros, insensatos casi todos, que desde Roma o Madrid o México jugaban a la guerra contra una dictadura sobradamente asesina, decididamente genocida y con un poder desmesuradamente superior.

Ese drama espantoso, que para mí fue siempre más moral que político, subrayaba para muchos de nosotros no nuestra supuesta iluminación ideológica sino simplemente nuestras limitaciones, nuestro desamparo, e incluso nuestra culpa en algún sentido porque todos y todas habíamos sido parte de aquel sueño revolucionario.

No es un tema agradable. Aún hoy, a tres décadas de distancia, es una memoria que sigue ardiendo.

Mejor decir que así terminó para mí 1980, un año parteaguas. Ya tenía terminada, casi lista, mi segunda novela: EL CIELO CON LAS MANOS. Confiaba mucho en ese texto, que era una historia muy viva y muy intensa que había empezado a escribir en Bruselas una noche abominable del 79. Ahora era ya 1981 y las cosas parecían cambiar nuevamente.

Lecturas

Hojeo y releo "Los conjurados", para mí uno de los mejores libros de Borges. Pienso en él como pienso en Virgilio, en Sor Juana, en Valery o Neruda, es decir como un poeta genial, casi perfecto.

Pero también —sigo pensando y lo anoto en un papel— Borges fue grande en el cuento, como todo el mundo reconoce, quizás porque la poética de sus cuentos y relatos carece de referencias personales y es todo sublimación. Ahí radica, quizás, la diferencia que lo engrandece tanto. Porque casi todos los escritores, en todas las épocas, han escrito de diversos modos sus autobiografías. Como si se tratara de un destino inevitable, en casi todos los textos de ficción incluimos, de una u otra manera, episodios personales que funcionan como materiales autobiográficos. Incluso, en muchos casos la escritura no es sino autobiografía disimulada. Lo cual no está ni bien ni mal, pero es una limitación de nuestra potencia imaginativa. Porque uno apela a los recuerdos cuando la capacidad de invención es magra.

Me parece, decía, que también es ahí donde reside la enormidad de Borges: en él casi no hay autobiografía, y si la hay es onírica; en él todo es fantasía, imaginación en estado puro.

Por eso yo preferiría prescindir de todo lo personal e íntimo, si pudiera.

domingo, 17 de octubre de 2010

El laberinto y el hilo

QUIENES DESEEN LEER LAS ENTRADAS ANTERIORES DE ESTE RELATO, las encontrarán en "El Laberinto y el Hilo" (completo)

Textos para un domingo

Evocar la publicación de aquella mi primera novela me dejó pensando, estos días, que quizá esos milagros hoy ya no se producen. Me parece que ahora todo es más duro, trabajoso, mediático. Es un mundo en el que todos los espacios son mucho más disputados. Los caminos para los jóvenes han de ser, en tal sentido, bastante más arduos, aunque hoy exista internet y el mundo global esté tan barbarizado, para decirlo siguiendo a Alessandro Baricco.

Los últimos días, y también mientras escribía la crónica de Frankfurt 2010 (que se puede leer en la etiqueta respectiva), he pensado que estas memorias personales que redacto no dejan de ser una especie de rendición de cuentas. Que nadie me ha pedido, desde ya, y está bien, eso mismo las convierte en algo así como el ordenamiento de la historia individual de un tipo que en cierto modo y aunque en ámbito reducido, devino sujeto más o menos público.

Soy de los que piensan que las acciones y las responsabilidades deben conocerse, y que lo privado hecho público puede ayudar a mejorar la vida de los pueblos. Quizá esto suena grandilocuente, pero siempre pensé que todas aquellas personas que han vivido acontecimientos notables, sonoros o no, debían dejar por escrito sus testimonios. Por eso, y dicho sea con el mayor de los respetos y salvando las enormes distancias, siempre aproveché los encuentros con figuras relevantes de la historia contemporánea para sugerirles que escribieran sus memorias. Cuando visité a Juan Perón en Madrid en 1970, siendo yo un muchacho, me atreví a pedirle que lo hiciera, que aprovechara su exilio para ordenar sus recuerdos y escribirlos. Respondió con su mítica sonrisa, condescendiente. Lo mismo le sugerí a Salvador Allende las tres veces que lo entrevisté en Santiago, entre el 70 y el 73. Y a Raúl Alfonsín la única vez que tuve ocasión de charlar un rato con él, en un avión. También a mi padrino y amigo Luis León, que era un formidable pedazo de historia contemporánea del radicalismo. Y a Juanito Rulfo más de una vez, y a Don Juan Filloy...

Cierto, no tuve éxito en ninguna de esas gestiones, pero ello no disminuye mi convicción. ¿Acaso será por eso que ahora estoy embarcado en esta revisión de recuerdos? Quién sabe, porque comparado con todos esos personajes yo soy nadie. Pero bueno, acá estoy.

Y la verdad es que sirve de acicate, también, cierta exposición pública. Últimamente ando ganando amigos, ironizan algunos idem. Se refieren a la nota que escribí anteayer en el Página/12 ("Una pesadilla: el gabinete del Sr. Cobos") y al diario de Frankfurt de la semana pasada. Algunos ya me criticaron con dureza. Hubo uno que dice estar desilusionado porque lo pasamos bien en Frankfurt. Y otra se queja porque no se invitó a ningún escritor de su provincia. Realmente, hay gente que lee lo que quiere. Por suerte son abrumadora minoría.

Posteo varios textos este domingo:

–El de Página/12 por si alguno/a no leyó el diario este viernes.

–Éste que es la continuación de mi relato personal.

–Y uno que escribí en 1979 y ahora me parece pertinente porque ya mencioné aquí a mi amigo y compañero Héctor G. Oesterheld, y ahora mismo, en Frankfurt y después de tantos años, reencontré a Elsa, su viuda, quien como ya he contado conmovió al enorme auditorio el día de la inauguración de la Feria. Con ella y su único nieto sobreviviente, Fernando, compartimos además el vuelo de regreso.

En memoria de Héctor escribí esto que recupero ahora, y que no sé si es un cuento, un testimonio o exactamente qué.

Viejo Héctor

Sé que lo que escribo hoy, primero de febrero de 1979, puede tener uno de dos destinos: o alguna vez el Viejo Héctor lo leerá con su mirada clara y acaso sonriendo, para reconvenirme que estuve mal informado y que me equivoqué en ciertos detalles; o no lo sabrá jamás porque está muerto.

Me aferraré a la primera posibilidad. Es necesario que mantenga izada la esperanza, que las ilusiones sean capaces de vencer cualquier desaliento, que yo inaugure a cada palabra una fe nueva para imaginarlo vivo, entero, jodón como siempre. Porque las versiones son contradictorias: hace dos años, los primeros informes fueron duros de asimilar: lo declaraban muerto y hubo quien dijo que en un enfrentamiento; otra versión aseguró que lo había entregado un delator; una tercera no especificaba detalles pero lo daba como desaparecido: "Nunca más se supo". Y uno ya está advertido de que esa fórmula, en mi país, quiere decir que se sabe perfectamente.

