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EL LABERINTO Y EL HILO (completo)

Durante muchos, muchos años, escribí en libretas de apuntes. Las tengo todavía, y algunas son muy bonitas. Aún hoy, en cada viaje llevo una, además de mi Mac. En ellas cabe todo, y muchas veces ahí planto ideas, escribo comentarios, descripciones, notas de lecturas. Perfecta y jocosamente podrían llamarse libretas íntimas, trabajos manuales, ejercicios para la mano derecha...

   Durante más de veinte años pensé que alguna vez estos apuntes serían un libro que titularía "El laberinto y el hilo", por el poema de Borges que está en Los Conjurados (1985), y uno de cuyos párrafos dice: "... ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en un sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad."

   No sé cómo titular ese supuesto libro que acaso nunca escriba, ni esta modesta sección que hoy inauguro. Pero aquí están algunos textos viejos, que iré recuperando.

Sobre la utilidad de los viajes - Circa 1980
   Pocas oportunidades son tan propicias para la reflexión como un cruce del Atlántico en un vuelo nocturno, y sobre todo si uno se mantiene despierto y alerta. Es posible, entonces, comprender lo que nos inquietaba e incluso responder algunas dudas categóricas. El problema es que al día siguiente se llega a Europa cansadísimo, tan aniquilado que todo lo que se ha pensado y establecido durante el viaje acaso ya no nos sirva absolutamente para nada.

Acerca de los best-sellers
   Respuesta de Luis Spota, en una entrevista que le hace un diario mexicano (circa 1980): “Y todo (lo escribí) con silencio o golpeo de la crítica, con el ninguneo de los colegas, lo que demuestra por lo menos una cosa: en México la crítica no tiene la fuerza suficiente ni para impulsar a la gente a que te lea ni para destruirte si aquélla te quiere leer. Hay algún crítico que desde hace seis o siete años no publica una sola línea acerca de mis libros, vamos, ni siquiera los menciona en las listas de recuentos de fin de año; yo no existo. Y sin embargo, todas mis novelas que él ignora pasan de los 200 mil ejemplares, sin publicidad, sin promoción”.

En la Federal. Diciembre de 1984
   A un año de la recuperación de la democracia, regreso a la Argentina y entre mis primeras obligaciones figuran la renovación de mi pasaporte y los de mis hijas. Tras una larguísima cola de más de dos horas en el Departamento Central de la Policía Federal, nos atiende la Cabo Noemí López. Simpática, servicial, es una morocha que se acerca a los cuarenta en excelente estado y parece pertenecer a esa clase de mujer de barrio dicharachera, vulnerable a los piropos y acostumbrada al autoritarismo de los comisarios a los que llama “Señor” no sé exactamente si con admiración o con pura obsecuencia.
   Mientras llena formularios y controla la veracidad de nuestros datos, me impresionan su ejecutividad y su devoción. Dice “Dios mío” y “gracias a Dios” a propósito de cualquier cosa, y pone una cara equidistante entre el asco y la piedad cuando declaro mi estado civil: divorciado en país extranjero.
   Todo se explica con ese parque colorido, pegado en la pared, detrás de ella, que muestra una pareja feliz, hombre y mujer tomados de las manos y brincando entre la hierba, exactamente sobre una frase que dice: "Solo amar para siempre es amar de verdad. NO al divorcio".
   Sonrío cuando reparo en que han olvidado ponerle el acento a la palabra “sólo”. La Cabo López observa mi mirada, que se desplaza a otro póster sobre la misma pared: allí un Cristo sangrante y adolorido emerge de una especie de Infierno rojizo y llora lágrimas que caen sobre las palabras: “Yo soy el camino”.
   Cuando salimos del Departamento Central, mis hijas me reclaman por el malhumor y la tristeza. Les respondo que los años que vivió este país fueron, sin duda, terribles y que mejor no me hagan caso. Y no les digo que hoy hasta la esperanza resulta todavía trabajosa e improbable.

Las libretas y las Mac
   Busco en mis libretas y me hago un lío fenomenal. Hay tanto escrito, tanto apunte inútil que no sé si no será mejor abortar esto ahora mismo. Estoy como perdido en el laberinto. Quizás, claro, sea un simple caso de justicia narrativa, si no poética.   
   La mayoría de lo que encuentro está en viejas carpetas en mi ordenador. Que es como decir en los muchos ordenadores que tuve. Porque la Mac en la que escribo esto es todas mis Mac. He tenido no menos de diez modelos en más de veinte años e incluso guardo como reliquia una SE de 1987 u 88. Fue Osvaldo Soriano quien me convenció, creo que una noche de 1985 cuando él hacía poco que se había mudado con Catherine a la calle Del Valle Iberlucea, en la Boca. Estuvimos charlando después de cenar hasta la alta madrugada, y él no paró de tomar agua mineral y de hablar de la maravilla que acababa de comprar: una computadora Macintosh, de la marca Apple. Se pasó un buen rato mostrándome la fascinante posibilidad de copiar y pegar, de llevar una palabra o una parrafada de acá para allá, e incluso de meter la pata y decidir que no guardabas los cambios. Era cosa de Mandinga, acordamos. Yo tenía que comprarme una Mac, insistió, no era cuestión de guita. "Hoy ya no se puede escribir sin esto, viejo, estamos en un punto de inflexión", decía mientras abría documentos y hacía pruebas en el viejo sistema MacWrite, previo incluso al WriteNow en el que todos escribimos durante años hasta que aparecieron los Word. Porque como Osvaldo auguró entonces, todos, a la larga, íbamos a terminar comprando esa maravilla.
   Y si no todos, muchos. Con los años Osvaldo convenció a un montón de gente: Tito Cossa, Horacio Verbitsky, Ricardo Piglia, el juez Andrés Dalessio, la lista de Mac-habientes crecía. Yo mismo convencí a otros, después: Javier Torre, Roberto Vaca, Norma Morandini, Federico Andahazi, todos se fueron sumando a la familia Mac. Aún hoy, hasta donde sé, somos muchos los escritores argentinos del club.
   Pero yo iba a hablar de otra cosa. Del lío que me hago ahora viendo por arribita todo lo apuntado. Un verdadero laberinto con las fechas mezcladas. No sé si debo detenerme a ordenar la cronología, o si mejor sigo recuperando nomás lo que aparece, lo que encuentro.
   Por pura comodidad, haré esto último. Lo otro sería un lío peor, y encima estoy escribiendo ahora mismo una novela y no quiero darme más excusas. Escribo dos novelas, de hecho, y era hora porque desde 2004, casi siete años, que no tengo novela nueva. Y eso a nadie le importará, es cierto, pero a mí sí porque no aguanto más tener esas historias atragantadas. Y además vivo de esto, o intento hacerlo, y entonces necesito terminar. Qué no va a tener importancia.

Citas e ideas para poner en la pared, en una plancha de corcho:
   “Las herramientas del amo no desmantelarán la casa del amo”. André Lorde, 1979. ¿Quién es André Lorde?
   El plural de ira es anagrama de risa.
   Toda la literatura borgeana que no es de Borges es mala.

Pastito original
   En mi libro SOÑARIO (de 2008) hay un texto titulado "Pastito" en el que narro este episodio. Pero ahora que encuentro este original, lamento no haber revisado antes mis viejos apuntes. Porque me parece que ésta es una mejor versión.

La eterna mesa de póker del Hotel Colón
   Paso una de las noches más amargamente tristes de mi vida. Estoy en Copenhague y camino por el Tívoli como perdido, desinteresado de todo lo que hay en el mundo y pensando que es evidente que el exilio me ha despojado de todo entusiasmo y hasta de la esperanza de un retorno. Estoy allí de paso hacia Edimburgo, a finales de 1979 y con un frío de la chingada. Mi casa, el Chaco, Buenos Aires me parecen tan lejanos como una estrella. Entonces evoco, no sé por qué, la mesa de póker de mi casa de la calle Necochea, en Resistencia.
   La habían empezado una noche de Jueves Santo en una habitación del Hotel Colón, cuatro tipos aburridos, estudiantes como yo. No sé si me llevó allí mi amigo Miguelito, o uno al que llamábamos El Ñoqui Rolón; los dos eran amigos de un petiso de Villa Angela que estudiaba Ciencias Económicas y al que llamaban Pastito y era el pasajero que pagaba la habitación. Al amanecer del Viernes Santo, mientras a media cuadra sonaban las campanas de la Catedral, se sumaron dos o tres tipos más, que de a uno sustituyeron a los jugadores fatigados. Yo me di cuenta de que había una especie de pacto tácito secreto en el aire: siempre debía haber cuatro o cinco vagos a la mesa, jugando al póker.
   El sábado nos fuimos a bailar, y cuando pasamos por allí a la madrugada la mesa seguía. Yo reemplacé al Cabezón, un tipo más grande que años después terminó comerciante y cantor de tangos. Me senté unas tres horas. Al amanecer me fui y se sentó otro. Para el Domingo de Gloria la mesa había recibido a todos los timberos de la ciudad y ya era fama que esa mesa estaba viva. Para entonces Pastito cobraba una pequeña comisión a los jugadores, variaba el monto de las apuestas y cada tanto cambiaba los naipes. Había horas en que llegaban a ser seis los jugadores y horas en las que a la mesa la sostenían sólo tres. Yo me senté en algún momento, a la semana siguiente, y después adquirí la costumbre de pasar por allí todos los fines de semana, como quien va a Barranqueras todos los sábados a mirar el mismo paisaje de viejos barcos amarrados y la isla Santa Rosa enfrente.
   Después de no sé cuánto tiempo, más o menos para cuando yo terminaba mi penúltimo año de Universidad, se corrió la bola de que Pastito iba a ser echado del hotel. Fue a fines de un abril que me pidieron que la mesa se trasladara a la pensión de estudiantes que para entonces era mi casa. No supe, o no pude, o no quise decir que no. Y así se trasladó la mesa al pequeño comedor que daba al patio. Si mi vieja hubiera vivido para entonces, pobrecita, se infartaba de nuevo. De Pastito nunca más se supo y a mí me dio vergüenza cobrar la comisión, además de que estaba por terminar mi carrera, me tocaba el servicio militar y ya planeaba irme a Buenos Aires después de cumplirlo.
   No recuerdo quién se hizo cargo de la mesa, de los diez que vivíamos en esa casa, pero sé que ese póker nunca terminó. Aún hoy lo recuerdo como una de las pocas cosas inmutables de mi adolescencia.
   En esta fría noche de Copenhague el exilio me hace pensar que ahora, quizás, también esa mesa ha terminado. O acaso me aferro a la ilusión de que es eterna, nomás, para no sentir dolor.

Lectura
   Dice Borges que cada persona lee de diferente manera, y que cuando lee un cuento lo lee de modo distinto de cuando lee un diario, una enciclopedia, una novela o un poemario; es decir, los textos pueden no ser distintos, pero cambian según las expectativas del lector.

Memoria del exilio
   Los años 1976 a 1983 fueron los más feroces de la historia argentina, todo el mundo lo sabe. Yo viví esos años exiliado, habiendo salido de la Argentina después del golpe de estado. Y punto. No creo que deba decir más. Jamás hice de mi exilio un tema personal, primero porque no había razones para ello y después porque siempre me produjeron cierta repulsa los relatos de exiliados heroicos. Los heroismos corresponden, en mi opinión, solamente a los muertos en acciones ejemplares, a los desaparecidos, a los que se inmolaron, a los que sufrieron cárcel, violaciones y torturas. Un exiliado, en cambio, es alguien que pudo salir del infierno, se salvó y puede —y debe— contar la tragedia de su pueblo. Ésa es su responsabilidad.
   En mi caso, lo que hice fue dejar un testimonio de esos años en un libro que no tuvo ningún éxito editorial, lo cual lamento muchísimo. Su título es MÉXICO: EL EXILIO QUE HEMOS VIVIDO, lo escribimos a cuatro manos con mi amigo Jorge Luis Bernetti y fue publicado en 2003 por la Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes.
   Camarada de militancia desde 1969, queridísimo amigo y mentor, Jorge (Tito para los íntimos) fue y sigue siendo en mi opinión uno de los analistas políticos más brillantes de la Argentina. El día que empezó mi exilio fueron él y Nicolás Casullo quienes me esperaban en el Aeropuerto Benito Juárez, de la Ciudad de México. Luego de una íntima y adolorida recepción en la casa de Nico, en la Colonia Anzúrez, ambos me llevaron donde otro amigo y colega, Jorge Lebedev, en cuyo departamento de Avenida Reforma y Niza viví mi primer mes mexicano.
   Con Tito milité durante todo mi exilio y el producto de aquella experiencia fue ese libro, que, mirado ahora, años después, la verdad es que lamento que no haya circulado más. Aunque lo robaron, sí, montones de ideas e informaciones contenidas en ese libro fueron usadas en otros libros sobre el exilio, casi siempre sin darnos el crédito debido. Pero ya se sabe que ésas son miserias habituales, producto del rebaje ético que facilitó esta pésima costumbre aún vigente de tantos académicos, periodistas e intelectuales argentinos.
   Así que voy a saltarme esos años —quien quiera, vaya y lea ese libro — y pasaré directamente al desexilio. De eso voy a hablar en mi próxima entrega.

Más para el corcho en la pared:
   El ex fumador decía que besarla era como besar un cenicero.
   El Bianchi Borgoña es el Ford Falcon de los vinos tintos.
   Descartes es el plural de todo aquello que uno tira a la basura.

La otra memoria del exilio
   Sin embargo me he pasado toda la semana pensando que no puedo —ni debo— saltearme el otro exilio que viví, el personal, el que no tiene que ver con la política. Me refiero al exilio literario, acerca del cual y como correspondía no escribí ni una palabra en MEXICO: EL EXILIO QUE HEMOS VIVIDO.
   De manera que me disculparán los lectores de este blog, pero no puedo avanzar en la escritura de estos apuntes pasando al desexilio sin hacer una mención más específica a la comunidad literaria que me acogió en México y que, seguramente, fue la experiencia más determinante de mi vida.
   Y es que apenas llegué a ese país, una sucesión de hechos vinculados a la literatura me cambiaron la vida. Primero porque rápidamente conseguí trabajo, gracias a una carta que dos días antes de partir me entregó Eduardo Gudiño Kieffer; y después porque a partir de esa misiva todo cambió en mi vida.
   Eduardo y su entonces esposa, Beatriz Trento, eran buenos amigos míos, generosos y abiertos, y jamás sintieron temor de mi amistad, ni siquiera en las últimas semanas en Buenos Aires, cuando después del golpe de estado los que debíamos partir apresuradamente dejábamos de ser visitas gratas. La noche en que pasé fugazmente a despedirme, Eduardo me entregó una carta y me dijo: "Andá a ver a este hombre; es un santo de la literatura y un muy buen amigo". En el sobre estaba el nombre de Edmundo Valadés, un teléfono y una dirección. 
   Al segundo día de mi arribo lo llamé y Don Edmundo (el uso del "Don" es en México una muestra de respeto hacia los mayores, no sólo en edad sino también en jeraquía intelectual, y así lo llamé siempre y por supuesto jamás lo tuteé) me citó esa misma tarde. Entre las imágenes inolvidables que guardo en mi memoria está esa primera conversación en el patio de su casa. Su hablar pausado, su mirada transparente y sus comentarios irónicos y llenos de gracia endulzaron las preguntas que hizo acerca de sus amigos y de Buenos Aires, la ciudad —dijo— que más amaba en el mundo. Le costaba comprender la maldad de los militares en el poder, pero era obvio que no era el tema que más le interesaba. Todo era literatura en Don Edmundo y de ella me rodeó enseguida. Su inmensa biblioteca, su larga mesa de trabajo, su vieja máquina de escribir hablaban de un hombre sereno, metódico, un viejo (a sus sesenta y tantos y para mí, que no tenía ni treinta, él lo era,) lleno de sabiduría y de un humor delicioso.
   Fue mi más grande y solidario amigo durante los años del exilio, el hombre que me abrió todas las puertas, además de que me dio trabajo en su revista "El Cuento", cuya redacción eran el living y la cocina de su propia casa en el Sur de la ciudad, y revista que él había fundado en 1939 con Juan Rulfo y que cada tanto cerraba y reabría, según sus erráticas posibilidades financieras.
   En ese primer encuentro Don Edmundo escribió, de puño y letra, una esquela en la que encarecía a otro su amigo, Gregorio Ortega, quien dirigía una casi desconocida "Revista América", que me consiguiera trabajo y resolviera mi situación migratoria.
   Don Gregorio era mayor que Valadés —andaría por los 70— y era también un hombre bueno, generoso y atento amigo de los exiliados. En la primera cita me preguntó si yo conocía algo del mundo del espectáculo mexicano. Confesé que en ese rubro lo ignoraba todo por completo. Entonces él alzó los hombros y me encargó una breve entrevista a no recuerdo qué actriz en no sé qué teatro, y me dijo que me pagaría 500 pesos por nota (unos 40 dólares al cambio de la época) si yo le cumplía semanalmente. Ése fue mi primer trabajo en México y lo mantuve por años. Y además Don Gregorio se ocupó personalmente de gestionar en la Secretaría de Gobernación (equivalente mexicano al Ministerio del Interior) el permiso de residencia que legalizaba mi estancia en el país.
   Estos dos venerables amigos fueron mis protectores durante esos duros años. Yo trabajaba como colaborador free-lance en el semanario y todas las semanas escribía notas del mundo del espectáculo por las que me pagaban una iguala (salario) modesta pero digna. Ése era el estilo personalísimo de Don Gregorio Ortega y también su orgullo. En esa revista, que dirigía también desde 1939, publicó por primera vez sus cuentos Juan Rulfo, en 1945, y luego en 1949 fue en esas mismas páginas donde se publicaron sus fotografías en blanco y negro, que son tan impresionantes.
   Con Don Edmundo yo trabajaba dos o tres tardes por semana, obviamente ad-honorem y ya devenido secretario, asistente y mandadero, además de que con astuta previsión él me reservó una tarea que fue fundamental para mi vida futura: debía abrir todas las cartas que llegaban a su casa (y llegaban centenares semanalmente), leerlas y clasificar los cuentos que invariablemente contenían. Las cartas provenían literalmente de todo el mundo, de veteranos y jóvenes que escribían o querían hacerlo, y mi "clasificación" consistía en leer todo, apartar las que considerase que tenían algún valor literario y/o devolverlas con unas líneas piadosas si no lo tenían. La responsabilidad que me encajó Don Edmundo y la confianza que eso significaba me comprometieron para siempre. Especialmente porque en esos días el único que sabía que yo era escritor era yo mismo. Todo lo que había publicado era un librito de poemas juveniles (titulado INVASION, y al que ya entonces juzgaba impiadosamente) y aunque era autor de algunos pocos cuentos, no había publicado ninguno, ni en periódicos escolares. Y en Buenos Aires había sido incinerada la edición de mi primera novela, por lo que no tenía nada para mostrar. Toda mi chapa literaria era la carta de Gudiño Kieffer.

Nonatos y borradores
   Claro que, ciertamente, había intentado varios otros libros. Desde la adolescencia, había acometido proyectos que se frustraban uno detrás del otro. Durante el servicio militar, que presté en 1968 y parte del 69, intenté dos novelas, al influjo de obras fundamentales del Boom que me marcaron a profundidad y para siempre: el primer Vargas Llosa (el de "Los cachorros" y "La ciudad y los perros"), los primeros libros de Gabriel García Márquez ("La hojarasca", "Los funerales de la mamá grande", "La mala hora" y "El coronel no tiene quien le escriba:, que me llegaron en malón junto con "Cien años de soledad") y particularmente "Rayuela" y "62, modelo para armar" de Julio Cortázar. También las novelas de aventuras y del llamado realismo social me influyeron poderosamente: de Huasipungo a Doña Bárbara; de los cuentos de Chejov y Gogol a los de Poe y Quiroga. Y enseguida el resto del Boom: Pepe Donoso, Carpentier, Jorge Amado, Onetti y Benedetti, uauuu, ¡qué literatura nos dieron! Ahora que escribo esto, años después, me doy cuenta de lo que afortunados que fuimos los de mi generación.
  Yo estaba lleno de literatura, de todos modos, porque en mi casa había tres lectores consumados: mi papá que estudiaba los diarios, mi mamá y mi hermana que devoraban novelas a razón de dos o tres por semana cada una. Yo me crié entre libros, que fueron, de hecho, mis primeros y mejores juguetes: la colección completa de Constancio C. Vigil; la idem de 23 tomos de Monteiro Lobato; la Enciclopedia Sopena de dos tomazos que yo hojeaba a diario como quien toma la leche; y las innumerables aventuras de Salgari, Stevenson, Conrad ("Juventud" fue y sigue siendo uno de mis favoritos) y el tantas veces releído "Robinson Crusoe" de Daniel Defoe, y todo eso mezclado con los cuentos de "Las 1001 noches" en la edición de Aguilar en papel de arroz y con las novelas de adultos que leía de contrabando y a la siesta: Moravia, Gide, Conan-Doyle, los dos Lawrence (T.E. y D.H.) y todos los rusos, ingleses y franceses que había en la casa, y el sueco Par Lagerqvist y por supuesto Kafka y Hamsung y Faulkner y un montón de otros norteamericanos a los que luego me aficioné, y dios mío, aquello era una fascinación que parecía no tener fin.
   Y para colmo una mañana, durante un recreo en el Colegio Nacional, mi profesora de Literatura de cuarto año, la Cily Müller, me dio el mejor consejo que recibí en mi vida: "Si querés escribir, tenés que leer. Leer mucho, leerlo todo". No sabía lo que estaba haciendo con mi vida, esa mujer.
  Un par de semanas después había organizado mi biblioteca, la de toda mi vida, a partir de un sello que mandé a hacer con mi nombre y que declaraba mi propiedad absoluta e indelegable sobre cada libro sellado.
   En esa época escribí dos o tres cuentos que felizmente se han perdido, y digo felizmente porque eran historias mediocres, mal contadas y mal escritas. También escribía versos, que no me atrevía a llamar poemas, en libretas de hojas pequeñas, espiraladas. Todavía conservo algunas y me enternece hojearlas de vez en cuando. (¡Y garantizo a los lectores de este relato que estarán eximidos de esos tropiezos!).
   La primera novela que acometí se tituló LA TIERRA DE UNO. Era una historia que pretendía denunciar la emigración de campesinos y el hacinamiento en lo que hoy es el conurbano bonaerense. Creo que la acción transcurría parte en el interior del Chaco y parte en Lanús, en el Gran Buenos Aires. No he vuelto ni siquiera a ojearla —esta vez sin hache— y supongo que por temor a destruir el original mecanografiado que aún conservo. Creo que nadie leyó esa novela; debo haberme dado cuenta solito de que no tenía remedio.
   La segunda se tituló TOÑO TUERTO REY DE CIEGOS y fue un sueño amasado durante años; entre el 69 y el 75 la escribí y reescribí por lo menos una docena de veces. Me daba cuenta de que era igualmente imperfecta, pero entreveía algunos valores, si bien no sabía cuáles. Era una historia de fuerte realismo social: un maestro llegaba desde la capital a hacerse cargo de la escuela de un pueblo en las selvas que se conocen como El Impenetrable. Su sola presencia quebraba el orden local, y se desencadenaba la puja entre buenos y malos, explotadores y explotados, y el tipo, como catalizador y más allá de su voluntad, era parte del estallido de la rebelión. Un poco a la manera fuenteovejunesca, inventé un pueblo imaginario cuyo nombre era de una obviedad imperdonable —Colonia Perdida— pero donde el relato funcionaba dramáticamente y todo era representativo del interior del Chaco, que yo conocía muy bien por los muchos viajes que hice con mi papá, a quien acompañé desde muy niño en sus recorridos como vendedor de todo tipo de mercaderías. 
   Esa novela la leyeron varios amigos/as, y nunca supe si los comentarios de aliento eran sinceros, de igual modo que me dolieron varios silencios absolutos. En 1972 o 73 la mandé a un concurso de novelas organizado por el diario "La Opinión". El jurado era impresionante: Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Rodolfo Walsh y un representante del diario que no sé por qué imagino que pudo ser Paco Urondo. Un jurado grosso, como dicen los chicos de ahora. No gané ese premio, por supuesto (el galardón le correspondió a una notable novela de Juan Carlos Martelli: "Los tigres de la memoria"), pero mi novela sí fue mencionada por Roa Bastos y por Walsh en la fundamentación de sus votos. Para mí eso fue una íntima consagración.
   Así que la seguí reescribiendo, y la di a leer a algunos amigos y jóvenes colegas del periodismo, hasta que, acaso agrandado porque había salido INVASION, mi pequeño poemario (el que si bien no era gran cosa, al menos nadie había condenado), un día llevé mi novela a la Editorial Losada. Ahí trabajaba como editor Jorge "el Gordo" Lafforgue, que además era compañero mío en la revista "Siete Días", donde él escribía la página de Libros. Muy profesionalmente, la recibió sin compromiso y sin alentar ninguna esperanza en mí.
   Mientras tanto, empecé a escribir más y más cuentos, seguramente fascinado por la impactante lectura de todo Cortázar: "Bestiario", "Final de juego", Todos los fuegos el fuego", "Historias de Cronopios y de famas", "La vuelta al día en ochenta mundos" y "Un tal Lucas" devinieron religión para mí. Leía también a Manauta, a Juanjo Hernández, a Luisa Valenzuela, a Isidoro Blaisten y Abelardo Castillo, a mi amigo el Gudi Kieffer y también a los grandes cuentistas universales (Maupassant, Pushkin, Capote, MacCullers, Rulfo, Benedetti y Riveiro, por lo menos) pero no había nada como Don Julio. A toda mi generación nos volvió locos y bien que hizo, aunque no lo supiera.

Varia invención (o Corchario):
   Comparaciones a usar en cuentos o novelas:
   * leve como un viento de otoño que sólo es capaz de enamorar hojas secas.
   * el gargajo se clava en el piso como una bala en la pared.
   * caliente como panza de panadero al amanecer.
Ojo con esta idea: los jueces del nazismo no fueron juzgados y castigados por haber aplicado mal las horribles e inhumanas leyes del nazismo, sino precisamente porque las aplicaron.

Abortos literarios
   Me van a disculpar si esta crónica personal cambia de años y de geografías, pero ni modo, como dicen en México, así funciona la memoria. De pronto te acordás de algo que te distrae de lo que pensabas, y ese algo lleva a otro algo, y así uno termina pensando quién sabe qué otras cosas imprevistas. A despecho de sonar disperso, a mí eso me encanta. Para hacer literatura ese mecanismo inexplicable me parece un auxiliar maravilloso.
   De manera que ya me fui para atrás y aunque estaba en México en el 76 luego volví a la Argentina de antes del golpe. En el año 75 me atreví a mandar un cuento a un concurso de cuentos policiales que organizó la revista "Siete Días". Eso estaba explícitamente prohibido para mí, puesto que yo trabajaba en ese semanario. Pero el jurado era también en este caso espectacular —Jorge Luis Borges, Marco Denevi y Augusto Roa Bastos—, de manera que mandé nomás un cuento, firmado con un seudónimo compuesto por los nombres de los hijos de unos amigos: Melchor y Camilo. No sabía cómo haría para justificarme en caso de ser premiado, pero como llegaron dos o tres mil cuentos al concurso me tranquilicé. Y de todos modos, decidí que si se daba el caso renunciaría al premio y a la revista pero nadie me quitaría la satisfacción.
   El premio fue compartido por cinco autores de peso: Ricardo Piglia, Eduardo Mignogna, Antonio Di Benedetto, Eduardo Goligorsky y el uruguayo Juan Fló. El jurado otorgó menciones a diez cuentos finalistas, y casi me dio un soponcio cuando leí en la lista que el primer cuento mencionado era el mío: "El paseo de Andrés López". Autor: Melchor Camilo.
   No lo podía creer. Acababa de cumplir 28 años y eso era para mí un irrefutable espaldarazo secreto.
   Días después supe que fue Borges quien definió la votación en mi contra, arguyendo que lo que estropeaba mi cuento era que terminaba con un vómito, lo cual él juzgaba de pésimo gusto para final de un buen relato. Así me lo contó Denevi, a quien me atreví a llamar por teléfono. Le conté la historia de mi insolencia, él se rió mucho y me invitó a tomar un café. Nos hicimos amigos, fue generoso lector de otros cuentos míos e incluso años después escribió una elogiosa contratapa para mi primer libro de cuentos, VIDAS EJEMPLARES. Cuando regresé al país, en los 80, nos encontramos muchas veces en la confitería "Salamanca", que estaba en la esquina de Cabildo y Pampa, y fue uno de los más consecuentes lectores del Taller Abierto de mi revista "Puro Cuento" entre el 86 y el 92.
    Pero además, en algún momento de ese oscuro año de 1975, Lafforgue me anunció que mi novela sí se publicaría en Losada, y nada menos que en la colección "Narradores de Nuestra Época", que era la bandera literaria de esa casa y famosa además por el diseño de tapa de sus libros, todas ilustradas por un artista excepcional, Silvio Baldessari, seguramente el más prolífico y original de los portadistas argentinos.
   Fue sin dudas mi primera gran alegría literaria. La comunicación editorial de que van a publicar tu primera novela es como recibir un cañonazo en la línea de flotación. Has esperado meses, años quizás, y de pronto te dicen que sí, que la publican y todo lo demás. Te quedás helado, completamente boludizado como decimos en Argentina.
   Y sin embargo, esa edición devino aborto. Porque la salida a librerías de TOÑO TUERTO REY DE CIEGOS se fue demorando —como luego supe que es normal en el mundo editorial—y la demora se extendió hasta después del golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Y claro, eso cambió todo: mi libro, aunque ya impreso y con su preciosa tapa de Baldessari, jamás llegó a librerías y ese aborto fue el motivo de mi exilio. Justo antes de ponerse a la venta, la Editorial Losada fue víctima de un feroz allanamiento policial-militar, sus bodegas requisadas y toda la existencia de libros quemada en una pira pública. Mi novela fue incinerada junto con miles, quizás millones de otros libros secuestrados en las bodegas de Losada, en ese horrible invierno del 76, entre ellas algunas obras verdaderamente estimables que iban a ser las novedades del año, como la estupenda novela "Cuatrocasas" de Eduardo Mignogna, y un libro de Piglia que no estoy seguro pero creo que era "Nombre falso".
   Lo cierto es que la coincidencia entre la publicación demorada y el golpe me condenó a seguir inédito. Seguramente la demora en la salida al mercado obedeció al lógico miedo que los editores debían sentir. Aunque la verdad es que nunca entendí por qué en Losada imprimieron mi novela, que era una historia absolutamente inconveniente para la época. Quizás éramos todos bastantes inconscientes nomás: editores, autores, empleados, vaya uno a saber por qué todos, acaso, necesitábamos negar la espantosa realidad circundante y seguíamos como si nada...
   Esa prohibición, esa censura brutal y explícita motivó mi urgente salida del país. Aturdido por el miedo súbito (habían ido a la editorial antes que a nuestras casas, y eso podía haber sido pura casualidad o la decisión equivocada de un milico), sólo atiné a dejar mi casa poniendo a salvo a mi familia en casa de mi suegra, y me borré, como se decía entonces. Fue todo muy veloz, era ya invierno y hacía frío y la sensación de desamparo era muy fuerte. Estuve escondido un par de días en casa de amigos y luego me alojó la Vivi, que era como una hermana chaqueña en Buenos Aires. Nadie más alejado que ella de la política y de los vientos revolucionarios de la época, pero una amiga con un corazón de oro. Compañera de toda la secundaria en el Colegio Nacional José María Paz, de Resistencia, no hizo preguntas cuando me abrió la puerta de su departamento y me señaló el que sería mi cuarto. No le interesaba saber nada, no puso plazos ni condiciones. Simplemente me mostró dónde estaban el mate y la yerba en la cocina y después nos pusimos a charlar de nuestra adolescencia y de lo lindo que era vivir en Resistencia en aquellos años.
   Cuento esto porque Viviana Boglietti fue la mejor amiga que tuve en mi vida. Murió de un virulento cáncer canalla hace unos años, en 2003, joven y linda y divertida como para certificar que la vida es a veces una mierda, de tan injusta.
   Al final de Julio del 76 mi situación era desesperada: había abandonado mi trabajo en la Editorial Abril, no tenía ni un mango, ni documentos, y día a día me enteraba de la caída de éste o aquél compañero. Fue entonces que recibí la ayuda más inesperada para salir del país, sobre la cual escribí un artículo-cuento en el diario "Página/12" muchos años después (y que no me resisto a incorporar a este relato, más adelante).
   Mi última noche en Buenos Aires la recuerdo como un paseo por los bordes del Infierno. Con mi amigo O. y mi mujer M. dejamos a las nenas en casa de su abuela y partimos hacia Ezeiza. En el camino nos tocaron dos retenes del Ejército, y en uno revisaron el coche y debimos abrir las valijas sobre el pavimento. Nunca sentí tanto miedo, a la vez que actuaba con la naturalidad de un actor profesional. El miedo continuó en los mostradores de Pan American; en la confitería; durante los cafés nerviosos que tomamos e incluso en el avión que parecía que no despegaría jamás. Lo cual podía ser letal porque todos sabíamos, entonces, que aún estando ya sentado en el avión los milicos te podían ir a buscar. Aterrado y contando los segundos, esperé el decolaje del 707 de Pan American y me solté a llorar a medida que ganábamos altura. Y entonces lloré todo el viaje, lloré como un niño creo que hasta Caracas, donde hicimos escala al amanecer. Ahí casi me bajé del avión del puro nerviosismo que me gobernaba, aunque yo sabía que no podía tener otro destino que México. Y no sólo porque allá otros amigos, Jorge y Nicolás, me esperaban.
   Dije en el párrafo anterior que no me resistía a incorporar este relato y acá está. Éste es, quizás, el cuento más realista de mi vida. Si todavía hoy no sé si es cuento o confesión, relato periodístico de homenaje o extraño obituario.

Esto nunca existió, pibe
   Acaba de morir la persona que me ayudó a salir del país en plena dictadura. Fue después del golpe, cuando yo trabajaba por la mañana en el diario Crónica y por las tardes en la revista Siete Días.
   Entre 1971 y 1976, fui delegado sindical de la vieja Asociación de Periodistas de Buenos Aires, y este hombre era la mano derecha de la familia Civita en la hoy desaparecida Editorial Abril. Con él mantuvimos un constante y a veces durísimo enfrentamiento sindical y nunca disimulamos el desprecio que nos dispensábamos.
   En esos tiempos el periodismo argentino vivia bajo la espantosa opresión de las Tres A de López Rega y sus secuaces apellidados Villone y Conti. A quienes, ya con Videla, sucedió un oscuro Capitán Carpintero, como para estirar la grisura de los censores. El resultado, como se sabe, fue una carnicería en nuestro gremio y en nuestro país.
   En los mismos días en que se produjo el golpe de estado, la Editorial Losada planeaba lanzar mi primera novela, pero obviamente decidieron retenerla en bodegas y no se atrevían a distribuirla. Con muchos otros libros sucedió lo mismo. Hasta que una noche de comienzos de junio, por vaya a saber qué rutina o denuncia (si es que entonces eran cosas diferentes) cayó el Ejército a la editorial. El allanamiento incluyó la quema de libros, entre ellos el mío y una novela de Eduardo Mignogna y otra, creo, de Ricardo Piglia. Uno de los editores me avisó de inmediato y esa misma noche recibi amenazas más directas. Abandoné mi departamento y no fui más a trabajar.
   Pasé momentos muy feos, aunque también descubri la maravillosa solidaridad de algunos amigos. Estuve en dos o tres casas, mientras decidía cómo salir del país. Pero no tenía dinero, ni propiedades, ni una estructura política que me apoyara puesto que ya no pertenecía a ninguna. Ni siquiera tenía pasaporte.
   Así que al cabo de dos o tres semanas, no recuerdo bien, y ya desesperado, decidí llamar a este hombre, que a la sazón era presidente del directorio de la Editorial Abril. Era muy poderoso, creo que por entonces era testaferro o algo así de la familia Civita, que ya se había empezado a mudar a Sao Paulo, Brasil, donde fundaron el actual emporio periodístico que lleva el mismo nombre de mes que tenía en la Argentina.
   —Estaba esperando tu llamada —me dijo, tuteándome por primera vez, pues hasta entonces habíamos sostenido un duro, siempre conflictivo usteo.
   —Bueno, entonces sabe por qué lo llamo —le dije—. Necesito ayuda para irme y no sé dónde encontrarla.
   Me citó en la planta alta del Florida Garden a las seis de la tarde del día siguiente. Yo no pude dormir preguntándome por qué razón ese hombre iba a ayudarme, si durante años habíamos sido adversarios. Podía entregarme fácilmente y eso me aterraba, pero no tenía respuesta ni con quién consultar nada. Me reproché haber aceptado la cita en ese café tan botón, seguramente atestado de policías y servicios. Pensé no ir o proponerle vernos en Harrod's, o en el Augustus o cualquier otro café de la zona.
   Pero al día siguiente me dirigí, nomás, a la cita. No quise avisar a nadie, para no comprometer a terceros. Era una jugada a cara o cruz.
   El hombre, trajeado, altísimo y serio, había terminado su café cuando llegué y me senté en la silla de enfrente. Fue al grano.
   —Qué necesitás y a dónde querés ir.
   —No tengo nada —le dije—. Ni pasaporte ni dinero. Ni culpas. Y quisiera ir a un país en el que pueda laburar en castellano. España, Venezuela, México, me da lo mismo.
   —Necesito fotos tuyas —dijo—. ¿Tenés?
   Le dije que no y me pidió que le hiciera llegar una con urgencia. Pero por favor, aclaró, sin barba y con pelo corto.
   Me fastidió un poco cierta sonrisa suficiente que creí verle, pero le prometí que esa misma tarde le mandaría un par, así su servicio sería completo.
   El hombre soslayó la ironía y pagó su café y el mío, que llegaba en ese instante.
   —Hacémela llegar esta tarde y te veo aquí dentro de tres días, a la misma hora —y se retiró.
   Esa tarde me corté el pelo y me afeité. Me dejé el bigote tupido y me peiné a la gomina. Si me llegaba a poner anteojos oscuros, ya se imaginarán a qué me parecía. Me tomé las fotos y se las hice llegar con una amiga que iba para el centro.
   Tres días después volví a sentir que entraba a la boca del lobo, pero no tenía alternativa. Y allí estaba él. La misma mesa, el mismo traje, la misma expresión suficiente y carente de emociones. No terminé de sentarme, cuando él me extendió un sobre alargado y poniéndose de pie me disparó tres frases cortitas e inolvidables:
   —Todo esto nunca existió, pibe. Yo no te ayudé. Que tengas suerte.
   Y bajó por la escalera, mientras yo lo seguía con la mirada hasta que se perdió entre el gentío de la planta baja.      Entonces revisé el sobre: había un pasaporte irreprochable; un boleto a México, vía Caracas, por Pan American, solo de ida y para tres días después; y 60 dólares en tres billetes de 20.
   La partida fue otra sucesión de miedos: aguantar la ansiedad de esos tres días, cruzar dos retenes en el trayecto a Ezeiza, las horas tensas antes de subir al avión, y la tensión suplementaria de los últimos minutos antes de levantar vuelo.
   Después, en esta historia, hay un hiato de casi nueve años.
   Regresé del exilio en diciembre de 1984 y creo que fue algunas semanas después cuando me decidí a ir a visitarlo al diario "Tiempo Argentino", que él había fundado y dirigía, según se decía con dinero de la Marina o de Massera.
   En el larguísimo edificio del fondo de la Avenida Vélez Sársfield, antes del puente sobre el Riachuelo, sentí el choque de mis emociones. Yo había trabajado allí en el breve diario "La Tarde" con Jacobo Timerman, en el tremendo verano del '76. Y ahora allí mismo, arriba, en la pecera superior de la dirección del diario, en vez de Jacobo se veía la figura imponente de este hombre. Que justo se dio vuelta y miró hacia abajo, como para vigilar el estado de la redacción poblada y ruidosa, y me vio. Le vi la sonrisa desde lejos, yo también sonreí, y caminé hacia su oficina.
   Me hizo pasar enseguida y estuvo muy amable. Me preguntó por México, por la que había sido mi mujer y por mis hijas, y hasta me dijo que había leido mi novela "Luna caliente", que por esos días había editado la editorial Bruguera. Y después me preguntó qué necesitaba.
   —En realidad, sólo vine a agradecerle lo que hizo —le dije.
   Él vaciló un segundo, pero enseguida se repuso.
   —No hay nada que agradecer. Yo nunca hice nada por vos —Y sonrió, creo que divertido. Y cambió de tema—. ¿Necesitás trabajo?
   —No, gracias —le dije—. Ya tengo.
   Y nos dimos la mano y nunca más lo vi. Años más tarde, lamenté que fuera hombre de Menem, pero, después de todo, entendí que era coherencia pura, nomás.
   Y ahora que me entero de que Raúl Horacio Burzaco ha muerto, esta semana, me parece que estas líneas son un poco el agradecimiento que él nunca quiso aceptar, y otro poco un testimonio mío, nomás.
   Que descanse en paz. •

(Publicado en Contratapa, Diario Página/12, Viernes 20 de febrero de 2004).

