Con mis mejores deseos para estas celebraciones y para el año que viene.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-288953-2015-12-24.html
Un cuento de Navidad:
Batuque en Ramos Mejía
A
inicios de los años 40 y en plena guerra europea, un pariente se comunica con Generoso
Zamudio pocos días antes de Navidad y le informa que a la abuela acaban de
administrarle la extremaunción porque se puede morir en cualquier momento.
"Pensamos que tenías que saberlo", concluye el emisario.
En el acto, Generoso decide bajar a la
Capital, como se dice por entonces según el léxico de los navegantes del Paraná:
las aguas se suben si se viaja de Buenos Aires a Asunción; se bajan si se
navega en sentido contrario, de Norte a Sur. Por entonces no hay caminos pavimentados
ni trenes diarios. Solamente uno por semana y justo partió ayer, piensa Generoso,
y encima el Belgrano es un ferrocarril de trocha angosta en el Chaco, hay que
hacer trasbordo en Santa Fe y con estas lluvias llegaría a despedir a la abuela
quién sabe cuándo.
Afuera llueve como si el mundo fuera a
diluirse para siempre. Generoso mira por la ventana y se pregunta si es capaz
de lanzarse y se dice que sí, por la abuela sí, aunque sabe que viajar de
Resistencia a Buenos Aires en esas condiciones es más locura que desafío. Pero se
me está muriendo la abuela, se dice, y entonces toma la decisión de llegar como
sea hasta su lecho para despedirla, tanto la ha querido. De modo que se larga nomás
en el Chevrolet a pesar de la lluvia y la tormenta que anegan los caminos, con
el tanque de nafta lleno, un bidón de veinte litros, gomas pantaneras, cadenas
de pulgada y media, y pico y pala en el baúl.
En aquellos años cualquiera sabe, como
sabe Generoso, que ese viaje puede durar dos o tres días sobre todo si la
lluvia para y el barro se perfecciona. Pero si hay algo ausente en esos días es
el sol, que ha cedido ante las macizas nubes desde hace una semana y la lluvia
es incesante y tozuda como los mosquitos, las hormigas y todo el bicherío de la
región.
Demora casi dos días en llegar al
pavimento, entre Vera y Calchaquí. En adelante y hasta Buenos Aires son unos
setecientos kilómetros que, cansancio mediante, hace en casi exactas ocho horas
durante el tercer día. Alguna peripecia menor lo demora en los ingresos pero
logra llegar a Ramos Mejía, a la vieja casona familiar donde pasó su infancia, a
pocas cuadras de la estación. Detiene el motor justo antes de la Nochebuena,
como a las once y sorprendido porque no ve luces ni lo ladra Batuque, el
ovejero de la abuela al que él mismo crió de cachorrito.
Es evidente que no hay nadie en la casa
y es todo muy raro, pero decide entrar con su propia llave; ya verá, adentro,
si hay alguna nota para él. Pero en cuanto abre el portoncito de la verja que
rodea la casa, y bajo el delicado aroma del viejo y querido naranjo, siente un
ladrido ronco y abaritonado, que desconoce y le hiela la sangre. No alcanza a
cerrar el portón sin que la boca llena de dientes del ovejero se le clave en una
pierna. Forcejea desesperadamente con el animal, insultándolo en medio de
órdenes inútiles hasta que logra zafar y cerrar la portezuela. El perrazo
ladra, frenético, y Generoso alza un palo del suelo, una rama caída de la tipa
de la vereda, y se lo arroja sintiéndose injustamente maltratado por él y por la
vida, y además furioso por el dolor y la rápida hinchazón producida por el
mordisco abajo de la rodilla y perro de mierda, piensa, cómo es posible si yo mismo
lo crié.
Están por dar las doce, y Generoso,
extenuado de tanto manejar, confundido y alterado por el ataque del jodido
Batuque, de todos modos se mantiene alerta y respira agitado. Entonces mira el
Chevrolet estacionado a pocos metros como quien mira a un potro de raza. Va y
se recuesta contra la puerta, enseguida se derrumba en el estribo y se queda
sentado, observando la casa familiar en sombras y al perro que va y viene, agitado,
como enloquecido, y es entonces cuando se da cuenta de que ese horrible remedo
de Batuque sólo significa una cosa: que cambiaron de perro pero nadie le avisó.
Y también, se dice, que capaz que ahora
se han ido todos a velar a la abuela, o acaso están en casa de amigos celebrando
la Navidad porque la abuela, como buena gallega, quizás se ha sentido mejor y
está brindando ahora con todos.
Generoso recibe, es un decir, la Nochebuena
ahí afuera, sentado en el estribo del coche y temeroso de que alguien lo vea
porque se moriría de vergüenza ante algún gesto piadoso de vecinos que pudieran
reconocerlo. De pronto se suelta un breve chaparrón veraniego y él se siente
desolado y con hambre y con sed, y no puede evitar un sollozo al escuchar esa
cohetiza que parece inundar el cielo y lo fuerza a meditar sobre la vida y la
muerte como un personaje de Shakespeare. El maldito perro cambiado aúlla al aire
y Generoso siente que lo odia como odia su desamparo, mientras el mundo se
desmorona en el preciso instante en que los estruendos navideños cubren el
cielo de todo Ramos Mejía. •