No podría afirmar que he llorado, porque nosotros ya no lloramos a los muertos. Tampoco se los reemplaza, como jurábamos en las viejas consignas. Simplemente se los guarda en la memoria, se los acumula en la cuenta que algún día nos pagarán y se sigue adelante. Pero sí lo evoqué largamente. Su imagen bonachona pareció revivir, entonces, y sus ojos grises, sus mofletes gordos y hasta sus enormes manos de carpintero jubilado se me hicieron tangibles como en cada reunión, cuando las cruzaba sobre la mesa, escuchando atentamente, y sólo las separaba si alguno le preguntaba sus opiniones. Porque nunca hablaba sino para responder preguntas. Jamás nadie se lo dijo, pero no entendíamos esa actitud suya, que no era de recelo ni de desconfianza, sino de hombre sabio. Sólo que nosotros, jóvenes e impetuosos entonces, no éramos capaces de comprender esa sabiduría. Y así nos fue.

La vez que se incorporó al grupo, todos lo miramos con prevenciones. En primer lugar porque nos triplicaba en edad. Ana juraba que debía tener más de sesenta años. Luis, más benévolo, lo hacía cincuentón. Pero fue Rosita la que expresó lo que todos sentíamos: esa desconfianza por la fama que traía, pues todos lo conocíamos desde niños; todos habíamos leído infinidad de veces el nombre y el apellido del Viejo Héctor en las revistas de historietas. Todos habíamos sido atrapados por la fantástica odisea de El Eternauta, habíamos luchado junto al Sargento Kirk alguna vez, o compartido las aventuras de Ticonderoga, de la Brigada Madeleine, o entusiasmado con las narraciones de Ernie Pike, el corresponsal de guerra, o sufrido con el patético relato de Mort Cinder. Eramos, ciertamente, una generación hija de las revistas Fantasía, D'Artagnan, Intervalo, El Tony. Y además, él era el primer y único tipo famoso que se incorporaba al grupo. Y la fama resulta sospechosa para los jóvenes que se sienten revolucionarios.

Por cierto, no puedo hacer su biografía, que por otra parte sólo conozco en porciones. Diré, nomás, que no me gustó, al comienzo, su apellido alemán, quizá porque le atribuí una injusta connotación nazi. Pero enseguida me cautivó su modo de ser tan italiano, tan afectivo, cálido y firme como una luna de enero sobre Buenos Aires. Y al cabo de tres o cuatro reuniones supe por qué lo quería: porque encarnaba la imagen de mi padre, ese sujeto también mofletudo y de ojos grises que casi no conocí y que, por entonces, hubiera tenido aproximadamente la edad del Viejo Héctor.

Aunque él jamás lo hubiese admitido, sospecho que sabía que llegó a ser una mascota para nosotros; representaba una especie de símbolo, de espejo que todos deseábamos conservar para cuando tuviéramos su edad. Era un afecto que él nos retribuía, gentilmente, cuando nos comparaba con sus hijas, de quienes hablaba siempre con orgullo porque las cuatro -como sus cuatro yernos- eran militantes.

¡Cuántas fantasías elaboramos alrededor del Viejo! Su silencio, que era apenas perceptible, suave como una brisa y discreto como la respiración de un bebé que duerme, ni alentaba ni desalentaba. Su empecinada modestia, y el desgano con que hablaba de sí mismo las pocas veces que lo hacía, nos impulsaban a hacer averiguaciones. Así supimos que venía del pecé, que era militante desde hacía un montón de años y que lo había seducido la furia revolucionaria de la juventud peronista quizá porque, como una vez declaró bajando la vista, acaso ruborizado, finalmente veía, a sus años, una revolución posible, cercana, casi palpable. Esa vez lo acusamos de triunfalista y nos reímos porque estaba de moda hablar de la “guerra prolongada” y el Inglés, responsable de ese grupo, dijo que después de todo no sería tan prolongada como para que él no la viese. Pobre Inglés.

Guardo para mí pocas fortunas, pero una de ellas es la de haber conocido su casa de Beccar y haber tomado allí unos mates una tarde de septiembre, escuchando cada tanto el paso del tren suburbano cuyo transitar nos obligaba a pausas en el diálogo, como hacen los ancianos, sólo que entonces yo era demasiado joven. Le insistí para que hablara de él y me contó cómo trabajaba, siempre hablándole a esa grabadora, una primitiva Geloso a cinta en la que parloteaba sus ideas, inventaba argumentos, desarrollaba personajes y proponía imágenes para que los mejores dibujantes del país las plasmaran en cuadritos para las revistas. Compartí su aprecio por Alberto Breccia, por Ongaro, por quienes él llamaba “los muchachos”, esa generación de dibujantes que él había llevado a la Editorial Abril en los años cincuenta, cuando fue el iniciador de la época de oro de la historieta en la Argentina. E incluso reconocí un cierto rencor cuando habló de ese italiano famoso que le robó la paternidad del Sargento Kirk.

Creo que en algún momento le pregunté la edad. ¿Tenía, entonces, sesenta y dos años, como me parece? No lo recuerdo, pero sé que le pregunté por qué militaba, a su edad y con su fama. Me miró como pidiéndome disculpas, cebó un mate y dijo, con una naturalidad que ahora me emociona evocar: “¿Y qué otra cosa puede hacer un hombre? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo sólo sé que éste es un trabajo noble y que hay que hacerlo”. Y se dio vuelta y me mostró unos amarillentos ejemplares de Hora Cero, y luego empezó a hablar de cómo se le ocurrió ambientar a Mort Cinder en una casa de Beccar que era exactamente la misma en la que estábamos y que él habitaba desde siempre. Y me llevó al patio, de malezas crecidas, con esos rosales que daban pena de tan mustios, y enseguida se justificó diciendo que ya no tenía tiempo para ocuparse de ciertas cosas.

Sé que la nostalgia que produce el exilio lleva a sublimar detalles, y que no hay que confiar demasiado en este tipo de recuerdos pues uno está demasiado expuesto a que el amor traicione a la memoria. Pero todavía puedo mencionar pequeños, difusos pasajes, datos sueltos que retengo, como su puntualidad admirable que garantizaba que ninguna reunión comenzara sin su presencia. Era su manera del respeto, una responsabilidad que nos imponía sin querer (o acaso era un estilo de demanda, quién sabe). Quizá por eso, cualquier pequeñísimo retraso suyo nos alarmaba, porque -debo confesarlo- en el fondo ninguno de nosotros confiaba demasiado en su silencio, si caía. Había como una especie de endeblez que se imponía a su corpachón de veterano carpintero y que nos hacía temer que, si lo detenían, no resistiría la tortura. Eramos todos tan jóvenes, entonces; no sabíamos que el valor es también una cuestión de madurez.

Fue una tarde de abril cuando lo vi por última vez. Había llovido y se hacía difícil conseguir taxi, de modo que llegué demorado a la cita. El se había cambiado de esquina, por si acaso, y estaba como refugiado detrás de un buzón. Nos miramos sin saludarnos y yo entré a ese bar de Sarmiento y Riobamba. El me siguió diez minutos después. Intercambiamos documentos, o alguna nueva consigna, no recuerdo bien, y tomamos café hablando de lo bella que es Buenos Aires cuando llueve. Luego nos despedimos como siempre, con esa efusividad contenida de los militantes clandestinos.

Nunca más lo vi. Cuando me tuve que ir del país, dejé saludos para él; no sé si se los dieron. Más tarde, en alguna carta, algún compañero me dijo que lo había visto, que estaba bien. Dadas las circunstancias, no era una pobre noticia. Y eso fue todo.