México lindo y querido
   Decía que cuando salí del país en 1976, en la escala en Caracas dudé si seguir viaje o no. Pero fue una duda breve; continué no sólo porque en México me esperaban dos queridos amigos sino porque yo conocía bastante acerca de ese país.
   Estaba enamorado de México desde el 73, por lo menos, cuando con mi amigo Daniel Pliner (compañero de redacción en la Editorial Abril) escribimos una serie de fascículos de historias y relatos de la Revolución Mexicana (1910-1920) para jóvenes, obra en la que trabajamos durante casi dos años y que nunca se publicó.
   Pero se trató de un trabajo interesantísimo y encantador, que nos fue encomendado por Hellen Ferro —un poeta, crítico y traductor que tenía fama de ser amigo de Ernesto Sabato y de otro poeta mítico: H.A.Murena— y que estaba relativamente bien pagado. El encargo de Ferro vino acompañado de muchos libros y materiales de archivo que llevamos a nuestras casas y que nos acompañaron durante toda la tarea, a condición de entregar originales cada equis tiempo en unas oficinas de la calle Viamonte, a la vuelta de Tribunales.
   Por esa época mi estado financiero era lamentable y siempre necesitaba otros trabajos para reforzar mi salario de la Editorial Abril, donde era redactor de planta desde 1971 (antes lo había sido de la revista "Semana Gráfica"). Por eso con Daniel decidimos probarnos como pequeños empresarios. Con M. y O. (nuestras esposas) montamos un kiosco en un localcito que alquilamos en el barrio del Once, en la ochava de la esquina de Ecuador y Valentín Gómez. Lo llamamos "Kiosco El Pulpo", en homenaje a Irineo Leguisamo, mítico jockey de los hipódromos de Palermo y San isidro llamado así porque parecía tener más de dos brazos para azuzar a los caballos con la fusta.
   Ese kiosco existe todavía, aunque no conserva el nombre, y cada vez que paso por ahí siento algo inexplicable en el corazón, quizás porque fue una experiencia tan encantadora como desastrosa. Nos quedábamos dormidos y ninguno de los cuatro cumplía la consigna de abrirlo a las seis de la mañana; dependíamos de los otros trabajos que teníamos y había horas pico en las que el kiosco estaba cerrado. Enseguida quedó claro que no teníamos talento para hacer crecer el emprendimiento.
   Es verdad, caigo en otra digresión y lo siento. Pero sucede que uno viaja, y sobre todo cuando debe exiliarse, cargado con su historia. La mochila no está llena solamente de los últimos acontecimientos sino de todo lo que te condujo a ellos. Y además estos apuntes no los tengo ordenados; aparecen en libretas y papelitos sueltos, están en viejos documentos que parecen agazapados en mi ordenador o surgen como ramalazos de la memoria a medida que escribo. De manera que cierto desorden temporal es y será inevitable.
   Lo cierto es que desde fines del 73 yo venía escribiendo esa historia mexicana con Daniel, y ese trabajo (que hacíamos en nuestras casas, noche a noche, y cotejábamos los fines de semana) llegó a ser como una isla de paz, lectura y escritura. Un precioso remanso que no sólo nos permitía conocer la fascinante historia y literatura de un país lejano y mal conocido en la Argentina —forjado en atropellos y traiciones, contrastes asombrosos y una cultura milenaria—, sino que además nos alejaba por algunas horas de la dolorosa realidad argentina de aquel tiempo. Leíamos todo lo que nos entregaban en la oficina de Ferro y todo lo que conseguíamos sobre México; teníamos mapas del país y de cada estado en nuestras paredes y apuntes hasta en la cocina y el baño; remedábamos el habla popular de los mexicanos y nos adentrábamos en su historia y su literatura. Incluso llegué a fantasear que mi primer hijo, de ser varón, se llamaría Emiliano, por Zapata.
   En esa época —que prefiguraba mi futuro, aunque yo no lo sabía— leí por primera vez "La muerte tiene permiso" de Edmundo Valadés, "El llano en llamas" de Rulfo y "Los de abajo" de Mariano Azuela. También le entré a saco a libros de autores tan dispares como Jesús Silva Herzog, Antonio Blanco Moheno, John Womack y otros que discutían la historia de México con una pasión impactante y, en cierto modo, reciente y vigente. Las biografías de Francisco I. Madero, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza, Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, por lo menos, nos eran tan familiares como la del Benemérito Benito Juárez, el Dictador Porfirio Díaz o el Emperador Maximiliano de Habsburgo (a los mexicanos les encanta calificar enjundiosamente). E incluso descubrí cómo los grandes autores y las grandes novelas de la Revolución completaban el fenomenal relato de una épica frustrada. De ello me hablaron "El águila y la serpiente", de Martín Luis Guzmán, "Al filo del agua" de Agustín Yáñez, "Pedro Páramo"... Y también "Balún Canán" y la impresionante "Oficio de tinieblas" de Rosario Castellanos; "Ensayo de un crimen" de Rodolfo Usigli y sus obras de teatro "El gesticulador" y "Corona de sombras"; y también los grandes poetas contemporáneos: Novo, Villaurrutia, Gorostiza, Pellicer, Sabines...
   Quizás de esas lecturas me viene la devoción que siento aún por la que para mí es una de las mejores novelas mexicanas del Siglo XX: "Noticias del Imperio" de Fernando del Paso.
   Y también, pienso ahora, la obsesión personal por la democracia que he sentido en toda mi vida adulta. La Revolución Mexicana es un laboratorio inigualable para sentirlo así.

Recuerdos de los 70
   México también resultó deslumbrante porque yo venía de una experiencia política y sindical muy intensa, a destajo y sin horarios, y a la vez trabajando en diversos medios porque el sueldo de mi esposa y el mío en la Editorial Abril apenas nos alcanzaban.
   Durante esos años hice de todo: fui cronista deportivo para la revista "Goles", y de espectáculos para "Radiolandia" (ambas en la hoy desaparecida Editorial Julio Korn). Desde el 74 fui cronista en la edición matutina del diario "Crónica", que por salir después del mediodía me obligaba a levantarme a las cinco de la mañana. Y desde el 75 fui colaborador de la revista "Mengano" que dirigía Alejandro Dolina. Además, y ocasionalmente, edité la revista institucional de un centro de cosmetología, redacté para la RCA Victor centenares de contratapas de discos long-play (aquellos negros, de vinilo) y supongo que hice otras cosas que no recuerdo o no tienen importancia.
   Cuando tenemos veintitantos años nos creemos eternos. Confundimos tener toda la vida por delante con llevarse todo torpemente por delante.
   Por lo menos entre el 71 y ese devastador 76 yo trabajaba un texto que no sabía si sería una novela. Era la historia de un revolucionario paraguayo que en mi casa de la infancia era ya un personaje mítico: mi papá primero, y mi cuñado después, hablaban con admiración de Don Bartolo, un "paragua" exiliado que en Resistencia sobrevivía fabricando ladrillos en un terrenito junto al río Negro, pero un cuarto de siglo atrás había encabezado una sublevación militar montado en una bicicleta. Batallón por batallón y de madrugada, había soliviantado un regimiento y luego otro, y otro, hasta que devino líder de una revolución social inesperada en un país que siempre había atrasado como un reloj sin cuerda. Y encima las derrotas no consiguieron doblegarlo jamás.
   Aunque vivía en Buenos Aires desde que terminara el servicio militar en el 69, me gustaba regresar dos o tres veces por año a Resistencia. En uno de esos viajes fui a verlo, grabadora en mano, y le pedí que me contara su vida. Como él me conocía y estimaba a mi familia, se abrió por completo y me contó su vida y su gesta en un par de largos días, mateando sentados en troncos a la vera de su rancho y de cara al río.
   No sabía qué iba a hacer con las ocho horas de grabación que resultaron, ni hacia dónde podía ir ese texto, pero en esa historia sospechaba el germen de una novela, si me atrevía a escribirla. Claro que también dudaba entre hacer un testimonio periodístico, una biografía novelada, una simple historia de vida o una serie de viñetas sobre la historia reciente del Paraguay. Lo único que tenía era un buen título de trabajo, que luego mantuve: LA REVOLUCION EN BICICLETA.
   No recuerdo si en el 72 o 73 escribí para la revista "Crisis" un largo artículo con fragmentos de ese discurso que, obviamente, yo estaba probando. Era la historia de vida de este hombre. Y como a la par escribía mis primeros relatos literarios y me daba cuenta de que no podía ni quería vivir sin escribir, continué el trabajo de investigación sobre la guerra civil paraguaya de 1947, que había iniciado después de aquella larga entrevista con Don Bartolo.
   En 1974 y 75 era tan difícil como riesgosa la militancia sindical en Buenos Aires. El cada vez más alarmante rumbo que tomaba la intolerancia en la Argentina, y las aterradoras, diarias atrocidades de las bandas terroristas de José López Rega y la llamada Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) nos tenían, a la inmensa mayoría de los ciudadanos, en un estado de ansiedad y temor insoportables. Hoy creo que seguía militando en la APBA (Asociación de Periodistas de Buenos Aires) por responsabilidad ante los compañeros que me habían elegido y reelegido con su voto, pero también porque no sabía cómo abandonar, ya que en aquel tiempo era imposible no sentir una especie de íntimo, constante chantaje moral.
   El miedo crecía, y me atrevo a decir que en todos y todas, porque la violencia seguía ganando todos los espacios de la cotidianeidad argentina. La caída (que era una forma de decir la muerte, desaparición o detención) de amigos y compañeros, se sentía como mazazos. Mauricio Borghi, Conrado Ceretti, Enrique "Jarito" Walker, Miguel Ángel Bustos, por mencionar algunos con los que trabajé en la Editorial Abril, eran súbitas ausencias con las que debíamos convivir. Las reuniones devinieron todas clandestinas; las medidas de seguridad que aplicábamos a nuestros movimientos determinaban nuestra conducta. En todo momento había en el aire algo hostil, ominoso.
   Nuestros encuentros de Comisión Interna (fui delegado del personal de Abril durante varios años, entre el 71 y el 76) eran cada vez más arduos, oscuros, peligrosos. Las reuniones en el local de la APBA sobre la Avenida de Mayo se hacían con la convicción de que estábamos siendo vigilados; de que seguramente había delatores (los llamados "servicios", esos repudiables informantes del régimen de terror que se iba instalando y que luego del golpe perfeccionarían los militares) y de que en cualquier momento nos podía tocar a nosotros.
   Y así fue: en una reunión de delegados de la JTP (Juventud Trabajadora Peronista, sección sindical del peronismo revolucionario, sector al que yo pertenecí desde su fundación) un impresionante allanamiento en el local de la Avenida San Juan al 900 significó para mí la segunda y más dura detención. Yo había estado en celdas de regimiento varias veces durante la colimba, que me significaron una sobrecarga de servicio de casi cuatro meses. Pero eso era nada frente a las tanquetas, motos y patrulleros que nos rodearon aquella noche y a las decenas de uniformados que a golpes y gritos nos mantuvieron de cara a la pared, con los brazos en alto y las piernas abiertas, antes de llevarnos en camiones-celdas a la sórdida, temible Coordinación Federal de la calle Moreno al 1500, en cuyos sótanos fuimos encerrados.
   En aquel allanamiento cayeron muchos compañeros, algunos que hoy son reconocidos periodistas y otros que están desaparecidos o muertos en acción, como Vicky Walsh, la hija mayor de Rodolfo, que era mi amiga.
   Disculparán los lectores si este relato que me he propuesto sea sólo una memoria literaria, de pronto derrapa, una vez más, hacia evocaciones tan personales. No sé si era inevitable, pero ahora veo que lo está siendo. Aquellas circunstancias marcaron demasiado mi vida, y no sólo en términos fácticos, sino formativos. En varias de las novelas que escribí en los años siguientes hay un calabozo y una desesperación que se repite.
   Muchos de mis compañeros de militancia fueron cayendo después, en los meses y años venideros, y cada uno fue un nuevo mazazo: Enrique Raab, Yaya Azcona, Héctor G. Oesterheld, la mitad de la familia Molfino en mi tierra. Eran como disparos que soltara un loco en las sombras y que te pasaban al lado de la oreja. El dolor, el aturdimiento, el miedo hacían que uno se empequeñeciera. Fueron los tiempos en que con M., mi mujer, quemábamos libros comprometedores por las noches. Y los que no podía quemar, porque hay libros que no son fáciles de destruir, los llevaba en mi portafolios para abandonarlos distraídamente en alguna plaza o estación de tren, o en el asiento de un colectivo o del subte.
   No abundaré en este tiempo ominoso, repulsivo incluso para la memoria. Pero por entonces la Argentina era ya un país demasiado caliente, crispado, enloquecido y con una fenomenal intolerancia que parecía habernos sido inoculada quién sabe por quién. Quizás por tantas mentiras de nuestra historia. Sólo agrego ahora que del 74 y hasta el 83 los argentinos vivimos la peor década de toda nuestra historia.

Para el corcho en la pared:
   Elías Canetti propone pensar la liberación de los prejuicios como un trabajo, como un esfuerzo. Entonces, sólo entonces, es meritoria. Por eso el hombre libre de prejuicios resulta ejemplar y resplandece por su sabiduría.

Exilio y literatura
   Lo cierto es que el relato colectivo de los argentinos fue y es, desde aquellos años, un repertorio de horrores producto del cual la memoria devino empecinamiento clave para la democracia. El mío, el personal, es un relato que sigue esa línea directriz. Me he pasado buena parte de las últimas tres décadas escribiéndolo, sublimando y redactando obsesivamente tanto mis ficciones como los muchos trabajos paraliterarios que me permitieron y aún permiten vivir dignamente.
   Aunque en mi propuesta literaria posterior al exilio he ido abandonando esas obsesiones, afortunadamente, en aquellos mis años mexicanos los sucesivos proyectos que delinearon mi producción (de novelas y libros de cuentos) estuvieron fuertemente determinados por ese relato colectivo. El primero y más importante fue, sin dudas, LA REVOLUCION EN BICICLETA, un texto cuyo tema central era el exilio y que paradójicamente yo había escrito cuando aún no sabía que me iba a exiliar.
   Al desembarcar en México con mi Lettera 22 en su estuche verde en una mano, y una pequeña maleta con más novelas y cuentos que ropas en la otra, mi primer abrazo lloroso con Jorge Bernetti y Nicolás Casullo pareció prefigurar los años venideros: hablamos de amigos, familias, militancias, política y literatura. Eso eran nuestras vidas. Ahí entendí que la escala caraqueña había sido eso —una escala— porque ineludiblemente mi exilio sería en México y mi vida la literatura y la política, en ese orden.  
   Traía conmigo varias confusiones, desde luego, y algunas lacerantes: me había enamorado de una mujer que no era mi esposa y estaba distanciado de mi familia chaqueña, dos circunstancias obvia y fuertemente teñidas por las circunstancias políticas y la militancia sindical, ya que uno sabía que todos quienes nos rodeaban corrían peligro a causa de nuestro accionar.
   Con eso hice lo único que pude: sublimarlo, convertirlo en literatura. La enorme Lexikon 80 que compré de segunda mano fue mi nuevo auxiliar, decisivo como el caballo de un vaquero extraviado en el desierto.
   Durante los primeros tres años de mi exilio (1976-1979) reescribí varias veces esa novela, y también muchos cuentos. Según algunos críticos produje en ese tiempo lo más sustantivo de mi producción (lo cual nunca terminaré de saber si es elogio o ironía). Vaya uno a saberlo; nunca es bueno ni elegante que un autor evalúe su propia obra ni juzgue los juicios de los críticos. Todo lo que un autor debe hacer respecto de su propia obra, y lo mejor que puede hacer, es no hablar de ella. Apenas cabe referirse a circunstancias de hecho, de época. Y punto.
   Por eso solamente voy a enumerar lo que escribí en esos años, que fue mucho, intenso, desesperante y también gozoso. Para mí escribir —en aquellos años— era más que un ejercicio de sublimación o testimonio; era una forma de huir hacia adelante, de sacudirme la desesperación y la rabia que sentía. Por eso lo torrencial de aquellos textos gobernados por la sensación de escribir en emergencia continua. Sensación que parecía común a toda esa generación, y no sólo de argentinos. También Federico Campbell, que fue uno de mis primeros amigos escritores en México, sentía ese apoderamiento, esa urgencia escritural. También el chileno Poli Délano y el uruguayo Saúl Ibargoyen-Islas, con quienes solíamos encontrarnos a beber nostálgicos cafés en la Zona Rosa.
   LA REVOLUCION EN BICICLETA fue un proyecto que creció, me parece ahora, un poco para sacármelo de encima y despegar. Después de aquella publicación en la revista "Crisis", ya en México me dediqué a terminarla. Decidí primero que iba a ser una novela, es decir, me reafirmé en el estatuto de la libertad creativa. Me despojé de toda idea de biografiar al personaje, abandoné toda fidelidad a lo que había grabado, me olvidé de la investigación histórica y me sentí más cómodo en el relato en tres partes que finalmente tuvo el texto. Empecé a escuchar las voces del narrador y de Bartolo, me divertí improvisando, me dejé enternecer con la historia de amor que le inventé. Me liberé también de los mandatos de mi viejo y mi cuñado. Empecé a ser novelista.
   Y es que la literatura también consiste en el ejercicio de imaginar libremente, sin objetivo prefijado. Hoy que llevo muchos años, más de treinta, descartando textos y aprobando los menos, sé que los que deslava el tiempo terminan, inexorablemente, en el basurero. Y los que conservo, como estos apuntes, quedan esperando a ver si un día se muestran en otro carácter: cuentos, poesías, fragmentos de novelas. O como estos: pura memoria personal. O lo que Juanito Rulfo llamaría "purititas nadas".
   Terminé de dar forma a LA REVOLUCION EN BICICLETA mientras trabajaba como jefe de redacción de una revista de economía y negocios, "Expansión", y colaboraba semanalmente en el suplemento literario del diario "Excelsior" gracias, una vez más, a Don Edmundo Valadés.
   Aunque luego la reescribí dos o tres veces, empecé a darla a leer. La llevé a varias casas editoriales y empecé a coleccionar las primeras respuestas mentirosas, en ocasiones piadosas, de editores que siempre decían —dicen aún— que "su novela es interesante pero nuestro proyecto editorial está cerrado por los próximos cinco años", o bien "el suyo es un estupendo texto que no dudamos tendrá enorme éxito, pero por el momento tenemos todas nuestras contrataciones cerradas", y etc, etc...
   Por entonces, creo que finales de 1977, conocí por azar, que fue como sucedieron muchas de las mejores cosas en mi vida, a quien sería mi maestro, el querido Pedro Orgambide.
   En una edición dominical del diario "El Día" leí que el INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) llamaba a concurso a jóvenes autores para integrar talleres literarios con reconocidos maestros. Lo genial era que no sólo no había que pagar, sino que el INBA becaba a los participantes ganadores con una ayuda mensual equivalente, si mal no recuerdo, a 200 dólares. ¡Eso era algo fantástico, soñado! Así que mandé dos cuentos. Y ambos fueron seleccionados.
   De esa primera generación de 16 becarios de todo el país a mí me tocó, por algún sorteo interno en el INBA, asistir durante un año al taller de Pedro.
   Fue una gloria. Nunca antes había participado de un taller, y nunca después, pero tengo un recuerdo imborrable de esas tardes en su departamento de la Avenida Mariano Escobedo, en el barrio de Polanco, todos los miércoles de un largo año.
   Conmigo estaban jóvenes escritores como Octavio Reyes, Luz Fernández de Alba y Gustavo Masso, que durante ese año trabajó con nosotros su estupendo libro de cuentos "El albañilito Rodríguez". Con ellos compartí mis primeros textos y los borradores de mis entonces dos proto-novelas. Eran compañeros talentosos, agudos, entusiastas.
   Fue un gran año literario ese 1978, porque además de los sabios consejos de Pedro gocé de la amistad de un joven autor de creciente reconocimiento en México: Gustavo Sáinz, autor de "Gazapo", una notable novela que le había granjeado todo tipo de elogios y lo constituyó en uno de los favoritos de la literatura mexicana de la época, símbolo de lo que se llamó "la literatura de la Onda". Gustavo vivía en la Colonia Cuauhtémoc en un departamento enorme, que era a la vez una impactante biblioteca: paredes y paredes forradas de libros como yo jamás había visto pero sí soñado. Y tenía además un coche exótico y enorme, no recuerdo de qué marca gringa, y era todo él, bastaba verlo, un triunfador, un bon-vivant.
   El mismo día que nos encontramos —creo que por una llamada telefónica de Valadés— Gustavo me distinguió con su amistad. Esa noche me llevó a El Colegio Nacional, una prestigiosa institución dedicada a las ciencias y las artes, en la que Octavio Paz iba a dictar una serie de conferencias magistrales sobre la vida y la obra de Vicente Huidobro y su obra máxima: el poema "Althazor".
   El público era fastuoso: centenares de personas, hombres de traje o terno y señoras elegantes, de largo y enjoyadas. Y Octavio —como lo llamaban todos confianzudamente— seduciendo al auditorio con una clase tan brillante como yo jamás había escuchado en un intelectual, y no sólo por todo lo que Paz sabía de Huidobro y la interpretación aguda y profunda que hizo del poema, sino por la erudición abrumadora que derramó sobre todos y todas. Aquella noche estreché la mano del prócer y de su afrancesada esposa, Marie-José. Y vi esa caterva de lameculos sonreidores que siempre lo rodeó. Salí de ahí lleno de preguntas, impactado por ese hombre brillante que hablaba con prosa entrecortada, como imitaría años después Marco Antonio Campos. Fue ahí que me di cuenta de que jamás podría integrar semejante categoría de seguidores.           

Leyendo a Paz, entonces y ahora:
   Nosotros no usamos a la palabra para la libertad, ni usamos a las palabras en libertad —dice Paz— sino que “la búsqueda de la palabra funda nuestra libertad”. Y declara: “Descenso no tanto al inconsciente del poeta como al subsuelo de México”. Típico artificio verbal paciano y de su generación, de todos modos es una idea brillante. Motivadora. Me hace pensar que quizás nosotros también debiéramos bajar al subsuelo argentino y encontrar allí las palabras que fundamentan y explican nuestras pasiones, nuestra democracia, nuestros defectos y vicios. Se trataría de que la búsqueda se haga con dignidad, creación y poesía.

Rulfo te quiere, luego existes
Con Gustavo fuimos buenos amigos y me alegró acompañarlo cuando su novela "La Princesa del Palacio de Hierro" tuvo un éxito abrumador, superior al de "Gazapo". A modo de homenaje le dediqué un cuento: "Como los pájaros". Es un cuento difícil, críptico, que muchos años después sigo apreciando aunque reconozco que nunca fue ni será popular. De todos modos él jamás me hizo devolución alguna. Supongo que no le interesó. O le pareció un mal cuento, vaya uno a saber. Es el problema de las dedicatorias.
    Como sea, luego la vida nos separó nunca supe bien por qué, supongo que porque él se fue a vivir a los Estados Unidos. Pero creo recordar que fue gracias a él que conocí a René Avilés Fabila, de quien antes del exilio había leido una impactante, poderosa novela: "El gran solitario de palacio". De personalidad arrasadora, René y su mujer, Rosario, fueron y son esa clase de amigos inasibles: uno sabe siempre que están allí, divertidos y con buenos tragos a disposición, pero si no vas a buscarlos es como si no existieras.
   Algo similar me pasó con toda la chorcha (mexicanismo por "barra de amigos") de "La Onda". Eran tipos encantadores, conversadores profesionales, inagotables bebedores, mujeriegos, divertidos y algunos con un talento descomunal, como José Agustín. Siempre me encantó frecuentarlos, y cada ocasión que tengo los busco y la paso bomba con ellos, y particularmente con José, a quien he visitado más de una vez en su acogedora casa de Cuautla, donde siempre reina Margarita, su esposa.
   Por entonces, no sé si ese mismo 1978 o si ya era el 79, presenté LA REVOLUCION EN BICICLETA al Premio Juan Grijalbo. Para mí fue un lance más, porque estaba convencido —y en eso me ayudó el estímulo del maestro Orgambide— de que más tarde o más temprano esa novela sería publicada. No gané el premio, pero resulté finalista. Y no me decepcioné porque para entonces coleccionaba rechazos: por lo menos media docena de editoriales me habían devuelto los originales con respuestas ora muy escuetas, ora mentirosas, ora henchidas de piedad. Tampoco diré que no me importaba, pero para entonces estaba embarcado en otros dos proyectos que me apasionaban: un libro de cuentos (que después fue VIDAS EJEMPLARES) y la que sería mi segunda novela (EL CIELO CON LAS MANOS).
   Por los diarios me enteré que el premio lo había ganado no recuerdo quién, y olvidé el asunto hasta un par de semanas más tarde, cuando en "Excelsior" se publicaron unas declaraciones de Juan Rulfo, quien había sido uno de los jurados del Grijalbo. Decía él que no volvería a ser jurado de concursos y manifestaba su disgusto porque en su opinión el premio debía haberse otorgado a la novela de un argentino exiliado... Y elogiaba explícitamente LA REVOLUCION EN BICICLETA.
   Casi me infarto. Brincando de alegría, quise agradecerle al gran Rulfo su comentario —que para mí era el mejor premio— pero no sabía cómo llegar a él. Fue entonces que recibí el llamado de Marco Antonio Campos, amigo y colega en la Universidad Iberoamericana, donde ambos dábamos clases de Periodismo y Literatura. "Oye mano —me dijo MAC con su infaltable ironía—, ¿ya viste los periódicos? Rulfo te quiere; luego existes".
   Fue él quien me dio el teléfono del venerable autor de "El llano en llamas" y "Pedro Páramo", a quien llamé ese misma mediodía. En cuanto me presenté me trató de "maestro", y cuando le dije que exageraba me dijo que no dijera pendejadas. Y me citó para esa tarde en los altos de la Librería El Ágora, que estaba sobre la Avenida Insurgentes, a metros de Barranca del Muerto.
   Ahí nació la amistad con que Juan —Juanito para íntimos y amigos— me distinguió. No me extiendo en este punto por elemental discreción —un valor que Juanito apreciaba en extremo— y porque ya lo hice en dos novelas, en ambas de manera delicada y respetuosa: en SANTO OFICIO DE LA MEMORIA (en el capítulo 22. El Tonto de la Buena Memoria) y en FINAL DE NOVELA EN PATAGONIA (en el capítulo 7).
   Sé que me desvío nuevamente, y lo siento. Pero a medida que redacto estos recuerdos me vence la necesidad de dar cuenta de episodios y momentos acerca de los cuales no tengo nada escrito, no hay apuntes de esto en mis libretas, y sin embargo reaparecen como fantasmas inocentes. No sé por qué, quizás porque las urgencias juveniles de los treinta años las grabaron de modo imprecisable. Quién sabe...
   Lo cierto es que aquellos años (del 78 al 80) fueron los de mi mejor aprendizaje lector junto a Valadés, por un lado, y también los de mi acercamiento a otros grandes escritores. A partir del 79 Don Edmundo consiguió regularizar la edición de su revista "El Cuento" en la imprenta de un pariente. Entonces, cada vez con mayor asiduidad (una vez por semana, o por quincena) convocaba a su casa al comité ad-hoc que eran sus amigos: Rulfo, Augusto "Tito" Monterroso, a veces Juan José Arreola, ocasionalmente Juan de la Cabada y/o algún otro venerable cuentista. Yo era, para ellos, una especie de asistente silencioso que tenía por misión, y sólo si me preguntaban, darles una brevísima síntesis de este o aquel texto, con todo cuidado y respeto y jamás presionando en favor de mis gustos. No era el único, desde luego, pues algunas tardes también participaban de esas tertulias Agustín Monsreal o Rafael Ramírez Heredia, e incluso más de una vez el brasileño Eric Nepomuceno, que aún hoy es uno de mis más dilectos amigos.
   Era una oportunidad exquisita, disfrutable no sólo por la agudeza de los comentarios, sino también y especialmente por la gracia sin par de esos personajes, veteranos del trago, el humor y la literatura que se abrían ante nosotros como generosas flores de sabiduría. Y si a eso le sumo que casi todos los viernes, durante los años siguientes, Juanito presidió una mesa en El Agora (y después en El Juglar, de la Colonia Guadalupe Inn, también a cuatro calles de su departamento pero en dirección Sur) en la que durante horas corrían el café, los cigarrillos y las más amenas charlas, no puedo sino reconocer que en México fui un joven escritor completamente afortunado.
   Lo que sé, también, es que no tenía ninguna prisa. Hoy, años después, me pregunto por qué habré sido así de prudente con lo que escribía, puesto que siempre fui un tipo ansioso y más bien torpe y desbocado. Pero como escritor no. Había pasado los treinta años de edad completamente inédito, pero igual me sentía parte de una movida escritural intensa y estimulante. México tiene esa como generosidad que flota en el aire, o la tenía entonces, no sé ahora. Ojalá que siga.
   El hecho es que LA REVOLUCION EN BICICLETA seguía inédita, pero yo sabía, o pretendía saberlo, que en algún momento iba a ser publicada y leída. Quizás porque la historia de esa novela tiene tanto que ver con mi infancia y adolescencia, con los recuerdos de mi viejo y mi cuñado admiradores de ese humilde ladrillero paraguayo, ese militar que despojado del poder y sin un peso vivía con toda dignidad su exilio en el Chaco. O porque de lo único que estaba seguro era de que la había escrito y reescrito muchas veces con obsesivo rigor, con extremo cuidado por el peso específico de cada palabra y al influjo de fervorosas, severas lecturas de los que ya entonces reconocía y para siempre como mis maestros.
   Hasta que un día sucedió el milagro en el cielo.
   No, no es metáfora. En la próxima entrega les cuento.

Corchario en la pared:
   Invención que encuentro en viejos apuntes de fines de los 70:
   "No sé por qué algunos historiadores se niegan a darle crédito a Monsieur Raoul Despot, fanático partidario de la tiranía en Francia, circa 1789, un cretino de vocación autoritaria y represora tan fuerte que por él se acuñó el término “despotismo”.

Un milagro en el cielo
Era un vuelo de una compañía de esas que ya no existen. Digamos Eastern Airlines. Y el avión un tetrarreactor DC8 que tampoco existe ahora. La revista Expansión me mandó a Nueva York a no sé qué trabajo, y ése fue uno de los peores vuelos de mi vida.
          Un huracán sobre el Caribe nos zamarreó durante dos horas como un loco sacudiría una maraca de latón. Habían saltado por los aires las bandejas del almuerzo, cayeron las máscaras de oxígeno, los crujidos del aparato eran tan atemorizantes como los bandazos hacia arriba y hacia abajo, y las inclinaciones hacia una y otra punta de ala eran tan bruscas e inesperadas que generaban un extraño intercambio de gritos y silencios en la larga cabina. Muchos rezaban, algunos se abrazaban, otros abiertamente soltaban sus vómitos y había quienes lloraban implorando enigmáticos perdones y prometiendo quién sabe qué acciones.
           El que estaba a mi lado era un señor delgadito y más bien magro, de impecable traje y corbata, que se mantuvo en obstinado silencio durante todo el episodio, igual que yo. Por eso cuando el piloto consiguió esquivar la tormenta después de una larga hora desesperante, y cierta normalidad se reinstaló en la cabina, ambos compartimos discretos comentarios acerca de la horrible experiencia que habíamos vivido. Pero evidentemente todos teníamos necesidad de hablar, como sucede cuando las experiencias más fuertes exigen palabras... Entonces le pregunté a qué se dedicaba.
            —Soy editor —me dijo—, ¿y usted?
            —Pues fíjese qué casualidad, yo soy escritor —respondí como si fuese la cosa más normal del mundo.
            Era la primera vez en mi vida que lo afirmaba. Claro que enseguida arrugué, cuando me preguntó por mis libros y tuve que reconocer que era un narrador inédito, virgen y en estado de gracia... Me sentí un poco avergonzado, como quien advierte tardíamente que ha hecho el ridículo, y cambié de tema y encaminé la charla hacia las sabrosas naderías de que habla la gente.
            Ese encuentro con Iván Mozó Lira, socio propietario de la entonces importante Editorial Pomaire, de Barcelona, fue determinante en mi vida. Chileno al igual que su socio José Manuel Vergara, Iván era entonces el encargado de la empresa en América Latina. Exiliados después del golpe de Pinochet en 1973, habían desarrollado una empresa cada vez más poderosa en la lengua castellana. La impresión de sus libros era muy cuidada, los diseños audaces, el prestigio de sus colecciones creciente.
            Bueno, pues justo ese tipo había estado a punto de estrellarse conmigo en ese pinche avión, los dos en silencio —nos lo confesamos luego— y con el mismo convencimiento de que en todos los vuelos es completamente inútil hablar con el pasajero de junto. Siempre es mejor aprovechar esas horas para pensar, trabajar o dormir. Incluso, descubrimos, cuando todo indica que el avión se viene abajo. En ese caso hasta el pánico parece inútil.
            Cuando descendimos en Nueva York, Iván, gentilmente, me dio su tarjeta con la recomendación de que le enviase un original a la dirección de su socio, Vergara, que residía en Londres. Así lo hice pocos días después, de regreso en México, y le ofrecí además gestionar un prólogo de Pedro Orgambide si lo consideraba necesario.
            Y me olvidé del asunto y seguí trabajando en la revista y el diario, y en los dos libros que preparaba sin demasiada prisa pero sin detenerme ni un segundo. Con una regularidad asombrosa, disciplina marista y decisión de dictador, yo le metía para adelante y escribía varias horas cada día, como alucinado.
            La respuesta de José Manuel Vergara me llegó dos meses después, que así eran las cosas en aquellos tiempos del puro correo postal. La novela le había encantado, le parecía buenísima, no necesitaba prólogo de nadie y por supuesto la iban a publicar. Adjunto había un contrato que con el tiempo descubrí que era bastante leonino, pero que en ese momento firmé sin objetar y ahora pienso que capaz hasta sin leerlo.
            Semanas después Iván me llamó para invitarme a una cena en su casa, en la Colonia Florida. Ahí me presentó a quien dijo era su más querido amigo: Alberto Cortés, cantante argentino que por entonces hacía furor en España y México. La cena fue muy agradable e Iván, generoso, me regaló dos botellas de Cousiño Macul 1973 etiqueta negra que abrí algunos años después, cuando me anunciaron que había ganado el Premio Rómulo Gallegos.
            Esa noche, además, anunció la inminente salida de LA REVOLUCION EN BICICLETA, cuya foto de portada me mostró y casi me infarta nuevamente.

Textos para un domingo
Evocar la publicación de aquella mi primera novela me dejó pensando, estos días, que quizá esos milagros hoy ya no se producen. Me parece que ahora todo es más duro, trabajoso, mediático. Es un mundo en el que todos los espacios son mucho más disputados. Los caminos para los jóvenes han de ser, en tal sentido, bastante más arduos, aunque hoy exista internet y el mundo global esté tan barbarizado, para decirlo siguiendo a Alessandro Baricco.
   Los últimos días, y también mientras escribía la crónica de Frankfurt 2010 (que se puede leer en la etiqueta respectiva), he pensado que estas memorias personales que redacto no dejan de ser una especie de rendición de cuentas. Que nadie me ha pedido, desde ya, y está bien, eso mismo las convierte en algo así como el ordenamiento de la historia individual de un tipo que en cierto modo y aunque en ámbito reducido, devino sujeto más o menos público.
   Soy de los que piensan que las acciones y las responsabilidades deben conocerse, y que lo privado hecho público puede ayudar a mejorar la vida de los pueblos. Quizá esto suena grandilocuente, pero siempre pensé que todas aquellas personas que han vivido acontecimientos notables, sonoros o no, debían dejar por escrito sus testimonios. Por eso, y dicho sea con el mayor de los respetos y salvando las enormes distancias, siempre aproveché los encuentros con figuras relevantes de la historia contemporánea para sugerirles que escribieran sus memorias. Cuando visité a Juan Perón en Madrid en 1970, siendo yo un muchacho, me atreví a pedirle que lo hiciera, que aprovechara su exilio para ordenar sus recuerdos y escribirlos. Respondió con su mítica sonrisa, condescendiente. Lo mismo le sugerí a Salvador Allende las tres veces que lo entrevisté en Santiago, entre el 70 y el 73. Y a Raúl Alfonsín la única vez que tuve ocasión de charlar un rato con él, en un avión. También a mi padrino y amigo Luis León, que era un formidable pedazo de historia contemporánea del radicalismo. Y a Juanito Rulfo más de una vez, y a Don Juan Filloy...
   Cierto, no tuve éxito en ninguna de esas gestiones, pero ello no disminuye mi convicción. ¿Acaso será por eso que ahora estoy embarcado en esta revisión de recuerdos? Quién sabe, porque comparado con todos esos personajes yo soy nadie. Pero bueno, acá estoy.
   Y la verdad es que sirve de acicate, también, cierta exposición pública. Últimamente ando ganando amigos, ironizan algunos idem. Se refieren a la nota que escribí anteayer en el Página/12 ("Una pesadilla: el gabinete del Sr. Cobos") y al diario de Frankfurt de la semana pasada. Algunos ya me criticaron con dureza. Hubo uno que dice estar desilusionado porque lo pasamos bien en Frankfurt. Y otra se queja porque no se invitó a ningún escritor de su provincia. Realmente, hay gente que lee lo que quiere. Por suerte son abrumadora minoría.
   Posteo varios textos este domingo:
   –El de Página/12 por si alguno/a no leyó el diario este viernes.
   –Éste que es la continuación de mi relato personal.
   –Y uno que escribí en 1979 y ahora me parece pertinente porque ya mencioné aquí a mi amigo y compañero Héctor G. Oesterheld, y ahora mismo, en Frankfurt y después de tantos años, reencontré a Elsa, su viuda, quien como ya he contado conmovió al enorme auditorio el día de la inauguración de la Feria. Con ella y su único nieto sobreviviente, Fernando, compartimos además el vuelo de regreso.
   En memoria de Héctor escribí esto que recupero ahora, y que no sé si es un cuento, un testimonio o exactamente qué.