Hasta que llegaron los comentarios sobre su desaparición, que trajeron un dolor intenso, profundo, nunca expresado (uno siempre se las ingenia para no exteriorizar los dolores intensos, profundos). Lo imaginé soportando un calvario, resistiendo un poquito y -lo deseé con todas mis fuerzas- muriéndose rápido gracias al cansancio de su corazón. Y hasta pensé que al Viejo Héctor le habría servido de algo tener los años que tenía: para sufrir menos y no delatar a nadie.

Desde entonces no hubo historieta, o comic como le llaman acá, que no me hiciera recordarlo. Del mismo modo, no hubo mención a las palabras “derechos humanos” que no estuviera ligada a la evocación de su cara bonachona, sus ojos grises, sus mofletes.

Hasta que esta misma tarde, este primero de febrero de 1979, hace apenas unas horas, me encontré con un par de amigos que acaban de llegar de Buenos Aires. Traen noticias frescas, de esas que literalmente devoramos, exigimos con avidez porque sirven para modificar criterios y reubicarnos en la realidad perdida (aunque a veces los que llegan nos matan a los vivos, como también, a veces, resucitan algunos muertos).

Dudé cuando dijeron: “Héctor está vivo, parece que está vivo”. De pronto era demasiado absurdo que cuatro palabras fueran capaces de revivir a un muerto. Es tan duro asimilar la idea de la muerte que, años después, resulta casi imposible asimilar la certeza de la vida.

Me contaron algunos detalles que ratificaron su estatura, su calidad, la solidez maravillosa de su madera. Dicen que lo detuvieron en una casa que estaba cantada, en la que iba a celebrarse una reunión importante; que los demás habían sido alertados, excepto él, por esas cosas tremendas del destino, por una inconveniencia, por esa manera caprichosa de la tragedia. Dicen que le salió al encuentro un montón de milicos; que lo golpearon mucho y se lo llevaron, de prisa, como siempre tienen ellos, para que hablara lo que sabía, acaso confiados en la debilidad de sus años. Dicen que cundió cierto pánico y que costó todo un día levantar lo levantable, cambiar citar, movilizar casas, hacer mudanzas apresuradas, esconder gente. Porque -aseguran- realmente nadie creía en su fortaleza, en su silencio.

Pero pasó ese día, y otro, y otro, y una semana, y no sucedió nada de lo temido. Todo siguió igual y esa fue la prueba de su aguante (que era lo que a los dirigentes más les importaba, parece) aunque también -dicen- hubo quienes imaginaron lo que le hacían, el tormento que padecía. A mí se me hace, ahora, que muchos lo habrán querido más que nunca, que en diversos sitios de Buenos Aires se habrán producido silencios respetuosos, apenas quebrados por el canto de los gorriones, por el entrechocar de las hojas de las casuarinas, por el lento paso del río acariciando las riberas.

Y se me ocurre, también, que acaso entonces nació la certeza de su muerte, una certeza que hoy, primero de febrero de 1979, parece ilusoriamente quebradiza. Porque si bien provoca esta confusión que de alguna manera sobrecoge y aplaca (lo más probable es que el Viejo Héctor jamás lea esta carta), no impide que en este momento yo lo sueñe con su sonrisa cálida y su mirada clara, dispuesto a reconvenirme que estuve mal informado y que estos imperfectos datos biográficos no son correctos.

Para Héctor Oesterheld, guionista de historietas, hombre sabio, compañero, si está vivo.

A la memoria de Héctor Oesterheld, si está muerto.

México, D.F., febrero de 1979

sábado, 16 de octubre de 2010

Diario Página/12 - Viernes 15/10/2010

Una pesadilla:

El gabinete del Sr. Cobos

Por Mempo Giardinelli

De regreso de Frankfurt, en el vuelo, una pesadilla me dejó un horrible sabor de boca. Y si ahora debo compartirla con los lectores es porque ayer mismo la realidad me hizo pensar que podía suceder. Imagínense: ¿qué sería de este país si por azares del destino el Sr. Julio Cleto Cobos deviniera presidente de la república?

No tiene sentido conjeturar razones para semejante advenimiento, siendo que toda especulación sería ofensiva e inoportuna. Porque tenemos una presidenta en ejercicio, que conduce esta nación con todos los atributos de la Constitución y la democracia. Y gusten más o gusten menos su estilo y sus decisiones, su figura es incuestionable.

Sin embargo en mi sueño, y no sé por qué extraña razón (esos enigmas son "naturales" en el mundo onírico), de pronto asumía la primera magistratura el Sr. Cobos, ruidosamente celebrado por no pocos cretinos, resentidos o confundidos, y por muchas almas inocentes pero con poco cerebro, de esas que en la Argentina siempre se quejan a destiempo, no saben de qué se quejan o se encolumnan detrás de oportunos quejosos profesionales.

Tras mucho dudar acerca de la conveniencia de escribir o no este texto de ciencia-ficción política, aquí les cuento el escenario que vislumbré a diez mil metros de altura.

El actual vicepresidente asumía el cargo aplaudido por la horda de odiadores que pulula hoy en los medios hegemónicos. Sólo unos pocos desubicados recordábamos, inútilmente, que el hombre llegaba como producto del más grave error político del Sr. Néstor Kirchner, pero eso ya no tenía importancia. Lo que sí la tenía era que en el sueño el Sr. Cobos se rodeaba de los más competentes, lúcidos, éticos y patrióticos políticos de este país.

Su ministro del Interior era el señor Eduardo Duhalde y en Economía hacían cola para ser designados los señores López Murphy, Broda, Redrado e incluso el siempre disponible Sr. Domingo Cavallo. Todos ellos decididos a cancelar rápidamente y por decreto el 82% móvil. También, y con la misma velocidad, se restablecían las AFJP, se anulaban completa y absolutamente la Ley de Medios y la de Matrimonio Igualitario, y por supuesto se eliminaban todas las retenciones agropecuarias.

El crecimiento económico autónomo que la Argentina viene teniendo era detenido abruptamente gracias al asesoramiento del FMI, benemérita institución que nuevamente se constituía en monitora de nuestro destino. Concomitantemente se amputaba la inversión educativa, se reducían los salarios en un 13% y los maestros volvían a cobrar 300 pesos mensuales.

Obviamente se iba al demonio la política de Defensa que ha democratizado a las Fuerzas Armadas, y eso por decisión del nuevo ministro, no recuerdo si el inagotable Sr. Jaunarena o Rosendo Fraga. Lo seguro es que se terminaban las políticas de Derechos Humanos, y las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo comenzaban a ser vituperadas nuevamente, algunas perseguidas o encarceladas. La ex Esma era puesta en manos de la señora Cecilia Pando y sus amigos, que preparaban la "restauración a sus mandos naturales". Y como el Ministerio de Justicia quedaba a cargo de un jurista radical, se disponía la rápida suspensión de todos los juicios por la Verdad, y se amnistiaba a los dictadores Videla, Bussi y Menéndez por razones humanitarias.

La Memoria pasaba a ser una mala palabra, porque todos estaban "hartos" de ella, siguiendo los nuevos postulados del señor Lanata y otros ilustres comunicadores.

El gabinete del Sr. Cobos se completaba con gente inmediatamente aprobada por los diarios La Nación y Clarín, y ocupaban sus puestos la Sra. Beatriz Sarlo en la Secretaría de Cultura de la Nación y Abel Posse en Educación o en Relaciones Exteriores (eso faltaba definirlo porque también eran candidatas a esos puestos las señoras Elisa Carrió y Patricia Bullrich). El voto definidor lo iba a tener el Cardenal Bergoglio.

El ministerio de Agricultura era disputado por los señores Biolcatti, Llambías, Buzzi y el refinado dirigente entrerriano señor De Angelis. En otros puestos Cobos designaba a gente de ética acrisolada como los señores Duhalde, Macri y De Narváez, todos asesorados por el Sr. Luis Barrionuevo. Y el Canal 7 acababa su prédica disolvente con el arribo de Nelson Castro a la dirección, secundado en el directorio por inobjetales demócratas como Mariano Grondona, Mirtha Legrand, Susana Giménez, Eduardo Van der Koy y Joaquín Morales Solá.

Claro que de inmediato en alguna plaza se manifestaban los señores Delía, Pérsico y Hebe de Bonafini, pero los piquetes que organizaban eran brutalmente reprimidos, mientras dirigentes sociales como Pino Solanas o Víctor de Genaro balbuceaban tardías autocríticas. En cuanto a la izquierda y el troskismo, inexorablemente se subdividían en ortodoxos y traidores.

¿Exagero? Ojalá. ¿Que este texto es apocaliptico? Sí, pero tanto como la realidad argentina sabe y puede serlo.

Desperté horrorizado. No soy amigo de la presidenta, pero si la veo le voy a rogar que viaje menos. Que se cuide más. Que vele por su salud. Y que prevea formas de preservación del rumbo que hoy tiene la Argentina. Porque sin dejar de reconocer las muchas desprolijidades y acciones reprochables de su gobierno —que tanto me fastidia a veces y al que a muchos como yo nos resulta tan difícil defender— hay un rumbo diferente en estos años, una esperanza que esta maldita pesadilla vino a empañar. Porque si acaso la república pasara a ser gobernada por un muerto político como el vicepresidente, de flaca dignidad y viscosa ideología, a mí me corre un frío por la espalda de sólo imaginarlo. •

miércoles, 13 de octubre de 2010

El laberinto y el hilo: Un milagro en el cielo

QUIENES DESEEN LEER LAS ENTRADAS ANTERIORES DE ESTE RELATO, las encontrarán en "El Laberinto y el Hilo" (completo)

Un milagro en el cielo

Era un vuelo de una compañía de esas que ya no existen. Digamos Eastern Airlines. Y el avión un tetrarreactor DC8 que tampoco existe ahora. La revista Expansión me mandó a Nueva York a no sé qué trabajo, y ése fue uno de los peores vuelos de mi vida.

Un huracán sobre el Caribe nos zamarreó durante dos horas como un loco sacudiría una maraca de latón. Habían saltado por los aires las bandejas del almuerzo, cayeron las máscaras de oxígeno, los crujidos del aparato eran tan atemorizantes como los bandazos hacia arriba y hacia abajo, y las inclinaciones hacia una y otra punta de ala eran tan bruscas e inesperadas que generaban un extraño intercambio de gritos y silencios en la larga cabina. Muchos rezaban, algunos se abrazaban, otros abiertamente soltaban sus vómitos y había quienes lloraban implorando enigmáticos perdones y prometiendo quién sabe qué acciones.

El que estaba a mi lado era un señor delgadito y más bien magro, de impecable traje y corbata, que se mantuvo en obstinado silencio durante todo el episodio, igual que yo. Por eso cuando el piloto consiguió esquivar la tormenta después de una larga hora desesperante, y cierta normalidad se reinstaló en la cabina, ambos compartimos discretos comentarios acerca de la horrible experiencia que habíamos vivido. Pero evidentemente todos teníamos necesidad de hablar, como sucede cuando las experiencias más fuertes exigen palabras... Entonces le pregunté a qué se dedicaba.

—Soy editor —me dijo—, ¿y usted?

—Pues fíjese qué casualidad, yo soy escritor —respondí como si fuese la cosa más normal del mundo.

Era la primera vez en mi vida que lo afirmaba. Claro que enseguida arrugué, cuando me preguntó por mis libros y tuve que reconocer que era un narrador inédito, virgen y en estado de gracia... Me sentí un poco avergonzado, como quien advierte tardíamente que ha hecho el ridículo, y cambié de tema y encaminé la charla hacia las sabrosas naderías de que habla la gente.

Ese encuentro con Iván Mozó Lira, socio propietario de la entonces importante Editorial Pomaire, de Barcelona, fue determinante en mi vida. Chileno al igual que su socio José Manuel Vergara, Iván era entonces el encargado de la empresa en América Latina. Exiliados después del golpe de Pinochet en 1973, habían desarrollado una empresa cada vez más poderosa en la lengua castellana. La impresión de sus libros era muy cuidada, los diseños audaces, el prestigio de sus colecciones creciente.

Bueno, pues justo ese tipo había estado a punto de estrellarse conmigo en ese pinche avión, los dos en silencio —nos lo confesamos luego— y con el mismo convencimiento de que en todos los vuelos es completamente inútil hablar con el pasajero de junto. Siempre es mejor aprovechar esas horas para pensar, trabajar o dormir. Incluso, descubrimos, cuando todo indica que el avión se viene abajo. En ese caso hasta el pánico parece inútil.

Cuando descendimos en Nueva York, Iván, gentilmente, me dio su tarjeta con la recomendación de que le enviase un original a la dirección de su socio, Vergara, que residía en Londres. Así lo hice pocos días después, de regreso en México, y le ofrecí además gestionar un prólogo de Pedro Orgambide si lo consideraba necesario.

Y me olvidé del asunto y seguí trabajando en la revista y el diario, y en los dos libros que preparaba sin demasiada prisa pero sin detenerme ni un segundo. Con una regularidad asombrosa, disciplina marista y decisión de dictador, yo le metía para adelante y escribía varias horas cada día, como alucinado.

La respuesta de José Manuel Vergara me llegó dos meses después, que así eran las cosas en aquellos tiempos del puro correo postal. La novela le había encantado, le parecía buenísima, no necesitaba prólogo de nadie y por supuesto la iban a publicar. Adjunto había un contrato que con el tiempo descubrí que era bastante leonino, pero que en ese momento firmé sin objetar y ahora pienso que capaz hasta sin leerlo.

Semanas después Iván me llamó para invitarme a una cena en su casa, en la Colonia Florida. Ahí me presentó a quien dijo era su más querido amigo: Alberto Cortés, cantante argentino que por entonces hacía furor en España y México. La cena fue muy agradable e Iván, generoso, me regaló dos botellas de Cousiño Macul 1973 etiqueta negra que abrí algunos años después, cuando me anunciaron que había ganado el Premio Rómulo Gallegos.

Esa noche, además, anunció la inminente salida de LA REVOLUCION EN BICICLETA, cuya foto de portada me mostró y casi me infarta nuevamente.

lunes, 11 de octubre de 2010

Frankfurt, Argentina, 2010 - Una crónica día a día / 1 (de 5)

NOTA 1 (de 5) - Del 3 al 5 de Octubre.

Domingo 3 de Octubre. Noche.

Ezeiza parece invadido por escritores, periodistas y funcionarios. Me dirijo con Horacio González y Ricardo Forster al salón de American Express. Luego llegan Luisa Valenzuela y Elsa Osorio, y la pasamos bomba, nos bebemos una botella de Chivas de 18 años que da gusto. De ahí al avión de Lufthansa, que parece una estudiantina. Por aquí las chicas de la prensa: Silvina Friera, Patricia Kiolesnicov y Mora Cordeu, que andan siempre juntas como las hermanas Arrufat, de Marco Denevi. Más allá Diana Bellesi, en otra punta Sandra Russo, en otra Eduardo Jozami, Hernán Brienza y también Canela y Graciela Araoz. Por allá Juan Sasturain con su mujer, y Vicente Battista y Mario Goloboff y tutti quanti. Hago un comentario en voz alta: si este avión se cae se acaba por un buen rato la literatura argentina, o se salva definitivamente.