Viejo Héctor

Sé que lo que escribo hoy, primero de febrero de 1979, puede tener uno de dos destinos: o alguna vez el Viejo Héctor lo leerá con su mirada clara y acaso sonriendo, para reconvenirme que estuve mal informado y que me equivoqué en ciertos detalles; o no lo sabrá jamás porque está muerto.
   Me aferraré a la primera posibilidad. Es necesario que mantenga izada la esperanza, que las ilusiones sean capaces de vencer cualquier desaliento, que yo inaugure a cada palabra una fe nueva para imaginarlo vivo, entero, jodón como siempre. Porque las versiones son contradictorias: hace dos años, los primeros informes fueron duros de asimilar: lo declaraban muerto y hubo quien dijo que en un enfrentamiento; otra versión aseguró que lo había entregado un delator; una tercera no especificaba detalles pero lo daba como desaparecido: "Nunca más se supo". Y uno ya está advertido de que esa fórmula, en mi país, quiere decir que se sabe perfectamente.
   No podría afirmar que he llorado, porque nosotros ya no lloramos a los muertos. Tampoco se los reemplaza, como jurábamos en las viejas consignas. Simplemente se los guarda en la memoria, se los acumula en la cuenta que algún día nos pagarán y se sigue adelante. Pero sí lo evoqué largamente. Su imagen bonachona pareció revivir, entonces, y sus ojos grises, sus mofletes gordos y hasta sus enormes manos de carpintero jubilado se me hicieron tangibles como en cada reunión, cuando las cruzaba sobre la mesa, escuchando atentamente, y sólo las separaba si alguno le preguntaba sus opiniones. Porque nunca hablaba sino para responder preguntas. Jamás nadie se lo dijo, pero no entendíamos esa actitud suya, que no era de recelo ni de desconfianza, sino de hombre sabio. Sólo que nosotros, jóvenes e impetuosos entonces, no éramos capaces de comprender esa sabiduría. Y así nos fue.
   La vez que se incorporó al grupo, todos lo miramos con prevenciones. En primer lugar porque nos triplicaba en edad. Ana juraba que debía tener más de sesenta años. Luis, más benévolo, lo hacía cincuentón. Pero fue Rosita la que expresó lo que todos sentíamos: esa desconfianza por la fama que traía, pues todos lo conocíamos desde niños; todos habíamos leído infinidad de veces el nombre y el apellido del Viejo Héctor en las revistas de historietas. Todos habíamos sido atrapados por la fantástica odisea de El Eternauta, habíamos luchado junto al Sargento Kirk alguna vez, o compartido las aventuras de Ticonderoga, de la Brigada Madeleine, o entusiasmado con las narraciones de Ernie Pike, el corresponsal de guerra, o sufrido con el patético relato de Mort Cinder. Eramos, ciertamente, una generación hija de las revistas Fantasía, D'Artagnan, Intervalo, El Tony. Y además, él era el primer y único tipo famoso que se incorporaba al grupo. Y la fama resulta sospechosa para los jóvenes que se sienten revolucionarios.
   Por cierto, no puedo hacer su biografía, que por otra parte sólo conozco en porciones. Diré, nomás, que no me gustó, al comienzo, su apellido alemán, quizá porque le atribuí una injusta connotación nazi. Pero enseguida me cautivó su modo de ser tan italiano, tan afectivo, cálido y firme como una luna de enero sobre Buenos Aires. Y al cabo de tres o cuatro reuniones supe por qué lo quería: porque encarnaba la imagen de mi padre, ese sujeto también mofletudo y de ojos grises que casi no conocí y que, por entonces, hubiera tenido aproximadamente la edad del Viejo Héctor.
   Aunque él jamás lo hubiese admitido, sospecho que sabía que llegó a ser una mascota para nosotros; representaba una especie de símbolo, de espejo que todos deseábamos conservar para cuando tuviéramos su edad. Era un afecto que él nos retribuía, gentilmente, cuando nos comparaba con sus hijas, de quienes hablaba siempre con orgullo porque las cuatro -como sus cuatro yernos- eran militantes.
   ¡Cuántas fantasías elaboramos alrededor del Viejo! Su silencio, que era apenas perceptible, suave como una brisa y discreto como la respiración de un bebé que duerme, ni alentaba ni desalentaba. Su empecinada modestia, y el desgano con que hablaba de sí mismo las pocas veces que lo hacía, nos impulsaban a hacer averiguaciones. Así supimos que venía del pecé, que era militante desde hacía un montón de años y que lo había seducido la furia revolucionaria de la juventud peronista quizá porque, como una vez declaró bajando la vista, acaso ruborizado, finalmente veía, a sus años, una revolución posible, cercana, casi palpable. Esa vez lo acusamos de triunfalista y nos reímos porque estaba de moda hablar de la “guerra prolongada” y el Inglés, responsable de ese grupo, dijo que después de todo no sería tan prolongada como para que él no la viese. Pobre Inglés.
   Guardo para mí pocas fortunas, pero una de ellas es la de haber conocido su casa de Beccar y haber tomado allí unos mates una tarde de septiembre, escuchando cada tanto el paso del tren suburbano cuyo transitar nos obligaba a pausas en el diálogo, como hacen los ancianos, sólo que entonces yo era demasiado joven. Le insistí para que hablara de él y me contó cómo trabajaba, siempre hablándole a esa grabadora, una primitiva Geloso a cinta en la que parloteaba sus ideas, inventaba argumentos, desarrollaba personajes y proponía imágenes para que los mejores dibujantes del país las plasmaran en cuadritos para las revistas. Compartí su aprecio por Alberto Breccia, por Ongaro, por quienes él llamaba “los muchachos”, esa generación de dibujantes que él había llevado a la Editorial Abril en los años cincuenta, cuando fue el iniciador de la época de oro de la historieta en la Argentina. E incluso reconocí un cierto rencor cuando habló de ese italiano famoso que le robó la paternidad del Sargento Kirk.
   Creo que en algún momento le pregunté la edad. ¿Tenía, entonces, sesenta y dos años, como me parece? No lo recuerdo, pero sé que le pregunté por qué militaba, a su edad y con su fama. Me miró como pidiéndome disculpas, cebó un mate y dijo, con una naturalidad que ahora me emociona evocar: “¿Y qué otra cosa puede hacer un hombre? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo sólo sé que éste es un trabajo noble y que hay que hacerlo”. Y se dio vuelta y me mostró unos amarillentos ejemplares de Hora Cero, y luego empezó a hablar de cómo se le ocurrió ambientar a Mort Cinder en una casa de Beccar que era exactamente la misma en la que estábamos y que él habitaba desde siempre. Y me llevó al patio, de malezas crecidas, con esos rosales que daban pena de tan mustios, y enseguida se justificó diciendo que ya no tenía tiempo para ocuparse de ciertas cosas.
   Sé que la nostalgia que produce el exilio lleva a sublimar detalles, y que no hay que confiar demasiado en este tipo de recuerdos pues uno está demasiado expuesto a que el amor traicione a la memoria. Pero todavía puedo mencionar pequeños, difusos pasajes, datos sueltos que retengo, como su puntualidad admirable que garantizaba que ninguna reunión comenzara sin su presencia. Era su manera del respeto, una responsabilidad que nos imponía sin querer (o acaso era un estilo de demanda, quién sabe). Quizá por eso, cualquier pequeñísimo retraso suyo nos alarmaba, porque -debo confesarlo- en el fondo ninguno de nosotros confiaba demasiado en su silencio, si caía. Había como una especie de endeblez que se imponía a su corpachón de veterano carpintero y que nos hacía temer que, si lo detenían, no resistiría la tortura. Eramos todos tan jóvenes, entonces; no sabíamos que el valor es también una cuestión de madurez.
   Fue una tarde de abril cuando lo vi por última vez. Había llovido y se hacía difícil conseguir taxi, de modo que llegué demorado a la cita. El se había cambiado de esquina, por si acaso, y estaba como refugiado detrás de un buzón. Nos miramos sin saludarnos y yo entré a ese bar de Sarmiento y Riobamba. El me siguió diez minutos después. Intercambiamos documentos, o alguna nueva consigna, no recuerdo bien, y tomamos café hablando de lo bella que es Buenos Aires cuando llueve. Luego nos despedimos como siempre, con esa efusividad contenida de los militantes clandestinos.
   Nunca más lo vi. Cuando me tuve que ir del país, dejé saludos para él; no sé si se los dieron. Más tarde, en alguna carta, algún compañero me dijo que lo había visto, que estaba bien. Dadas las circunstancias, no era una pobre noticia. Y eso fue todo.
   Hasta que llegaron los comentarios sobre su desaparición, que trajeron un dolor intenso, profundo, nunca expresado (uno siempre se las ingenia para no exteriorizar los dolores intensos, profundos). Lo imaginé soportando un calvario, resistiendo un poquito y -lo deseé con todas mis fuerzas- muriéndose rápido gracias al cansancio de su corazón. Y hasta pensé que al Viejo Héctor le habría servido de algo tener los años que tenía: para sufrir menos y no delatar a nadie.
   Desde entonces no hubo historieta, o comic como le llaman acá, que no me hiciera recordarlo. Del mismo modo, no hubo mención a las palabras “derechos humanos” que no estuviera ligada a la evocación de su cara bonachona, sus ojos grises, sus mofletes.
   Hasta que esta misma tarde, este primero de febrero de 1979, hace apenas unas horas, me encontré con un par de amigos que acaban de llegar de Buenos Aires. Traen noticias frescas, de esas que literalmente devoramos, exigimos con avidez porque sirven para modificar criterios y reubicarnos en la realidad perdida (aunque a veces los que llegan nos matan a los vivos, como también, a veces, resucitan algunos muertos).
Dudé cuando dijeron: “Héctor está vivo, parece que está vivo”. De pronto era demasiado absurdo que cuatro palabras fueran capaces de revivir a un muerto. Es tan duro asimilar la idea de la muerte que, años después, resulta casi imposible asimilar la certeza de la vida.
   Me contaron algunos detalles que ratificaron su estatura, su calidad, la solidez maravillosa de su madera. Dicen que lo detuvieron en una casa que estaba cantada, en la que iba a celebrarse una reunión importante; que los demás habían sido alertados, excepto él, por esas cosas tremendas del destino, por una inconveniencia, por esa manera caprichosa de la tragedia. Dicen que le salió al encuentro un montón de milicos; que lo golpearon mucho y se lo llevaron, de prisa, como siempre tienen ellos, para que hablara lo que sabía, acaso confiados en la debilidad de sus años. Dicen que cundió cierto pánico y que costó todo un día levantar lo levantable, cambiar citar, movilizar casas, hacer mudanzas apresuradas, esconder gente. Porque -aseguran- realmente nadie creía en su fortaleza, en su silencio.
   Pero pasó ese día, y otro, y otro, y una semana, y no sucedió nada de lo temido. Todo siguió igual y esa fue la prueba de su aguante (que era lo que a los dirigentes más les importaba, parece) aunque también -dicen- hubo quienes imaginaron lo que le hacían, el tormento que padecía. A mí se me hace, ahora, que muchos lo habrán querido más que nunca, que en diversos sitios de Buenos Aires se habrán producido silencios respetuosos, apenas quebrados por el canto de los gorriones, por el entrechocar de las hojas de las casuarinas, por el lento paso del río acariciando las riberas.
   Y se me ocurre, también, que acaso entonces nació la certeza de su muerte, una certeza que hoy, primero de febrero de 1979, parece ilusoriamente quebradiza. Porque si bien provoca esta confusión que de alguna manera sobrecoge y aplaca (lo más probable es que el Viejo Héctor jamás lea esta carta), no impide que en este momento yo lo sueñe con su sonrisa cálida y su mirada clara, dispuesto a reconvenirme que estuve mal informado y que estos imperfectos datos biográficos no son correctos.
Para Héctor Oesterheld, guionista de historietas, hombre sabio, compañero, si está vivo.
A la memoria de Héctor Oesterheld, si está muerto.
México, D.F., febrero de 1979.

Vida burguesa y pura leche
    Debo confesar que, en cierto modo, la vida en México se me deslizaba como arena en un puño. No sé cómo vivían las suyas los demás, mis amigos mexicanos, mis camaradas de exilio, pero yo no tenía forma de contener mi vida, de encarrilarla con regularidad ni serenidad. Era muy joven, claro. Pero la mera juventud no puede servir siempre de justificativo. Y además se suponía —y supongo que todavía se supone— que un tipo a los treinta años debe tener ciertas responsabilidades asumidas, un rumbo general para sus acciones, una vocación definida, en fin, esas pendejadas que a todo mundo le parecen fundamentales.           
   Yo estaba un poco preso de esa ideología, y por eso mi vida diaria consistía en hacer todo lo debido, como un perfecto borrego burgués, pero huyendo de las formalidades, peleándome con ellas. Ésa era mi manera de sobrevivir, muchas veces burlándome de mí mismo. Me veía encorbatado, vistiendo los varios trajes que usaba por semana —uno azul, uno gris, uno marrón oscuro, uno jaspeado, otro a rayas negras y grises, más las combinaciones de pantalón y saco con montones de camisas blancas, azules y cremitas, y una vasta y absurda colección de corbatas— y les juro que aunque ahora me río de mí mismo entonces me daban ganas de vomitarme encima.
   Y no es que trabajara mal, para nada. Era eficiente en mis cosas, ordenado, puntilloso, responsable, coordinaba las tareas de decenas de personas, firmaba convenios, documentos, cheques, asumía compromisos empresariales, asistía a reuniones de directorio, a comités de asociaciones y cámaras profesionales y empresarias. Era un joven ejecutivo exitoso, que producía réditos a la empresa en la que trabajaba a cambio de un excelente sueldo; tenía un buen coche que la compañía me cambiaba cada año y medio, dos secretarias y tarjetas de créditos abiertas que pagaban mis patrones. Joder, era la leche, como diría mi amigo Fernando Operé, un español delicioso del que ya hablaré aquí un día.
   La pura leche, pero mortalmente rutinaria y que además me forzaba a ser una especie de respetable Dr Jekyll de día y Mr. Hyde de noche, porque fuera del horario de oficina me salía el escritor, el dirigente del exilio, el peronista revolucionario que había sido en la Argentina y que en verdad nunca había cancelado. No dejaba de ser gracioso eso de desayunar en el Camino Real o el Sheraton con empresarios o funcionarios de lo más formales, de esos siempre muy propios y tan rígidos que parece que tienen un palo en el culo que les llega hasta el cuello; luego almorzar con los periodistas políticos o económicos más notables de los diarios mexicanos; luego despachar y cerrar pliegos de páginas todas las tardes, y a la noche sacarme la corbata y colgar el saco para ir al Callejón de Las Rosas 21, donde estaba la CAS, la Comisión Argentina de Solidaridad de la cual fui miembro y directivo durante casi todos los años del exilio y hasta diciembre de 1983. A quien le interese esto, nuevamente lo remito al libro MEXICO: EL EXILIO QUE HEMOS VIVIDO que escribimos a cuatro manos con Jorge Bernetti.
   Ése fue el marco de la presentación de LA REVOLUCION EN BICICLETA, mi primera novela. Fue a finales de Mayo de 1980 y fue la primera vez que ambos mundos se me juntaron.
   La presentación de un primer libro es un acto extremadamente trascendente para cualquiera. Supongo, ahora que soy veterano, que pesa sobre cada autor/ora la idea romántica de que uno se inmortaliza un poco. O empieza una nueva vida, quizás la verdadera. Ha de ser por eso que en muchos países latinoamericanos ese acto se llama "bautizo de libro". Quién sabe. Lo cierto es que es un mito aceptado que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro son valores determinantes para la existencia, valores casi dogmaticos aceptados y generalizados.
   Ahora no sé cómo va a ser la cosa, con Internet, pero así fue y todavía en cierto modo lo es.
   LA REVOLUCION EN BICICLETA se presentó en la Librería Gandhi, en la que entonces era su única sede de la Avenida Miguel Ángel de Quevedo, en el extremo Sur de la ciudad de México.
   No estoy seguro de quiénes me acompañaron en la mesa; increiblemente no consigo recordarlos. ¿Habrá sido tan grande mi temor que aún perdura y me impone?
   Lo que sí recuerdo, en cambio, es el cariño, la generosidad, acaso la piedad de sus comentarios, aunque tampoco tengo presente ni una sola palabra que hayan dicho.
   Había muchísima gente en toda la planta alta de la Gandhi, como doscientas personas y una buena onda fenomenal. Como si hubiese sido un acontecimiento del exilio, y acaso lo era. Me sentía rodeado del afecto de tantos amigos y además estaban mis hijas que eran chiquitas, y yo las miraba amorosamente a cada rato preguntándome si acaso comprenderían lo que significaba ese momento para su padre.            
   Por ahí estaban, los recuerdo bien, Tununa Mercado y Noé Jitrik, Jorge Bernetti, Nico Casullo con Ana María Amado, el Negro Portantiero, Ricardo Nudelman y Sergio Sinay con Norma Osnajansky, Pedro Orgambide con su mirada tierna y paternal, y Don Edmundo Valadés con Adriana su esposa y un montonal de otras gentes, amigas, amigos, compañeros que serían para toda la vida, Arturo Villanueva, Carlos y Olga Sánchez Lara, Javier Mier y Lolis Carbonell, y buena parte del personal de la revista Expansión, donde trabajaba, y algunos colegas del diario Excelsior, y René Avilés Fabila y Gustavo Sáinz, vaya, sí que fue un acontecimiento aquello, una especie de bienvenida a la literatura que me daban México y el exilio argentino.
   Yo era —o éramos todos, me parece ahora— un chícharo (porotito) más en la esperanza colectiva. Éramos tan inocentes, me parece ahora. Tan ilusionados, tan idealistas. Por lo menos yo, vivía colmado de ingenuidad e idealismo. Hoy sé que era sólo una manera de superar el desamparo y sobrellevar la desesperación.           
   Cuando se publicó esa novela sentí que había llegado mi momento de cambiar. Jamás he olvidado la noche del día en que me llegó el paquete enviado por la gente de Pomaire, desde Barcelona, con los primeros 10 ejemplares de mi primer libro publicado sin que ninguna puta dictadura dispusiera prohibición alguna, y sobre todo sin que yo sintiera miedo sino un suave y dulce orgullo y una alegría profunda, completa, libre y llenadora. Me pasé toda aquella noche en una reposera mirando hacia el Ajusco imponente, que estaba ahí nomás y parecía una sombra gigante que me custodiaba mientras tomaba decisiones fundantes para mi vida futura.
           
Más para el corcho en la pared:
   -Monsieur Bacle, en el siglo dieciocho, sufrió tantas calamidades en su azarosa y tremenda vida, que desde entonces cada vez que algo se derrumba se dice que se produjo la de Bacle.
   -Entonces con aquella mujer, que era poeta, tuvimos sexo oral y escrito.
   -A veces hay que borrar con alcohol lo que se escribió con la mano.

La vida cambia
Después de la presentación de esa primera novela, ese bautismo literario tan importante en la vida de todo escritor que debuta, acabé de madurar la decisión de dejar mi trabajo como director de la revista Expansión. Con todo el miedo que eso me producía, porque la perspectiva de orientar mi vida hacia la escritura era un triple salto mortal a veinte metros de altura y sin red de contención abajo. Pero también me gobernaba la sensación de que era ahora o nunca, y yo no desconocía esas encrucijadas. Debía tomar una decisión como cuando renuncié a ser abogado y me largué a Buenos Aires después de haber cursado toda la carrera, cinco largos años de universidad. Aquella vez decidí no rendir las últimas materias porque sabía que con el título en la mano mi vida sería determinada por eso y no por mi vocación y voluntad, que ya entonces era la literatura.
   Así que uno de esos días tomé fuerzas y subí por la escalera hasta la oficina del Director General y me hice anunciar. "Me voy", le dije. "Ah, qué bien, ¿y a dónde?", me preguntó Roberto Salinas Stephens, quien yo sabía que me apreciaba mucho. "No, Rober, que me voy de la empresa" y le expliqué lo que estaba pensando. Él me miraba fijo, intrigado, dudando acerca de mi estabilidad mental. Después, inteligente, suave y amistosamente, trató de hacerme ver el error. Lo mismo sucedió más tarde con mi jefe directo, Carlos Sánchez Lara, quien además era —lo es todavía— un querido amigo.
   Nunca terminaré de agradecerles la razonabilidad de sus argumentos, el empeño que pusieron en demostrarme que lo mío era un disparate. Porque quizá sí lo era y me llenaron de dudas para toda la vida. Todavía hoy no sé si hice bien, pero fue lo que hice. Más de una vez me reproché aquella decisión. No es bueno ser soberbio.
   Ahora que han pasado los años no me juzgo mal, pero créanme que nada fue fácil desde entonces.
   Un mes después, ajustados mis ahorros y procurando conseguir colaboraciones free-lance en diarios y revistas, empecé mi vida independiente. Con vaqueros o pantalones cortos, remeras o camisas de cuello abierto, me largué a escribir desesperadamente.
   Quizás también tuvo que ver el hecho de que aquellos fueron los años más duros del exilio. En México había dos casas de solidaridad, como hemos contado con Jorge Bernetti en nuestro libro, y nosotros formábamos parte de la directiva de una de ellas: la CAS (Comisión Argentina de Solidaridad). Eso hacía que en nuestras vidas todo estuviera teñido de país: las lecturas, las conversaciones, los duelos, los aniversarios, las fiestas, los duelos, las asambleas, las discusiones, los hijos, los duelos, el cine, los asados y las empanadas, los bailes, la amistad y el duelo permanente.
   Los Montoneros habían lanzado su así llamada "ofensiva estratégica", que no era más que un desatino político-ideológico, un disparate criminal, en el fondo, porque partiendo de la idea de una guerra civil inexistente, consistía en enviar jóvenes como supuestos "milicianos" para la "acción territorial", como decían, pero que allá caían como moscas... Era desesperante ver que chicos de menos de veinte años iban a entregar heroica pero inútilmente sus vidas, desoyendo nuestras palabras, y muchos de ellos fanatizados por un discurso impregnado de una moral cuestionable, que hoy llamaríamos fundamentalista.
   Era enfermante saber que aquellos pibes y pibas marchaban a muertes casi seguras por mandato de una cúpula de dirigentes cuestionables, muchos de ellos insinceros, insensatos casi todos, que desde Roma o Madrid o México jugaban a la guerra contra una dictadura sobradamente asesina, decididamente genocida y con un poder desmesuradamente superior.
   Ese drama espantoso, que para mí fue siempre más moral que político, subrayaba para muchos de nosotros no nuestra supuesta iluminación ideológica sino simplemente nuestras limitaciones, nuestro desamparo, e incluso nuestra culpa en algún sentido porque todos y todas habíamos sido parte de aquel sueño revolucionario.
   No es un tema agradable. Aún hoy, a tres décadas de distancia, es una memoria que sigue ardiendo.
   Mejor decir que así terminó para mí 1980, un año parteaguas. Ya tenía terminada, casi lista, mi segunda novela: EL CIELO CON LAS MANOS. Confiaba mucho en ese texto, que era una historia muy viva y muy intensa que había empezado a escribir en Bruselas una noche abominable del 79. Ahora era ya 1981 y las cosas parecían cambiar nuevamente.

Lecturas
   Hojeo y releo "Los conjurados", para mí uno de los mejores libros de Borges. Pienso en él como pienso en Virgilio, en Sor Juana, en Valery o Neruda, es decir como un poeta genial, casi perfecto.
   Pero también —sigo pensando y lo anoto en un papel— Borges fue grande en el cuento, como todo el mundo reconoce, quizás porque la poética de sus cuentos y relatos carece de referencias personales y es todo sublimación. Ahí radica, quizás, la diferencia que lo engrandece tanto. Porque casi todos los escritores, en todas las épocas, han escrito de diversos modos sus autobiografías. Como si se tratara de un destino inevitable, en casi todos los textos de ficción incluimos, de una u otra manera, episodios personales que funcionan como materiales autobiográficos. Incluso, en muchos casos la escritura no es sino autobiografía disimulada. Lo cual no está ni bien ni mal, pero es una limitación de nuestra potencia imaginativa. Porque uno apela a los recuerdos cuando la capacidad de invención es magra.
   Me parece, decía, que también es ahí donde reside la enormidad de Borges: en él casi no hay autobiografía, y si la hay es onírica; en él todo es fantasía, imaginación en estado puro.
   Por eso yo preferiría prescindir de todo lo personal e íntimo, si pudiera.

Después...
Qué semana que pasamos... El fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner nos ocupó, a todos los argentinos/as, de una manera abrumadora, inesperada. Escribí varios artículos, uno que se publicó en Página/12 al día siguiente pero que circuló desde la primera hora posterior al deceso; otro en el diario Perfil, de donde para mi absoluta sorpresa me pidieron un texto; otro en la siempre querida revista Debate, donde fui columnista varios años.
    No quiero abrumar a nadie, pero si alguien quiere verlos, y porque contiene una disculpa, sugiero leer el de Perfil, que incluyo en otra entrada, al final de ésta.
    Y también sugiero leer una entrevista que me hicieron del diario La Mañana, de Neuquén, en el que pude redondear mis sentimientos y sensaciones. Está en: http://www.lmneuquen.com.ar/noticias/2010/10/31/88196.php
    Otra cosa: el día antes de la infausta noticia, recibí un firme pero amistoso reclamo de Beatriz Sarlo, por haberla incluido en una nota anterior en Página/12 y con gruesa ironía en el supuesto, hipotético gabinete que formaría el Vicepresidente Julio Cobos. Me señaló que yo había sido injusto, pues ella misma, en su habitual columna de "La Nación", había marcado distancias y durezas propias hacia el ya incalificable vicepresidente que padecemos.
     Beatriz tenía razón y se lo reconocí en el acto; admití que mencionarla en esa nota había sido una torpeza de mi parte, un grave descuido en un texto pasional, e inmediatamente le envié una nota de disculpa incondicional, que ella aceptó. Sirva ahora este texto como público desagravio.
     Y por encima de todo eso, varios lectores de este relato seriado que llamo EL LABERINTO Y EL HILO me reclamaron que siga, que no me desvíe por episodios que, siendo trascendentes, no dejan de ser de relevancia circunstancial.
     Así que prometo, desde mañana o pasado, continuar la revisión de mis libretas, papelitos y flaca memoria. Y sepan que no actualicé antes mi blog porque estuve con una gripe fenomenal.

La noche maula
     Nunca hubiera pensado escribir acerca de aquella noche maula del 79 en Bruselas, pero un pequeño apunte me hace revivirlo todo. Parece mentira cómo funciona la memoria personal, que puede tener algo guardado durante tanto tiempo, hasta que un par de palabras en una viejísima agenda te despiertan los recuerdos, que vienen en tropel.
     Sintéticamente: un viaje a Bruselas, enviado por Expansión. La misión: unas notas plomazos, alguna entrevista, esas cosas que hacemos los periodistas cuando somos enviados a trabajos que no interesarán a nadie más que a quien los paga (en este caso era la Comunidad Económica Europea, antecesora de la actual Europa unida, y cuya sede era la capital belga). Me alojé en un hotel de cinco estrellas y las dos noches que estuve allí me dediqué a caminar por la ciudad, tomé cafés y fumé como sapo en la plaza principal, antigua y señorial, llena de banderas que colgaban de grandes mástiles, y en general me deprimí a lo bestia. Estaba recién separado, mis hijas eran chiquitas y las culpas, aunque las sabía injustas, me caminaban por la piel a toda hora. Así funcionaba la cosa.
      De manera que combatí estúpidamente la soledad escribiendo una serie de intrascendentes artículos sobre la economía europea y su relación con México. Pero cada que terminaba uno todas mis preguntas continuaban sin respuestas, lo más inflacionario que había en el mundo era mi crisis y al cabo de la segunda noche me largué a llorar como un bebé.
      Estaba en una habitación enorme, echado en una cama de esas king-size que parecía apta para un combate de lucha libre entre dos grandotes de esos de la tele, y me sentía una perfecta mierdita en un punto inexplicable porque encima en la jodida agenda no podía encontrar el teléfono del Gordo Soriano, único amigo en el universo que podía escucharme y entenderme en esa situación. Entonces hice lo que siempre he hecho cuando estoy desesperado, con miedo o en encrucijadas de las que no sé salir: escribí un cuento; dos en realidad.
      Uno me di cuenta enseguida que no valía nada, y lo abandoné. En el otro había un pibe que espiaba a una chica por el ojo de la cerradura de la puerta del baño, mientras ella hacía pipí, hasta que un día la mamá lo descubría y le daba una tremenda patada en el culo que estrellaba al nene, que encima era miope y usaba anteojos, con todo y cristales contra la puerta. Lo cual resultaba involuntariamente muy gracioso y provocaba no importa qué desenlace ominoso para el chico.
      En realidad el episodio era bastante autobiografico, porque esa escena del pibe espiando era una escena de mi vida. Yo había hecho eso, y aunque en la vida real me parecía un episodio patético y vergonzante, en el texto me divertía mucho, como si yo —y Osvaldo, en quien no dejaba de pensar— fuésemos los lectores imaginarios y de pronto la pasásemos bomba. Esa noche me reí mucho, después dejé los apuntes (porque entonces todo lo escribía a mano) y supongo que me dormí después de leer un par de páginas de cualquier libro.
       Curioso: al día siguiente continué viaje a Edimburgo, una ciudad que todavía me resulta inolvidable, pero no me olvidé de ese cuentito que había escrito. Y una semana más tarde, al volver a México, lo releí y me di cuenta de que en realidad ya se estaba perfilando una novela. Que venía, de paso, nuevamente con el título predeterminado, obvio, sencillo y poderoso, como debe ser todo buen título: EL CIELO CON LAS MANOS.
       Esto, a la vez, me llevó a descubrir que no hacen falta planes para escribir, ni se necesita organizar nada. Una novela, al menos para mí, se escribe como se respira, va saliendo por donde y como puede, y uno no tiene por qué saber qué es lo que pasa o va a pasar. Uno es tan testigo como lo será el lector. Y si uno se va interesando el lector lo hará también. Ésa es mi teoría de la novela.
       La escribí durante casi dos años, firme y sereno a veces, de a borbotones las más. Se publicó primero en los Estados Unidos, en 1981.

El cielo en New Hampshire y Barcelona
           La explicación de por qué EL CIELO CON LAS MANOS se publicó primero en los Estados Unidos, aunque en castellano, se encuentra en algunos hechos fortuitos. Ante todo, y para decirlo sintéticamente, las noticias de España eran muy buenas: LA REVOLUCION EN BICICLETA recibía críticas estupendas y se vendía bastante bien. En aquel tiempo el mundo editorial en lengua castellana era mucho más pequeño que ahora, y la visibilidad era como siempre difícil de conseguir, pero cuando sucedía era mucho más profunda y duradera. Otros editores se enteraban de esas novedaes, y podía ocurrir que pidieran nuevos textos a los autores/as que obtenían cierta resonancia.
           Eso pasó conmigo: dos entusiastas editores (Frank Janney y Randolph Pope, ambos hispanistas, Frank ya retirado y Randolph activo en Dartmouth College) que estaban montando en New Hampshire una casa dedicada a publicar literatura para el mercado hispano de los Estados Unidos, me escribieron una elogiosa carta con una interesante propuesta, si es que yo tenía otros títulos en carpeta.
            Y por supuesto que tenía; no hay escritor que no tenga siempre textos en barbecho, y en mi caso acababa de terminar EL CIELO CON LAS MANOS, cuyo original les envié de inmediato. Además ellos anunciaban ya en su catálogo a algunos autores notables, con quienes cualquier joven escritor querría compartir páginas: Antonio Skármeta, Ángel Rama, Fernando Alegría...
            Así que les envié una fotocopia del original y la respuesta fue casi inmediata: la novela les había encantado y sin dudas querían publicarla.
            Yo iba a decir que sí, desde luego, casi sin pensarlo, pero justo en ese momento me salió un viaje a España y decidí recalar unos días en Barcelona, lo que, en cierto modo, me cambió la vida. O ese tramo de ella.

Balcells
Por entonces ya venía pensando en la necesidad de contar con la asistencia de un agente literario, pero la única agencia que conocía era la de Carmen Balcells, ya por entonces mítica y —desde mi punto de vista— completamente inaccesible.
            Era la agencia que manejaba los derechos de Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso, Juan Marsé y muchos otros big-names. Todo el Boom de la Literatura Latinoamericana pasaba por esa agencia, a la que todos los editores del mundo —y no sólo el de habla hispana— llegaban en procesión y casi de rodillas a pedir los derechos de éste o aquél libro memorable...
            Pero era también una agencia en expansión, y allí se ocupaban de los derechos de Osvaldo Soriano. Y Osvaldo era muy amigo de Juan Carlos Martini (hoy Juan solamente), quien era un brillante editor en la casa Bruguera, donde dirigía la colección Libro Amigo y una extraordinaria Serie Negra. Juan era también autor de la casa Balcells y —Osvaldo dixit— "un tipo con influencia allí porque es muy amigo de Magda Oliver, el brazo derecho de Carmen".
            Cierto o no, y ya que Osvaldo me había enviado desde París el teléfono de Juan, lo llamé por teléfono y le pedí ayuda, con absoluta franqueza. De igual modo, y luego de un amable intercambio, me dio el teléfono de la agencia con esta inobjetable recomendación: "Sé directo y franco; esta gente no se anda con vueltas".
            Magda Oliver me citó esa misma tarde en la agencia (que por entonces aún no estaba en su hoy célebre edificio de la Avenida Diagonal), me recibió con toda puntualidad y me despachó en dos minutos: "Escriba una carta diciéndonos qué escribe y por qué; qué espera de la literatura y por qué quiere que lo representemos. No más de cinco cuartillas, por favor. Y traiga esa carta mañana, con sus datos precisos para que le respondamos".
            Esa noche, en el hotel de mala muerte en el que me alojaba, pedí prestada una máquina de escribir y me desvelé fumando mientras buscaba el tono exacto. Porque había uno solo, un único tono para esa carta decisiva y yo estaba seguro de que de encontrarlo o no dependía en gran medida mi futuro.

Para el corcho en la pared:
—La neurosis argentina perfecta consiste en no saber callar. Hablar y hablar todo el tiempo, y emitir opinión sobre todas las cosas. Y encima pretendiendo siempre tener razón.

—En Mendoza han construído un moderno auditorio, enorme y precioso, que lleva el nombre de Angel Bustelo y celebra a quien fuera un destacado intelectual y dirigente comunista mendocino. Pero los baños del gran auditorio están anunciados de un modo que espantaría al viejo comunista: Women y Men.

—Un pueblo vencido puede tener esperanzas mientras conserve su lengua. Me encanta esta idea; es de Montesquieu.

—Frase memorable escuchada a mi amiga María Julia: "Las empanadas no dan fiebre, boludo".

La carta perdida y después
La verdad es que me encantaría encontrar aquella carta, pero no recuerdo si la escribí con copia. Lo que sé es que a la mañana, antes del mediodía, pasé a dejarla en la Agencia y que, esa misma tarde, Magda Oliver me dijo que sí.
            Lo que tampoco recuerdo es si tuve ocasión de conocer a la mítica Carmen Balcells en esa ocasión o en una siguiente visita a Barcelona. Como fuere, recuerdo perfectamente la primera vez que entré al despacho de Carmen. Era un espacio amplio, luminoso y acogedor, con las paredes llenas de fotografías de escritores relevantes. Ella me recibió con una amabilidad para mí inesperada, y charlamos de cosas poco importantes hasta que ella declaró, imprevistamente, que había revisado el contrato que yo había firmado con Pomaire y que era leonino. Entonces pidió una comunicación con no sé qué gerente de esa editorial: "Oye Fulano, el contrato con MG está concluido, desde ahora es autor nuestro". Yo me quedé pasmado.
            Tiempo después advertí que había sido una clara muestra de poder, a dos puntas. Ya conocería yo a esa mujer impactante y admirable. Pero si en aquel momento quiso impresionarme, lo logró al ciento por ciento.
            La verdad es que para mí la Agencia fue una bendición. Con el tiempo establecí allí dentro relaciones que a lo largo de los años se fortalecieron y que siempre valoré muchísimo, incluso durante los años en que opté por alejarme de la Agencia (1993 a 2009).
            Allí conocí, también, a Laura Freixas, que hoy es una de las escritoras más relevantes de España pero que entonces, siendo muy joven, fue quien atendió mis asuntos. Aunque trabajó en la Agencia poco tiempo, hemos continuado hasta hoy una amistad literaria, íntima y profunda.
            Como se ve, aquella carta decisiva pero desdichadamente perdida abrió las puertas a una etapa inesperadamente positiva de mi vida. Por esos días de 1981 en España mi novela LA REVOLUCION EN BICICLETA aparecía en listas de best-sellers, y me llovían comentarios de lectores entusiastas, muchos de ellos exiliados paraguayos que me contaban cómo sus parientes y amigos que entraban al país llevaban en sus maletas ejemplares de mi novela con las tapas cambiadas y encuadernaciones insospechables. Es intenso y es raro ver afiches de una novela tuya en un escaparate de librería. Es fuerte descubrirte en lucha con la propia vanidad, al momento de esa minúscula salida del anonimato. Se piensa o se dice fácil que uno puede controlar esos sentimientos, pero el ejercicio que es forzoso hacer es tremendo. La vanidad es yuyo malo, dice, si mal no recuerdo, un poema de Atahualpa Yupanqui.
            Lo seguro es que por esos días escribía como un loco poseso, corriendo una carrera quién sabe contra quién ni para qué, pero bueno, era lo que me sucedía. Mi vida en México se repartía entre mis hijas, la literatura y mis clases en la Universidad Iberoamericana. Me sentía lleno de ansiedad y de un raro optimismo, mientras me sacaba las pelambres de la desesperación a puro aporreo de la Lexikon 80.
            Por entonces yo me ganaba el puchero con mis colaboraciones en el diario "Excelsior", la Ibero y un par de talleres literarios. Parece que no lo hacía mal, porque se corrió la voz y rápidamente tuve muchos discípulos. Y así un día fui invitado a participar —junto a Agustín Monsreal— de un grupo literario que conducía Elena Poniatowska, ya por entonces la más renombrada periodista y narradora de México.
            Se reunían semanalmente en casa de Alicia Trueba, una dama muy distinguida de la exclusiva Colonia Pedregal de San Ángel, a cuyo derredor se congregaban dos decenas de señoras y algún caballero con intereses literarios. Era un grupo interesante, obviamente elitista, pero en el cual la literatura ocupaba un lugar relevante, se leía mucho y bien, y se trabajaba con rigor. De allí salieron escritoras mexicanas que hoy gozan de diferentes grados de reconocimiento: Beatriz Graf, Guadalupe Loaeza, Marisol Martín del Campo y varias más. Allí nació mi amistad con Elena, a quien además apreciaba muchísimo Juanito Rulfo.
            Por esos días, una mañana me llegó, también por correo, la primera edición de EL CIELO CON LAS MANOS. Era una edición colorida, muy norteamericana y —diríamos hoy— marketinera.
            La presentación de EL CIELO CON LAS MANOS fue otro acontecimiento al que asistió muchísima gente. Estuvo a cargo de Elena y de Agustín, dos pesos pesados de la narrativa mexicana. Cuando le pedí a Elenita —como la llamábamos con ese afectuoso uso del diminutivo que es común en México— y me dijo que sí, yo sentí que también en ese sentido ese país, la literatura y la fortuna me eran propicios. Sin embargo el día de la presentación, en el amplio salón de una librería de Coyoacán cuyo nombre no recuerdo, recibí una lección durísima.
            Después que Agustín elogió mi libro casi con desmesura y terminó declarando que "si por mí fuera, todo mundo debería leer esta novela", Elena tomó la palabra e hizo un análisis entre literario y feminista. En el primer aspecto rescató méritos y hasta fue generosa, pero en el segundo fue implacable conmigo: se detuvo en los rasgos ciertamente machistas que tenía la novela y la descalificó con poca piedad. Lo hizo con el temible encanto que caracterizó siempre a Elena, con sinceridad blindada y hasta con afecto, pero no dejó de señalar las páginas que cuestionaba por misóginas.
            Quedé hecho trizas. Y más allá de los aplausos del auditorio, y de las buenas ventas que el libro rápidamente cosechó, me sentí tratado injustamente y en cierto modo estuve unilateralmente enojado con Elena. No se lo dije, por respeto y porque ella era ya entonces uno de los grandes nombres de la literatura mexicana, venerada después de "La noche de Tlatelolco" y otros títulos imprescindibles, pero la verdad es que me quedé regulando.
            Curiosamente la que rescató generosamente esa novela fue otra feminista, ya por entonces notable e igualmente grande escritora: Tununa Mercado. Ella escribió en la revista "Claudia", en su habitual columna de crítica de libros, un texto precioso, reivindicatorio, aunque sin mencionar a Elena ni sus opiniones, que también aparecieron publicadas a página entera en esa misma revista.
            Mi ya amiga Beatriz Graf me dijo, entonces, que no me preocupara, porque Elenita era así: no podía querer a alguien sin ser un poco o un mucho irónica; no era mala, sólo que al afecto lo controlaba de ese modo.
            Creo que tuvo razón. Mi relación con Elena fue siempre buena, afectuosa, incluso cuando disentimos años después como jurados del Premio Rómulo Gallegos. Pero de eso hablaré más adelante.