Nadie festeja mi chiste, que sigo pensando que no es tan malo.

En el vuelo me toca de vecino Osvaldo Quiroga. Charlamos, leemos. Llegamos el lunes a la tarde, molidos, y nos llevan al Hotel Intercontinental en dos micros enormes y lujosos.

Lunes 4 de Octubre. Noche.

Después de descansar un rato, vamos todos al Museo Judío de Frankfurt. Un lugar de hermosa arquitectura, con un auditorio amplio y luminoso. Nos vamos sentando para un acto que muchos sospechamos plomísimo. Hay los que sacan fotos de todo lo que ven; yo en cambio me las dibujo. No sé si está bien pero me da calor pedir a alguien que me tome una foto con este fondo o con aquel colega. Si las cosas salen, que salgan, pero pedirlas...

Están todos, y más, muchos más que vinieron en otros vuelos. En la primera fila, funcionarios: Héctor Timerman, Alberto Sileoni, Jorge Coscia, el embajador en Alemania Victorio Taccetti, Ignacio Hernáiz, Rodolfo Hamawi y media cancillería, encabezados por Magdalena Faillace, alma mater de todo esto.

Saludo a Juan Gelman, a quien ya encontré antes en el hotel, y también me acerco a María Kodama, siempre tan amable, y entonces llegan Daniel y Kuki Divinsky y varias escritoras amigas: Shúa, Lojo, Plager, Vlady Kociancich, Cristina Mucci, Elsa Osorio y Laura Alcoba que vino de París y está cada día más linda. También Osvaldo Bayer, Pablo de Santis, vaya, eso es una constelación: por donde uno mire se encuentra con novelas, cuentos y poemas que ha leido y admirado.

La "Expo Juden in Argentinien Jubileo 200" recuerda el Bicentenario con una muestra de la presencia judía en nuestro país desde 1810. Se inaugura con un cuarteto llamado "Nigun Tango", que hace música fusión de tangos con canciones tradicionales hebreas. Son buenísimos, es un placer escucharlos. Llueven aplausos.

Hasta ahí, fenómeno, pero luego empiezan los discursos y como no hay traducción simultánea hay que escucharlos dos veces, una en castellano y la otra en alemán, idioma que en sus construcciones es más extenso que el nuestro. Una de las primeras en huir subrepticiamente es Hinde Pomeraniec, ex Clarín y Canal 7, ahora editora jefa de la casa colombiana Norma. Se va a un costado a caminar. Yo la sigo y en segundos viene un pelotón. Recorremos la muestra, que está bien buena, imaginativa y original, con impactantes ilustraciones de Pedro Roth, y unos pocos decidimos no esperar las empanadas y el vino prometidos, y en cambio vivir una noche alemana, aunque sea lunes y a cualquier costo.

Salimos en pos de una cantina donde comer salchichas con chucrut y beber alguna cerveza como corresponde. El grupo original lo componemos González, Fórster, Rodolfo Hamawi, el dramaturgo Jorge Alemán que ha venido de Madrid, y yo. Después de caminar más de una hora fracasando en un montón de bares a punto de cerrar, encontramos un bodegón irreprochable en la Dom/Römer Platz, cerca del río. Luego se sumaron otros/as compatriotas.

Regresamos cantando tangos en la alta noche alemana.

Martes 5 de Octubre. Cristina en la tarde.

Para toda la delegación argentina que invade esta ciudad, yo diría que fue un día especial: agitado, activo, emocionante. Pasado el mediodía, en el Frankfurter Hoff, que es el hotel más elegante de la ciudad y de hecho el centro de decisiones de todas las ferias que se hacen aquí cada año, todo el año, se firma un acuerdo entre la Secretaría de Cutura de la Nación, la Biblioteca Nacional y el sindicato unificado de docentes de Córdoba, por un lado, y el Instituto de Investigaciones Sociales local, más conocido como "Escuela de Frankfurt" y que fuera espacio de discusión del marxismo durante décadas. Luego de la firma se esperan jugosos discursos, y desde ahí seguiremos camino a la Feria, que se inaugura oficialmente a las cinco de la tarde.

La sorpresa está dada por la aparición del Canciller Timerman seguido del Embajador Victorio Taccetti. Al ratito nomás entran unos tipos que obviamente son de ceremonial y tras ellos la Presidenta.

Es la segunda vez en mi vida que la veo de cerca (la primera fue en 2004, en Rosario, en el almuerzo de inauguración del Congreso de la Lengua) y me parece una estupenda oportunidad para observarla detenidamente.

Ella me honra reconociéndome: "Cómo le va, Mempo", me dice desde la mesa que preside el acto. También saluda a Horacio González, a Ricardo Forster, a Jorge Alemán, y dice: "Qué linda gente hay aquí..." y sonríe. Se la ve descansada, perfectamente maquillada, elegantísima con un traje de saco corto cerrado y con medias y zapatos negros altísimos. Es inevitable evocar cómo se la critica por sus atuendos, como si cuestionando sus ropas se consiguiese rebajarla políticamente. Para mí, que no entiendo nada de vestimentas femeninas, está muy bien vestida, y dicho sea esto aunque algún idiota pueda acusarme de "kirchnerista" por decirlo.

Pero también me parece un poquito sobreactuada. Sobre todo cuando se muestra simpática, o intenta serlo adrede. Durante el acto me da la impresión de que se esforzara por ser ocurrente y descontracturada. Incluso divertida. Pero ésa no es su función, y ella debiera saberlo. Alguien tendría que ocuparse de asesorarla en ésta y otras cuestiones menores. Porque son cuestiones menores, seguro, pero que la afectan a ella y nos afectan a todos. La cuestión de la imagen no es una pavada.

Como sea, la Presidenta se ve muy contenta, y eso sí me sorprende. Debe haber viajado toda la noche, puesto que ha llegado esta mañana, pero se la ve espléndida. Segura en su papel y chocha por desempeñarlo. Es una linda mujer, debe tener 55 años o poco más y está fantástica. Siempre pensé, viéndola por televisión, que se había operado la boca y que no le hicieron un gran trabajo. Sin embargo ahora, a sólo dos o tres metros de distancia, casi no se le nota cirugía alguna y la verdad es que resulta mucho más interesante. Sonríe todo el tiempo y se la ve disfrutar, como encantada de estar en un salón lleno de intelectuales.

El acto se desarrolla con discursos en castellano y en alemán, por suerte breves. Sigo mirándola, impresionado por cómo escucha todo concentrada y asintiendo, con algunos mohines que parecen estudiados o dando leves cabezazos de conformidad que le hacen caer bucles de pelo negrísimo sobre la frente y los ojos. Ni por un segundo dejo de pensar en el magnetismo de esta mujer y en las reacciones que concita: ese odio salitroso que le dispensa la oposición amalgamada; ese asentimiento gelatinoso que la sigue y aplaude muchas veces con más lambisconería que convicción.

No es la primera vez que sucede en nuestro país; parece ser un condimento infaltable de la tragedia argentina. Y es una pena porque esta mujer es muchísimo más inteligente y valiosa que lo que hacen ver los sistemas mediáticos. Sin dudas menos revolucionaria que lo que estiman sus incondicionales y quizá ella misma, pero indudablemente es una mujer con estatura de estadista, por la firmeza de sus puntos de vista, su oratoria sorprendente y su olfato político excepcional.

Si yo fuera opositor —digo para mí— lo último que haría sería subestimarla, y en todo caso mi esfuerzo mayor se dirigiría a comprenderla, ante todo, para mejor combatirla.

Y si fuese partidario de ella, o sea kirchnerista, intentaría por todos los medios ayudarla a despojarse de cierto estilo chocante que tiene, preñado de gestos irritantes y actitudes que bordean lo naîve y que destiñen el brillo natural que ella muestra con sólo hablar.

Porque es una oradora brillante y lo demuestra una vez más al final del acto. Está al tanto de la Escuela de Frankfurt y habla con solvencia de las críticas al marxismo, con citas apropiadas y oportunas, no mete la pata ni a cañonazos y maneja los tiempos de manera de cerrar todo, sobriamente, en menos de quince minutos.

Aplauso cerrado mientras baja del estrado, y se retira estirando una mano para saludar a dos o tres. Cuando pasa por donde estoy estrecha mi mano con lo que interpreto como una clara indicación de complicidad, diría yo, lo que no deja de ser tan gentil como inquietante. Sale velozmente.

Detrás, nos disponemos a trasladarnos a la Feria del Libro, que ella misma va a inaugurar en una hora más. Me quedo pensando que alguien debería decirle que le convendría ser menos directa, menos enfática, menos, digamos, confianzuda. Sobre todo con los que no conoce, o sólo superficialmente. Quien gobierna un país que quiere ser serio, un estadista cabal sea varón o mujer, debe imponer su autoridad no con simpatía sino con la sola dignidad de su presencia. También la seriedad y distancia de un presidente son necesarias para ennoblecer ellos el cargo, porque ningún cargo ennoblece a una persona que no da la estatura.

La historia argentina está llena de ejemplos en ambos sentidos: excepción hecha del duro ascetismo de Hipólito Yrigoyen, la serena frialdad del último Juan Perón y la un poco forzada majestad de Raúl Alfonsín, los demás no conformaron un carnaval de presidentes sino una sucesión de presidentes de carnaval. Recuerde el lector el engolamiento cuartelero de Onganía y de Videla, la ramplonería de casino de oficiales de Galtieri o la inexpresiva y cínica necesidad de autoamnistiarse de Bignone; y evoque luego a demócratas de cartón como Menem, De la Rúa y Duhalde, e incluso "El Adolfo" y los oscuros legisladores de efímeras presidencias a fines de 2001. Impresentables absolutos —cada uno a su manera— todos ellos se disfrazaron con dignidades que no tenían.

En cambio esta mujer tiene, me parece, y más allá de los apuntados rasgos cuestionables, una imponencia natural que hace mucho tiempo no se veía. Ni siquiera en su antecesor y marido, desde ya, que en mi opinión siempre fue más un militante, un puntero político astuto y oportuno, que un estadista. Con su estilo desgreñado y nada elegante, con su verba pastosa y poco conceptual, siempre me pareció perfecto para un rol de intendente o gobernador provinciano, diputado o, como es ahora, líder de un partido popular.

Comento todo esto con Sandra Russo, que viene siguiendo a la Presidenta para escribir su biografía, y cuando le sugiero que aproveche su cercanía para darle consejos de este tipo, me dice sonriente: "Ah, no, eso decíselo vos". Y luego me sugiere que escriba yo una semblanza de Cristina. Desdeño la idea de Sandra en el momento, pero es quizás lo que estoy haciendo ahora.

Inauguración de la Feria:

Mujeres argentinas y llanto de varón.

Sé que a esto lo han contado los diarios, pero últimamente los diarios (al menos los del sistema mediático dominante, desde Argentina a España, de España a Alemania y de aquí a donde quieran) no cuentan lo que pasa sino lo que quieren que la pobre inocencia de la gente crea que pasa. Están obviamente asociados en mantener engaños cada vez más insostenibles y el enorme poder que tienen les permite hacerlo. Por eso me detengo en ésta mi versión.

El salón del Centro de Congresos de la Feria está completo, tutus mundi está allí. Me recuerda al año pasado, cuando China fue el país invitado de honor. Estaba lleno como ahora, sólo que con abrumadora mayoría de orientales.

Llega la Presidenta y hay aplausos generalizados. Estoy a unas diez filas de distancia y observo. Lo primero que hace es ir a saludar a Juan Gelman y a Osvaldo Bayer. Luego sigue su camino hacia la primera fila, donde están las autoridades y espera, conmovedoramente modesta, Griselda Gambaro.

Comienzan los discursos. La Presidenta es la última de siete. Antes de ella la voz de Griselda, algo débil pero firme en las ideas, llena el escenario con un discurso sobrio, sensato, en el que soslaya inteligentemente las despreciables reglas del mercado para rematar con la idea superior de la independencia intelectual. Dicho ahí, por la enorme mujer bajita que es Griselda, eso resuena como un milagro antes que como un llamado de atención. Y yo creo que eso se debe a que ahí no hay a quien llamarle la atención.

La Presidenta así lo entiende, me parece, al retomar uno de sus motivos políticos fundamentales, reiterado con una consecuencia que más quisieran tener muchos dirigentes argentinos.

Comienza llamando a Elsa Oesterheld, viuda de Héctor, mi amigo Héctor, desaparecido en el 77.

También fueron secuestradas las cuatro hijas de ambos. A todos los mataron.

Cinco crímenes que pesan todavía sobre esta mujer que conmueve a las 1.500 personas presentes cuando simplemente dice, con voz entrecortada, que durante tantos años "yo también creí que estaba muerta; ahora vuelvo a tener esperanza".

Es la primera vez que lloro este día. A lágrima tendida, pañuelo en mano y sintiendo que por fin algo fundamental se vindica en el mundo, y vale la pena, y nosotros somos testigos privilegiados de ello.

Brevísimo análisis de discurso. Pabellón y después.

Del discurso de la Presidenta sólo diré dos cosas: 1) que fue una pieza de oratoria como no hubiese podido pronunciar ningún presidente argentino de los últimos 40 años, y encima fue improvisado, lo cual acrecienta el mérito; 2) que fue un poquitín excesivo en el final, por largo y porque para mí le sobró ese inoportuno chiste acerca del martillo de inauguración puesto sobre la mesa.

En el aplauso final hubo de todo: una enorme mayoría aplaudimos complacidos y orgullosos. Los núcleos kirchneristas duros se mostraban exultantes, entusiasmados a plenitud. Y había también intelectuales escandalizados como si el discurso lo hubiera dicho Menem, o el Chavo del Ocho, que es más o menos lo mismo. Con gestos irónicos y comentarios sotto voce, un cierto, oscuro y profundo gorilismo resurgió en algunos/as, incontenible. No dejaba de ser gracioso.

De ahí la corta marcha al Pabellón Argentino, que está buenísimo. Interesante, sobrio, estéticamente atractivo y agradable a medida que se lo recorre, es a la vez didáctico y funcional. A mí me recuerda un poco al que montó China en 2009, aunque éste me gusta más porque hilvana sutilmente historia, próceres, literatura, política, memoria y artes plásticas.