De las presentaciones de libros
Me quedé pensando en aquel comentario de Elenita Poniatowska, que me significó también el aprendizaje de un estilo de bautizo literario, de sinceridad absoluta en la presentación crítica de un libro.
            Eso es algo muy mexicano, que a mí me parece admirable. Presentar un libro no debe consistir solamente en elogiar autor y texto.
            De hecho, también presenté varios libros en mis años mexicanos y practiqué ese estilo. Recuerdo que en el 83 presenté "El sitio de los héreos", de Rafael Ramírez Heredia, y dije que no me parecía su mejor novela y señalé algunos reparos. Rafael era mi amigo y lo fue hasta su muerte en 2006, y yo había apreciado mucho su novela anterior ("Trampa de metal") como valoré algunos de los libros que escribió después, en particular "El Rayo Macoy" y "Con M de Marilyn". Pero en aquel momento, ante un montón de gente en la enorme librería "Casa del Libro", de Churubusco y Tlalpan, aunque me sentí algo incómodo me pareció que mi amigo necesitaba sinceridad, no elogios gratuitos. Y así lo entendió Rafa, que en ese momento y después durante años me agradeció siempre lo que yo había dicho.
            Pero esa saludable costumbre mexicana de la crítica literaria con rigor y sinceridad, de expresar una opinión sincera y de no solamente hablar loas del libro y el autor, me jugó una mala pasada cuando regresé a la Argentina.
            A poco de llegar, en 1984, la Editorial Sudamericana me distinguió pidiéndome que acompañara a Isabel Allende en la presentación de su segunda novela ("De amor y de sombra"). Isabel venía precedida del estallido de su fama internacional por su notable primera novela ("La casa de los espíritus") y yo me apliqué a un profundo análisis de su nueva obra. Lo que escribí y dije fue lo que verdaderamente me parecía (y me sigue pareciendo): que estábamos frente a un nuevo fenómeno literario; que su primera novela estaba demasiado anclada en un realismo mágico que las nuevas generaciones —empezando por la nuestra— debían superar; y que la novela que presentábamos esa noche (en la Librería Clásica y Moderna, de Buenos Aires) era conmovedora por su temática y abría un campo de denuncias (los desaparecidos chilenos) pero no terminaba a mi juicio de ser un texto superador.
            Para mi sorpresa, el público se dividió entre los que celebraron mi sincero y fundado comentario y los que consideraron escandaloso que un presentador fuese crítico de la obra presentada. Hubo un colega, incluso —Enrique Medina, a quien yo no conocía pero era un escritor entonces muy reconocido— que me espetó con dureza que yo era "un h. de p." (lo dijo con todas las letras). Me quedé paralizado, me sentí horrible y me asaltó tal incomodidad que esa misma noche, un par de horas más tarde y durante una cena que Martha Lynch ofreció en su casa en honor de Isabel, me excusé públicamente si había sido ofensivo. Ante la editora Gloria Rodrigué y unos pocos invitados, Isabel misma descomprimió el asunto con delicadeza y elegancia. Yo quedé igualmente desolado y desde entonces me juré nunca más presentar libros, lo cual he cumplido con muy pocas excepciones.

Cuentos, guerra y desexilio
Volviendo para atrás, a finales de 1981 ya estaba en otro proyecto. No recuerdo exactamente cuántos cuentos había escrito para entonces, pero tenía unos cuantos, y algo más de una docena me parecían publicables. Hoy sé que esto es natural en todo autor joven, o que se inicia: uno trabaja con rigor, corrige, relee, pule los textos y ve que se suman los cuentos, y aunque no se vea todavía un libro se sabe que ése es el destino inevitable.
            Así se publicó, en 1982, VIDAS EJEMPLARES. Los catorce relatos que integran ese libro eran prácticamente toda mi producción cuentística hasta ese momento. Y más allá de la natural inseguridad que siente un autor novato, ya entonces sospechaba que dos o tres de esos cuentos iban a perdurar: "La necesidad de ver el mar", "El hincha", "El paseo de Andrés López" y acaso alguno más.
            No es que uno "lo sepa", pero se tienen fuertes sospechas acerca de la valía de algunos textos, de igual modo que se evalúa la dudosa perdurabilidad de otros. Que no están mal y por eso uno los incluye en ese primer libro de cuentos, pero lo hace con algunas sombras de dudas.
            No lo recuerdo bien, pero creo que de este libro ya no hice presentación. El 82 fue un año poco festivo, con la Guerra de Malvinas, algunas polémicas públicas, la inminencia de la caída de la dictadura, los primeros preparativos para volver al país y, encima, yo con un libro que me quemaba el cerebro: LUNA CALIENTE.

Continuidad de los relatos 
Escribo esto último regresando de México, en noviembre de 2010. Como cada vez que voy a ese país que adoro, me resulta inevitable recuperar paisajes, amistades, momentos. Siento como habría de sentir quien pasara todo un día revisando papeles viejos, del año de Ñaupa, y permitiendo que afloren momentos y circunstancias ya vividos pero que nacen de nuevo, espontáneas, con el fluir del texto.
            A la vez me pregunto si tiene sentido seguir con esto. ¿Quién soy yo para escribir "memorias"? ¿Qué importancia tiene mi vida; qué hice que sea importante para el mundo, para los demás? ¿Y a quién le importan estos recuerdos personales? Quizás esto no sea más que un gesto de vanidad, me reprocho, y eso no me gusta.
            Tampoco quiero sonar pretencioso, pero mucho menos caer en falsa modestia. Natalia, mi mujer, dice que si no lo escribo para publicar y simplemente lo hago para sacarme las ganas, está bien. Y ha de ser, nomás, de hecho todos los blogs son autoreferenciales, aunque detesto esa palabra.
            Como sea, lo cierto es que esto es estrictamente una memoria. De las 14 acepciones del vocablo que establece el DRAE, este texto se ajusta a más de la mitad. Pero la que más adecuada me parece, por modesta, es la décima: "Libro o relación escrita en que el autor narra su propia vida o acontecimientos de ella".
            De manera que bien podrían tomarlo ustedes, los pocos lectores que se detienen en estas íntimas, casi rutinarias evocaciones, simplemente como un monólogo abierto a la curiosidad de quien quiera leerlo. No tengo más que agradecimiento para devolverles. Y la confesión de que a veces, algunas noches cuando ordeno estos papeles, estos recuerdos, me siento completamente impresionado porque no puedo parar. Ésa es la revelación más contundente a la que me enfrento: la imposibilidad de detenerme, ahora, aún a costa de la parálisis de la novela en que trabajo desde hace algunos años. Un dilema de la gran siete al que se enfrenta todo escritor alguna vez: no puedes terminar una obra; cuestionas lo que escribes al margen; la heterodoxia de la redacción, febril, nocturna, te desvela y desazona. Un espanto que se repite más de lo que uno quisiera. El de la continuidad de los relatos.

Controversias de antaño
Antes de contar la génesis de LUNA CALIENTE, o acaso para poder hacerlo, debo decir primero que por entonces yo militaba intensamente en el exilio. Era una incesante tarea política, de solidaridad y también de pensamiento.
            Entre 1980 y 1982 la actividad política exiliar fue intensísima, de tiempo completo. Además, entonces se polemizaba muchísimo en los diarios mexicanos y en algunas revistas de la colectividad argentina. Por supuesto, descuiden que no entraré en detalles y al respecto me remito una vez más al libro que publicamos años después con Jorge Bernetti, pero en lo relativo a esta novela que de toda mi producción fue la que más ruido hizo y sigue haciendo, necesito rescatar de aquella época un par de episodios para mí trascendentales.Uno de ellos fue una polémica frustrada con Héctor "El Toto" Schmucler, que para mí fue determinante.
            Entre 1979 y 81 circuló en México una revista de pensamiento y ensayo político llamada "Controversia", cuyo consejo de redacción estaba integrado por notales intelectuales: Héctor Schmucler, José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Rubén Sergio Caletti, Nicolás Casullo, Oscar Terán, Ricardo Nudelman, Carlos Abalo y Jorge Tula. En un artículo del 11 de octubre de 1979 en el diario mexicano “unomásuno” firmado por Claudio Aguirre (seudónimo de Nico Casullo) se definía a la revista como una "publicación de carácter ensayístico y polémico (que) busca llenar un vacío en el exilio; (...) examinar críticamente el proceso de la derrota popular en la Argentina (...) volver a pensar casi todas las cosas (...) rechazar el lugar común de las interpretaciones y enfrentarse a los tabúes que hoy saturan la política del exilio”.
            En ella se publicó, en el número 9-10, de diciembre de 1980, un muy discutible texto de Schmucler, a quien yo apreciaba desde los tiempos de la JTP, cuando había sido mi “responsable”, como se llamaba entonces a quienes informaban (y observaban) a los militantes de superficie, menos comprometidos o al menos no militarizados y a quienes solía llamarse despectivamente "perejiles".
            Ese artículo de Schmucler se refería a los primeros testimonios que se conocían, de boca de sobrevivientes de los campos de concentración, y en particular la ESMA, cuestionándolos en su validez documental. El texto levantó polvareda de inmediato y la revista tuvo que admitir algunas réplicas. Pero no admitió la mía, con argumentos pueriles, elusivos. Entonces, como no quisieron publicarlo, hice circular mi réplica en copias. Una de ellas llegó a "Cuadernos de Marcha", la respetada revista uruguaya (editada también en el exilio) fundada y dirigida por Don Carlos Quijano, el legendario periodista oriental, quien me llamó escandalizado porque se había enterado y no comprendía cómo se cerraba a la polémica un medio como "Controversia", que pretendía discutir el exilio... Me ofreció su revista y por eso mi respuesta a HS se publicó en "Cuadernos de Marcha".
            Quien desee ver esos textos, los encontrará en las respectivas revistas, en la web y/o en el libro que publicamos con Jorge: MEXICO: EL EXILIO QUE HEMOS VIVIDO (Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2005).
            Por mi parte, no he vuelto a ver al Toto, y ahora me impresiona advertir que han pasado más de treinta años desde aquella controversia. De él sé que en Córdoba es hoy una especie de prócer intelectual, un maestro de comunicación respetadísimo. Lo celebro porque siempre fue un intelectual de fuste y por eso le dediqué, hace algunos años, un cuento que dio título a uno de mis libros y fue traducido a varias lenguas: "El castigo de Dios".
            Y bueno, lo que quería decir en esta entrada es que fue más o menos en aquellos mismos días que parí LUNA CALIENTE, esa novelita que sí me cambió la vida y que seguramente estuvo influenciada también por aquella dura polémica exiliar acerca de la validez de los testimonios de los sobrevivientes.
            La gestación de este libro tuvo que ver con eso, y con otro episodio curioso: como ya conté aquí, cuando en 1982 la misma editorial norteamericana que publicó EL CIELO CON LAS MANOS me pidió un segundo libro, les entregué la colección de cuentos titulada VIDAS EJEMPLARES. Lo que añado ahora es que eran originalmente quince relatos, que se redujeron a catorce cuando recibí las galeras para revisar y decidí quitar un cuento corto, de unas tres páginas, que se titulaba "Luna caliente". Ése fue el embrión, digamos, de la novela.

El calor, la rabia y los maestros secretos
Es que tenía ese texto en cierto modo atragantado. Era un cuento muy breve: un tipo grande que regresa de estudiar en el exterior, ya profesional, una noche se apasiona desmesurada, inconvenientemente, con una chiquilla que además es hija de una familia amiga, en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. No está claro si hay una incitación de la mocosa, lo que de todos modos no funciona como justificación de nada, pero sí contribuye a incrementar la perversión del relato, que desemboca en una especie de violación con asesinato y la inmediata, cobarde huida del tipo.
            No estaba mal como cuento, pero yo sentía, o presentía, que narrativamente podía dar más. Había algo del orden de lo simbólico que no alcanzaba a develar y que me hacía sospechar que solamente escribiéndolo llegaría a conocer. La escritura muchas veces funciona así: uno sospecha que es en lo no escrito donde está la maravilla, porque lo no acabado emite destellos, como la doncella esquiva que en un cuento clásico se esconde tras los velos pero de algún modo se deja ver. Algo como de Boccaccio, o de las 1001 Noches. El esclavo la persigue, la muchacha también a él, pero ambos saben que sólo pueden disfrutar de acercamientos fugaces y con limitaciones porque ella está reservada a un gran visir. La literatura puede no ser demasiado original cada vez, pero sus posibilidades son infinitas.
            A mí me pasaba que tenía ese cuento a punto de publicarse en mi primer libro de relatos, y sin embargo algo me decía que no, que había otra cosa y debía descubrirla. Nadie más que uno mismo puede saber la ansiedad que siente un joven autor ante la inminencia de la publicación de su primer volumen de cuentos. Quitar uno de los que integran el conjunto, que contribuye a dar cuerpo al libro y que encima ya ha sido aprobado por los editores, es una extirpación. Un acto quirúrgico, sin garantías de sobrevivencia.
            Como fuere, lo hice. Luego de dos o tres días, con sus noches, de pensar qué haría con ese cuento si lo retiraba de la colección, me ordené confiar en mi intuición. Que era una intuición confusa, desde luego, pero era maciza y me señalaba algo. Había que trabajar con la imaginación a marcha forzada, modificar el cuento hasta destrozarlo y con el riesgo de perderlo por completo, y sólo después ver qué sucedía. La inseguridad era lo único seguro, porque además en ese tiempo yo sentía una mezcla de furia y desesperanza; el horror que se vivía en la Argentina me generaba una rabia oscura, indescifrable, a la vez que sentía una desazón tenaz porque mis hijas eran pequeñas, yo les había cortado sus raíces y por eso convivía con un sordo sentimiento de culpa. El dolor por la Argentina me decía que estaba bien haber salido, porque aquél era un país violado a cada hora, pero al mismo tiempo sentía desolación por la imposibilidad de volver, que era lo que más deseaba. Era un lío tremendo, y una vez más sólo podría salir de él escribiendo.
            No recuerdo cómo empecé, pero sí que me encerré a escribir esa novela, frenéticamente, durante 22 días exactos y a destajo, sin salir ni hacer otra cosa. Había llenado el refrigerador y la alacena, y no atendía el teléfono. Era verano, creo, porque me recuerdo sudando por las tardes, mientras miraba el Ajusco con empeño casi religioso, como pidiéndole inspiración. La enorme montaña, vista desde el cuarto piso que rentaba sobre el Camino a Santa Teresa, que subía a la Colonia Magdalena Contreras justo donde empezaban los bosques de pinos, era de una belleza magnética, sublime. Y yo tenía una terraza que era como un balcón de privilegio, donde a veces me instalaba, en calzoncillos, a aporrear mi Lettera desesperadamente.
            No sé cómo terminé de escribir esa novelita, pero de pronto una tarde me detuve, como forzado yo mismo a no seguir huyendo con Ramiro y Araceli. Estaba con ellos en el Paraguay y no sabía qué hacer; seguir huyendo era el único destino inmediato, desde luego, pero no me parecía narrable, la tensión se iba a desmoronar sin remedio. Me sentía en una especie de callejón sin salida, porque todos los finales que se me ocurrían —probé varios— me resultaban falsos, inverosímiles o chapuceros. Era la primera vez que un texto me apasionaba pero no conseguía cerrarlo. Sentí mucha angustia por eso, porque sabía que la historia que había narrado, siendo novela, tenía intensidad de cuento y eso me gustaba. Pero no me convencía el final; no lo encontraba.
            Estuve varios días, quizá muchos, dándole vueltas al texto. No sé si los releí entonces, pero seguro que convoqué a L'etranger de Albert Camus, a The postman rings twice de James Cain, a mi maestro secreto Raymond Chandler y su inigualable The long goob-bye, cuyo final es perfecto. Pero no había caso: estaba empantanado en la última página.
            Fue entonces que aprendí, con crudeza, una lección que me sirvió para toda la vida: toda historia, larga o breve, tiene un solo final. Un único final. No hay dos o más finales posibles; sólo hay uno. Y uno tiene que encontrarlo. Ése es todo el secreto.
            Entonces me salvó el comentario de un amigo, un formidable lector, además, que había sido mi jefe en la revista Expansión: Arturo Villanueva Williams, un hombre de agudeza típicamente mexicana, cuyo interés y vínculos con la política condicionaban sus cualidades artísticas a la vez que era demasiado culto para la política. Yo le había entregado una copia del original y Arturo, por entonces avezado lector del género negro y fan de la literatura norteamericana, me hizo una devolución luminosa.
            Había leído la novela dos veces, había ponderado el título y —según dijo— estaba encantado con el relato. Pero, como era de esperar, cuestionó el final provisorio que tenía. El problema, deslizó, podía estar en que quizás yo me empeñaba en resolver la historia desde una perspectiva realista, porque toda la novela tenía un tinte realista. ¿Y si no era así? Él sugería que yo repensara ese asunto, porque la novela era un policial negro, sí, pero no lo era; era erótica y podía rozar la pornografía, pero era más que eso; era una denuncia de la dictadura argentina pero no era una novela encasillable en la literatura política ni en el realismo social.
            De pronto vi que, en esencia, mi novela era una exploración sobre la naturaleza humana —toda buena novela lo es, y yo sospechaba que LUNA CALIENTE podía serlo— pero la naturaleza humana no es ni plana ni redonda, ni mucho menos previsible.
            Antes de que Arturo terminara, ya estaba yo escuchando la llamada final del conserje del hotel. Ese final heterodoxo era el único final que podía tener esa novela.

Cumpleaños feliz, camino a Querétaro
En cuanto la terminé, y lo anuncié a la Agencia Balcells, sucedió que en un diario mexicano leí la página de convocatorias a concursos que hacía el INBA todos los meses. Creo que era mayo o junio del 83 y decidí mandar las copias correspondientes.
          Por cierto, México es un país siempre generoso en concursos y premios, y no tienen prejuicio alguno con los extranjeros, su apertura es fenomenal. Por aquellos años era común que exiliados chilenos, argentinos, uruguayos, nicaragüenses o de donde fuere resultasen premiados. Entre los argentinos era fama que Humberto "Cacho" Costantini se la pasaba ganando premios en concursos de cuentos, e incluso se decía que vivía de eso. Lo cual no era verdad, desde luego, pero sirve para dar una idea de la amplitud y generosidad de la cultura mexicana. También el chileno Poli Délano, o el uruguayo Carlos Martínez Moreno, entre muchos otros, eran frecuentes premiados.
            A mí, que solamente había participado de un concurso de becas del que ya hablé en este relato, me daba mucho miedo aspirar a un galardón de tan pomposo título: Premio Nacional de Novela. Pero confiaba en mi novelita, a la que —cabe aclararlo— siempre pensé en diminutivo por dos razones: primero porque sus escasas 120 cuartillas mecanografiadas a doble espacio obligaban a considerarla en el límite entre novela y nouvelle (esa categoría que en Francés define a las novelas breves, y cuya traducción literal sería algo así como "noveleta"); y segundo porque en 1984, apenas regresado a la Argentina y cuando LUNA CALIENTE se convirtió en best-seller del año, en un encuentro literario al que asistí y del que no recuerdo ni motivo ni lugar, alguien me presentó a Jorge Asís, por entonces uno de los autores más leidos de Buenos Aires, quien con absoluta y graciosa malicia me palmeó la espalda diciendo: "Ah, ché, leí tu novelita, está muy bien".
            Tras un segundo de desconcierto, me largué a reir y no devolví el mandoble. Y después fuimos amigos. Yo había leido varios de sus libros, apreciaba mucho "La manifestación", "Fe de ratas" y sobre todo la entonces reciente "Flores robadas en los jardines de Quilmes" (¡qué titulazo, por otra parte!) y siempre pensé que era un tipo talentoso más allá de sus características de primadonna. Lástima que después derrapó tan penosamente hacia el menemismo y hacia caricaturas de periodismo.
            Y sí, me fui por las ramas, disculpen pero me pareció pertinente... Decía que me lancé nomás con mi novelita y mandé también copias a España, donde siempre me dio gusto que en las vidrieras de Carmen Balcells hayan estando los originales de ésta y otras obras mías, encuadernadas en rojo y en la misma letra G un poco más allá de las del Maestro García Márquez.
            Y quería decir también que en cierto modo olvidé mi participación en ese concurso, que se laudaría meses después en la Ciudad de Querétaro. Eso sucedió exactamente el 2 de agosto, que es el día de mi cumpleaños. Al caer la tarde me llamaron del INBA para comunicarme que mi LUNA CALIENTE había sido premiada por el jurado, que hasta entones no se conocía y que habían integrado dos novelistas mexicanos (Luisa Josefina Hernández y Carlos Montemayor) y el argentino Noé Jitrik. Lo cual fue una doble sorpresa, porque no conocía a los jurados locales y siempre había pensado que Noé no apreciaba mi trabajo literario.
            Fue un cumpleaños asombroso. Llamé a algunos cuates y lo celebramos en grande esa misma noche.
            La entrega del premio, semanas después en el Palacio de Gobierno del Estado de Querétaro, acompañado de muchos amigos/as que viajaron desde el Distrito Federal, y con mis hijas por ahí de lo más emocionadas, y encima con las noticias de la Argentina que eran alentadoras —la dictadura se caía a pedazos después de la Guerra de Malvinas, y la campaña electoral para las elecciones del 30 de Octubre de ese 1983 resultaba apasionante— fue un momento sublime para mí.
            Lo que lamento ahora es no encontrar el texto del discurso de aceptación del Premio Nacional de Novela, que por primera vez se otorgaba a un extranjero. Me parece que las palabras que pronuncié aquella noche intentaron ser un homenaje a la Literatura, al país que nos había acogido tan generosa y amorosamente, a nuestra comunidad de exiliados y al futuro democrático que entonces muchos compatriotas vislumbrábamos. Pero no lo encuentro entre mis papeles. De modo que ya revisaré algunas carpetas más y, si aparece, veré de reproducirlo aquí.
            Y en la próxima entrega, además, les contaré lo que dijo Juan Rulfo de todo esto.

Primer regreso y un oasis inesperado
No encuentro el discurso, ni modo... Pero mientras revisaba papeles viejos, estuve recordando que por entonces todo lo referido a LUNA CALIENTE se relacionaba con mis primeros planes concretos de volver a la Argentina.
          En aquel tiempo, no recuerdo exactamente en qué mes, hice un viaje de incógnito a Buenos Aires. Si bien para comienzos del 83 había ya claros indicios de que la represión y el peligro habían amenguado, fue una decisión bastante irresponsable. Pero después del Premio Nacional sucedió que un día me llamaron por teléfono de una radio de Buenos Aires, del programa de Bernardo Neustadt. Más allá de mi paranoia y sorpresa, apenas disminuidas cuando la productora me dijo que mi teléfono mexicano se lo había facilitado mi amigo Carlos Ulanovsky, aquella charla al aire con Neustadt (quien por entonces se disfrazaba rápidamente de democrático) me hizo pensar que quizás era un tiempo propicio para explorar el terreno.
            Lo decidí sin pensar mucho y me largué, y todo salió bien aunque el periplo no dejó de tener su lado chistoso, porque yo aposté a entrar con el mismo pasaporte con el que había salido años atrás, y que en 1981 y en Londres había revalidado sin problemas. Pero sucedió que en cuanto subí al avión y encaré por el pasillo, para sumergirme en el asiento del fondo que me habían asignado, escuché que una voz femenina me llamaba muy alegre y casi a los gritos: "¡Mempo, tantísimo tiempo!"
            Primero se me paralizaron las piernas porque no reconocí la voz, a la vez que pensaba velozmente en renunciar al viaje. Pero enseguida miré hacia quien me había botoneado y descubrí a una muchacha de Resistencia, Alicia Della Corte, que entonces trabajaba como azafata en Aerolíneas Argentinas. Enfundada en el elegante uniforme que yo volvía a ver después de tantos años, se largó a preguntarme con toda sonoridad qué hacía yo en México, cuánto tiempo que no iba al Chaco, cómo estaban mi hermana y familia y no sé cuántas cosas más... Ella fue encantadora conmigo, la verdad, pero yo sólo sentía deseos de estrangularla mientras le hacía estúpidas señas para que se callara la boca y habláramos después de decolar.
            Con esa carátula, me dije ya en mi asiento, ese viaje sólo podía ser un desastre o un reencuentro hermoso. Aposté a lo segundo y, como ya era tarde para bajarme del avión, me relajé y me encomendé a todos los dioses del cielo. Y sólo un par de horas más tarde, ya en vuelo, fui a la cocina a charlar con Alicia, con quien no nos veíamos desde que éramos adolescentes.
            De Buenos Aires seguí directamente a Resistencia, donde el reencuentro con mi familia fue muy emotivo y pudimos saldar velozmente las diferencias. Había en el aire del país un común anhelo democrático y los años de distanciamiento se superaron en el acto. Los detalles pertenecen al ámbito privado.
            Cuando regresé a México tenía la decisión tomada de terminar mi exilio. Sólo era cuestión de conciliar asuntos más privados aún —mis hijas, mi vida amorosa— y de resolver la publicación de LUNA CALIENTE.
            Y es que durante ese viaje tuve que decidir acerca de una propuesta editorial, pues días después de la ceremonia en Querétaro me llamó un querido amigo, el poeta Sandro Cohen, quien era además colega en el diario "Excélsior", y me propuso hablar con Luis Mario Schneider, un editor bastante prestigioso a quien yo conocía sólo de nombre.
            Nos encontramos una tarde en un café de la Zona Rosa. Schneider llegó con Sandro y me causó una agradable impresión. Era un hombre de modales muy europeos, rigurosamente educado y con un aire afeminado que sólo le otorgaba distinción. Curiosamente para mí, resultó que era correntino de nacimiento y estaba lleno de nostalgias del mismo río Paraná y de las mismas siestas que yo añoraba. Aunque él llevaba ya como cuarenta años viviendo en México, y no tenía nada que ver con el exilio político, estaba bien informado y su conversación era inteligente y sutil, además de que denotaba una firme competencia lectora. Había fundado y dirigía la Editorial Oasis, una empresa pequeña y semimarginal pero muy activa de la que era además propietario, o socio, no recuerdo bien ni importa demasiado.
            Tampoco recuerdo si él había pedido la entrevista a Sandro, o Sandro había sido el de la idea, pero el encuentro estuvo bueno y de ahí resultó la primera edición de LUNA CALIENTE, que salió a la venta poco después del Premio, prácticamente a fin de año, o sea sólo cuatro meses después de Querétaro, lo que era un record para la época. Fue una edición que literalmente voló; se agotó en menos de un mes y los comentarios recibidos fueron laudatorios. Seguramente, gran parte del éxito se debió a la contratapa del libro, escrita por Juan Rulfo. Quien aceptó mi pedido con una generosidad conmovedora.

Un gesto inolvidable
Por cierto, yo sentía mucho miedo de pedirle un prólogo. Ni una solapa, una frase, nada. Pero a la vez era una tontería no hacerlo, dada nuestra amistad. Si nos tratábamos asiduamente; si nos queríamos y respetábamos, y nos veíamos una o dos veces por semana, ¿por qué no iba a pedirle que prologara mi libro recientemente premiado? Lo pensé mucho, además, porque también sabía —ya entonces— que eso era un incordio. Es un plomazo pedir prólogos a los amigos; es algo que los compromete, incomoda a ambas partes. Lo sufriría yo mismo en el futuro, me decía entonces, como en efecto sucedió y sucede. Pero también sabía que mi cercanía con Juan, la calidad y frecuencia de nuestra amistad autorizaban un pedido semejante. Y hasta podía suceder que él se molestara si yo recurría a otro/a colega.
            Aquí debo decir, además, que yo suponía fundadamente que Juanito conocía LUNA CALIENTE porque un tiempo atrás le había entregado una copia encarpetada. Y él leía todo lo que le llegaba, eso lo sabíamos; podía no hacer comentarios, que desde luego nadie le pedía jamás, pero sabíamos que sí leía todo. Más de una vez había deslizado sutiles elogios o críticas sobre los textos de algún miembro de la mesa, a manera de indicaciones de que sí nos leía a todos, y simplemente se usaba agradecer el hecho de haber sido atendido por el Maestro. Y punto. Así había llegado yo a conocerlo, de hecho: por un elogio que él había pronunciado acerca de mi novela LA REVOLUCION EN BICICLETA. Luego supe, por sus comentarios casuales, que también conocía y estimaba EL CIELO CON LAS MANOS y mis cuentos de VIDAS EJEMPLARES, aunque jamás me hubiese atrevido yo a preguntarle una opinión.
            Todos sabíamos, en fin, que Juan era austero en sus alabanzas, que su entusiasmo era contenido y siempre muy sobrio, y que no solía escribir acerca de las obras de sus contemporáneos, de hecho casi no hay prólogos de su autoría. Así eran las cosas.
            De modo que con muchísimo cuidado pero con absoluta franqueza, se lo planteé una tarde en El Agora. Él se había mostrado muy entusiasta con la noticia del premio, e incluso había dicho, en aquella ocasión, que los cuates debían acompañarme. Eso significaba que él no iría a Querétaro, claro, pero vería con buenos ojos que los demás contertulios me "hicieran la segunda", como decía. Así que la tarde de un viernes, temprano, me adelanté y fui el primero en llegar. Pedí mi café y en cuanto él llegó y estuvimos solos le dije: "Juan, me da muchísima pena y sé que cuento de antemano con tu negativa y no hay pedo, pero no puedo dejar de preguntarte si no querrías escribir algunas palabras. Tú conoces la novela".
            Él alzó los ojos, hizo girar entre sus dedos el Pall Mall sin filtro que fumaba y con delicada gravedad me dijo: "Claro que sí, mañana te traigo unas palabras". Y no se habló más, y llegaron otros contertulios, y al día siguiente, sábado casi noche, pasé por El Ágora sin demasiadas esperanzas. Y ahí estaba él, sentado a la mesa y pluma en mano, corrigiendo una hoja de papel cuadriculado que aún conservo, enmarcada, en mi escritorio, y en la que había escrito, de puño y letra, este texto:

El texto de Juan:
"En 'Luna Caliente', Mempo Giardinelli retorna con singular maestría al mundo nostálgico de la provincia argentina, en los límites del Chaco paraguayo, de la cual, a pesar de su constante exilio, no se ha desarraigado. Pero no sólo es el ambiente regional, y mucho menos son aquellos territorios que vivió desde la infancia los fundamentos de su obra, pues lo esencial para el autor de 'El cielo con las manos' o de 'Vidas ejemplares', es el recuerdo torturado y a la vez irónico con que recrea la funesta realidad de sus personajes. 'Luna Caliente' cuenta una historia amarga; una historia que debía ser triste; no obstante, Mempo Giardinelli conoce cómo desvanecer la amargura, quizás porque el destierro le ha enseñado a soportar eso y aún más; tal vez por el arte, el gran artista que hay en él le hace transformar las cosas adoloridas en una literatura hondamente creadora de optimista resignación". Y firma: Juan Rulfo. Noviembre 23 de 1983.
            Como me dijo una amiga muy querida y muy porteña, Sara Melul: "Fáaaaa..."

14 de febrero del 84: Alumbramiento y muerte
La aceptación de LUNA CALIENTE fue algo inesperado. Las notas de prensa se sucedían y eran todas laudatorias. Una tras otra, parecían estimular una rápida reedición, que se produjo, a la vez que la novela era requerida para su traducción a otras lenguas. La Agencia Balcells sabía manejar bien las cosas, pero como yo no había vivido jamás algo similar, confieso que para entonces lo que más me preocupaba era no marearme.
            Pienso que lo logré, y nuevamente gracias a Juanito. O a su sabiduría y extremo perfil bajo. Porque su mirada no era juzgadora, pero sí severa y alertada. Y pertenecer a su minúsculo círculo de amigos imponía no sólo lealtad y atención sino también no hacer ni decir pendejadas.
            Voy a contar ahora lo que sucedió con la presentación de LUNA CALIENTE, que se realizó en el Palacio de Bellas Artes. Pero antes me permitirán ustedes una digresión para decir que no entiendo por qué mis editores, en los últimos veinte años, han preferido no utilizar ese texto de Juan Rulfo. Me parece un disparate, y a algunos se lo he dicho. Pero sólo se usó ese texto como contratapa en las primeras ediciones del medio centenar que lleva hasta hoy. En la Editorial Bruguera, en Buenos Aires, cuando se publicó en 1984 y se reeditó un montón de veces, esas palabras de Juan fueron fundamentales. Para el éxito y también para la envidia, diría yo, a la vista de un par de críticas condenatorias que aparecieron entonces en revistas porteñas, firmadas por colegas de cuyos nombres prefiero no acordarme. También en muchas traducciones lo reprodujeron. Pero desde la muerte de Juan nunca más, y no sé bien por qué. Y no me gustan las conjeturas que se me ocurren. Un día tengo que preguntárselo a un editor.
            Como fuere, retorno en este relato a Bellas Artes aquella tarde del 14 de febrero de 1984. El marco de público era impresionante, y yo me sentía sobrepasado. Era la primera vez que iba a presentar un libro en esa catedral, que es a México lo que a Argentina es el Teatro Colón (al menos el de antes del desastroso gobierno municipal de Mauricio Macri). Había muchísima gente allí, parecía estar toda la prensa mexicana y los presentadores del libro eran lo que en Argentina hoy se llamarían tres "grosos": Juanito, Agustín Monreal y Noé Jitrik.
            Era un acontecimiento extraordinario para mí. Que aunque mantenía la calma y gobernaba mi propio nerviosismo y ansiedad, vivía interiormente una especie de fiesta que sería inolvidable. Y así fue, inolvidable, aunque resultó un fracaso, porque luego de las primeras palabras de Noé alguien se acercó a Juan y le susurró unas pocas palabras al oído. Tras lo cual, se mostró visiblemente turbado, tanto que Noé interrumpió sus palabras y le cedió el micrófono. Juan entonces se puso de pie y dijo que acababan de informarle que había fallecido Julio Cortazar en París, y que lo que debíamos hacer en ese instante era rendirle un homenaje al Gran Cronopio aplaudiéndolo a rabiar. Fue impresionante: toda la sala estalló en un sonoro y larguísimo aplauso, mientras algunos se largaban a llorar abiertamente y Juan y todos los de la mesa nos abrazábamos como hermanitos menores.

Para el corcho en la pared:
(Papelitos encontrados en el fondo de una caja)

            • Credo: Yo narrador me confieso ante Dios todopoderoso, creador de Homero y de Virgilio, de Don Quijote y Pantagruel...

            • Dogma borgeano: La realidad es la única ficción.

            • Asesinatos en serie que serían beneficiosos para la Humanidad: 1º) abogados; 2º) taxistas, 3º) jubilados boludos que votan a Menem.