Está buenísimo, hay que repetirlo. Es justo hacerlo y además así uno puede decir sin ofender que también el Pabellón ofrece un flanco para la crítica que es completamente pavote. Una verdadera minucia que, para mí y para una mayoría de invitados, ha sido la pequeña gran metida de pata de la impecable organización.

Me refiero a cierto exceso de fotografías de la Presidenta a la entrada del Pabellón. En los dos paneles de ingreso, el de la izquierda muestra hermosas fotos de los recientes festejos del Bicentenario; y en el de la derecha hay varias grandes fotos de Cristina, y en una está incluso el Diputado Néstor Kirchner. En un contexto de centenares de fotografías estupendas, y obras de arte magníficas como el impactante mural de Rep, esto es una nimmiedad, una tontera, porque es obvio que este gobierno ha cambiado el rumbo de la historia nacional en muchos sentidos, entre ellos la educación y la cultura, y no hacía falta esta puesta en relieve.

Innecesarios completamente, esos íconos sólo sirven para irritar a la oposición feroz de nuestra república y para dar de comer a las fieras de la prensa mundial asociada.

De hecho Magdalena Faillace debió salir a aclarar frente a la mala leche de algunos medios, y no lo hizo mal, pero mejor hubiera sido no tener que justificar nada.

Lo cierto es que muchos diarios dieron todo el relieve a esta tontería que más parece el distraido acto de un obsecuente que otra cosa. El "Frankfurter Zeitung" se hizo un festival con el argumento de lo "maradoniano" de los argentinos. El mismo estúpido argumento que usó "El País", de Madrid. Y "La Vanguardia" de Barcelona. Y obviamente los "grandes diarios" argentinos. Como si el neo-adjetivo "maradoniano" tuviese importancia y peso para esmerilar la estupenda presentación argentina en la Feria del Libro de Frankfurt.

Y es una pena porque, que yo recuerde, nunca la cultura argentina hizo un esfuerzo semejante, y con tanto lucimiento. Y no lo digo sólo por la delegación y los invitados. Sino porque ademas este año se tradujeron 300 libros de escritores/as argentinos/as apoyados por el Programa Sur. Una inversión ejemplar, que debería continuarse porque al país le brinda un servicio excepcional, y además baratísimo si se compara la relación costo/beneficio.

Concierto en la Ópera.

A las nueve de la noche, en la preciosa y moderna Ópera local, el concierto argentino convoca una multitud. En la sala llena, todos los escritores/as invitados estamos en las filas 6 y 7, a excepción de dos notables parejas que están en la fila 3, junto a autoridades, funcionarios e invitados especiales: Gelman y Gambaro; Kodama y Bayer. Y también, cruzando el pasillo, se ve otra pareja notable: los diputados Graciela Camaño y Federico Pinedo.

A mí me encanta verlos, desde atrás, porque también ellos, todos ellos, simbolizan un acontecimiento cultural argentino de excepción.

La calidad del espectáculo es superlativa. Primero Daniel Baremboim seduce al público interpretando impromptus de Schubert con una sensibilidad y limpieza excepcionales. Y después Rodolfo Mederos con su trío regala al auditorio un programa tanguero precioso, finisimo, que culmina con un bis pedido por aclamación: "Adiós Nonino" en un solo de bandoneón apoteósico.

Por segunda vez en el día no consigo evitar el llanto.

Terminamos caminando la noche de Frankfurt. La larga fila de argentinos que regresa al hotel va perdiendo miembros en cervecerías, bares y esquinas. El tiempo es primaveral. Excelente para un día inolvidable.

Frankfurt, Argentina 2010 - Una crónica día a día / 2 (de 5)

NOTA 2 (de 5) - Miércoles 6 de Octubre. Feria

Muy claramente hoy es un día de mesas redondas y de comenzar —cada uno/a— sus conversaciones y acaso negocios con agentes, editores, traductores.

El ambiente en el hotel Intercontinental, en el que se aloja casi toda la delegación argentina, es muy amable y cordial. A mí eso me encanta: un clima distendido, que empieza a la hora del desayuno. Juan Gelman casi siempre acompañado por Antonio Travería, un simpático catalán que dirige la Casa América Cataluña (de donde ahora vienen ambos), comparte la mesa también con Osvaldo Bayer, Miguel Rep y algunos/as más. En otra Mario Goloboff con Vicente Battista; en otra Analía Argento con Samantha Schweblin (para mí dos descubrimientos, estas chicas, por sus libros y por agradables). En otras Quiroga, Canela, Mucci, Osorio, Plager, Adela Basch, María Negroni, y por allá anda también Federico Jeanmaire, un hombre que siempre me parece tímido y discreto, como educado a la antigua, y a quien en el ascensor le hago una brevísima devolución por su novela premiada el año pasado, a la que llamo "mexicana" y veo que le agrada.

A quienes veo menos es a Eduardo Saccheri y a Pedro Mairal, que siempre parecen andar con prisa, entrando o saliendo, igual que Guille Martínez. Y echo de menos a Pablo de Santis y su mujer, Ivana Costa, con quienes siempre parecemos tener una charla pendiente, por lo menos desde que compartimos unos días en Fuveau, cerca de Marsella, Francia, hace unos años.

Por la noche nos vamos a cenar con Mario Goloboff al Vita Vera, un simpático restorán italiano que está a una cuadra del hotel. Bebemos un vino Montepulciano Abruzzese, o sea de la tierra de mis abuelos paternos, y nos la pasamos hablando de Carlos Casares, su pueblo natal y de donde era mi madre. La pampa judía del Oeste bonaerense de la que salió mi vieja un día, repudiada por mi abuelo vasco porque se había enamorado de un tano pobre.

Jueves 7 de Octubre. Feria

La mesa en que se presenta el "Libro del Bicentenario", a las tres de la tarde, parece el plato fuerte y lo es. Es un volumen impresionante, hecho por la Secretaría de Cultura de la Nación, y en él se recogen ensayos alusivos escritos por un montón de intelectuales. Es un acto interesantísimo gracias a algunas intervenciones brillantes. Horacio González y Ricardo Forster, en particular, abordan el tema pedagógicamente, desde lecturas del primer centenario y haciendo una lúcida e inquietante prospectiva acerca del tercer centenario que no veremos.

Después hay un hiato hasta las 17.30, cuando se presentan Luis Borda y su quinteto, con la voz de su hermana Lidia. Un lujo tanguero en el Pabellón Argentino, que convoca a una multitud. Pero antes, para mí el lujo y la alegría están en la mesa de espera en la cafetería, con Mario furioso por el Nóbel otorgado a su tocayo Vargas Llosa, en contra de la opinión mayoritaria (la mía incluida) de beneplácito por la distinción. Vargas Llosa merece sin dudas este galardón, por su obra excepcional. Sus posiciones políticas, por erradas que nos parezcan, no invalidan la grandeza de por lo menos media docena de novelas que son y seguirán siendo fundamentales para la literatura latinoamericana.

La mesa es mayoritariamente femenina: Silvia Plager, Claudia Piñeiro, María Rosa Lojo, Ani Shúa. Yo siento que estas son las cosas que más valen la pena de una delegación de la literatura argentina como ésta: la amistad sin competencia, la fortaleza de vínculos que se blindan con los años.

A la noche, en el Vita Vera, se consolida lo que ya parece una improvisada asamblea permanente. Dos o tres largas mesas bulliciosas dan carácter a la reunión, entre pizzas y pastas de lo más recomendables. Comparto mesa con Accame, Piñeiro y Teresita Valdettaro, mi flamante editora de libros para niños en Guadal. En la mesa de enfrente, entre un montón de gente que no reconozco, un grupo de Editorial Planeta, y entre ellos las editoras Paula Pérez Alonso y Mercedes Güiraldes.

Después de un postre inconvenientemente cargado de calorías, me dedico a escribir hasta la madrugada en la habitación. Pero eso es cosa mía.

Frankfurt, Argentina, 2010 - Una crónica día a día - Nota 3 (de 5)

Jueves 7 de Octubre.

La mesa en que se presenta el "Libro del Bicentenario", a las tres de la tarde, parece el plato fuerte y lo es. Es un volumen impresionante, editado por la Secretaría de Cultura de la Nación, y en él se recogen ensayos alusivos escritos por un montón de intelectuales. Es un acto interesantísimo gracias a algunas intervenciones brillantes. Horacio González y Ricardo Forster, en particular, abordan pedagógicamente la cuestión, subrayando lecturas del primer centenario y haciendo una lúcida e inquietante prospectiva acerca del tercero, que no veremos.

Después hay un hiato hasta las 17.30, cuando se presentan Luis Borda y su quinteto, con la voz de su hermana Lidia. Un lujo tanguero en el Pabellón Argentino, que convoca a una multitud. Pero antes, para mí el lujo y la alegría están en la mesa de espera en la cafetería, con Goloboff furioso por el Nóbel otorgado a su tocayo Vargas Llosa, en contra de la opinión mayoritaria (la mía incluida) de beneplácito por la distinción. Vargas Llosa merece sin dudas este galardón, por su obra excepcional. Sus posiciones políticas, por erradas que nos parezcan, no invalidan la grandeza de por lo menos media docena de novelas que son y seguirán siendo fundamentales para la literatura latinoamericana.

La mesa es mayoritariamente femenina —Silvia Plager, Claudia Piñeiro, María Rosa Lojo, Ani Shúa— y el espíritu que la gobierna es alegre, festivo. Por un instante siento que éstas son las cosas más valiosas de una delegación de la literatura argentina como la que integramos: la amistad sin competencia; la fortaleza de vínculos que se blindan con los años.

A la noche, en el Vita Vera, se consolida lo que ya parece una improvisada asamblea permanente. Dos o tres largas mesas bulliciosas dan carácter a la reunión, entre pizzas y pastas de lo más recomendables. Comparto mesa con Accame, Piñeiro y Teresita Valdettaro, mi flamante editora de libros para niños en Guadal. En la mesa de enfrente, entre un montón de gente que no reconozco, hay un grupo de Editorial Planeta y entre ellos las editoras Paula Pérez Alonso y Mercedes Güiraldes.

Después de un postre inconvenientemente cargado de calorías, me dedico a escribir hasta la madrugada en la habitación. Pero eso es cosa mía.

Viernes 8 de Octubre

Mesa con Osvaldo Bayer y Gerardo Manzur en el estand argentino. Hay mucha gente y mientras habla Osvaldo —interminable, en su estilo provocador y duro— me pregunto qué busca este público extraño, estos alemanes y alemanas que asienten y se interesan genuinamente por ciertas tragedias argentinas. El tema de esta mesa es: "Los pueblos originarios". Me dejan para el final y simplemente aclaro que no soy especialista, sociólogo ni antropólogo; que apenas hay alguna referencia en mi novela "Santo Oficio de la Memoria"; y que todo lo que puedo decir es que vivo en el Chaco, donde hay tres o cuatro etnias populosas, a cuyos miembros veo ante todo como personas que están en condiciones extremas de marginación. Que eso es para mí lo relevante y ésa la razón por la que no me gustan los estudios "sobre" aborígenes, ni me conmueven las canciones o bailes que tanto fascinan a los europeos que los ven como algo exótico, y digo también que en general me fastidian el turismo antropológico y la mirada eurocéntrica, que incluso abunda en nuestra América y que siempre mezcla la compasión con una leve y falsa culpa. No sé si les gusta lo que digo, pero eso pienso y afirmo. Osvaldo no permite preguntas del público y levanta la sesión.

Me voy a uno de los bares cercanos al estand, y trabajo ahí algunas horas, cafeteando, y luego visito la exposición de fotos de Daniel Mordzinski. Notable como todas las que hace, y atinada y oportuna para esta Feria. De mí puso una foto vieja que a él le gusta mucho: estoy en mi vieja casita de Paso de la Patria, a finales de los 90, escribiendo en calzoncillos y a media luz. Por coquetería o por vanidad, observo con nostalgia que entonces tenía más pelo y menos canas.

A la noche vamos casi todos al espectáculo de Luis y Lidia Borda en el Union Halle, un boliche de las afueras de Frankfurt. Buenas empanadas y vino malbec, un epectáculo sobrio y poderoso como todo lo que hacen los Borda, y después una milonga notable y divertida, con muchos alemanes y alemanas que bailan razonablemente bien, varios pataduras nuestros intentando lo imposible (Battista, Goloboff, Quiroga) y los demás de observadores críticos. Por puro azar resulto ser el único que más o menos mueve las tabas (endurecidas, eso sí) y sólo porque fui tanguero hace un par de siglos. Requerido alternativamente por dos Elsas —mi amiga Osorio, y la hasta ahora para mí desconocida Drucaroff— alterno milongas con tangos clásicos hasta el agotamiento. También bailan los de Santis: Pablo discreto e Ivana una maestra, como si fuera tanguera profesional. En mi mesa Piñeiro, Faillace, Guille Martínez, Laura Alcoba, Forster... El clima es festivo, jodón, y subraya la maravilla que es esta fraternidad de escritores y escritoras que constituimos de hecho.

Es un fenómeno que me interesa subrayar, quizás porque en nuestro país los diarios no lo van a hacer, por pura mezquindad negacionista. Nada bueno que haga esta delegación de intelectuales argentinos será reconocido a pleno en el país. Si serán jodidos. Porque esta presencia argentina en Alemania es ejemplar. El clima de camaradería que impera, la buena onda, la confiada seguridad en que la Cancillería tiene todo bajo control y allana todas las dificultades que pueden presentarse, son como nuevos, saludables hitos de conducta. Las estupideces seudomaradonianas que inventa el diario madrileño El País y siguen muchos otros, entre ellos los de Buenos Aires, son lisa y llana mentira.

Cito un comentario de Pía Gagliardi, ex presidenta de la Cámara Argentina de Publicaciones, que me parece justo y preciso: "La verdad es que estamos haciendo quedar muy bien al país; esta delegación es impecable. Ojalá se sepa en la Argentina".

De regreso en el hotel, veo en el lobby a Mame Bianchi, directora de la Conabip, junto a su marido, Pancho Talento. Daniel Filmus acaba de llegar. La noche avanzada propone otras conversaciones, otros tópicos. También el sueño que me vence mientras enumero los reencuentros de estos días con gente que aprecio y veo poco: Ernesto Tieffenberg, director de Página/12; Mónica Herrero, una de las pocas agentes literarias de la Argentina; Marta Kapustín, ex discípula mía en México y ahora escritora radicada en Alemania; Alejandra López, periodista chaqueña ahora en la Radio Pública Alemana, de Berlín; la Dra. Emilia Perassi, de la Universidad de Milano y seguramente la mayor autoridad en Literatura Argentina de Italia.