El largo 1983, un cambio de título y los trabajos de la melancolía
          Hace varias entregas conté que mi primera novela —TOÑO TUERTO REY DE CIEGOS— fue incinerada por la dictadura en el invierno de 1976. Ese mi primer libro, abortado entre decenas de miles de otros libros que los militares quemaron en la Editorial Losada, quedó, para mí, de alguna manera en el olvido. Un poco por la frustración y el exilio, otro poco por un natural crecimiento literario que me volvía más exigente, y seguramente por los nuevos proyectos de escritura en que me fui concentrando, lo cierto es que renuncié a publicar ese libro en México. Hasta que después de recibir el Premio Nacional de Novela en Querétaro, y nuevamente a instancias de mi primer editor mexicano, Luis Mario Schneider, cambié de idea y recuperé ese libro que dormía en una carpeta desde hacía siete años.
            Luis Mario estaba muy contento con el éxito de LUNA CALIENTE en la Editorial Oasis, y enseguida me preguntó —como hacen todos los editores del mundo ante el buen suceso de un libro— si no tenía otra novela. Y entonces le confesé que todo lo que tenía era ese texto nonato.
            Me atreví a publicar esa novela después de mucho pensarlo, y con un nuevo título: ¿POR QUÉ PROHIBIERON EL CIRCO?
            No fue una decisión fácil. Sobre todo porque a esas alturas yo sabía que ese texto requería una ardua reescritura. No sólo porque habían pasado ocho años desde que entregara a Jorge Lafforgue el primer original, sino porque en esos mismos ocho años yo había cambiado, había crecido y me reconocía mucho más exigente.
            De manera que releí aquel original en galeras (la versión linotipeada era todo lo que había conseguido salvar y llevar a México) y lo sometí a un riguroso trabajo de poda y reescritura. Durante varias semanas reformulé oraciones, quité malezas, limpié lugares comunes y vicios adolescentes, y creo que la mejoré. Al menos la dejé más presentable, si bien continuaba lleno de dudas. Las tuve siempre, de hecho, y confieso que las sigo teniendo. Si no, ¿por qué no incluyo, ni aún hoy, esta novela en mi curriculum, en las fichas bio-bibliográficas que me piden y ni siquiera la reconozco en mi página web?
            No tengo respuesta. Y no crean que no me lo pregunto.
            Como sea, Schneider tenía una finca, o refugio, en Malinalco, y allá fui un día a llevarle el original reescrito. Era un sitio raro, aquél, un pueblo que se decía privilegiado en las montañas al Sur del Distrito Federal. Se decía que había por allí unas termas prodigiosas, cerca de una laguna muy bella (de nombre Zempoala, si mal no recuerdo), y bueno, la verdad es que ahora me veo como lo que debo haber sido en aquel momento: un joven escritor algo envanecido y algo torpe que va a entregar a su editor un texto que no termina de convencerlo y del cual se arrepentirá toda la vida.
            Quizás exagero, lo sé. Pero creo que así me sentía, sin saberlo, veintisiete años atrás.
            La novela fue publicada en la colección El Nido del Ave Roc, de la misma Editorial Oasis. Y así como en la primera edición de LUNA CALIENTE la contratapa llevaba la firma de Juan Rulfo, la de ¿POR QUÉ PROHIBIERON EL CIRCO? la firmó José Agustín.
            José también era mi amigo y era, y es, un tipo generoso y entusiasta como pocos. Cuando le pedí, por teléfono, unas palabras para el texto, me respondió que lo haría encantado, que le hiciera llegar la novela y que la iba a leer ese mismo fin de semana. Se la hice llegar de inmediato, claro, y ahora pienso que, en realidad, al pedirle ese texto estaba pidiéndole también una opinión acerca del probable error que iba a cometer. Acerca del cual José, cuando fui a su casa en Cuautla a la semana siguiente y le comenté mis dudas, me dijo en su estilo juguetón y atenorado que no mamara, que la novela estaba a toda madre y que le había encantado leerla.
            De hecho, el texto que escribió para la contratapa era casi consagratorio, acaso exageradamente entusiasta. Ubicaba a la novela en su justa dimensión histórica (el realismo social de los 60 y 70), rescataba la escritura y la tensión de la peripecia, y sobre todo la vigencia literaria de una propuesta que no moría.
            No tengo ese texto a mano en este momento; por eso no lo reproduzco. Ni siquiera sé si me queda algún ejemplar de aquella primera, única edición de esta novela que aún hoy sigo negando. Pero prometo postearlo si lo encuentro.
            Mientras tanto, y para cerrar esta evocación, diré unas pocas palabras acerca del cambio de título de esa novela. Ahora se me ocurre que es una historia que, aunque modesta, merece ser contada porque ese cambio se debió al vivo impacto de la primera noche que pasé en México, en el 76.
            Ya conté (creo que lo conté, y me disculpan si voy pa'trás y pa'lante, pero así funcionan los recuerdos) que del Aeropuerto Benito Juárez me llevaron a la casa de Nicolás Casullo y Ana Amado, que estaba embarazada de su hija Liza, hoy reconocida cineasta. Allí pasé mi primera tarde en México, cenamos con Jorge Bernetti y los Casullo, y luego en la noche me llevaron al departamento de Jorge Lebedev, otro periodista que había sido compañero nuestro en la Editorial Abril.
            Pero esa primera noche yo no pude dormir. Estaba completamente acelerado, desolado y excitado por el cúmulo de emociones de los últimos dos días. Así que mucho después de la medianoche salí a caminar, crucé la Avenida Reforma por la calle Niza y entré por primera vez a la turística, casi mítica Zona Rosa. No me pareció nada del otro mundo, y el olor de las taquerías me resultó un tanto chocante. En cambio me atrajo mucho introducirme en el Sanborn's de la calle Londres, que como todos los Sanborn's de México es una especie de kiosco gigante, restaurante típico, joyería, disquería, tienda de artesanías y librería de best-sellers, diarios y revistas.
            Allí pasé la primera, melancólica madrugada de mi exilio, iniciando el duro trajín de la nostalgia, preguntándome cuándo volvería a todo lo que había dejado, si podría soportar la diferencia en circunstancias en que el diferente era yo, y por qué no había en este país cafés como los argentinos y en cambio sí había estos sitios agringados y esas olorosas taquerías de mesas de fórmica y plástico y hule con los hornillos encendidos las veinticuatro horas.
            Enseguida descubrí que tampoco las librerías Sanborn's eran interesantes: ofrecían muy pocas novedades de autores locales valiosos, mucho libro de negocios, marketing y publicidad, montones de basura disfrazada de autoayuda y puros best-sellers gringos traducidos en Barcelona. Pero como me pasé un largo rato curioseando para comprobar todo eso, de pronto me topé con una obra de teatro de Carlos Fuentes que yo desconocía: "El tuerto es rey". Y lo leí de parado, y aunque la trama refiere a una señora y su criado, ciegos ambos, que esperan la llegada del marido, que todo lo ve y es un tanto despótico —lo cual a mí ni fu ni fa— me sirvió para decidir que era imperioso cambiar el título de mi novela maldita, si alguna vez la publicaba en México.
            Sin embargo no recuerdo con exactitud en qué momento decidí el nuevo título. Posiblemente fue después del interés de Luis Mario Schneider, y ahora se me hace que José Agustín no fue ajeno a ello. No lo sé. Pero sí sé que al poco tiempo me arrepentí, porque es real y francamente un título malísimo. Quizás el mejor título debió ser "Colonia Perdida" o acaso algo más ambiguo: "Noticias del Impenetrable"; o "El que llega". Pero bueno, ya está. Y la verdad es que no sé por qué mantuve un título que nunca me convenció.
            Así que ya ven: mi relación con esta novela fue y sigue siendo conflictiva, a pesar de que alguna gente que me quiere y conoce bien mi obra opina que debería reeditarla y dejar que sean los lectores quienes decidan si tiene algún valor. Y puede que tengan razón, pero yo no la siento representativa de mi trabajo. Pónganle si quieren que es pura coquetería autoral. De acuerdo.
            Capaz que cuando yo muera mis hijas deciden reeditarla. Estará bien.

El fascinante azar y la literatura
Por cierto, como si la mención de mis hijas las hubiera convocado, acabo de encontrar una fotografía en blanco y negro en la que ambas me rodean, la noche de la ceremonia de recepción del Premio Nacional de Novela, en Querétaro. Me enternece ver esas dos niñas transparentes junto a ese barbudo de traje y lleno de asombro y temores que fui veintitantos años atrás.
            Este modo del azar, que juega con los recuerdos y hace que una cosa convoque a otra, en imprevisible ilación, me fascina desde siempre. Borges fue, se sabe, un maestro en la materia: buena parte de su literatura se nutrió de lo inesperado, o al menos él así solía declararlo además de que nos dejó sus habituales, brillantes, enigmáticos y/o certeros comentarios sobre los mandatos y los modos del azar.
            Con mucho menor talento, sabiduría y rigor, lo que a mí me sucede es que sencillamente me dejo llevar y así surge la escritura que estimo mejor. La mía, estoy diciendo. Que me parece más poderosa cuando es fruto de lo imprevisto y nace determinada por el mero fluir. Pensabas y escribías una cosa, y el puro gesto escritural incendia todo lo anterior y genera nuevos rumbos. Algo así. Y es grandioso cuando esto sucede, porque no sucede —claro que no— todos los días.
            Ése fue el modo, ahora lo advierto, que prefiguró mi trabajo por años. Sobre todo desde finales del 83 e inicios del 84, yo ya me sentía prácticamente enfermo de literatura. Desde abril del 82 venía escribiendo, sin saberlo y sin planes, lo que después sería mi novela SANTO OFICIO DE LA MEMORIA. De esto hablaré más adelante, seguro, pero ahora me doy cuenta de que el fascinante azar jugó un fabuloso papel en esa tarea. Yo diría incluso que gracias al azar escribí esa novela con ninguna premeditación y toda alevosía. Ya volveré sobre esto. Porque ahora quiero ocuparme del Premio Nóbel que hace muy poquito le fue otorgado al maestro Mario Vargas Llosa.

Don Mario, el Nóbel y los merecimientos
Y es que una amiga y lectora me ha preguntado qué opino del Premio Nóbel de este año. Parece sugerir que, con mi supuesto silencio, no me jugué con una opinión pública. Pero eso no es verdad. Sí di a conocer mi opinión, en varios programas de radio y en este mismo blog en mi crónica de la Feria de Frankfurt, y la cual se reprodujo en diversos medios de Latinoamérica y Europa. Me pareció un Nóbel bien otorgado y lo celebré con estas palabras: "Vargas Llosa merece sin dudas este galardón, por su obra excepcional. Sus posiciones políticas, por erradas que nos parezcan, no invalidan la grandeza de por lo menos media docena de novelas que son y seguirán siendo fundamentales para la literatura latinoamericana”.

            Ya hace mucho que pienso esto de Don Mario. De hecho, creo que su presencia en la Real Academia de la Lengua ha sido un factor de fortalecimiento del castellano americano, últimamente mejor reconocido por esa institución hasta hace pocos años tan conservadora. Claro que no comparto ni me gustan en general las opiniones políticas que de él se conocen cada tanto, y me choca completamente que sea accionista o copropietario (si lo es realmente, como escuché en España) de un diario tan mentiroso (al menos respecto de la Argentina) como "El País". Pero me encanta que él esté en la RAE, donde lo imagino aflojando las mordazas de la policía de la lengua que supo ser su Diccionario. Y me complace que haya ganado él el Nóbel, más allá de lo feo que resulta el verbo "ganar" para un reconocimiento literario.
            También es cierto que hubiera sido igualmente merecido que en este 2010 que termina mañana el Nóbel se lo hubiesen otorgado a Carlos Fuentes, o a nuestro Juan Gelman. Pero así está bien. Don Mario es un estupendo y merecido Nóbel literario.
            Por cierto, esto último quizás habilite una reflexión sobre los supuestos merecimientos. Porque, claro, cuán subjetivo es todo esto, ¿verdad?
            Tengo a la mano un apunte de mediados de los 90 (me es difícil precisar la fecha) que no me resisto a reproducir porque viene a cuento, aunque se refiere a otro gran escritor:
            "He pensado que últimamente Bioy Casares me cae gordo, pero me doy cuenta de que no se trata de Bioy mismo, sino, una vez más, de sus apologistas. Como los que envanecieron a Borges, a Saer, a Piglia y acaso lo harán en adelante con Aira. Bioy es una magnífica persona, un narrador notable y además un argentino exquisito, como les gusta pensarse a los de su clase y condición intelectual. Pero no es un escritor tan grande como se pretende. No está para el Nóbel y tampoco sé si realmente mereció el Cervantes. Sí ha escrito un par de libros que serán clásicos (pienso en "La invención de Morel" y en "Diario de la guerra del cerdo"; y un poco menos en "El sueño de los héroes") y como cuentista tiene relatos muy valiosos. Pero me resulta inevitable sentir que como cuentista es menor frente a Silvina Ocampo y a Borges, y ni se diga Cortázar. Y además sus otras novelas son muy desparejas, y algunas más bien pobretonas, especialmente "La aventura de un fotógrafo en La Plata", que desde el título mismo es francamente mala). Desde que murió Borges, que fue su gran amigo, hay escritores y periodistas que pareciera que se preparan para ser sus viudas literarias. Y ni se diga del siempre oportunista diario Clarín. Me pudren esas actitudes. Como fuere, lo mejor de Bioy ha ido apareciendo últimamente, en sus "Memorias" (un librito sabroso, lleno de encanto, sabiduría y sentido común, y digo "librito" porque me decepciona que en tan breve síntesis esté toda la evocación de un hombre que protagonizó el siglo XX literario argentino); y también en algunas declaraciones públicas como la que hizo para la revista Viva, en diálogo con María Elena Walsh: “Pienso que una fuerte vida intelectual es mala para la literatura. La literatura se hace en la casa, cada uno por su lado, y no charlando en cafés o luciéndose oratoriamente”. Para mí ése es el mejor Bioy ".

Lecturas:
Ya que de grandes escritores hablamos, comparto esta lectura maravillosa: cuentos y relatos breves, inéditos, de Franz Kafka, traducidos por el joven germanista colombiano Selnich Vivas Hurtado, quien tuvo la enorme gentileza de obsequiarme un ejemplar de su libro hace tres meses, cuando nos encontramos en un vuelo de Bogotá a Ezeiza.
            Él se acercó a mí, dijo ser mi lector y me obsequió su libro, que es una verdadera joya, lamentablemente muy difícil de conseguir.
            Este hombre, Selnich, joven y talentoso, además poeta y de los buenos, es un germanista que logró su Doctorado en 2008 en la Universidad de Freiburg, Alemania. Allí, según me contó, tuvo ocasión de hurgar en archivos desconocidos de Franz Kafka, entre los que encontró textos nunca traducidos al castellano, y encima textos llenos de humor inteligente, con apuntes de lecturas de sus autores predilectos y sobre todo con dibujos excepcionalmente interesantes. Yo no sabía que Kafka había sido un eximio dibujante, y en este libro titulado precisamente "Microcuentos y dibujos" (Biblioteca Clásica para Jóvenes Lectores, Editorial de la Universidad de Antioquia, Medellín, 2010) podemos descubrir al genio checo en versión inesperada, ni sórdido ni sombrío como se lo ha considerado siempre. Una joya de libro, que redescubre y sobre todo resignifica al autor de "La metamorfosis". El cual, viene al caso recordarlo, Borges consideraba que era el peor relato de Kafka, según recuerda Bioy precisamente en "Memorias" (Ed. Tusquets, 1994).

Relectura y evocación de Bioy, el Maestro de la calle Posadas
Me disculparán nuevamente estos saltos temporales, pero el otro día, escribiendo sobre Bioy Casares, afortunadamente me fue inevitable releerlo. Tengo una larga docena de sus libros en mi biblioteca, e incluso una joyita que me regaló Juan Filloy cuando desguazaba la suya de Río Cuarto: la primera edición de "Luis Greve, muerto" de 1937, con una afectuosa dedicatoria de Bioy a Don Juan.
            Eso representa para mí casi todo el valor de ese ejemplar, pues es un conjunto de cuentos bastante irregular, con textos débiles, que Bioy nunca quiso reeditar y que en su libro "Memorias" él mismo colocó entre "los que no debí publicar" y porque esperaba que "fuera el último de mis libros malos".           
            Por cierto, no me parece menos interesante recordar que el título completo de "Memorias" tiene un llamativo subtítulo que no figura en la portada de la edición de Tusquets pero sí en el inicio del texto, que reza: "Memorias. Infancia, adolescencia y cómo se hace un escritor".
            Incluida esta perspectiva, y releído ahora, el libro duplica su atractivo.
            Claro que de la relectura de Bioy pasé a otros libros y autores, como sucede cuando uno recorre su propia biblioteca y se detiene al azar —el maravilloso azar— y curiosea este o aquel volumen en tal o cual anaquel. En esa práctica, uno se encuentra con lo que anotó al margen durante las primeras lecturas. Eso hice ahora, y es curioso lo que sucede: veinte o treinta años después muchas de esas glosas, comentarios y hasta signos de interrogación o admiración, al margen o al pie de ciertas páginas, me resultan ahora incomprensibles. Es como si de pronto uno se viera forzado a discutir consigo mismo, aunque la discusión, más precisamente, sería entre el que uno es ahora y el que fue décadas atrás.
            Pero además —y es gracioso— me ocurre que en algunas acotaciones ya no entiendo mi letra, o bien ignoro con qué intención fueron garrapateados esos signos o trazos. En otros casos sí, claro, comprendo lo escrito especialmente cuando alude a pensamientos o preocupaciones que pude tener cuando aquellas grafías.
            Quizá en futuras entradas comparta las glosas que escribí en los márgenes de algunos libros de mi biblioteca, pero ahora sólo me interesa socializar algunas de las acotaciones a este "Memorias" de Bioy, libro que muestra al Maestro de la calle Posadas en la plenitud de su madurez, que fue la época en que lo visité, precisamente en su departamento de aquel quinto piso que miraba hacia la Recoleta porteña.
            Reproduzco lo que escribí en mi libro "Así se escribe un cuento", en la página 319 de la edición en la colección Punto de Lectura (Ediciones B, Barcelona, 2003) y bajo el título de una frase de ABC: "Yo quiero que las palabras sean transparentes":
            "Un domingo de enero de 1989 por la mañana, en su casa de la calle Posadas, en Recoleta, Adolfo Bioy Casares abrió la puerta con una sonrisa juvenil, encantadora, que mantendría durante toda la entrevista. Vistiendo impecable camisa blanca y corbata de colores oscuros, bajo una exquisita cazadora de gabardina ligera, con cinturón, me hizo pasar a su estudio, donde conversamos bajo un gran marco ovalado con un retrato de mujer joven y bella de principios de siglo —su madre— presidiendo el estudio. Una enorme ventana miraba a Plaza Francia en esa mañana luminosa, caliente, en la que se tostaban porteñas y porteños casi en cueros.
            "Alto, elegante, se nota que practicó muchos deportes (futbol, rugby, tenis, atletismo). Se confesó tímido, pero se mostró en todo momento cordial, amistoso. Por un momento, tuve la sensacion de que jugábamos un fugaz torneo de seducción: había un maestro, claro, y yo era el aprendiz. Sonriendo mientras hojeaba el número 14 de Puro Cuento, se interesó por saber quién era Renata Farhat-Borges. Cuando le dije que era una escritora brasileña asintió: "Ah, con razón". E hizo un comentario sobre los orígenes portugueses de su amigo, Jorge Luis.
            "En el estudio hay libreros que van del piso al altísimo techo, por lo menos tres mil volúmenes. Advierto libros antiguos, muchos en inglés o en francés. En los estantes hay decenas de fotografías: una de Sarmiento en uniforme militar; una de una casa de Dublín en cuyo frontispicio se lee "Margaret Joyce"; varias de hombres con caras de escritores; muchas fotos de chicas jóvenes, en general hermosas quizás porque son jóvenes. Hay una postal que es una dama de corazones y el corazón es rojo. No logro ver fotografía alguna de Borges, pero hay una con Silvina en Mar del Plata. De algunas fotos me da explicaciones: ésta de un tío suicidado ("tengo tres tíos Bioy que se suicidaron"); esta otra montando camellos con el padre y la madre, en enero de 1930, en Egipto. Es él quien inicia la conversación:
            "—Me encanta el cuento, déjeme que se lo diga para empezar..."

Glosas y reconocimientos
He dicho que las glosas de este libro pintan cabalmente a Bioy, pero debo admitir que también a mí, o al que yo era hace quince años. Por caso, vean esta cita: "Cuando resolví abandonar los estudios universitarios, Silvina Ocampo y Borges me respaldaron. Silvina estaba persuadida de que la profesión de escritor es la mejor de todas y Borges me dijo: 'Si querés ser escritor, no seas abogado, ni profesor, ni periodista, ni director de revistas literarias, ni editor".
            Mi anotación al margen dice: "Grande! La cláusula correcta sería: "Si querés ser escritor no hagas otra cosa y no pares nunca de escribir!!"
            En otra página leo: "La imaginación y los sueños me proporcionaban historias que diligentemente yo convertía en páginas que, inéditas o impresas, se transformaban en agobiadoras pruebas de mi incapacidad de lograr una pieza literaria aceptable". A un costado, ésta fue mi glosa impertinente de 1994: "Salvo excepciones, sigue así, Maestro..." Por eso ahora añadí, debajo: "En 2010 repruebo la injusticia de aquella insolencia. Discúlpeme, Maestro!"
            Toda relectura permite, además, descubrir ideas preciosas que nos pasaron inadvertidas la primera vez. Cómo ésta de la página 63: "Me pregunté qué posibles errores alentaba la vanidad (porque pensaba que de ella me venían todos los males) y me dije que nunca más volvería a escribir para los críticos (...) No, no escribiría para mi renombre, sino para el libro que tenía entre manos; para su coherencia y eficacia".
            La sabiduría que desborda este libro es enorme y a la vez es dulce, irónica y sutil. El homenaje que le hace a Pepe Bianco, por ejemplo, es bellísimo y justiciero. Lo recuerda con generosidad, como autor y como editor. Al releer esta página evoco la vez que conocí a Bianco y me pareció tan deliciosa aquella su costumbre de decirle a los jóvenes escritores: "Vení, querido, que te voy a clarificar". Luego de lo cual prácticamente les reescribía todo y dejaba los textos impecables, rayanos en una perfección de la que el narrador original era incapaz.
            Ahora creo entender por qué Osvaldo Soriano admiraba tanto a Bioy. Aunque lo discutimos muchas veces, debo reconocer que quizás entonces yo no entendí bien al Maestro de la calle Posadas. Lástima que ya no esté el querido Gordo para decirle que tenía razón. Valga este texto como reconocimiento póstumo a ambos.

El Premio Nóbel, Borges y Don Ernesto
Me quedé pensando el otro día en la cuestión del Nóbel, que suele desvelar a algunos (¿muchos?) y no sólo en la Argentina. Cada año genera una especie de tómbola universal, al menos en su versión de Literatura. Que es, sin dudas, lo mejor del sueño de Alfred Nóbel y dicho sea ello a la vista del sesgo cada vez más politizado y servicial de los Premios Nóbel de la Paz, galardón al que en los últimos años algunos jurados noruegos parecen haberse empeñado en desprestigiar velozmente, al otorgárselo a sujetos abominables como Henry Kissinger y otros líderes políticos mundiales.
            Volviendo pues a la literatura, que siempre es un mejor terreno, sospecho que entre los argentinos la frustración va camino de ser leyenda, lo que a mí se me hace una materia literaria en sí misma. De hecho mi cuento "La entrevista", que es de comienzos de los 80, trajinaba ese tema cuando todo el país parecía esperar el Nóbel a Borges, ilusión que se caldeaba con típica y argentinísima ansiedad deportiva. Y también escribí otro, mucho menor (por eso lo mantuve inédito), que titulé "Diatriba onírica contra la academia sueca" y que hasta ahora lo único interesante que tiene es el título.
            Creo que aquella ansiedad la heredó el pobre Ernesto Sábato, que obviamente lo negaba aunque era tan visible su deseo de recibir el Nóbel. Yo lo visité por primera vez creo que en 1987, con el académico alemán y querido amigo Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt. En su casa de Santos Lugares, rodeado de árboles y plantas, Sábato fue amabilísimo con nosotros, estuvimos allí un par de horas y en algún momento resultó inevitable hablar del Nóbel. Entonces se lo consideraba heredero de la supuesta frustración borgeana, que para mí, insisto, era más bien una frustración argentina. No recuerdo cómo desdeñó la posibilidad de ser el premiado, pero sí que lo hizo con tanta elegancia como inverosimilitud.
            Después nos mostró su atelier, donde él pintaba por aquellos días unos cuadros sombríos que a mí me resultaron horribles (aunque no tuve el coraje ni el atrevimiento de confesarlo) y luego nos sentamos a tomar el té con Matilde, quien no se veía enferma y más bien contradecía la sempiterna justificación de Sábato, que casi siempre se excusaba de compromisos aduciendo el mal estado de salud de ella. Claro que quizás fue sólo una impresión que tuvimos Karl y yo, pero aquella tarde nos pareció —y así lo comentamos después— una señora mayor muy agradable, amena y normal, que nos obsequió un libro de poemas que acababa de publicar.
            Don Ernesto, como respetuosamente lo llamábamos, fue desde entonces muy amistoso y cálido conmigo. Quizás porque declaré, desde el vamos, mi rendida admiración por sus dos novelas más leídas: "El túnel" y "Sobre héroes y tumbas", y particularmente esta última, que me sigue pareciendo una de las grandes novelas que se escribieron en este país. O quizás por mi interés en "Diálogos", el libro de Orlando Barone, quien lo había reunido a fines de 1974 con Borges y que ya entonces yo consideraba una joyita de anticipación, injustamente poco considerada en los mentideros que son la Literatura Argentina canónica. O quizás porque él apreciaba mucho mi revista Puro Cuento, tanto que asistió generosamente a uno o dos encuentros que organizamos a finales de los 80. Lo cierto es que siempre, cada vez que nos vimos, cada vez que hablamos por teléfono, fue atento y afectuoso conmigo. Y en todo momento supe, como lo sé ahora, que ese trato era toda una distinción viniendo de él.
            Ahora que escribo esta semblanza me reprocho, acaso tontamente, una cierta insinceridad. Y no sólo porque no confesé mi fea impresión ante sus pinturas, ni porque de sus muchos ensayos solamente me interesaron los dos primeros —"Uno y el Universo", y "Hombres y engranajes"— y poco y nada los siguientes, sino más bien porque aprecio mucho menos, casi nada, su tercera novela, "Abbadón el exterminador". Un texto para mí absurdo, que nunca pude terminar porque me vencía la sensación de estar ante un mero ejercicio de resentimiento. Eso siempre me chocó en él pero me era imposible decirlo, ¿quién era yo? Un nadie frente a un candidato al Premio Nóbel. Pero ese indisimulable dejo de resentimiento, de amargura impostada que lo caracterizó, me impedía un acercamiento más sincero.
            Hoy sé que así son las cosas: a veces no sólo es difícil la sinceridad sino que incluso puede resultar vana y superficial. Sobre todo cuando uno es joven y está ante un consagrado.
            De todos modos, hoy puedo decir que guardo un buen recuerdo de él a pesar de sus aspectos más cuestionados, como aquel almuerzo de Mayo de 1976 en la Casa Rosada con Videla, Borges, Ratti y el cura Castellani, en el que su silencio y la posterior, debilísima justificación le granjeó tantas antipatías y recelos. Cierto que su labor al frente de la CONADEP en 1983 fue importantísima, pero para mí eso era, de hecho, también un recurso de redención que le obsequió el Presidente Alfonsín.
            Y en cierto modo se logró ese objetivo, aunque la mácula de aquella foto que recorrió el mundo (y está en la Wikipedia, si alguien quiere verla) le quedó para siempre como la marca de una vacuna antivariólica, y eso además de los lapidarios textos que ha escrito sobre el episodio el siempre furibundo pero siempre certero Osvaldo Bayer.
            Lo vi hasta poco antes de que dejó de mostrarse en público, avanzado ya el nuevo siglo y milenio, cuando fue un par de veces al Ministerio de Educación durante la gestión de Daniel Filmus. Pero para entonces yo prefería mirarlo de lejos; en algún lugar me resultaba patético, me daba pena e íntimamente me prometía no ser jamás como él.
            Es curioso. Soy consciente de la ambivalencia de mis sentimientos hacia él. No dejo de estimarlo, pero, en tanto yo me siento un hombre completamente libre de resentimientos que ha conocido muchísimos modelos de escritores, si hay uno al que jamás me querría parecer es justamente Don Ernesto.
           
Oficios canallas:
• La mesera de Ezeiza que cada noche viaja dos horas desde Pacheco, atiende la cafetería de 6 a 14 y de ahí corre a una secundaria de adultos en Carapachay.
• La embarazada de siete meses que se disfraza de enfermera y cantante a la gorra en un estand de la Feria del Libro Infantil de Buenos Aires.
• Ser monaguillo y sacudir el incienso con cierto sentido musical, y que el cura te reprima.
• Ser matarife de 9 a 18 y que al volver a casa tu mujer te reclame un poco de dulzura.
• Ser enfermera en el Instituto del Quemado y que al volver a casa tu marido te pida unos masajitos.

El camino del Santo Oficio y algunas confesiones de verano
Muchas veces, en diferentes reportajes y entrevistas, expliqué la génesis de mi novela SANTO OFICIO DE LA MEMORIA como un cambio de interrogante.
            Empecé esa obra a mediados de Abril de 1982, obviamente impactado por la Guerra de Malvinas, que a muchos argentinos nos encontró a varios miles de kilómetros y seis años de distancia del país. Pero la empecé, debo decirlo, sin proponerme nada. Aquello era más bien escribir para calmar los nervios, para mitigar la ansiedad.
            A mí me dio por borronear textos sin un hilo argumental. Militaba en la política del exilio condenando el oportunismo criminal de la Dictadura, desde ya, pero escribía frenéticamente todos los días, inseguro y tenaz como quien estira una mano en la oscuridad para no chocar pero no por eso se detiene. Y es que no tenía idea de hacia dónde podía dirigirse ese texto que crecía, a diario, y que no podía ni quería detener, aunque igualmente sentía la necesidad de concentrarme en responder la que parecía la pregunta fundamental de aquel momento: "¿A dónde va ese país?"
            Sin embargo, a poco de andar, con la derrota bélica que arrastró consigo la soberbia de los milicos argentinos y amplió el horizonte de la resistencia popular, y cuanto más escribía historias aparentemente inconexas, fui advirtiendo lentamente que la pregunta correcta para encuadrar el texto que emergía en realidad era otra: "¿De dónde viene ese país?"
            Ahora recupero este recuerdo porque algo quiero decir de esta novela que ha sido, sin dudas, la que más satisfacciones literarias me ha dado. Literarias, digo, o sea no regladas por el Dios Mercado, que hoy gobierna y deteriora la creación, el arte, la cultura, el buen gusto, la estética con contenidos y varios, larguísimos etcéteras.
            Y lo que quiero decir es que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA nació como quiso. Se fue perfilando como un texto vivo, plástico y generoso, al que mi voluntad nunca sometió. Es fantástico cuando eso sucede: escribir y ver cómo un texto adquiere vida propia. Los personajes crecen, se desarrollan, se definen. Las mejores situaciones pueden aparecer de modo inesperado y lo que uno se proponía sólo acaba sirviendo para otras, nuevas, diferentes situaciones. Y así un argumento, como un poema, se reconvierte en indagación acerca de sí mismo, del en sí de la creación. Supongo que es lo que sucede en todas las expresiones y formas del Arte. Es una maravilla.
            En el caso de la escritura de SOM, que me llevó más de ocho años (terminé la primera versión en 1990), era fascinante ver cómo la trama estaba viva y los personajes vivían también, conmigo e independientes de mí. Fueron una exquisita compañía íntima, como un diálogo profundo y secreto que, suponía entonces y supongo ahora, ha de ser en cierto modo la definición de ese lugar común que se llama "locura creativa". Lo que yo sé es que era sorprendente y hermoso ver cómo se expandía el monólogo de tal personaje que yo había supuesto menor, o cómo se retraía casi hasta la desaparición el pensamiento de otro al que había imaginado principal. Y a la vez, y como ratificando lo que siempre pensé —que la literatura es un caminar hacia el conocimiento para nunca alcanzarlo—, veía surgir ideas y situaciones inesperadas.
            Era maravilloso, y creo que quienes pudieron con la novela —digo: quienes sobrevivieron a su densidad— precisamente en eso han de haber encontrado las claves del placer que SOM pudo darles, si es que les dio. Me encantaría saberlo.
            En fin, me parece que he venido soslayando este asunto, y de ahí cierta morosidad que advierto en esta prosa. Pero bueno, hablando de lecturas y evocaciones, dejé de lado el orden cronológico que parecía tener este relato, y que era mi voluntad, ciertamente, que lo tuviese. Pero tengo también una justificación: y es que rememorar la propia escritura dos o tres décadas después, por lo visto, implica correr estos riesgos.
            No sé, no lo tengo claro, pero este avanzar moroso tiene que ver, seguro, con mis temores —todo sea dicho— que aparecen y como que estallan con inquietante descontrol cada vez que siento que no puedo avanzar en la escritura de un texto. Por mucho que me esfuerce. Para qué negarlo.
            Es lo que me está pasando ahora. En este mismo instante. Pataleo contra mi propio pudor, o mi narcisismo, porque sé que escribiendo esto no escribo lo que debería, que es la nueva novela en la que estoy embarcado desde hace unos años y no puedo terminar.
            Bueno, lo dije.
            Lo dije. No puedo con la novela que vengo trabajando. Desde 2005 doy vueltas como un buey a la noria y aquí estoy. Escribiendo uno que otro artículo, un cuento de vez en cuando, o este blog. Y no me siento orgulloso ni feliz.
            Razón tenía Juanito cuando nos decía que algunas escrituras fundamentales sólo saben producirnos dolor.
            Me disculpan por favor el brote de sinceridad. Pero ésta es la verdad: no puedo terminar esta jodida novela y no sé qué me pasa; no sé si es agotamiento autoral o miedo al ridículo, que es peor que el miedo al fracaso.
            Cuestión que una vez más, como me pasó hace veinte años con SOM, me siento condenado a novela perpetua y no se imaginan ustedes cuánto me fastidia.
            Punto. Cambiemos de tema.

Para el corcho en la pared: un fragmento inédito de Santo Oficio de la Memoria
(De un monólogo de Aurelia)
La Porota Lerchundi se caracterizaba por ser propietaria de dos tetazas descomunales, sencillamente impresionantes —impresionistas, al decir de la tía Micaela—, y también por la costumbre de guardar cosas en la inmensurable profundidad de su seno, ese valle que se podía imaginar hondo como una pena. Entre otras cosas, guardaba allí sus dineros, lo cual sé que es un hábito común de muchas matronas chaqueñas. Pero sucedió que la Porota una vez que tuvo que hacer un pago en el Banco Nación se buscó los billetes metiendo la mano en el pecho izquierdo, investigando por debajo, por la axila y en algún pliegue del corpiño labrado, hasta que el cajero, advirtiendo el desconcierto de la mujer le dijo, ruborizado: “quizás en la otra, señora”. Luego de lo cual, con espléndido humor y aunque ya había sobrepasado los setenta, se encargó de contarle a sus amistades que ese cajero era muy observador pero pobre muchacho, tan joven y andar mirándome a mí que soy un vejestorio.

Malvinas, Santo Oficio, Qué solos y la literatura condicionada
Mala semana la que pasó. No sólo porque se nos murió María Elena Walsh, ni porque la sociedad argentina vuelve a ser provocada por los más privilegiados —que protestan como si fueran indigentes—, sino porque también me enteré de la muerte de Ignacio Xurxo, quien fue mi brazo derecho, verdadero copiloto en la revista Puro Cuento.
            No me enteré de su deceso aunque sucedió hace un mes, en Buenos Aires, e inexplicablemente nadie me avisó... Bueno... Quien me lo dijo fue Orlando Barone durante un corte de un programa de televisión (6-7-8) y la verdad es que me dejó como fusilado. No redactaré ahora un obituario —dos en una semana serían demasiado—pero un día de estos escribiré algo sobre IX, que fue uno de mis amigos más leales, un sensato incurable, uno de los más competentes lectores que tuvo este país y, por sobre todo, una buena persona.
            Continúo, por lo tanto, con la narración de la narración que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA es, de la cual no pienso contar todas sus intimidades, que son demasiadas y abarcaron casi nueve años de mi vida, pero sí algunos hitos que me parecen relevantes.
            Uno fue un rarísimo viaje a Tijuana y Mexicali, a fines de 1976, por encargo de la revista Expansión, para la que había empezado a trabajar. Debía hacer un relevamiento económico y entrevistar a un par de empresarios. Era mi primer viaje al México profundo, encima fronterizo con los Estados Unidos, y fue una experiencia muy fuerte. Sobre todo por varios viajes en coche paralelos a la frontera, entonces más abierta y nada caliente en comparación con la actualidad. Pero el cruce de la cadena de montañas que se conoce como "La Rumorosa", que une a Tijuana con Mexicali, fue alucinante. No sé cómo esté hoy, pero entonces era un camino canalla, de puras piedras, alturas y vientos calientes en una soledad abrumadora. Una especie de Patagonia en el hemisferio Norte, en la que además se nos descompuso el coche y el chofer no sabía qué hacer y estuvimos allí, solos, por muchas horas. Tomé muchísimos apuntes que no sabía para qué, pero que años después me sirvieron para delinear a la Nona, si bien en el 76 todavía ni imaginaba esta novela ni ninguna otra. Pero esos muchos apuntes, por soledad y por rareza, me fueron de enorme utilidad.
            Lo otro fue la trabazón que sentí meses después de la Guerra de Malvinas, cuando la apertura democrática fue imparable, arrasó con el poder militar y abrió el camino en el que aún estamos en la Argentina. Fue una parálisis súbita que me ganó en lo personal, en mis proyectos y por supuesto en la creación literaria. A eso se sumó el hecho de que entre 1983 y 1984, durante todo el proceso que conduciría al desexilio (vocablo precioso que debemos a Mario Benedetti), caí en un fuerte desconcierto narrativo. Ya dije que en esos años me sentía enfermo de literatura, pero ni mi voluntad ni el azar me rescataban de la confusión.
            Lo que sucedió entonces fue que abandoné la escritura de SANTO OFICIO y empecé otra novela, que en ese momento me parecía urgente y que acabó siendo QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS. Que es la historia de un exiliado argentino que viaja a Zacatecas en busca de un amor perdido y se encuentra en medio de una guerra de narcos (¡ya en 1984 los había!) mientras medita acerca de la tragedia de su generación, las (in) conductas argentinas y las perspectivas del tiempo nuevo que apenas se vislumbra. También fue una manera de decir por aquí pasamos, y de decirle adiós a ese México lindo y querido pero a la vez contradictorio y feroz, y entrañable y lleno de espanto y de amor y misterio y muerte. Todo eso que es, no lo descubro yo ahora, ese país maravilloso.           
            Esta novela todavía hoy me parece rara, y me invaden sentimientos contradictorios cada vez que se reedita. No porque la desprecie, sino porque es la clase de texto que nace con un tinte de ocasión, de circunstancia epocal que en cierto modo la desvirtuará para siempre.
            Quizás esto suene exagerado, pero es lo que me parece. De hecho, considero que éste es un problema muy fuerte para muchas novelas. Es como que la cercanía con hechos históricos, o cierta pre-determinación o intención testimonial del autor, aunque sea inconsciente, de alguna manera tiñe a la obra y la condena a una especie de temporalidad acotada.
            Es lo que sucedió con muchísimas obras de exilio —de todos los exilios— pero también con obras paridas en otras circunstancias, por caso la Revolución Rusa, la Mexicana, la Cubana y la que se quiera. Hay en esos casos extremos como una fuerza motivacional que condiciona al autor, que lo fuerza a escribir sin poder quitar un ojo de esa circunstancia social que impregna su espíritu. Y el resultado no siempre es el mejor. No siempre resultan joyas como "El Maestro y Margarita", "A sangre fría", "Operación Masacre", "Respiración artificial" o "Recuerdos de la muerte", para citar grandes novelas que superaron con holgura y calidad esas circunstancias. Son mucho más probables —y frecuentes— los fracasos literarios, y ahí están como prueba las innumerables novelas bien intencionadas que llenan —abruman— el repertorio del olvido.
            Y es que hay un verdadero, gigantesco cementerio de novelas escritas al influjo de cada una de esas revoluciones y de cada exilio, cada guerra, cada transición democrática, cada proceso social de nuestro tiempo y de todos los tiempos.
            Estoy diciendo, o tratando de decir, que la intención testimonial autoral, confesa o inconsciente, conduce más seguramente al fracaso que a la gloria. Y que la muy loable necesidad de encerrar en un texto una época —o una épica— no garantiza más que ser la probanza de la buena voluntad de sus autores/as. Pero no asegura una literatura de calidad, porque, justamente, la literatura se hace esencialmente de libertad, y la predeterminación, la intención testimonial, la afirmación ideológica o política, el compromiso o lo que sea que un autor anteponga o contemple lo único que hace es condicionar el texto y muy probablemente lo echa a perder.
            Quizás por eso desde mis primeras clases y conferencias en los Estados Unidos, allá por 1985, solía mencionar una cita de Ricardo Piglia que no recuerdo de dónde tomé y ahora repetiré de memoria, pero que comparto plenamente: "Los escritores argentinos y latinoamericanos escribimos contra la política". Es decir, procurando que ni la ideología ni las circunstancias de la actualidad política de un tiempo dado gobiernen nuestros textos, aunque es verdad que muchas veces se meten por la ventana.
            Con QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS me pasó exactamente eso, sólo que entonces yo no lo sabía. Me sentía como poseído de una incontrolable necesidad de aclarar ciertos hechos de la Historia Argentina, de saldar cuentas, de rendir homenaje al exilio y a México, de establecer condiciones para la reconstrucción de la Paz y la Democracia en mi país y —¡joder!— el texto estaba saliendo sobrado de mandatos que condicionaban la escritura y yo no me daba cuenta.
            Poco tiempo después, en 1985 y en Cuba, lo vi con toda claridad cuando fui a La Habana como jurado del Premio Casa de las Américas e integré un jurado de lujo, que me granjeó amistades para toda la vida: Augusto Monterroso, Senel Paz, José Agustín y R.H. Moreno Durán. Los cinco coincidimos plenamente en que el galardón debía otorgarse a "Arde aún sobre los años", novela del entonces ignoto escritor cordobés Fernando López. ¿La razón de aquel acuerdo?: la extraordinaria pintura del conflicto malvinense en un texto que antepone en todo momento la literatura de calidad y una poética del amor fraternal, sin hacer concesión alguna a las circunstancias idelógicas, políticas o de época.
            Claro que ahora pienso que fue una suerte haber abandonado SANTO OFICIO DE LA MEMORIA durante casi dos años. Pero qué pena por la novela que surgió de esa crisis, o sea QUÉ SOLOS. Que fue la que pagó el pato.
            En fin, lo que he tratado de decir es que muchas veces la literatura "comprometida" acaba siendo "condicionada" más allá de la voluntad o intención autoral. Y eso no es bueno ni para la literatura ni para las más nobles causas. La literatura es otra cosa, digámoslo de una vez, y por eso fallan, fracasan estrepitosamente los libros de ensayistas de ocasión, como es moda ahora entre las clases dirigentes argentinas. Por más que los asistan correctos redactores, periodistas o incluso narradores de a tanto por página, esos libros son como las flores del ceibo: fugaces y de belleza irregular, pero sobre todo fugaces.
            Ya me lloverán palos por decir esto, como cada vez que lo sostengo en congresos y conferencias, pero yo insisto: la literatura es otra cosa.

QUE SOLOS y el fin del exilio
Quizá, inconscientemente, empecé QUÉ SOLOS porque entreví que la crisis epocal y personal que atravesaba podía arruinar a la otra novela, ese texto grande que por entonces redactaba neblinosamente y sin saber adónde iría a parar. Acaso fue por eso que suspendí la escritura de SANTO OFICIO. Quién sabe.
            Buen material para llevar al analista, claro, pero no para este relato.
            Lo que hice fue dejarme llevar por el impulso. Y me embarqué en la escritura de otra novela igualmente imprevista. QUÉ SOLOS surgía de manera natural, entonces, ¿por qué no dejarla correr? Muchas veces sucede, o a mí me ha sucedido: aparecen textos en el papel, o en el ordenador, que parecen reclamar, exigir, ser escritos. Es claro que uno puede hacerse el tonto, o el estricto, que es más o menos lo mismo, y dejarlo pasar. Pero un escritor, en mi opinión, es un cazador oculto. Está agazapado esperando que salte la presa. Y es obvio que cuando salte uno irá tras ella, pero lo que uno nunca sabe es cuál será la primera presa.
            QUE SOLOS nació, pues, como una historia disparada por la circunstancia que vivíamos miles de exiliados. La sola posibilidad de un inminente retorno al país nos volvía locos. Algunas familias comenzaron los preparativos ya en el 82, después de Malvinas. Y todo el 83 fue un año de toma de decisiones, de resolución de los conflictos que el desexilio plantearía —afectivos, laborales— y todo eso en el marco de la sospecha bien fundada que dominaba a la totalidad del exilio: que si había un país que amábamos pero no daba garantías de nada y en el que podía pasar absolutamente cualquier cosa, ése era la Argentina.
            De manera que no creo errar cuando pienso que muy probablemente QUE SOLOS quiso ser en cierto modo un resumen final del exilio argentino en México. Enorme pretensión, lo sé, pero era lo que me pasaba. El 83 y el 84 fueron años demasiado fuertes, definitorios de un futuro imposible de imaginar. Yo no dudé acerca de mi regreso, y no lo digo como mérito, sino como simple descripción de mi caso. En todo momento supe que con la caída de la dictadura yo iba a volver, quería volver, necesitaba y debía volver. Y eso implicaba separarme de México, pero sobre todo de mis hijas todavía pequeñas, que allí quedarían aunque absolutamente en contra de mi voluntad.
            La verdad es que no tenía dudas de mi decisión de regresar en cuanto se pudiese, pero el retorno a la Argentina me producía un temor que por momentos era paralizante. Por lo tanto una vez más, y como siempre, me puse a escribir como un poseso. Y evidentemente suspendí la escritura de SOM porque sentía necesario despedirme de México haciendo una rendición de cuentas que sólo podía ser literaria.
            Así fue que escribí QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS, novela que me llevó un año y medio de escritura intensísima. Y período en el que para mi fortuna tuve a mi lado a C., mi compañera de entonces y una de las mujeres más adorablemente transparentes y directas que he conocido. Con ella hicimos un maravilloso viaje de un par de meses por toda Europa, en un Volkswagen alquilado. Ella conducía y yo escribía, como enajenado, y ambos sabiendo, sin decirlo ni actuarlo, que era el viaje de la despedida. Me acompañó durante casi toda la escritura de esta novela (que obviamente está dedicada a ella) y cuando volvimos a México fue enorme el dolor. Había sido una compañera fantástica, una mujer que ya sentía inolvidable y a la que estaba seguro de que no vería nunca más. Como en efecto sucedió. Jamás volví a verla ni supe de ella, salvo una amistosa y distante nota que me envió —sin remitente— cuando gané el Rómulo Gallegos.
            Hoy pienso que esta novela fue escrita desde varios dolores. Yo sentía una doble, acaso múltiple, amputación. Porque tras el regreso de Europa a México y en todo lo que vino después hasta embarcarme en el Aeropuerto Benito Juárez, me tocó la despedida más dura de mi vida: separarme físicamente de mis hijas fue muy largo y desgarrador. Punto. No es para decir más al respecto.
            Y también hube de despedirme de muchos amigos y amigas, mexicanos, chilenos, uruguayos, y decenas de camaradas de exilio, algunos de los cuales volvían al país y otros no, y todos y cada uno concentrados en el terremoto personal que significaba esa nueva transterración.
            La mía duró todo el último año que viví en México, año que empezó, en cierto modo, la misma noche de las elecciones que ganó Raúl Alfonsín para inaugurar la democracia que hoy vivimos en mi país. (Por cierto, aquella inolvidable jornada del 30 de Octubre del 83, si a alguien le interesa, está intensamente descrita en un capítulo específico en el libro que escribimos con Jorge Bernetti). Entre esa fecha y el 30 de Noviembre del 84, cuando volví a Buenos Aires, terminé esta obra que representaba, hoy lo veo claro, la terminación de un montón de cosas.
            La primera edición de esta novela fue en el 85, en Buenos Aires, por la Editorial Sudamericana. Hubo otra edición en España, por Plaza & Janés. Y se tradujo al alemán y al francés. Pero siempre tuve la sensación —injusta conmigo mismo, lo sé— de que es una novela un tanto fallida porque la escribí un poco a contramano. Porque bien o mal demoró la parición de SANTO OFICIO DE LA MEMORIA.
           
Lecturas: una nota de color local
Esta es la curiosa historia del trompetista de la Banda Municipal de Música de Resistencia “Maestro Luis Omobono Gusberti”, al que le robaron su instrumento en la puerta de su casa. Se publicó en el diario “Norte”, de Resistencia, el domingo 8 de junio de 1997 con el título “Le robaron la trompeta” y es una acabada muestra de cierto estilo del periodismo de provincias:
            “El señor Seferino de Jesús Fernández, con 33 años de trabajo en la agrupación Banda Municipal de Música, ingresó a su domicilio ubicado en Inspector Patiño 74, de Villa Los Lirios, ayer a las 15,15 y olvidó el estuche con su respectivo instrumento. Cuando salió de su vivienda, unos 30 minutos después, se sorprendió ante el robo de su trompeta marca Bleisson, en Si Bemol y su boquilla respectiva. El instrumento posee una pequeña aboyadura (sic) donde va la campana y algunas soldaduras, su estuche es de color marrón, con cierre y dibujos cuadriculados. El hecho se suma al robo de otro instrumento, hace un par de días en Corrientes, donde los cacos dejaron sin su bandoneón a otro integrante de la Banda Municipal de Folklore. El señor Seferino de Jesús Fernández solicitó a la comunidad la cooperación para recuperar su trompeta ya que su costo sobrepasa los 500 pesos”.
            ¿No es una nota preciosa? Lo penoso es que nunca publicaron, después, si el pobre Seferino recuperó su trompeta o no.

Memorias del desexilio
Mi exilio terminó casi un año después de la recuperación de la democracia. Regresé a la Argentina para quedarme, en noviembre de 1984, aunque había hecho un par de viajes previamente, para conseguir un departamento en Buenos Aires y para la primera Feria del Libro realizada en democracia.
            Dos amigos entrañables de antes del exilio —Daniel Pliner y Sergio Sinay— trabajaban ya en la Editorial Perfil y me consiguieron un conchabo bastante bien remunerado: vicedirector de la revista "Playboy".
            Era un típico proyecto del destape democrático. Tras años de censura de todo tipo, ahora (finales del 84 y comienzos del 85) la editorial de la familia Fontevecchia planeaba lanzar la edición argentina de esa famosa revista norteamericana, junto con "El Diario del Juicio" (que dirigió Pliner y que —jugada maestra a dos puntas de los editores— se ocuparía del juicio a las Juntas Militares).
            Yo desembarqué en esa editorial con los mejores augurios, la verdad, y me encontré con que allí escribían muchas plumas famosas, como se llamaba entonces a los escritores-periodistas más notables. Ahí estaban Juan Martini, Vicente Battista, Cristina Mucci, Pablo Ananía, Juan Carlos Martelli, Carlos Llosa, Chiche Gelblung, Jorge Asís (el Turco Grande) y Jorge Manzur (el Turco Chico), y muchos más a quienes yo no conocía. Era una verdadera constelación de redactores estrella, repartidos en una docena de revistas para todos los gustos.
            Para entonces yo gozaba de un modesto reconocimiento literario fuera de la Argentina. Mi curriculum era rico en experiencias periodísticas y además volvía después de varios años de enseñar en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Iberoamericana, por entonces la más prestigiosa casa de estudios de México en la materia, y en el mundo académico hispánico de los Estados Unidos yo era más o menos conocido como un joven escritor de lo que se llamaba el Posboom. Mi bibliografía se componía de varios libros, casi todos traducidos a diversas lenguas y que en Buenos Aires contrató y publicó la Editorial Bruguera, que entonces era el sello más glamoroso: LUNA CALIENTE, LA REVOLUCION EN BICICLETA y EL CIELO CON LAS MANOS aparecieron sucesivamente en la colección "Libro amigo".
            Al mismo tiempo, la Editorial Legasa contrató y editó mi libro de cuentos VIDAS EJEMPLARES, mientras la Editorial Sudamericana, como ya dije en otra entrada, publicaba QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS.
            El primero de estos dos libros fue, en cierto modo, una revancha que me permití. Porque desde mi partida en el 76 había soñado con una edición argentina de mis cuentos en la que incluiría, en la contratapa y a modo de reconocimiento, comentarios de los dos calificados lectores de mi primer original: Marco Denevi (como ya he contado en este relato) y Luis Gregorich, que en el diario "La Opinión" había sido tan amable y alentador cuando leyó esos originales en el año 73, creo, o 74. Eran dos deudas de honor que me encantó cumplir, ya de regreso: entregarles en mano un ejemplar a cada uno.
            Claro que por entonces, exactamente en 1984, había en Buenos Aires dos debates culturales tan intensos como plenos de injusticias, que colmaban el mundillo intelectual porteño y en cierto modo me involucraban.
            El más furibundo tenía que ver con una especie de innecesaria competencia entre los escritores/as que volvían del exilio y los que se habían quedado en el país durante los llamados "años de plomo". Desde cierta perspectiva parecía pretenderse que la literatura argentina de esos años se validaba solamente por la producción extramuros, mientras desde otras parecían rechazarse los de "adentro" con los de "afuera" y viceversa. Era absurdo el asunto, pero ocupaba páginas de diarios y revistas y no había reunión en la que no se discutiese.
            Por supuesto, ni toda la literatura argentina del exilio estaba escrita por "heroicos resistentes", ni la de intramuros era obra exclusiva de "colaboracionistas". Pero al calor de aquellas discusiones sólo había enojos y acusaciones excesivas, al menos en mi opinión.
            Por eso no participé, de hecho, en aquellos debates. Porque si de un lado había que reconocer que "Respiración artificial" se había escrito en la Argentina, del otro era obvio que también en el exilio se había escrito mucho texto de poca valía. Una literatura nacional, pensé siempre, se hace de todas las versiones de la tragedia de esa nación, intramuros y extramuros. Y la literatura argentina fue, desde sus orígenes, escrita fuera de la Argentina por exiliados como Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mármol, Hernández y tantos más, y no por eso fue menos nacional. Y así siguiendo.
            Pero parece que nada de eso se veía, en los albores de la democracia.
            El otro debate, si se puede llamarlo así, era mucho más intrascendente e incluso estúpido, y consistía en cuestionarle al uruguayo Mario Benedetti el vocablo "desexilio", que él estrenó en su ensayo "El desexilio y otras conjeturas", de ese mismo año. A mí eso me permitió conocerlo personalmente, cuando lo entrevisté para una nota que escribí en la revista "Semana" y que me permitió enhebrar con él una hermosa amistad que se prolongó hasta el final de su vida (falleció en Mayo de 2009). Mario era un tipo de una dulzura excepcional, de convicciones blindadas y tenía esa mirada preciosa con la que envolvía a sus amigos. Para mí fue un tesoro haberlo tratado.

Lecturas y opiniones
Acabo de leer, en los últimos tiempos, algunos estupendos poemas del colombiano Juan Manuel Roca. También cuentos y novelas de narradores de ese país, algo así como una cosecha interesante de los últimos años que me fue obsequiada durante mi último viaje a Bogotá y Medellín. Pero no soy amigo de hacer comentarios bibliográficos, terreno que no domino y en el que yo mismo me niego competencia alguna, por lo que solamente diré que de vez en cuanto me gusta dejarme ganar por alguna que otra idea inspirada por alguna de mis lecturas. Leer es algo muy íntimo, para mí, un placer o displacer siempre inesperado. De ahí que no me guste hacer devoluciones, lo cual suelo aclarar cuando recibo libros de colegas y amigos. Siempre temo que después se queden esperando a ver qué les digo, qué me pareció, qué les devuelvo... Y eso me cohibe, y más aún: confieso que me atonta, como si estuviera yo impedido de una lectura en libertad si sé que el autor/ora está esperando mi opinión.
            Distinto es el caso, claro, de cuando me dispongo a la lectura profesional de la obra de las dos o tres personas que más quiero y respeto y a quienes leo como ellos/as me leen a mí: lápiz en mano y clarificando el texto, como diría Pepe Bianco. No importa hacer público el nombre de esas personas. Son mis hermanos/as y lo saben.
            Escribo lo anterior y me quedo pensando que, como toda opinión, lo que uno piense de un libro es nada más que un destello, finalmente, ni siquiera un lenguaje. Y por eso mismo no tiene por qué ser determinante de nada. En realidad, tenía razón Juanito Rulfo: escribimos para escapar de la desesperación, para no morirnos, para seguir respirando. No debería ser, por lo tanto, una materia opinable.

Regreso con terremotos
El regreso del exilio, más allá de emociones, reencuentros y debates, no fue bueno para mí. La primera semana de diciembre del 84, en la Ruta 2, camino a Mar del Plata, volcó el micro en el que viajaban mis dos hijas, pequeñitas, que habían venido a la Argentina a pasar ese primer mes conmigo. Semanas después, durante la Nochebuena falleció Buby Leonelli, quien fue como mi segundo padre y el primer mejor amigo que tuve.
            Un día espero escribir largo sobre él, aunque ya lo hice, fragmentariamente, en algunos cuentos y novelas. Buby inspiró varios cuentos, entre ellos "La madriguera", y es el Hipólito Solares de SANTO OFICIO DE LA MEMORIA. También es el protagonista de un cuento que empecé hace más de veinte años y nunca pude terminar. Timbero y quinielero, romántico revolucionario de los que enfrentaron a Stroessner en el Paraguay y militante del radicalismo chaqueño, me encantaría escribir un texto que lo evoque con justicia. Pero no sé si puedo. O no todavía.
            Como sea, con ese susto y ese dolor terminó para mí el 84, y el 85 comenzó con el primer número de Playboy en la calle, a lo que inmediatamente siguió una acusación judicial tan inesperada como honrosa: una organización de fanáticos llamada "Tradición, Familia y Propiedad" nos querelló al director (Bebe Martínez) y a mí por atentar "contra la moral y las buenas costumbres". Nos procesó un juez federal de apellido Sabattini, quien era una especie de cruzado ultramontano, rémora de la dictadura y de inocultable simpatía por los muchachos de TFP. El magistrado hizo lugar a la demanda y resultamos querellados por el entonces vigente artículo 128 del Código Penal. Y aunque ese juicio no dejaba de ser honorable, dada la catadura de los demandantes y el juzgador, el caso no fue sencillo y resultamos condenados a un año de prisión en suspenso, fallo que afortunada y rápidamente anuló la cámara de segunda instancia. Como dato curioso, cabe decir que el secretario del juez Sabattini que llevó las actuaciones hasta nuestra condena era un entonces muy joven abogado que con los años sería muy famoso: el hoy juez federal Norberto Oyarbide.
            Por si fuera poco, para mí ese primer año de reinserción en el país se completó el 19 de Septiembre, cuando al amanecer se produjo en México el más espantoso terremoto de todo el Siglo XX en aquel país. Yo me enteré esa misma mañana, escuchando la radio del taxi que me llevaba a mi trabajo en la Editorial Perfil. Me alerté en el acto, pero cuando dijeron que una de las colonias (barrios) más castigadas por el sismo era la Cuauhtemoc, donde se habían derrumbado varios edificios, y que el hotel Sheraton había sufrido graves daños, me sentí súbitamente aterrado: mis hijas vivían, con su madre, en esa colonia, en un quinto piso a dos cuadras del Sheraton.
            En aquel entonces las comunicaciones telefónicas eran muy problemáticas, pero además México había quedado completamente aislado. De manera que ordené al chofer cambiar de rumbo y regresé a buscar mi pasaporte. Rápidamente pasé por el banco donde tenía cuenta, junté todo el dinero que pude, avisé a la editorial que me iba a México y me largué a Ezeiza decidido a tomar el primer vuelo posible. En tres horas estaba volando a Santiago de Chile, donde por la noche monté otro vuelo que luego de una escala en Quito llegó al Distrito Federal a la mañana siguiente, unas treinta horas después del primer terremoto y sus durísimas réplicas.
            No tiene sentido narrar aquí una experiencia dramática tan íntima, pero sí remito a quien pudiera interesarle a un largo artículo que escribí y se publicó en el siguiente número de la revista La Semana. Dicha nota se titula "Yo viví el infierno mexicano" y el copete reza: "El escritor MG viajó a México inmediatamente después del terremoto mexicano, a buscar a sus dos hijas. Las encontró, asustadas pero salvas, y a pedido de La Semana escribió esta nota, en la que cuenta otra cara del desastre que conmovió al mundo".
            Ese extenso artículo (10 páginas, con fotografías) está en la edición Año VIII - Nº 461 del 3 de Octubre de 1985 de esa revista, y acabo de releerlo. Pensé reproducir algunos párrafos, pero, increiblemente para mí, terminé de releerlo sintiendo la misma, vieja angustia de hace un cuarto de siglo. Por eso me disculparán los lectores de este laberinto, pero por pudor y porque no son asuntos de interés literario, los eximiré de detalles al respecto.
            No niego, sin embargo, que siendo 1985 un año duro y difícil —mis libretas y papelitos de la época están llenos de signos de interrogación, comentarios irónicos, azarosos e incluso incomprensibles ahora para mí— cuando regresé a Buenos Aires después de esta nueva y traumática experiencia mexicana yo me sentí liberado en varios sentidos. Y la primera decisión fue renunciar a mi trabajo en Perfil, a la vez que acepté enseñar un semestre como profesor invitado en una distinguida y muy tradicional institución universitaria de Boston, Massachussetts: el Wellesley College. La razón fundamental fue que mis hijas, nuevamente contra mis deseos, iban a radicarse relativamente cerca de allí, en Montreal, Canadá.
            Era obvio que me resultaba difícil e ingrata la reinstalación en la Argentina. Mis hijas seguían lejos, la nostalgia pegaba duro, de hecho me la pasaba yendo y viniendo a y desde México (era toda una vida la que iba dejando atrás) y todo eso significaba que inapelablemente tenía que postergar, y demorar, la escritura de esa novela mar en la que venía naufragando desde el 82.

Póker de escritores
He mencionado antes a algunos periodistas-escritores de la editorial Perfil. Debo decir que todos, sin excepción, me recibieron con los brazos abiertos. E incluso varios de ellos me invitaron a una mesa de póker muy interesante, que se reunía una vez por semana en diferentes casas. Solían ser de la partida Martelli, Martini, Battista, algunas veces Pliner u otros invitados, y yo muy irregularmente. La verdad es que fue un tiempo muy interesante. La confraternidad pasaba por lo gremial literario, si bien en materia de apuestas algunos —no importa quiénes— eran feroces.
            Claro que en materia de póker entre narradores no debe haber existido timbero más tenaz que Juan José Saer. Su proverbial pasión lúdica está maravillosamente plasmada en sus libros y particularmente en esa novela excepcional que es "Cicatrices". Yo no llegué a jugar con él, aunque una vez me invitó a su mesa en París y en casa de uno de sus amigos. Conocedor de su fama y excusado en mi escasez de tiempo, arrugué y no fui. Eso debe haber sido en el año 87, o el 88, después que lo entrevisté en su departamento parisino para "Puro Cuento", ocasión en la que él fue mucho más amable que lo que su reputación anticipaba. Bebimos café que nos sirvió su esposa y recuerdo que era una casa-departamento algo sombría y de muebles pesados, lo que me hizo pensar en una especie de reconstrucción literaria de una novela de Bram Stoker, o de Edith Wharton.
            La charla aquella está, si a alguien le interesa, en mi libro ASI SE ESCRIBE UN CUENTO.

1985-86: De Enrique Pezzoni a Juan Rulfo
Me doy cuenta de que esta narración se detuvo en 1985, quizás porque ése fue otro año literariamente complejo para mí. Seguía trabado en la escritura de mi SANTO OFICIO y eso me mantenía en tensión, y aunque no me iba mal con los libros que publicaba en Bruguera, Legasa y Sudamericana mi sentimiento más fuerte era de frustración porque no conseguía encarrilar esa novela.
            Por cierto la publicación de QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS en esta última casa me deparó una anécdota inolvidable, que ya he contado pero repetiré ahora con gusto.
            El editor jefe de esa prestigiosa casa era por entonces Enrique Pezzoni, un verdadero prócer de la crítica, amigo de Borges y académico de indiscutible prestigio en la UBA y alrededores. Por cierto, y como paréntesis, cabe recordar que en 1986 él publicó en la misma Sudamericana su libro "El texto y sus voces", una colección de trabajos críticos que fue reverenciada en el mundillo académico y por cierto periodismo afín. Y libro que fue reeditado hace poco por la Editorial Eterna Cadencia.
            Para mí saludarlo fue como rendir un examen, y la verdad es que él fue muy amable y cordial. Era un hombre encantador, mundano, buen conversador y enteradísimo acerca del quehacer literario porteño. Después lo encontré varias veces más en la editorial y siempre nos saludábamos con afecto.
            Por supuesto, yo le había entregado en mano el primer ejemplar de mi novela, cumpliendo un ritual que no sé si todavía se cumple: el primer libro de la primera edición el autor lo entrega, firmado y con dedicatoria, a su editor. Yo así lo hice siempre que pude, y cuando no —por razones de distancia geográfica— lo cumplí con demora, pero siempre sintiéndolo como un importante ritual privado. Hasta que Pezzoni me demostró que yo estaba equivocado porque ese gesto carecía de toda importancia.
            Esto sucedió un par de años después, creo que en 1988, cuando una noche en General Roca, Río Negro, y después de una conferencia, una amiga de la Universidad Nacional del Comahue me contó que curioseando en la mesa de saldos de una librería de Neuquén había encontrado un ejemplar usado de QUÉ SOLOS... Lo compró por una bicoca, dijo, y luego descubrió que estaba dedicado por mí nada menos que "Para Enrique Pezzoni, con afecto" y debajo había una fecha de 1985. Nos reimos del episodio, elogiamos las costumbres de la casualidad y yo le pedí que me obsequiara ese ejemplar a cambio de uno nuevo que le envié después.
            Cuando volví a Buenos Aires pasé por la editorial, que entonces estaba en la calle Humberto Primo, en San Telmo, y en un sobre cerrado le hice llegar el libro a Pezzoni, ahora con un agregado debajo de mi dedicatoria original: "Para Enrique Pezzoni, con renovado afecto" y la fecha de entonces.
            Nunca más me encontré con él, y aunque me hubiese gustado conocer su reacción creo que ya estaba enfermo. Falleció en el 89.
            Volviendo al 85, fue un año durante el cual viajé mucho y empezaron a publicarse mis libros en traducciones a lenguas muy extrañas para mí (holandés, coreano, serbio) y hacia el final del año empecé a prepararme para mi primer semestre completo en los Estados Unidos. Había ido varias veces a ese país, lo iba conociendo cada vez más y, aunque todavía estaba lleno de prejuicios, ya me fascinaban algunas de sus características y contradicciones.
            Justo antes de que terminara 1985 volví a México, para ver a mis hijas de paso hacia Boston, donde debía comenzar las clases a mediados de enero en Wellesley College. Y entonces me tocó despedirme de mi maestro y amigo Juanito Rulfo. De eso hablaré en mi próxima entrada.
           
Lecturas:
Para un lector sensible —la idea es de Edith Wharton— leer debería ser un acto creativo. Y es verdad: a mí la lectura me inspira, me provoca, me moviliza.
            También para algunos grandes de la literatura universal, como Borges o Paz, la lectura estuvo ligada íntima y profundamenta a sus creaciones.
            ¿Qué mejor sugerencia cabría hacerle a los que sólo confían en la mera ingeniería de los talleres de escritura?
            Claro que Witold Gombrowicz dice que la literatura pedagógica no inspira confianza. Lo que es una idea preciosa, sin dudas, y que viene a cuento de lo que escribí en una entrada anterior acerca de los textos dizque "comprometidos". Hay muchos que no lo saben y por eso se empeñan en inútiles pedagogías. Debieran leer al gran escritor polaco-tandilense, que está siendo rescatado magníficamente por Juan Carlos Gómez, quien cada tanto envía mailes que lo reviven y que a los destinatarios nos enriquece como toda buena lectura nutricia.

El fallecimiento de Juan Rulfo
El 7 de enero de 1986 falleció, en México, el enorme narrador latinoamericano Juan Rulfo. Mi amigo y maestro.
            Yo estaba allí desde hacía un par de semanas y había alcanzado a visitarlo. No fue una despedida triste porque él no lo permitió, pero los dos sabíamos que era una despedida. Me pidió un par de favores personales que luego cumplí, y me pidió que le hablara de Buenos Aires, ciudad que amaba con idealizada desmesura. Estaba acostado en una cama de una plaza, de alto respaldar, y entre sábanas muy blancas. Una mesita de luz con una veladora tenue, como para que no se le viera el mal semblante, y allí una infaltable libretita y un lápiz Fáber número 2, amarillo, con gomita en la cola, que eran los que siempre usaba. No sé por qué había abandonado las lapiceras, pero se había ido desprendiendo de las tres o cuatro que tenía. A mí me obsequió una Pelikan preciosa, de cartucho, que todavía uso. Estuve allí algo menos de una hora.
            La tarde de su muerte me enteré por un llamado de Edmundo Valadés, mi otro maestro, amigo y protector durante los años de exilio. Quedamos en encontrarnos en la funeraria y hacia allá fui. La Agencia Gayosso es la más famosa e importante del país, y la sucursal de la avenida Félix Cuevas era la más cercana al domicilio de los Rulfo. Allí estuvimos varios de sus amigos.
            Esa madrugada recibí un llamado de Buenos Aires; no recuerdo quién, del diario Clarín, me pidió que escribiera un artículo. La diferencia de tres horas permitía el cierre a tiempo.
            La nota que escribí y dicté telefónicamente (entonces no había internet, y el fax era una tecnología en pañales) ocupó media página 31 de la sección Información General de la edición del día siguiente, jueves 9 de enero de 1986. Se titula: "Testimonio de un amigo. Sus últimos días". La copio del original que afortunadamente recortó y guardó mi hermana, en el Chaco.

"MEXICO, 8 (Especial por Mempo Giardinelli) — Juan Rulfo sabía, desde hace casi tres meses, luego del terremoto, que iba a morirse. El cáncer que se le anidaba en el pulmón, manifestado en un enfisema incurable, no le fue ocultado y él mismo supo atribuirlo, un tanto arrepentido, "a todo lo que fumé que fue demasiado. No tuve medida para muchas cosas y entre ellas para el cigarrillo", nos dijo a Edmundo Valadés, uno de sus amigos de toda la vida, y a mí.
            "Ya postrado, en su casa de la calle Felipe Villanueva 98, en la Colonia Guadalupe Inn del Sur de la Ciudad de México, se dejó crecer la barba, totalmente blanca, se dedicó a escuchar cantos gregorianos y las músicas del Medioevo en las cuales fue un incomparable conocedor, y ya no recibió casi a nadie. Sólo a unos pocos amigos, a quienes recibía los viernes o sábados, para charlar. Siguió leyendo un promedio de una novela diaria, y empezó a prepararse para la muerte. Se fue entregando despacito, lentamente, metáfora de su cuerpo menudo, flaco y fibroso, que se secaba como un higo.
            "La semana pasada escribió, en una dedicatoria a una primera edición de su libro "Pedro Páramo" que le hizo a su amiga Elena Poniatowska: "Días antes de mi muerte, Juan Rulfo" y a Valadés, el último viernes, le confió: "Espero que mi deterioro no sea lento y largo; no podría soportarlo". Su corazón, una semana después, le ahorró la agonía: falleció anoche, martes 7 de enero, al caer la tarde sobre este valle que amaba, de un paro cardíaco.
            "En una de nuestras últimas conversaciones telefónicas, en la que me invitó a visitarlo el viernes próximo para charlar de "la divina Buenos Aires y sus mujeres incomparables" como él decía, y de otros asuntos de los que enhebraron una amistad de varios años, me dijo: "Ya que estás de paso por México, aprovecharemos para despedirnos". Desdeñó mis bromas sobre el patetismo de sus palabras. Él era así: la muerte no entrañaba para él ni misterio ni miedo. La había conocido de niño, se familiarizó con ella en una vida intensa recorriendo ese país en el que la muerte es una amiga cotidiana, un fantasma que se frecuenta y que convive con la gente, y la abordó en ese pueblo que inventó —Comala— donde "traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas".
            En sus últimos días andaba reconcentrado quizá por los dolores del cáncer, pero más probablemente porque recordaba los silencios y murmullos de Comala. Ingenuo, y como para darle ánimos, le pregunté: "Dime Juan, ¿estás escribiendo algo?". "No —fue su respuesta—, apenas sueño". "Los sueños son buenos materiales para la literatura", le dije. Y él respondió: "Yo sólo he tenido algunas pesadillas últimamente, pero mediocres".
            Anoche, cuando la noticia de su fallecimiento, este país pareció detenerse. En la televisión, en la radio, en la calle la gente comentó casi en silencio, como en unánime murmullo, "se nos murió Juan Rulfo", y hubo un recogimiento general. Un respeto que hizo que en la capilla ardiente no hubiese flores, se dispuso la cremación de su cadáver y nadie pronunció discursos que él hubiese detestado. Pareciera que todos en este país advirtieron que, como Pedro Páramo, Juan Rulfo respondía a la muerte con las mismas palabras de su novela: "Voy para allá. Ya voy". Sin decir una palabra, pareciera que su cuerpo, como el de Pedro Páramo, daba "un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras", tal cual el final de su inolvidable novela.
            El velatorio fue austero, silencioso. Sus viejos amigos, desde hace décadas: Juan José Arreola, Fernando Benítez, Edmundo Valadés, todos llorosos, compungidos. Fue impresionante el dolor del desgarrado Arreola, quien decía que quería morirse él ahí mismo. Le tomó una mano entre las suyas y dijo: "Siento culpa por sobrevivirlo. Nacimos el mismo año, en la misma región, a sólo 15 minutos uno del otro. Nos conocimos de siempre y desde hace 43 años somos íntimos amigos. Pero ahora que él se muere, sólo ahora empezaré a admirarlo".
            La familia recibía el saludo de infinitos concurrentes. Su hijo Juan Francisco, idéntico al padre, hacía guardia junto al féretro, recibiendo pésames. Telegramas de todo el mundo, del presidente de la república y de lectores anónimos de todo este inmenso país daban cuenta del dolor ante la pérdida del hombre que hizo a la literatura mexicana más universal. Valadés, lloroso, lo dijo con estas palabras: "Juan fue el más grande y México queda un poco más vacío sin él".
            En el camino que recorrió Pedro Páramo buscando a su padre, puede ser que ande Juanito Rulfo ahora. Un camino de la muerte. Un camino de la literatura. Quizás, como lo trajo, también a él lo lleve la ilusión".

Y para completar la semblanza del amigo reproduzco también lo que escribí en mi libro VOLVER A LEER. Propuestas para ser una nación de lectores (Edhasa, Buenos Aires, 2006):
            "En enero de 1986, el día en que Juan Rulfo murió me encontraba circunstancialmente en México y lo había visitado un par de veces en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, al Sur de la Ciudad y cerca del llamado Desierto de los Leones. Los Rulfo vivían en un tercer piso que yo conocía muy bien, y allí habían dispuesto su lecho de enfermo en una habitación pequeña, junto a la sala. Era un cuarto despojado y semioscuro, al menos durante las visitas, y Juan estaba acostado en la cama de una sola plaza con cabezal de madera arqueado, alto y oscuro. Solamente parecían brillar las sábanas blancas y la mirada siempre encendida de ese hombre menudo, delgado, que era mi maestro y mi amigo, y que vivía rodeado de libros.
            "Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles en los que había escrito algo, con su letra desgarbada y el siempre infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Hacía tiempo que ya no escribía con lapiceras ni bolígrafos, ni con máquina de escribir. Solamente utilizaba esos lápices flacos, coronados por gomitas de borrar sucias de tanto trajinar. Algún tiempo atrás había empezado a regalar sus plumas y a mí una tarde del 84 me regaló su Pelikan a cartucho con tapa metálica diciéndome, con el aparente desinterés con que descomprimía sus emociones, “quizás te sirva ahora que regresas a tu país”.
            "No leí esos apuntes, pero imagino que fueron los que un vecino del edificio vendió después (luego se supo que hurgaba en la basura de los Rulfo y extraía los papeles que Juan descartaba) y se publicaron una o dos semanas después de su muerte, en el suplemento de un diario mexicano.
            "La noche del día en que murió lo acompañé, en silencio, desde un rincón de la Funeraria Gayosso de la avenida Félix Cuevas. Ahí estaban sus viejos y queridos amigos: Juan José Arreola, Tito Monterroso y Bárbara Jacobs, Edmundo y Adriana Valadés, Elena Poniatowska y mucha gente anónima, de evidente origen humilde. Algunos lloraban quedito, como se llora en México cuando se le teme a la muerte, y hacía frío y creo que llovía.
            "Escribí entonces una breve nota necrológica y después, por años, nada sobre él hasta que en el 2000 empecé a evocarlo como quien escribe la larga y fragmentaria semblanza de un padre amado. Quizás este recuerdo que esbozo a veinte años de su muerte sea una parte de ese todo.
            "Juan me honró con su afecto cuando yo era muy joven y él ya un escritor consagrado, reticente a la celebridad y con fama de hosco. Desde fines de los 70 hasta su muerte, nos encontramos muchas veces y sostuvimos largas conversaciones peripatéticas por calles de México y de Buenos Aires. Pero sobre todo, la nuestra fue una amistad de librerías. Juanito, como lo llamábamos los que compartíamos mesa en la hoy desaparecida Librería “El Ágora”, ubicada a cuatro o cinco cuadras de la casa de los Rulfo, fortalecía la amistad literaria, desde luego, pero lo profundo del vínculo con él era más bien filosófico, filial, compuesto de raras liturgias y fidelidades no escritas.
            "En aquellos años en los altos de "El Ágora" había una pequeña cafetería que a finales de los 70 y comienzos de los 80 era prácticamente la oficina de Juan, que pasaba allá arriba muchas tardes, leyendo o escribiendo, y seguro se instalaba los viernes, después de las cinco o las seis, y ahí nos reuníamos sus amigos. Allí solía escribir, a mano y en sus libretitas, cuando estaba solo y bebía cafés o gaseosas y fumaba esperando que llegáramos. Y cuando cerró "El Agora" nos trasladamos a otra librería, "El Juglar", también cercana a su casa. Era una hermosa casona de tres plantas, con libreros por todas partes y una cafetería encantadora en la terraza, con vista a una glorieta de poco tráfico vehicular. En ambas librerías, y en distintas épocas, Juan condujo deliciosas tertulias vespertinas, teniendo siempre a la mano todo ese mundo de libros que él sabía y podía consultar, bajando éste o aquél de los estantes con una autoridad que ningún vendedor se atrevió jamás a contradecir.
            "Hasta fines de 1983, cuando todavía no podíamos volver a la Argentina, y aun después, cuando emprendimos el regreso, Juan fue extremadamente generoso con muchos escritores argentinos. Adoraba la obra de Osvaldo Soriano y conocía muy bien nuestra literatura. Frecuentaba los libros de Roberto Arlt, de Manuel Puig, de Beatriz Guido, de Manuel Mujica Láinez, Eduardo Mallea, José Bianco, Silvina Ocampo (a quien apreciaba más que a su marido, Adolfo Bioy Casares) y estaba muy al tanto de la literatura social argentina: no le eran ajenos los nombres de Roberto Mariani, Roberto J. Payró o Leónidas Barletta, por caso.
            "Pero su escritor favorito era, sin dudas, Julio Cortázar, de quien era amigo muy cercano."

Ahora que rescato estos papeles para este blog, remedo de una memoria que no cesa de arder, me lleno de nostalgias y de egoista felicidad. Nostalgias porque todavía echo de menos al amigo-maestro. Lo segundo porque su amistad fue un privilegio para mí.

Apuntes de Boston en el 86 y un reconocimiento a Severo Sarduy.
Wellesley College es uno de los institutos educativos superiores de la muy exclusiva y elitista "Ivy League" norteamericana, así llamada porque la forman las principales y más antiguas universidades de la Costa Este de los Estados Unidos, entre ellas Harvard, Columbia, Yale y otras. Wellesley también fue una de las "Seven Sisters", que eran los siete universidades exclusivas para mujeres de la región, cuna de la aristocracia norteamericana. Wellesley todavía hoy es sólo para mujeres, fundamentalmente hijas de familias ricas.
            En una serie de colinas preciosas, a menos de una hora de Boston, Massachussetts, fue la universidad en la que Vladimir Nabokov enseñó cuando llegó a los Estados Unidos en 1940 y se dice que fue allí donde escribió su célebre "Lolita". También enseñaron allí dos grandes poetas españoles exiliados: Jorge Guillén y Pedro Salinas.
            Allí pasé todo el primer semestre de 1986, gracias a la invitación de Lori Roses, una profesora de la casa que era amiga de Frank Janney, mi editor norteamericano.
            Frank era un académico prematuramente retirado que vivía en New Hampshire y amaba los caballos, el bourbon, la literatura, la guitarra y las mujeres. Nunca supe si fue un académico exitoso, pero sí que un día dio un portazo y se asoció con un colega suyo, el chileno Randolph Pope, quien enseñaba todavía en Dartmouth College, otro prestigiosísimo instituto de la Ivy League. Entre los dos montaron Ediciones del Norte, un emprendimiento editorial originalísimo, dedicado a publicar libros de crítica y creación para el mundo académico estadounisense, pero en castellano.
            En 1981 Frank y Randolph se entusiasmaron con mi novela "El cielo con las manos", que pasó a formar parte de un joven catálogo en el que figuraban por lo menos dos magníficas novelas sudamericanas: "Ardiente paciencia", de Antonio Skármeta y "La vida a plazos de Don Jacobo Lerner", del narrador peruano Isaac Goldemberg. A esos primeros libros se sumaron "A las 20.25 la señora entró en la inmortalidad" del argentino Mario Szichman; el luego imprescindible ensayo "La ciudad letrada", del uruguayo Ángel Rama; "La insurrección", de Skármeta y, como ya he contado, mi primer libro de cuentos: "Vidas ejemplares". Supongo que entre el 84 y el 85 Frank pasó mi nombre a Lori y así fue que me invitaron. Fue mi debut académico en los Estados Unidos.
            Aparte de que fue una estupenda experiencia docente y personal, en esos meses pude avanzar decisivamente en la escritura de la novela que después sería "Santo Oficio de la Memoria". También ese año decidí pasar de mi vieja Olivetti Lettera 22 (comprada en diez cuotas con el primer sueldo que cobré en los Tribunales del Chaco, a mis 17 años y cuando estudiaba Derecho en la UNNE; y la cual todavía tengo y funciona perfectamente) a una máquina de escribir electrónica marca Brother, que me costó un ojo de la cara y resultó un fiasco.
            Ahora me parece increible haberme dejado seducir por aquella Brother negra, bastante impresionante pero completamente inútil. No sólo no me acostumbré a ella sino que al regresar a Argentina también volví a teclear a lo bestia en la Lettera, hasta que una noche de finales de ese 1986 Osvaldo Soriano me convenció de comprarme una computadora. Él acababa de traer de un viaje a Francia o España, una Apple Mac Plus que parecía —y en cierto modo era— una revolución. En 1987 compré mi primera Mac y ya nunca abandoné esta tecnología.
            Pero me sigo yendo por las ramas, discúlpenme. Decía que en Wellesley conseguí encarrerarme con mi "Santo Oficio". Trabajé diariamente durante muchas horas, con nieve afuera primero y luego en una restallante primavera, con una concentración como pocas veces había tenido. Así pude empezar a organizar las miles de páginas que tenía aporreadas, llenas de mugrientas correcciones en tinta de birome. Creo que allí encontré el tono discursivo de varias de las mujeres que narran la novela, y sobre todo el tono general que yo quería lograr para ese texto que crecía como despegado de mi voluntad.
            De aquellos meses guardo recuerdos intensos. En particular la compañía de S., que era mi novia y mi sostén anímico, una mujer encantadora, propietaria de un exquisito sentido del humor y que supo impedir que me derrumbara del todo cuando tuve que dejar a mis hijas en Montreal. También gané algunas buenas amistades: la mencionada Lori, Elena Gascón-Vera, Joy Renjilian, Goli Ladjevardi, Tino Villanueva. Aunque a algunos de ellos no he vuelto a verlos en años, forman parte de una especie de cuadro afectivo de aquel tiempo maravilloso en el que todo era construcción porque el amor, la literatura y la democracia lo eran.
            Vuelvo a mis apuntes y descubro uno que me inquieta; lo tengo muy subrayado. Dice: "Severo Sarduy afirma que no todo terminó, en la literatura hispanoamericana, con el boom. Que con el Premio Nóbel que le acaban de dar a Gabriel García Márquez no acabó nada ni se consagró nada, dice. Y tiene razón."
            Me pregunto ahora si de veras yo creía en aquel tiempo que Severo tenía razón. Y me pregunto si ahora mismo lo creo. Estuve con él en Brasilia, en el 88, y hablamos de eso. Lo contaré más adelante. Pero ahora me parece oportuno rescatar de aquellos apuntes y de aquel encuentro estas anotaciones que hice y que en parte reproduzco:
            "También dice Severo que hay un solo tono, una sola voz narrativa en mucho de lo que se escribió en el boom (en casi todo); y lo subraya en Alejo Carpentier y en GGM. Interesante idea. Puede servirme para reflexionar más y mejor lo que vengo pensando sobre la escritura y las voces de la oralidad".
            ¡Y vaya si me sirvió! De hecho esto fue parte esencial de la escritura de SOdlM. Durante la cual fui siendo cada vez más consciente de la importancia y trascendencia tonal que tenía, en mi texto, la pluralidad de voces. Esa necesidad de construir un coro textual, o una textualidad polifónica, fue el resultado casi obvio de aquellas observaciones de Severo. Quien, curiosamente, nunca fue un narrador que me interesara especialmente (confieso que sólo leí de él sus novelas "Maitreya" y más adelante "Colibrí") pero sí era un lector de agudeza excepcional y como tal me impresionó cuando lo conocí. Ahí están, además, sus ensayos "Escrito sobre un cuerpo" y "Barroco", de los primeros años 70, cuando ser cubano en el exilio era políticamente condenable. Severo fue editor durante muchos años en algunas editoriales francesas y dicen que García Márquez dijo alguna vez de él: "Es el mejor escritor de nuestra lengua, aunque sea tan poco leido".
            Bueno, a mí me impactaron muchísimo aquellas ideas suyas sobre las voces de la novela. Una materia de la que yo conocía solamente el viejo libro de Oscar Tacca que así se titula ("Las voces de la novela") y cuya primera edición de Gredos, Madrid, 1973, todavía conservo debidamente subrayado. Pero las ideas de Severo, tan provocador y agudo, y gracioso en su hablar caribeño, fueron un sacudón para mí durante las conversaciones que sostuvimos aquella inolvidable semana en Brasilia. Severo era, además, un maestro en el arte de desacralizar la literatura, y su inteligencia y sentido común eran arrasadores. Quizás por eso esto que escribo pertenece, pienso ahora y por qué no, al campo de los homenajes secretos que los autores hacemos a otros autores. Y no digo secreto en el sentido de escondido, sino de subterráneo, indescubrible para un crítico, por ejemplo. Una especie de fuerte presencia que sólo el autor puede revelar. Severo, en este sentido, fue determinante para mi novela "Santo Oficio de la Memoria".
            Y es que él era poeta, además. Y yo, en tanto lector consumado de poesía, y acaso también contumaz, siempre he pensado que, en definitiva, la prosa no existe; todo el lenguaje, toda la literatura es poesía. La prosa depende, requiere y reluce gracias a una disposición formal que es un arte poética en sí misma; la gramática lo es.
            Y además siempre he querido "escribir con todo el idioma", como dice Bioy que escribían Mármol y Lugones. Y como me consta que escribía Juan Filloy, de quien guardo una caja llena de cartas que intercambiamos entre 1984 y 2000, además de infinitos recortes y apuntes que él me regaló y que avalan esto que digo.
            Por eso hay que recurrir todo el tiempo a los Diccionarios. No se puede escribir sin esos bastones indispensables para el buen andar entre palabras.

Tablero de lecturas:
Ni que fuera un atentado contra mí mismo, porque estoy terminando una novela a toda máquina, no sólo no dejo de leer sino que en este mismo momento estoy sumergido en tres libros que no son, como se dice vulgarmente en mi tierra, moco'e pavo. Por un lado leo lentamente el original de la nueva novela de Angélica Gorodischer, "Las señoras de la calle Brenner", que es una absoluta maravilla. Matizo con "Blanco Nocturno" de Ricardo Piglia. Y con el enorme (casi 600 páginas de letra pequeña) "Kafka en Nueva York" de Haruki Murakami.
            Pero a propósito de lecturas, y luego de varios libros que leí últimamente, quiero decir algo que me tiene muy entusiasmado: qué bien escriben algunas jóvenes narradoras argentinas. He disfrutado mucho las novelas de Eugenia Almeida (en especial "Colectivo"), los cuentos de Samantha Schweblin y —creo que ya lo dije en otra entrada— "La casa de los conejos" de Laura Alcoba. Hay más, claro, no quiero ser injusto, pero tampoco caeré en enumeraciones. Sin embargo, y por lo menos, debo mencionar también a Patricia Suárez, Raquel Robles, Verónica Sukáczer... Ya sé, me quedaré ahora con la odiosa sensación de que me olvidé de algún nombre y etcétera, etcétera... Lo siento.
            Pero voy a lo que me parece esencial: me encanta leer a las mujeres. Me parecen más interesantes que nosotros los varones, y no lo digo en el estúpido, obvio sentido machista de la palabra. Pero sucede que me atraen más sus historias y el sentido de sus historias; sus divagaciones siempre vinculadas al sentir, a la búsqueda de sutilezas, a la indagación en lo profundo. No afirmo con esto que los escritores varones no lo hagan, ojo, pero sí digo que hay algo que siempre está en las prosas masculinas, un denominador común, un decir en voz alta lo que yo ya conozco...
            De ninguna manera generalizo, pero cierta prosa masculina argentina me es ya tan familiar y trajinada que —y lo digo con cautela— muchas veces me aburre. Es un poco como escuchar a esa tía que ya te contó un montón de veces la misma épica familiar. Las mismas anécdotas fueron repetidas con todo tipo de matices durante años y años, y pareciera que ahora es sólo una cuestión de presentación. Pero es más de lo mismo, llámese posboom, posmodernidad, género negro, generación macondiana o como se quiera designar.
            En cambio en la prosa femenina siempre tengo la sensación de que hay algo para descubrir. Y aunque no siempre sucede, me gusta dejarme llevar por ciertos meandros que no toleraría en los varones. Por ejemplo, hace un par de años leí "Las viudas de los jueves" de Claudia Piñeiro con mucho placer e interés, pero tengo la sospecha de que esa misma trama narrada desde una prosa masculina quizás no me hubiese resultado atractiva.
            No sé, lo seguiré pensando. Siempre es bueno seguir pensando.
            Ah, y también estuve releyendo, de casualidad, una preciosa nouvelle de José Emilio Pacheco que adoré hace treinta años en México: "Las batallas en el desierto". Me gustó de nuevo y me llenó de nostalgias, quizás porque es contemporánea y prima hermana de mi segunda novela, "El cielo con las manos".

Leyendo a Paz en Boston y escribiendo Santo Oficio
            Copio lo apuntado en una libreta de la época de Boston: "En la generación anterior —dice Octavio Paz— se usó y abusó de una propiedad mágica del lenguaje: la ambigüedad". Y dice después que en su propia generación, y refiriéndose específicamente a la poesía mexicana, le parece que la palabra clave es “indeterminación”.
            El apunte tiene poco más de veinte años. Me deja pensando...
            Porque ahora me parece que nosotros fuimos testigos (en tanto lectores) de esa ambigüedad y aun de algunas indeterminaciones (el amor y el espanto que les produjo el realismo socialista, por ejemplo, que era una estética, si le cabe el término, siempre pronta para maniatar la libertad del escritor y someterlo a premisas extraliterarias). Y otras más, seguramente debidas, casi todas, a las pujas ideológicas de la época de la Guerra Fría.
            Pero la pregunta clave ahora, me parece, sería: ¿cuál es nuestra palabra clave?        Quizás una preposición, pensaba yo hace veinte años: reviso los mismos apuntes y encuentro esto: "...para nosotros la escritura no se hace desde, o para, o por, o según, sino con. Creo que dada la arbitrariedad de los medios de comunicación y de cierto periodismo cultural, así como la soledad y el aislamiento en que nos sumieron los exilios (extramuros o interiores), nuestra necesidad de escribir es con el lector. Ni ambigüedad ni indeterminación: unidad, suma, fraternidad y comunicación".
            Leo esto ahora y me parece que aunque no estaba mal, era inocente, pero era lo que pensaba hace veinte años. No suelo practicar la autoindulgencia.
            Decía también Paz que lo que distingue a su generación de la de Borges y Neruda “no es únicamente el estilo sino la concepción misma del lenguaje y de la obra”. Me encanta esa idea de "otra" generación, aunque es cierto que él debió verse así. Borges era de 1899 y Neruda de 1904, mientras que Paz, igual que Cortázar, nació en 1914.
            Yo creo que algo de eso hay también entre nosotros (y cuando digo nosotros digo mi generación, los nacidos entre el 45 y el 55, por decir una década): el posboom también se diferenció del boom por el estilo, y además por la concepción del lenguaje y de la obra toda, por las tramas no exóticas y sobre todo por el drástico abandono del realismo mágico. Al menos en la Argentina, donde lo real-maravilloso nunca hizo pie. A Dios gracias.
            Hoy me atrevería a decir que a cada generación le pasa lo mismo, con lo que se podría arribar a la conclusión de que la idea de Paz es casi una obviedad. Y es que cada ruptura es así, cada generación necesita quebrar lazos con la anterior. Nuestras propuestas íntimas, nuestros deseos, nuestro vínculo con el lector, a mediados de los 80 eran distintos de los de 20 años antes, y eso es natural y lógico. Hoy mismo, en 2011, ni se digan las diferencias que tienen los jóvenes con nosotros los veteranos, e incluso nosotros con nosotros mismos, los que éramos entonces.
            Y dentro de 20 años ocurrirá lo mismo.
            Se trata, entonces, de diferencias tan insoslayables como estimulantes. Que es como quiero ver este asunto. Para que de ningún modo se autorice a pensar que cada generación es mejor ni peor.
            Lo que dificulta algunas comprensiones en materia literaria, me parece, es esa especie de obsesión que tienen algunos autores, y muchísimos críticos, que pretenden tantas veces establecer cánones provisorios como si fueran definitivos. Hablan de sus propias generaciones como si se tratase de cumbres, como si buscaran una forzada canonización de ellos mismos y de sus camaradas de época. Y muchos críticos, pobrecitos, se quedan así anclados en lo que leyeron o les enseñaron, y entonces lo creen y enseñan, repetidamente y hasta con pretensión de eternidad.
            Bien podrían irse a la mierda los que hacen eso, porque hacen mucho daño a la literatura. La recortan, la municipalizan, que es lo que siempre digo que le pasa al canon académico argentino, que de hecho es un canon porteño. El de la UBA, concretamente, así como el de varias otras universidades en cuyas facultades o escuelas de Literatura se siguen sus pasos colonizadamente. Así resulta que muchos/as jóvenes profes parecen no querer ver, después, que a todo canon lo sucederá un quiebre, ineludiblemente, y que eso es lo más seguro, lo eterno y lo mejor en materia de arte. Pero muchos/as ya están ciegos para entonces.

Para el corcho en la pared (papeles encontrados en una vieja caja de zapatos)

Una de Canetti:
En "El suplicio de las moscas" (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994, pág. 121), Elías Canetti escribe: “Escuchar durante horas a una persona con la firme intención de no atender a sus ruegos, oírla salir en defensa de su vida, uno mismo sereno, seguro, radiante. ¿Acaso hay algo más abyecto?”
            Lo que me impresiona es que en esas 33 palabras está todo el nazismo; todos los aparatos represivos que han sido y son en el mundo, caben allí. Quizás ésta sea la más perfecta descripción de la actitud nazi. En esta joya de síntesis cabe el nazismo y cualquier otra de las innmerables represiones a la especie humana.

Versos que le escuché decir a Antonio Sarabia en Monterey, México, en 2000:
Porque como la paga el vulgo, es justo
hablarle en necio, y darle el gusto
                                                Lope de Vega

Cae el huevo contra la piedra. Pobre huevo.
Cae la piedra sobre el huevo. Pobre huevo.
                                                Precioso proverbio chipriota

De Vargas Llosa a cuando escribía Santo Oficio de la Memoria en Boston, 1986:
Primero que nada, unas palabras sobre el debate suscitado por la invitación a Mario Vargas Llosa a la Feria del Libro porteña de este año. Lo que más me impresionó fue la confusión de muchos lectores, que a la manera de los exaltados comentaristas insultadores de La Nación, no entendieron el eje de la cuestión. No se trató de MVLl, ni estuvo en juego la libertad de expresión, ni tiene sentido seguir discutiendo. Simplemente lo que hubo fue un intento de aprovechar el renombre del Premio Nóbel para incidir en la vida argentina. Hubo uno o más vivillos que desde la organización de la Feria jugaron fichas equivocadas, inoportunos por provocación o por ignorancia. Esos son los cuestionados, al menos en mi artículo de Página/12. Pero la incomprensión, la mala lectura y la mala leche... realmente me sorprendieron. Y ni se diga los anónimos, algunos de los cuales pretendieron que les diera espacio en los comentarios de este blog. Si serán caraduras, además de cobardes, puesto que toda diatriba que se escuda en el anonimato es irrecuperablemente cobarde.
            Habría que enseñarles el a-be-ce de la educación democrática: se puede estar en desacuerdo, pero hay que escuchar y ponderar primero lo que el otro dice. Y leer bien, desde ya. Yo no sé si tengo razón en lo que escribo; yo dudo, inquiero, pregunto y me pregunto. Pero para seguir pensando... No sé a ustedes que siguen este blog, pero a mí me alarman tantos necios en un país que parece hoy tan dividido. ¿Es inquietante, verdad? Esperemos que sea pasajero.
             
Apuntes de hace un cuarto de siglo
En un posteo anterior hice mención a la crítica, o en todo caso a cierta manera de ejercer la crítica. Fue un tema que me apasionó hace años, cuando escribía "Santo Oficio de la Memoria" en Boston y 1986. Supongo que entonces estaba muy condicionado por mi descubrimiento del mundo académico norteamericano, que como todo hallazgo fue para mí novedoso y fascinante.
            Puedo decir que toda mi vida adulta he estado en relación con críticos literarios académicos de todo el mundo. Los he conocido y muchos son mis amigos. Incluso mis mejores amigos, algunos de ellos. Y yo mismo ejercí —ejerzo aún— ese oficio durante años, enseñando en universidades norteamericanas. Como José Martí, yo también podría decir que conozco al monstruo porque he vivido en sus entrañas.
            Comparto mis apuntes de una vieja agenda-libreta de 1986: "Si colonialismo, identidad y dependencia son las palabras claves que toda la crítica parece asumir respecto de nuestra América Latina, cabe detenerse un momento en ese otro concepto que ha desvelado a muchos: la transculturación que hemos sufrido y sufrimos en este continente. Justo es preocuparse por el aislamiento empecinado a que se aplica la nueva crítica norteamericana —la escuela de Yale, su tiranía, como la llamó Colin Campbell— y de los estructuralistas franceses, que ahora desdeñan todo contexto histórico, social y cultural en los textos, para ocuparse casi maníacamente de deconstrucciones puras que convierten a la literatura en una especie de matemática. Los textos así despedazados parecen “word jokes” que conducen a ninguna parte. Y yo me pregunto: ¿No será que el fenómeno de transculturación afecta también a parte de nuestros críticos?
            La transculturación es un término propuesto por el escritor cubano Fernando Ortíz, en 1940, con una estupenda definición que tomo del trabajo de Raymond Williams “Crítica literaria y observación cultural” (en Latin American Research Review, Vol. 26 Nº1, otoño de 1986): “Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque este no consiste solamente en adquirir una cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturación, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decir una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación”.
            Es decir: transculturación implica, primero, desculturación (pérdida de lo precedente) y enseguida y concomitantemente neoculturación (creación de nuevos fenómenos, o bien adquisición y/o asimiliación de los provenientes de otras fuentes). Esto explica muy sencillamente la parte positiva del fenómeno: renovación, modernidad como constante, aggiornamiento permanente de la cultura de una sociedad dada. Pero pareciera que nuestra crítica se ha quedado sólo en la primera parte: la pérdida, la desculturación. Y se empeña en una resistencia que no por inútil es menos absurda.       
            Señala el crítico peruano José Miguel Oviedo, en “Escrito al margen” (colección de ensayos sobre literatura latinoamericana, Colcultura, 1982), que nuestra crítica tiene varias tradiciones, y él señala dos que no suelen recordarse pero que aquí me parecen fundamentales: la de los marginados y la de los olvidados. ¿Acaso no explican ambas el empeño en seguir aplaudiendo vacas sagradas que no están nada mal y se han ganado el aplauso con obras memorables, pero que son utilizados para ningunear nuevos escritores, nuevas obras y nuevas corrientes, y particularmente no dejan de ser sino un fiasco al lector y hasta una mala orientación para los editores? ¿Cómo va a crecer nuevamente este país, cómo vamos a rehacer nuestra desmantelada y deprimida cultura si no se lanzan nuestros críticos a la grandiosa aventura de descubrir, de proponer con originalidad, de investigar seriamente y de ayudar —a escritores, lectores, editores— en la necesaria tarea de recuperación de la literatura argentina, para que, por ejemplo, vuelva a tener significación y presencia, y abandone esa tonta y lastimosa autocomplacencia que la detiene, como congelada, en la adoración narcisista de su pasado glorioso?
            Una idea temeraria: quizás en el Boom de los 60 se produjo lo que Angel Rama definió en el título mismo de su libro póstumo: “La ciudad letrada". Rama señaló el paso de la ciudad colonial, en la que el grupo letrado, ínfimo, dominó la arquitectura, el gobierno y la cultura, a la ciudad escrituraria en la que una minoría letrada y la inmensa mayoría iletrada produjeron dos lenguajes: el minoritario, que controló la escritura de los registros oficiales públicos y dominó elitistamente la producción cultural; y el otro, mayoritario, que asumió un lenguaje cotidiano, de la vida diaria, de la oralidad que no tuvo expresiones escritas, pero fue, sin dudas, el que realmente hablaron los pueblos latinoamericanos.
            Si nos aventuramos en la analogía, quizás el Boom produjo una escritura letrada, que aunque tuvo gran aceptación popular, terminó por estratificarse y colocar al lector en el otro lado; es decir, el lector como admirador que contempla, encantado como ante una serpiente mágica, para aceptar o rechazar.
            En cambio en el Posboom, aunque todavía no se ha producido ninguna obra representativa paradigmática, ni el fenómeno tiene cuerpo y definiciones, ya es advertible que la preocupación es distinta. No es populista ni realista, ni es demagógica. Simplemente, la oralidad de nuestras naciones le sirve en la búsqueda de una escritura encarnada en la oralidad de sus lectores. Y creo que ejemplos de esto son las últimas novelas de Antonio Skármeta, de Jesús Gardea, de Isabel Allende o, en nuestro país, cualquiera de las estupendas novelas de Osvaldo Soriano.
            Lo anterior es de 1986. Un apunte sobre el apunte propone: "En 1995 pienso que debería mejorar esos ejemplos". Y ahora en 2011 pienso que no habría mejor ejemplo que la reciente novela de Ricardo Piglia, "Blanco nocturno", que en mi opinión es una implícita consagración académca del estilo literario y lingüístico de Soriano.
           
Para el corcho en la pared:
Una de Julio Cortázar. En sus cartas recién publicadas a su amigo Eduardo Jonquières, pintor y poeta que al igual que él se radicó en París en los 50, escribe esto que suscribo a ciegas y que desde hace muchos años es parte de mi filosofía literaria: "...pienso en mis colegas que se agitan, sudan, corren a los editores y a los periódicos, se mandan cartas de explicaciones, hacen campañas de autobombo e interbombo... ¿Para qué, si lo mejor es escribir cada tanto un buen libro y el resto corre por cuenta del libro y de los demás?"
            ¿No es maravilloso?
            Ha de ser por eso que hoy es moda —vana, desde ya— desdeñar a Don Julio con ironías de segunda clase y cortedad de enanos. Claro que tal estupidez sólo se practica —era esperable— en la Argentina.


El golpe en la memoria: 2 artículos en Página/12
Se cumplen 35 años del golpe de estado del 24 de marzo del 1976. Una fecha que está marcada para siempre en la memoria de millones de argentinos y argentinas.
            En esta memoria que vengo escribiendo tiene cabida, y bien podría ser el punto de partida, el primer párrafo.
            He aquí algunos fragmentos de la nota que publiqué en el diario Página/12 cuando se cumplieron 20 años del golpe, en 1996.
            "La vida, en aquellos días, no era fácil. La economía determinaba también entonces nuestra angustia cotidiana. Yo era muy joven, tenía dos hijitas, y andaba a los saltos, prácticamente con tres trabajos: me levantaba a las seis, y de 7 a 13 era redactor del diario “Crónica”. De 13 a 19 lo era de la revista “Siete Días”, en la vieja Editorial Abril de Paraguay y Alem. Y colaboraba en una revista de humor que se llamó “Mengano” y capitaneaban Carlos Marcucci, el Negro Dolina y Ricardo Parrota. Quién sabe de dónde nos quedaba resto para el humor, si además la censura era tremenda y el miedo paralizante.
            "Pero sobrevivíamos, creo, porque éramos jóvenes y nos sobraba polenta. Nos habían ido arrinconando, pero no nos habían asesinado ninguna ilusión. Uno se replegaba hacia adentro, hacia los pocos amigos que quedaban de la militancia y las luchas de la vieja Asociación de Periodistas de Buenos Aires, y en la pequeña solidaridad que todavía era posible en medio de tantos secuestros, muertes y torturas. Por entonces ya escribía mis primeras, secretas narraciones; y a la vez que hacía las cuentas para pagar alquiler, mamaderas y pañales, también llevaba la cuenta de todo lo que no iba a olvidar ni perdonar jamás.
            "Aquel marzo ya era obvio lo que se venía. Era cuestión de horas: el gobierno ineficiente de Isabel, el caos justicialista, la Triple A de López Rega, la violencia generalizada, los allanamientos, las sirenas, las pinzas, el terror imperante, prenunciaban el golpe. Y era difícil imaginar lo que se venía, entre la resistencia a salir del país y el pánico si nos quedábamos. Faltaban sólo siete meses para las elecciones, pero parecían siete siglos, y de todos modos nadie sabía a dónde conducirían.
            "No era el rumor, sino el silencio, lo que en las calles resonaba. Y encima ya se respiraba un aire ambiguo: mezcla de impotencia, resentimiento y también alivio, para muchos. Los que apostaban al fin del isabelismo a cualquier costo se montaban sobre el hartazgo de la gente. Algunos insistían en el viejo disparate de que “cuanto peor, mejor”. Y la frase hecha: “Esto no se aguanta más”, ya entonces era popular.
            "Aquellos días yo no dejaba de evocar el 28 de junio del 66: yo tenía 18 años y el golpe de Onganía contra Illia me hizo ver dos cosas que parecían revivir en ominoso marzo del 76: una, que el golpe de estado gozaba de la aprobación de muchos y el gobierno constitucional la defensa de nadie. Y dos, que desde entonces y para siempre yo iba a llorar todos los golpes de estado. Nunca, ninguno, en ninguna circunstancia y bajo ninguna condición, me alegraría. Ni siquiera el que era evidente que se cocinaba en las sombras."
            Y el que sigue es el artículo que sale hoy, 24 de marzo de 2011, en el suplemento especial del mismo diario, a 35 años de aquel día aciago.

El golpe y la memoria / Página/12 del 24 de marzo de 2011.
            Quién hubiera dicho que acabaríamos escribiendo sobre aquel golpe de estado como de un acontecimiento lejano. Porque el ‘76 está acá nomás. Y sin embargo, tan lejos. Si parece cuento, ahora, que aquel 1976 fue el año del avión supersónico Concord y de las Olimpiadas de Montreal donde asombró al mundo una muchachita de Rumania (país comunista entonces) que se llamaba Nadia Comaneci.
            Fue el año de la España de Adolfo Suárez, de la matanza en Soweto y el inicio del ocaso del appartheid sudafricano. El de la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural china que devino madre del gigante actual. El año, también, en que Jimmy Carter sucedió a Richard Nixon.
            Y el año en que murieron escritores fundamentales de mi generación: José Lezama Lima, André Malraux, Raymond Queneau, Agatha Christie, Dalton Trumbo y el mexicano José Revueltas.
            En poco menos de tres meses de aquel aciago 1976, millones de argentinos y argentinas ya sabíamos que se venía la noche. Empezaba a gestarse una palabra símbolo de la época: “desaparecidos”. Y también empezaba la cuenta de lo que no se iba a olvidar jamás.
            Aquel 24 de marzo del ‘76 ya está muy escrito, aunque quizás no suficientemente. Quién podría dar esa medida de suficiencia. Pero lo que nosotros, los de entonces, podemos y debemos hacer todavía es testimoniar lo que fue y ya no es: aquel gobierno ineficiente y genuflexo, las Tres A, el terror imperante y la violencia generalizada, incontenible.
            Hoy sólo siguen vigentes algunas estupideces clasemediera y argentinamente eternas: “cuanto peor, mejor”; o “esto no se aguanta más”.
            Los que entonces éramos jóvenes, chicos y chicas como los que hay ahora y hubo siempre, en esencia sólo queríamos lo que siempre quieren los jóvenes: que el mundo en que viven sea mejor. Y también queríamos que la democracia en la Argentina no fuese el engaño condicionado que era entonces.
            Han pasado 35 años —eso es por lo menos dos generaciones— y es cierto que todo se difumina en la memoria, pero no el dolor y el agravio. Por eso la memoria se sostiene, y ni se diga en nuestra sociedad donde tenemos pilares que cargan la memoria sobre sus espaldas, y sobre todo cuando no hay justicia, o tarda tanto, y no se puede perdonar porque no hay arrepentimiento. Si el dolor no tiene plazo de vencimiento, ¿por qué va a tenerlo el olvido?
            La memoria no se rige por razones sino por emociones; la memoria no acepta reglas sino que es regla en sí misma. Es el único laberinto del que los humanos no sabemos salir. Por eso la mejor actitud es entrar y vivir allí. No mansamente sino activamente. Para que la memoria sea motor y no ancla. Para que sea maestra de vida futura y no temor a un pasado que paraliza.
            Por eso hace 35 años, o más, que no hay olvido ni perdón. No puede haberlos porque el olvido es siempre razón de la mentira. Y los que proponen olvidos, aquí y dondequiera, como los que se "hartan" de la memoria, son unos mentirosos. Y si borran con el codo lo que alguna vez escribieron con la mano, son unos pobres mentirosos. 
            No está de más, me parece, decir esto en la actual circunstancia argentina. Después de todo, 35 años después del horror que se simboliza en esta fecha, sigue dependiendo de cada uno de nosotros el seguir forjando la esperanza. •

Novela policial, género y cine negro. Crónica de Passau.
Por invitación de las profesoras Brigitte Adriaensen y Valeria Grinberg Plá, acabo de visitar la Universidad de Passau, Alemania. Allí se desarrolló el 18º Congreso de la Asociación Alemana de Hispanistas, en una de cuyas secciones —dedicada a la literatura policial y el género negro— tuve el honor de hablar.
            Además se exhibió allí la película "El décimo infierno", que escribimos y dirigimos con Juan Pablo Méndez, y que por cierto esta semana está concursando en el Festival Guadalajara Construye, en esa ciudad mexicana, lo que nos tiene con los dedos adoloridos de tanto mantenerlos cruzardos.
            El paper que leí en Passau es un trabajo en el que actualizo algunas ideas de mi libro El género negro, y la versión completa será publicada por las organizadoras. Por eso he aquí una síntesis.

Novela policial y cine negro. Vasos comunicantes de la narrativa del crimen.
Universidad de Passau, Marzo 25 de 2011. (Una síntesis)
Estamos todos de acuerdo en que existe realmente una literatura de género policial que llamamos Género Negro, y podría decirse que hay muchos otros acuerdos básicos. Pero desde hace unos cincuenta años, más o menos cada diez o quince aparece una nueva generación de autores y críticos que reinstala los debates, actualiza teorías y se pregunta más o menos lo mismo: por qué “literatura negra”, por qué su enorme popularidad, cuáles son sus fuentes, cuál su evolución y cuál su jerarquía.
            (...) Estudié esta literatura durante muchos años, y producto de ello es mi libro El género negro, cuya primera edición mexicana es de 1984. Sin embargo, yo no me considero un escritor del género. Al menos en el sentido de que no soy escritor de género único. He publicado 10 novelas y varios libros de cuentos y ensayos, pero cada libro corresponde a una etapa diferente de mis intereses.
            Sólo cuatro de esas novelas y algún par de cuentos pertenecen a este género: la primera fue Luna caliente (...) enseguida escribí Qué solos se quedan los muertos, que además de significar una despedida de México y del exilio, fue un intento de oposición a aquella "moda" del género negro que a mediados de los 80 se preguntaba prácticamente lo mismo que ahora escuchamos y leemos (...) la tercera fue El décimo infierno (...) Quise que fuera una novela brutal y despiadada porque mi país bajo la presidencia de Carlos Menem era entonces un país brutal y despiadado, como quedó a la vista cuando la crisis terminal de la Argentina en 2001. Publiqué esta novela en 1995, devastado por la inmoralidad social creciente y la violencia solapada, no dicha, que algunos advertíamos. Pero como no quería hacer una obra de denuncia circunstancial, intenté varias otras cosas: que la política explícita no estuviera presente; que no hubiese una sola mención de época; que la simple actuación de los personajes centrales pintara a toda la sociedad; que ninguno de los personajes fuera capaz de enamorar al lector; que no hubiera "buenos" que se salvaran del incendio. O en todo caso sólo uno, y anónimo: el chico de la gasolinera.
            Mi cuarto y último libro de este género es Cuestiones interiores, una nouvelle desdichada que aprecio mucho. Cuenta la historia del juicio a un hombre que ha matado sin querer, sin voluntad de matar y por eso mismo lo admite, y así le va. Y digo desdichada porque fue un fracaso de ventas (es mi verdadero worst-seller) aunque en mi opinión es uno de mis mejores textos negros, el más literario en el sentido de que ahí importa más la escritura que la trama (...) Como sea, y termino aquí la referencia personal, sólo cuatro de mis novelas son de género negro.
            (...) Por cierto, el cine negro tiene una fantástica tradición en América Latina, y en la Argentina en particular. De hecho casi todo el cine argentino ha seguido las líneas estéticas paridas originalmente en Hollywood, en casi todos los casos trasladando literatura a la pantalla. Y esto por lo menos desde "Monte criollo" (1935, de Arturo S. Mom en base a un tango de Homero Manzi) y "Fuera de la Ley" (1937, de Manuel Romero, tremenda película que marcó a todo el cine de mi país, hasta hoy).
            No haré la lista de nuestro cine policial y negro, pero se trata de un largo centenar de películas, basadas en lo mejor de la literatura argentina. Se filmaron cuentos y novelas de Sábato, Borges, Cortázar, una y otra vez, con diferente acierto. Leopoldo Torre Nilsson filmó varias novelas de su esposa, la reconocida novelista Beatriz Guido. Y desde luego, se rodaron varias obras de Marco Denevi, Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Ricardo Piglia, José Pablo Feinmann y muchos y muchas más, trasladados al cine por enormes guionistas también escritores, como Ulyses Petit de Murat, Augusto Roa Bastos y Aída Bortnik.
            Hoy en la Argentina se producen y filman más de 100 películas por año, y probablemente la mitad son de, o se relacionan con, el género negro. Desde "Tiempo de revancha" y "Ultimos días de la víctima" de los años 80, hasta "El secreto de sus ojos" que ganó el año pasado el Oscar de Hollywood, y que está basada en una novela de Eduardo Saccheri, la lista es larguísima y hay muchos y muy buenos estudios en las cinematecas y en la web. A ellos me remito.
            (...) El género negro existe en el continente donde vivo, y se compone de un cuerpo textual rico y variado, que practican autores de muchos países. Tiene una consistencia como no tienen otros géneros, al menos en lengua castellana. Y en el caso de la literatura argentina y latinoamericana esa narrativa produjo además un cambio espectacular en el tratamiento del crimen, especialmente porque le reconoce razones, motivos, causas vinculadas con la realidad en que viven los mismos lectores. Porque los que vivimos en Latinoamérica somos todos, en esencia, marginados. Y en estas novelas nos encontramos todos, desde hace años, y me parece que ésa, tan sencilla, ha sido una de las razones de su enorme popularidad. De ahí que este género es determinante para comprender la literatura latinoamericana contemporánea. Porque vincula al crimen con la sociedad en que sucede, puesto que toda sociedad (y toda literatura) tiene al crimen como uno de sus principales protagonistas. El delito no es un problema matemático, un crucigrama, un desafío al ingenio. No hay crimen gratuito como no hay ausencia de causas (individuales o sociales). Cada delito es producto de relaciones (malas relaciones) entre seres humanos. Y es producto de intereses, casi siempre ligados al poder político y económico, a la trata de personas, el narcotráfico y el narcoconsumo, y otras miserias que son permanentemente alimentadas desde el mundo desarrollado, que fomenta taras, vicios y corrupciones en los países subdesarrollados para luego analizarlos "racionalmente" como si fueran de otro planeta y sin asumir responsabilidad alguna.
            Hoy sabemos, incluso por el desarrollo tecnológico, que es prácticamente imposible el crimen perfecto. Y que son circunstancias las que llevan a una persona a cometer un crimen. A cualquier persona, como decía Raymond Chandler, "a ustedes o a mí". Al más encumbrado o el más indigente. Y ahora hay grupos sicarios, además, como las Maras centroamericanas, o los chicos gangsters de Colombia, México o Brasil. Todos tienen una justificación, y a cualquiera se le puede encargar un crimen. Es barato, incluso. Pero atención que todo crimen es barato. Incluso el que se produce desde las más civilizadas capitales europeas. Si me permiten que lo diga de manera brutal: un bebé paraguayo o del norte argentino puede ser comprado por un matrimonio alemán de buen corazón por diez mil dólares. Hay una película que recomiendo, filmada en mi tierra: Nordeste, de Juan Solanas. Ese sí que es un nuevo cine negro.
            Y es que los valores primordiales en que basa su existencia el género negro siguen siendo ante todo el poder y el dinero. Uno puede y paga. El otro no tiene y acepta cometerlo. ¿Quién de los dos es el criminal?
            (...) La novela negra latinoamericana tiene sus ejes en la violencia de las contradicciones sociales, el abuso de poder, la narcoindustria y el narcotráfico, el narcoconsumo, la explotación, la corrupción y la hipocresía. Todo es violencia. Y una violencia que, en materia literaria, es exactamente la misma que escribieron los maestros del viejo realismo social, sólo que ahora no desde ideologías revolucionarias, sino desde los códigos y tópicos de una posmodernidad entendida como continuum.
            La violencia no es una invención de la literatura. El incesto y la corrupción, por caso, son moneda corriente en la sociedad industrial moderna. El año pasado aquí cerca, en Austria, se conoció un horroroso abuso familiar que dio la vuelta al mundo, mientras el tráfico de drogas, armas o personas era materia cotidiana del capitalismo real en su actual etapa superior, con escenario en nuestra América Latina. Y digo escenario, porque la violencia tampoco es sólo un fenómeno de América Latina. No es verdad —o al menos no es toda la verdad— que la violencia inspire a nuestros escritores porque no hay justicia, o por el puro miedo a las malditas policías, o por el mentiroso discurso del poder. América Latina no es un todo único, como no lo es Europa, ni China, ni los Estados Unidos. En mi opinión responsable, todo discurso etnocéntrico que juzga a las periferias es racista y discriminatorio, aunque no lo sepa o lo niegue. Así que cuidado con eso. La tragedia centroamericana, como la de Brasil o Colombia, o la de México, son materia de literatura negra porque nosotros, autores latinoamericanos, no queremos silenciarlo. Porque sabemos que en decir y narrar esta violencia estará también nuestra salvación. Pero yo no conozco la novela del hombre que violó y preñó a todas sus hijas y las mantuvo encerradas durante veinte años en Austria. Como no conozco la novela del chico que en Virginia Tech University asesinó en diez minutos a más de 30 estudiantes porque tenía problemas familiares. Por eso la diferenciación teórica entre violencia individual o sistémica a mí no me alcanza para explicar esto. Con todo respeto, me parece que sería bueno que los que nos juzgan vieran los agujeros de sus propias medias.
            Porque, a ver, ¿de qué hablamos cuando hablamos de violencia? ¿Quién sabe qué es violencia, quién la padeció y cómo? ¿El asesinato, el robo, el ataque físico, el acoso sexual, la apropiación de niños? ¿Violencia de género, familiar, social, política? ¿Muamar Kadafi es violento pero los bombardeos "civilizadores" sobre Libia no? ¿O sobre Kosovo, Iraq o Afganistán? ¿Y Guantánamo? ¿Hasta cuándo nosotros en Latinoamérica y el Tercer Mundo seguiremos siendo los bárbaros juzgados por la civilización de los globalizadores?
            Yo sólo tengo respuestas pequeñas, quizá parciales, acaso equivocadas. Pero mis preguntas siguen ahí, y para mí son irreductibles: ¿Por qué la crisis de las burbujas inmobiliarias de Estados Unidos y Europa la tenemos que pagar nosotros? ¿Por qué no está preso ni un solo banquero irresponsable, y sin embargo a media Europa le cortan los salarios? ¿Saben que esta violencia se aplicó ya en Argentina en 2001 y fue un desastre? ¿Y por qué ahora que nos estamos recuperando, esos mismos banqueros nos pasan la cuenta de una deuda que no contrajimos cuando Europa les daba dinero a los dictadores? Podría pasarme toda la mañana formulando preguntas de este tipo, todas ellas variaciones sobre la violencia, todas ellas materia potencial de novelas negras.
            Con lo que estoy tratando de decir que los problemas teóricos del género negro no se pueden responder ni desde la razón más pura. No hay respuestas; lo que hay siempre son preguntas. Y eso es lo bueno. Que sigamos escribiendo para formular mejores preguntas, y no para intentar una respuesta cómoda, pero imposible.
            Por eso, también me pregunto esto: si el crimen es parte insoslayable de la vida moderna, en todo el mundo, ¿por qué la literatura iba a ser otra cosa? ¿Por qué no considerar que en la literatura contemporánea cabe considerar al crimen y al delito como elementos naturalistas, costumbristas?
            (...) lo asombroso no es que sucedan estas cosas; lo verdaderamente asombroso es que a la inmensa mayoría de la gente esto le gusta, y mucho. Ahí tienen ustedes una respuesta posible, y provisoria desde ya, a la pregunta sobre la popularidad (...) Algunos estudiosos como Román Gubern apuntan que los orígenes del género estarían en el desarrollo de la “filosofía de la inseguridad”, fenómeno del último siglo y medio que va a la par del surgimiento de grandes concentraciones urbanas, las primeras policías secretas y la prensa sensacionalista. En nuestros días la inseguridad es un asunto de gran popularidad mediática, y por eso la agitan represores, fundamentalistas y ultraconservadores de todo el mundo.
            Sin embargo, ninguna popularidad tiene la otra inseguridad, la que va de la mano de los despidos masivos y la falta de trabajo, la codicia económica y la pésima distribución de la riqueza. Esta inseguridad, que para mí es la verdadera, necesita una literatura y ninguna mejor que el género negro. Al menos en la América en que yo vivo.
            (...) Hace 30 años escribí un ensayo en el que sostenía que la literatura de cowboys (Far-West writing) fue una de las que mayor influencia tuvo sobre la novela negra. Y dije que ésta sencillamente no hubiera existido sin el antecedente de aquellas obras entre épicas y pueriles, a veces ingenuas (...) Hoy sabemos que de todos ellos tomó el género negro algunos de los elementos que lo caracterizan: el suspenso, el miedo que provoca ansiedad en el lector, el ritmo narrativo, la intensidad de la acción, el heroísmo individual. Con esas materias primas, Hammett primero, Chandler después, y un montón de autores más tarde, sentaron las bases de la novela negra: la lucha del “bien” contra el “mal”, la violencia desatada por la ambición, el poder, la gloria y el dinero, que son los elementos capaces de torcer el destino de los seres humanos. Todo esto ya estaba, esencial, en la literatura del Far-West. Y en mi opinión la transfusión fue directa: el ritmo, la acción, el heroísmo individual como componentes principales; enseguida el humor y ciertos disvalores como la excesiva ambición por el dinero y la gloria personal y también la vocación de conquista de poder político. Y la violencia, dominante en todas las tramas.
            (...) La Conquista del Oeste norteamericano fue una epopeya fabulosa y contradictoria. Y fue violenta y despiadada, injusta y bárbara aunque se hizo en nombre de la civilización y el progreso. Y como toda conquista, no dejó de ser también un genocidio. Que se hizo popularísimo gracias al cine y a los comics.
            (...) Todos los autores del género negro trajinaron esa violencia, y también otros como Nathanael West, James Baldwin, Richard Wright, William Faulkner (recuerden Sanctuary, de 1929), Caldwell, McCullers, Hemingway, Fitzgerald, Steinbeck, Capote y más recientemente J.D. Salinger, J.P. Donleavy, Patricia Highsmith, Raymond Carver, Eudora Welty, John Irving, Donald Barthelme, Paul Auster y tantos más.
            (...) se enlazan, hacia atrás, las novelas negras con las western. Y la línea que une a estas dos con el policial latinoamericano es la misma. No hay ruptura; hay continuidad. Del norte al sur de América. La influencia es reconocida por muchos narradores hispanoamericanos, y no sólo del género negro. Yo diría que casi no hay escritor contemporáneo cuya formación literaria no reconozca alguna deuda con la novela negra norteamericana. Eso es obvio en Rodolfo Walsh, Osvaldo Soriano, Piglia y los citados Martini y Feinmann en Argentina (...) Cada uno a su modo, todos adoptan y adaptan el estilo, las estrategias narrativas y la mirada crítica a su sociedad.
            (...) La novela negra latinoamericana se relaciona con todo lo que hemos perdido. Es evidente que el sentimiento de pérdida es parte de esta narrativa. Pérdida de valores, desde luego, vinculada a la pérdida de buenos niveles de vida. La miseria social absurda y chocante, la corrupción, el abuso de poder, inevitablemente remiten a tiempos en los que se vivía en paz, con mayor respeto y tranquilidad. El género negro siempre está cuestionando la pérdida de valores, porque es un género profundamente moral (...) Por eso la escritura de ficción en Latinoamérica hoy en día tributa en gran medida, ineludiblemente, al género negro, y por eso puede decirse que este género fue revolucionario para nuestra narrativa porque renovó su estilo y su lenguaje.
            (...) Pero atención. Todo lo que un día fue revolucionario tiende a burocratizarse. Y yo creo que eso es lo que viene sucediendo en este género, y por eso cada tanto me alejo de él. Me parece que hay un enorme riesgo de repetición. No veo que se renueve. Leo y ya sé lo que viene. Nada me sorprende, ni me propone nuevos rumbos de pensamiento, desafíos intelectuales o filosóficos de vanguardia. Quizá estamos en una etapa en que lo revolucionario reclama una nueva revolución. Pero no veo autores que la hagan. Así como el policial clásico acabó repitiéndose hasta el hartazgo, el nuevo relato negro puede estar cayendo en similar agotamiento. Al menos, yo creo advertir cierta recurrencia temática, de tics, de modos narrativos, de singularidades, digamos, que no sé si son felices. En mi opinión ese riesgo está a la vista. Y no sólo en la producción textual; también en la crítica el problema de la fatiga de este género es algo que merecería más atención. Yo todavía no veo cómo se va a resolver, pero sé que el riesgo existe. Quizás ésta sea la gran limitación del género negro, como lo fue del policial clásico.
            Hoy tengo una visión menos solemne y menos ingenua de la literatura, y por ende del género negro, y entonces la verdad es que ya no me importa tanto si es muy o poco ideológica, ni tampoco si aporta mucho o poco, ni a qué. En realidad, confieso que me siento un poco lejos del género. Desde hace 27 años la información y las ideas que contiene cada una de las ediciones de mi libro "El género negro" vienen siendo fotocopiadas y en muchos casos plagiadas descaradamente por colegas y críticos que repiten y hacen suyas ideas y páginas enteras sin reconocer el crédito debido. Ha de ser por eso que no pertenezco al Club. Ninguno de mis colegas "dueños" del género me considera como tal. Hasta hace unos años esto me dolía mucho. Ahora me duele menos, y no dejo de reconocer que sigue siendo uno de los géneros literarios más placenteros y el que mejor nos permite cuestionar siempre todo, y desde los libros fastidiar a los poderosos (...) Muchísimas gracias. •

Ninguneos y cánones: De México y Kansas a Puán
Es cierto: hace más de un mes que no escribo específicamente para este relato. Que no planifiqué y que se vino dando, pausada y acaso melancólicamente, al son de los recuerdos. Imagen ésta última que me gusta y no sé por qué, quizás porque me remite al título de uno de los mejores libros de cuentos que leí en mi vida: "De la marimba al son", de Eraclio Zepeda. Y libro que contiene algunos cuentos memorables, como el que da título al libro y otro, igualmente impactante: "Benzulul".
            Qué escritorazo es Eraclio, y no sólo porque es un tipo enorme y sonreidor como he visto pocos, sino porque su prosa tiene una musicalidad, un sabor y una gracia que más quisiera más de uno.
            Lo conocí en aquellos años mexicanos, cuando el exilio. Creo que me lo presentó Pedro Orgambide, o quizás fue Valadés, o Juanito, se me ocurre ahora porque en los 70-80 era fama que el escritor mexicano llamado a suceder a Rulfo en el favor popular y de la crítica era Eraclio. Cuyos personajes y ambientaciones surianos, de su Chiapas natal, se iban haciendo clásicos. Y con un adicional: Eraclio era, y es, un extraordinario narrador oral, capaz de contar sus propios cuentos con gracia inigualable, con una delicia verbal, yo diría, como no he visto jamás. Recuerdo una vez, en la Sala Nezahuatcóyotl de la UNAM, cómo nos tuvo a casi tres mil personas en vilo durante el relato-lectura de uno de sus cuentos. La misma fascinación con la que, cuando lo trajimos al Chaco en agosto de 2005 y para el 10º Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, cautivó a un millar de asistentes en el Teatro Guido Miranda, de Resistencia.
            Vino con su mujer y compañera de toda la vida, la poeta Elva Macías, y fue un gustazo retomar en mi tierra una amistad de más de dos décadas. Yo había publicado de Eraclio, por cierto, dos cuentos magníficos en mi revista "Puro Cuento". No recuerdo en qué números, pero sí que publicamos "Los trabajos de la ballena" y "Don Chico que vuela", dos cuentos excepcionales por los que nunca le ofrecí ni me cobró un peso, como se hacían antes las cosas entre escritores. O por lo menos cuando los escritores no dependían del mercado, y se daban permisos o se los tomaban, porque no éramos profesionales sino escritores nomás.
            Y es curioso: no sé por qué ahora me acuerdo de todo esto, si yo pensaba hablar de otras cosas. Pero así suele suceder y qué bueno. Porque además, en estos días me siento tan libre como hacía mucho no me sentía. Literariamente, digo, porque déjenme que les cuente que he terminado la novela en la que trabajé los últimos seis años. Precisamente fue en 2005 que la empecé, y ahora me doy cuenta de la asociación inconsciente. No sé si fue por aquellos mismos días de agosto, pero sí que la empecé en 2005. Y acabo de terminarla, en Charlottesville, Virginia, Estados Unidos, la semana pasada. Es todo lo que diré. Y que espero que un día la lean, ojalá muy pronto. Punto.
            Pensaba hablar de otras cosas, digo, porque planeaba seguir enhebrando el relato más o menos ordenado de los apuntes que reaparecen en las viejas carpetas, agendas y cuadernos que vengo rescatando.
            Por ejemplo, lo último que posteé al respecto fue de 1986, pero ahora encontré un apunte de 1985 en el que leo una reflexión acerca de un verbo que es un neologismo de origen netamente mexicano: "ningunear". Hoy es ya un lugar común en el léxico de los argentinos, pero hace veinte años era una palabra casi desconocida.
            El ninguneo es un vocablo que hay que atribuirle a Octavio Paz, quien lo parió, digamos, en "El laberinto de la soledad", y lo instalamos en la Argentina los argen-mex a nuestro regreso. En artículos de hace veinte años y luego en mi libro "El País de las Maravillas" (que es de 1998) desarrollé el concepto, su origen y su significación.
            Circa 1985 y creo que en Buenos Aires, Raymond L. Williams, entonces profesor de la Washington University in St. Louis, Missouri, me dijo que entre los críticos norteamericanos había la costumbre —mala costumbre, coincidimos— de ocuparse de un muy pequeño número de escritores consagrados de América Latina, dejando de lado y en la oscuridad a muchos/as otros autores de valía. Había muy pocas excepciones, y acaso la más emblemática era por entonces la obra crítica de John S. Brushwood (1920-2007), catedrático de la Universidad de Kansas y quien, por cierto, era un extraordinario conocedor de la literatura latinoamericana en general, y la mexicana en particular. Había sido maestro de Raymond y mi anfitrión en un par de visitas que le hice a Lawrence, Kansas.
            La expresión "ninguneo" siempre me pareció tan acertada como atractiva, y de perfecta aplicación a nuestras letras. De hecho la mayoría de los críticos argentinos, latinoamericanos, norteamericanos y de donde sea acaban haciendo lo mismo, involuntariamente. No sé por qué, pero acaban recortando el canon, o sea ninguneando. Quizás porque los burocratiza la vida académica y se cansan de leer autores nuevos y diferentes; o porque los amilana el miedo a descubrir nuevos talentos; o porque prefieren marginar y ocultar a los que no son sus amigos, o bien se trata de simples y alarmantes distracciones. Le pasó al mismísimo y tan respetado Angel Rama, cuyas enumeraciones de autores de los años 70 y 80 —hasta su muerte— contienen asombrosos “olvidos”, amén de citas y elogios exagerados y caprichosos a escritores francamente menores que hoy no tienen significación alguna o cayeron en el olvido. Resulta irónicamente simpático leer hoy algunas grandilocuencias de Rama. Hagan la prueba y verán.
            En mis apuntes de aquel tiempo (1985-86) yo me preguntaba si en la naciente recuperación democrática de la Argentina no estaría sucediendo algo similar. Encuentro estas preguntas: "¿Por qué no sólo se desconoce aquí a muchos nuevos escritores de significación, sino que —peor aún— hay tanto empeño en ningunear a algunos que van camino de ser valiosos? ¿Y por qué, en cambio, se aplica tanta energía en ignorar méritos y entorpecer el surgimiento de nuevos escritores? ¿Qué es lo que se teme? ¿Y por qué temer a lo nuevo, que puede no ser gran cosa después, pero requiere atención, primero, antes de ser descartado?"
            Asombroso apunte sobre el apunte: en julio de 1995 un lector colombiano de mi "Santo Oficio de la Memoria" me escribe una carta en la que relata que en un panel en la Feria del Libro de Bogotá de ese año le reprochó a Raymond Williams, precisamente, que “sólo habla de un pequeño número de consagrados y no menciona a ningún autor de los últimos diez o quince años, y entre ellos a usted, Sr. Giardinelli”. ¿No es gracioso?
            Faltaban años, todavía, para que viéramos cómo se entronizaba en las revistas y suplementos literarios argentinos esa misma costumbre: ningunear a éste o aquél; endiosar gratuitamente a tal o cual; recortar la literatura hasta reducirla, cual jíbaros perfectos, a unos poquitos nombres del elenco municipal porteño, consagrados, desde luego, por el canoncito (el diminutivo corresponde a la labor de empequeñecimiento) dictado por los legisladores literarios de la UBA.
            Así quedaron y están afuera —ninguneados— Osvaldo Soriano y Manuel Puig, Daniel Moyano y Juan Filloy, Amalia Jamilis y Alfredo Veiravé, por citar sólo algunos nombres. Y entre los que todavía viven y escriben, por qué no decirlo, por lo menos Angélica Gorodischer, Reina Roffé, Carlos Roberto Morán y Fernando López, entre muchos otros que parecen tener vedada la entrada a la academia, por obra y gracia de los mezquinos ninguneos de la calle Puán y alrededores. Que desdichadamente son imitados luego, silenciosos y mansos, por muchas facultades y escuelas de Letras de las universidades del interior del país.

Para el corcho en la pared:
(Papelitos encontrados en el fondo de una caja)

“Este país está tan podrido que la gente le cree a las revistas”. Charlie García en Página/12, 1993. (Hoy diría, supongo, que "le cree a los multimedios").

Probar un personaje que hable como los negros de Faulkner, o como el Joseph de Hebe Uhart en ese libro genial que es "Memorias de un pigmeo". (págs. 53/54, 56, 64, 66).

Muéstrame cómo bailas y te diré cómo amas.

Paráfrasis del “Martín Fierro” en el Café Nino, de Resistencia:
            —El café me desvela —dice Peco.
            —Mejor que te desvele el café y no una pena extraordinaria —dice Hilda.

Si hay concupiscencia, ¿por qué no hay sincupiscencia?

A 25 años de la revista Puro Cuento: Un pequeño desahogo.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-166126-2011-04-13.html




Posboom: debates, reencuentros y lecturas de hoy
Es curioso: estoy escribiendo acerca de sucesos de 1985-86 y veo que dejé pasar ciertos episodios que en su momento fueron casi decisivos para mí. Por ejemplo, la primera discusión sobre el llamado Posboom de la literatura latinoamericana, motivada por un artículo que escribí en el suplemento literario dominical de Clarín, que entonces creo que se llamaba "Cultura y Nación". Fue un reportaje que le hice a Antonio Skármeta y al que acompañé un texto sobre el concepto de Postboom, que en la Argentina aún se desconocía pero que circulaba mucho en universidades norteamericanas.
            Desde antes del frenético período de escritura de "Santo Oficio de la Memoria" en Boston, en el 86, venía reflexionando sobre ese asunto, que me involucraba. Y también a Antonio —verdadero ícono del Postboom con quien nos tomamos esta foto en la Puerta de Brandenburgo en 1981, cuando todavía era Berlín Oriental— que ya entonces era un amigo entrañable y con quien solíamos hablar del asunto. Él desarrolló la idea y definió al Posboom en aquel reportaje, que ocupó un par de páginas. Pero luego del cual me vi sometido a una primera andanada de cuestionamientos. No sólo a lo que Antonio y yo sosteníamos, sino incluso a mí como escritor joven, recién llegado al país, con algún reconocimiento exterior pero ninguno intramuros y, por lo tanto, sospechoso.
            A la semana siguiente escribieron furibundos artículos May Lorenzo Alcalá, Vicente Battista y Liliana Heker. Textos especialmente duros, que en mi opinión contenían un implícito "¿y quién es este muchacho atrevido que viene a hablar de lo que aquí no aprobó nadie?". El diario dedicó casi todo el suplemento a descalificar la sola idea de Postboom, y publicó también un artículo de fondo de Juan Martini, que con estilo más elíptico esquivó la discusión, aunque sentando posición opuesta a lo que con Antonio habíamos dicho.
            Hoy todo aquello me parece bastante gracioso, porque salvo Lorenzo Alcalá, a quien no conocí y sólo supe que después fue embajadora en Venezuela durante el gobierno de Alfonsín, los otros son hoy mis amigos, además de colegas.
            No recuerdo exactamente qué dijo cada uno de nosotros. No encuentro los recortes, ni mis textos, y quizá sea mejor así. Ni siquiera sé en qué fecha salió mi nota en Clarín sobre el postboom, pero seguro que fue en el año ‘85, como también estoy seguro de mi azoramiento por la dureza del estilo argentino de polemizar —yo venía de las sutiles verónicas mexicanas— y porque sentía que mis oponentes se lanzaban a defender lo que yo no atacaba.
            El artículo más duro de aquel debate fue uno de Lili Heker en la revista "El ornitorrinco", que salió por esos días y en el que prácticamente me despellejó. Yo pedí, en consecuencia, derecho a réplica, la cual se demoró hasta que un día me llamó por teléfono Abelardo Castillo, quien, todo un caballero, me dijo que él no compartía totalmente lo que pensaba Lili ni lo que pensaba yo, pero la verdad era que ya no podría publicar mi respuesta por desaparición de la revista. Me contó que la discontinuaban, y creo que terminé lamentándolo con él.
            Aquellos episodios me enseñaron que así eran las cosas en esa Argentina a la que yo había regresado y de la que ya no me fui. Los debates de ideas, las discusiones inteligentes, los intercambios de posiciones entre intelectuales, acaban siendo reducidas a ocasionales confrontaciones periodísticas fogoneadas por jefes o secretarios de redacción que parecen sentir un perverso placer cuando generan lo que en el periodismo actual suelen llamarse, tontamente, "polémicas". En las que lo que importa es el escandalete y no el flujo de la inteligencia.
            Y descubrí también que no soy un tipo rencoroso. Creo que supe siempre que los debates e incluso las peleas entre intelectuales pueden ser feroces, pero también —si hay buena fe— pueden abrir las puertas a la comprensión mutua. Y creo que fue eso lo que sucedió con nosotros después de aquellas broncas. Hoy somos amigos con Vicente y con Lili, y celebro que la vida nos permitió superar aquellos enconos. Con Battista creo recordar que nos amigamos poco después, cuando éramos asalariados de la editorial Perfil y ya el Postboom o como se llamara era la posmodernidad que se estudiaba en todos lados, menos en las universidades argentinas. Con Lili fuimos forjando lentamente una amistad basada en el cariño, la confianza y el respeto; hoy ella viene al Chaco todos los años a nuestro Seminario, y al Foro y a cuanta actividad le proponemos, siempre desplegando esa energía y ese encanto maravillosos que tiene. Y con Juan Martini mantenemos una cautelosa amistad más bien distante, epistolar y moderadamente afectuosa.
            Pero la verdad es que, para mí, y vista un cuarto de siglo después, aquélla fue una discusión desalentadora. Como me sucedió otras veces, años más adelante, en cada ocasión sentí que la discusión intelectual en nuestro país suele estar teñida de acusaciones de tipo personal, descalificaciones e ironías gruesas, que, sumadas a la intermediación de los medios, son muchas veces más un desperdicio de esfuerzos que una ganancia mental para los lectores. Sobre esto he reflexionado, si a alguien le interesa el asunto, en mi libro "El País y sus intelectuales", publicado en 2004 por la Editorial Capital Intelectual, en una colección popular que fundó y dirigió José Nun.
            Muchos años después de aquellas discusiones, hoy mismo, el Posboom es una categoría literaria ya superada que ha quedado, en el mundo académico norteamericano y europeo, como una referencia de época. Sólo la academia argentina no se dio cuenta de ello, ni entonces ni ahora, acaso porque sus ninguneos son tenaces. Pero eso tampoco es demasiado grave. Como sí lo es que esa actitud ha gestado una nueva generación en la que algunos jóvenes egresados (por suerte sólo algunos, claro que rápida y livianamente consagrados por el sistema mediático) practican un deleznable revisionismo respecto de la tragedia argentina de los 70, mientras otros trajinan el ridículo abuelicidio de Julio Cortázar. Y todo ello mientras practican absurdas guerras del cerdo y endiosamientos efímeros, más o menos a razón de tres por década.

Lecturas:
Un nuevo portal digital del Chaco me hizo, la semana pasada, una entrevista virtual. Fue una linda experiencia, sobre todo porque el entrevistador era un joven periodista muy educado y respetuoso —cosa rara— y porque sus preguntas fueron especialmente inteligentes. La charla —aunque virtual, lo fue— finalizó con una requisitoria acerca de mis lecturas:
            —Y ya para terminar, ¿qué estuvo leyendo últimamente? ¿Nos podría recomendar algún texto en particular?
            —Sí, en el último mes leí la más reciente novela de Ricardo Piglia, "Blanco nocturno"; la última de Guillermo Saccomano, "El oficinista"; un ensayo socio-literario del uruguayo Eduardo Espina, que enseña en una universidad de Texas; y también leí el original de la nueva novela, aún inédita, de Angélica Gorodischer: "Las señoras de la calle Brenner". Una joya, un libro delicioso. Y ahora, como acabo de terminar mi nuevo libro, estoy sumergido en esa enorme novela que es "Kafka en la orilla", de Haruki Murakami. Todo, por supuesto, aderezado con ensayos, artículos, cuentos y poemas como los que a cualquier escritor le llegan. Eso hace que el tiempo nunca alcance, lo cual para mí es una maravilla porque significa que la rueda nunca se detiene.

Ahora, claro, me doy cuenta de que para este blog debo decir algo más. Por caso, que la novela de Piglia me pareció trabajosa y lenta, pero atrapante por original. Escrita con precisión y encanto, me pareció también un verdadero homenaje a Osvaldo Soriano, además de, como siempre en Piglia, a Roberto Arlt. Quizás fue inconsciente lo de Osvaldo, no lo sé, pero a mí me encantó la galería de personajes sorianescos de esta novela, que transcurre en un pueblo bonaerense que recuerda muchísimo a Colonia Vela, y que también tiene su infaltable extranjero, en este caso un delicioso puertorriqueño que combina lo norteamericano con lo latino, y encima asesinado supuestamente por un japonés chiquitito y elusivo.
            La novela de Saccomano, en clave negra pero como de ciencia ficción, me interesó especialmente por el estilo seco y despojado de la narración, y por la desolación y violencia del entorno urbano de los personajes, en esencia seres solitarios y desesperanzados que se mueven en los márgenes de las grandes urbes virulentas que se nos vienen encima. Me llamó mucho la atención que el mundo exterior de esta novela es exactamente el mismo de mi novela "Visitas después de hora", aunque en la de Guillermo el trazo está más desarrollado, menos sugerido. Y lo más asombroso es que ese mundo exterior es también, a la vez y otra vez, el que delinea Angélica Gorodischer en "Las señoras de la calle Brenner".
            Por eso se me ocurrió pensar que acaso a partir de similares temores filosóficos, quizá estamos iniciando una corriente literaria basada en una visión de mundo argentina que tributa a Ballard, a Bradbury, a Le Guin, incluso a Orwell.
            Un mundo que, desde ya, ojalá sea sólo literario. Y si no, que diosito nos ampare.








De "abuelicidios" y construcción de la Historia
En una conversación casual, en Virginia, Estados Unidos, una persona me dice que ha leido una de las últimas entradas que escribí en mi blog. Y pregunta: ¿Qué es un "abuelicidio"?
            Le explico brevemente el significado de esa (mala) costumbre argentina, y latinoamericana, de denostar y degradar a los ancianos, y a los maestros, como si así el que condena alcanzase una mayor estatura. Complejos de inferioridad desatados, le digo, nada que importe especialmente más allá del mal gusto.
            Luego me quedo pensando en cómo los norteamericanos hacen, en este punto, casi exactamente lo contrario. Ellos practican y fomentan la mitificación, incluso, de los que alcanzan algún relieve, alguna gloria. Muchas veces en forma desmesurada, es cierto, pero lo entienden, me parece, como una manera de construir su propia historia.
            Así, cada personaje o episodio de la historia norteamericana tiene su culto. Que los demás, en general, respetan. Aunque algunos los veneran exageradamente y en muchos casos de manera desmesurada, o incluso inmerecida, hay como un respeto general garantizado.
            Lo que me importa subrayar es que ellos han hecho, por ejemplo, una gesta memorable de su Guerra Civil, que es contemporánea —el dato viene al caso— de nuestra Guerra de la Triple Alianza.
            Como todas las guerras, aquellas dos fueron horrorosas, colmadas de injusticias, mezquindades y patrañas políticas condenables. Sin embargo, la actitud que motiva esta reflexión es ésta: los norteamericanos hacen un culto de aquella contienda, a la que convirtieron en gesta fundante de su actual nacionalidad: no importa de qué lado se colocaron tus antepasados, ni importa demasiado si uno simpatiza hoy con unionistas o confederados; lo que vale es que hoy son tan héroes Lincoln como Lee o Grant, y se los respeta y conviven en la orgullosa memoria estadounidense. Y en casi todos los estados se conservan los viejos campos de batalla, hay monolitos y placas por doquier, se sostienen impecables museos de aquella guerra y, desde luego, existe una vasta literatura y una bien nutrida cinematografía, incluso anterior al film ícono de aquella tragedia: "Lo que el viento se llevó".
            Entre nosotros, en cambio, ¿quién se acuerda de Bartolomé Mitre dirigiendo la batalla de Tuyutí? ¿Qué museo de aquella guerra tenemos, y cuál en buen estado, más allá de que el papel político argentino fue deslucido y para muchos un vergozoso error histórico? ¿Qué memoria se guarda de la sabia decisión de Sarmiento de terminar con esa guerra, iniciada por su predecesor? ¿Quién recuerda al uruguayo Venancio Flores? ¿Quién evoca el papel de Alberdi en la contienda? ¿Qué culto se hace de la sangre inútilmente derramada de decenas de miles de argentinos, apenas inmortalizados en las pinturas de Cándido López? ¿En qué escuela argentina se habla hoy de esa contienda que dejó más de un millón de muertos en los campos de batalla?
            Me parece que, argentinamente, ése es un caso típico de parricidio criollo, de abuelicidio. Una práctica reiterada que es parte, ya, de nuestra tragedia nacional. La destrucción de la memoria se convirtió, por acción u omisión, y casi siempre premeditadamente, en fórmula de distorsión y de mentira.
            También por eso nos costó tanto recuperar y corregir la memoria de la tragedia de hace tres décadas. Por eso costó y sigue costando tanto desnudar la perversión de los dictadores genocidas, el robo de bebés y la apropiación de personas que en tantos casos dura ya décadas.
            La práctica de la desmemoria y la distorsión, del ocultamiento y el silenciamiento ha intentado y muchas veces conseguido lavar el cerebro de varias generaciones de argentinos.
            Y otras de las maneras de esa práctica perversa, en la cultura argentina, han sido el abuelicidio y el parricidio tantas veces surgidos de la ignorancia, el irrespeto y la necedad convertida en opinión.
            Disculpen si me desvié, pero estas cuestiones también hacen a este laberinto textual. Son un laberinto en sí, con hilo o sin él.

El caso de Julio Cortázar
La anterior entrada que posteé, por cierto, terminaba precisamente con la declaración de mi fastidio por el estúpido abuelicidio de Julio Cortázar que es moda en algunos círculos literarios argentinos. Quiero ahora compartir, por eso mismo, un texto que no publiqué hasta ahora y la verdad es que no sé por qué. Pero lo encuentro en una carpeta de mi ordenador y veo que viene perfectamente a cuento. Porque yo tuve con él una relación extraña, efímera pero muy fuerte para mí. De hecho JC fue un faro y una sombra en mi vida. Es sin dudas el escritor que más admiro, el que más he disfrutado y disfruto en cada relectura (por suerte todos los años enseño cursos que lo incluyen, lo que es una manera de rendirle homenaje permanente).
            Mi vida está vinculada a Cortázar desde mi adolescencia. Fue mi lectura predilecta durante el servicio militar. Fue mi modelo de escritor, de hombre público, de intelectual comprometido ejemplar (cuando yo valoraba esa categoría).
            El texto que sigue lo leí en la Feria del Libro de Buenos Aires de 2007, cuando me invitaron a participar de una mesa supuestamente en su homenaje, pero en la que me pareció que todos, y en particular los más jóvenes, más bien lo cuestionaban.

Cortázar y yo
Desde Final de juego y Bestiario hasta 62, modelo para armar, que leo a la par de Rayuela durante el servicio militar, mi juventud está dominada por la literatura de Julio Cortázar. Lo imito, lo contrarío, lo reescribo, lo desdeño, me propongo superarlo, me rindo ante su maestría y todo sin saber que en cada texto me está dando cátedra.
            Mi primer encuentro con él se produce en Chile en algún mes de 1970 o 71. Creo que es Septiembre del 70, cuando Salvador Allende asume la presidencia. O quizás meses más tarde, cuando la visita de Fidel Castro a Chile. Lo cierto es que hay en Santiago un clima de fiesta latinoamericana y el joven periodista que soy tiene la suerte de ser enviado a cubrir el acontecimiento para un conocido semanario porteño: la revista "Siete Días".
            Me alojo en un hotel cuyo nombre no recuerdo, cerca del Palacio de La Moneda, y la primera noche, en el ascensor que me lleva al restaurante me topo, en el octavo piso, con Julio Cortázar en persona.
            Es joven y muy alto, de larga barba y cabellera negras, y viste una guayabera crema que le cae como una túnica de la que asoman, abajo, los pantalones negros y unos enormes zapatos de suela gomicuer. Me abatato por completo, según decimos acá, pero como por unos pocos segundos estamos solos él, yo y el fotógrafo que me acompaña, le pido entrevistarlo en algún momento, quizás mañana a la mañana después del desayuno.
            Cortázar impide que el fotógrafo disponga su equipo y pregunta de qué medio somos. Se lo digo y me responde que no, que lo siente pero no piensa hablar con ningún hebdomadario argentino porque todos son colaboracionistas con el gobierno militar. En eso se abren las puertas y él sale primero, sin saludar y dejándonos petrificados. Y yo sin saber qué quiso decirnos, lo cual dilucido un rato después, cuando pregunto a colegas veteranos y me explican que "hebdomadario" es una palabra francesa que significa revista semanal.
            Los días subsiguientes, cada vez que nos vemos, Cortázar me elude. Veo con dolor cómo concede entrevistas a colegas de otros medios, incluso argentinos, y al final de la semana, cuando debemos partir de regreso, le escribo una carta que deslizo bajo la puerta de su habitación. Allí le digo, adolorida y simplemente, que lo he admirado toda mi corta vida pero ahora me ha decepcionado por ese costado prejuicioso que mostró en el elevador. Soy sólo un joven escritor que se gana la vida como periodista y sin dudas seguiré siendo su devoto lector, pero no puedo dejar de advertirle que el medio que me ha enviado no es gubernamental ni responde a la dictadura argentina, y mucho menos los que allí trabajamos merecemos ser condenados ligeramente y en conjunto como “colaboracionistas”.
            Un mes después, por correo aéreo ordinario, me llega una carta de él desde París, en la que me pide disculpas por su prejuicio y me ruega que lo comprenda: no quería que palabra alguna por él pronunciada en Chile pudiese ser funcional al régimen militar argentino, y por eso su fuerte decisión, la cual, por supuesto, no debo tomar como algo personal. Me propone, incluso, que lo llame y lo visite cuando pase por París, y se despide amistosamente.
            No volvemos a coincidir sino hasta 1977, en la plaza de Coyoacán. Ha venido a México y ofrece un diálogo público; y en medio de la multitud que lo rodea logro acercarme a saludarlo. Me identifico y él sonríe y me dice que lo busque después, que es consciente de que me debe una entrevista. La que sin embargo no se produce jamás.
            En 1982 y en la Universidad de Oklahoma, en Stillwater, pronuncio una conferencia que es en realidad un cuento en el que imagino un encuentro con Morelli. Se lo envío a París a la vieja dirección, pero no sé si le llega; él no responde y yo después me entero de que por esos años se ha separado de su mujer lituana, Ugné Karvelis —a la que conoceré años después— y se ha enamorado de una joven escritora norteamericana: Carol Dunlop.
            Sólo responde, podría decirse, el 14 de febrero de 1984. Estoy en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México ante un público numeroso que asiste a la presentación de mi novela Luna Caliente, con la que he recibido meses antes el Premio Nacional de Novela del año anterior. Me acompañan Juan Rulfo, Noé Jitrik y Agustín Monsreal. Al inicio mismo del acto toma el micrófono Juanito y, con un temblor emocionado en su voz pastosa, como jamás antes le he escuchado, dice: “Me acaban de informar que ha muerto Julio Cortázar en París”. Y se pone de pie e inicia un largo aplauso que todos en la sala, sorprendidos, conmovidos y llorosos, prolongamos durante varios minutos.
            Casi veinte años después, en París, con mi mujer nos extraviamos buscando su tumba en el Cementerio de Montparnasse. Bajo una lluvia implacable, ella deja su sombrerito negro sobre el mármol de la lápida tallada, mientras yo evoco todo esto como si fuera un sueño y pienso que, aunque nunca pude entrevistarlo, Cortázar fue mi amigo.
            Ahora, en 2011 y para este blog que como todos los blogs es, de hecho, casi un espacio íntimo, me digo que ya es hora de publicar este modesto homenaje al Maestro.




A los viejos maestros
Luego de postear el texto sobre Cortázar me quedé pensando que, cuando era un joven escritor, fui muy afortunado. No sabría determinarlo con exactitud, y quizás sea materia para ver con mi analista, pero no puedo evitar ahora una reflexión acerca de la relación de los jóvenes escritores con los grandes viejos. Al menos en mi caso, el haber sido amigo de relevantes, viejos autores fue un tesoro en todo sentido.
            Desde luego, supongo que el fomento de esas relaciones habrá tenido que ver con la prematura pérdida de mi padre, y con el hecho de que no conocí a mis abuelos. La carencia de figuras masculinas patriarcales, se sabe, no es un peso leve en la vida de cualquier persona. En mi caso, y casi fortuitamente, siempre alguna empatía me acercó a figuras de relieve: Marco Denevi antes del exilio; Edmundo Valadés y Juan Rulfo en mis años mexicanos; Juan Filloy desde mi regreso y hasta su muerte. Y durante todos esos años, fuertes y curiosas relaciones con Ignacio Xurxo, Cortázar, Sábato e incluso ahora mismo con Angélica Gorodischer y Noé Jitrik, hermanos mayores a los que quiero y respeto, y con quienes siempre, inexorablemente, cada oportunidad de compartir algunas horas con ellos es sinónimo de inteligencia, afecto y placer.
            Sin embargo, jamás tuve relación personal alguna con Borges. Prácticamente no lo conocí; apenas lo vi de lejos en algunas conferencias y una vez estuve en su departamento de la calle Maipú para una breve nota para la revista "Semana Gráfica", cuando su primera boda. Sólo tengo el recuerdo difuso de aquella sala algo sombría y él sentado, ahí, de traje y bastón en mano, mientras el fotógrafo cliqueaba maníacamente. No hablamos de nada trascendente. Por eso cada vez que tengo oportunidad, o ante preguntas de públicos diversos, digo que debo ser el único escritor argentino (o uno de los muy pocos) que no tiene ninguna anécdota borgeana que contar. Y lo celebro.
            Pero siempre estuve atento a sus palabras, su erudición asombrosa, su estilo precioso, y además lo leí completo cuando yo tenía treinta años. Adoro su literatura, especialmente casi toda su poesía y sus diez o quince cuentos memorables, pero la verdad es que él, su persona, jamás me atrajo ni me interesó. Quizás, pienso ahora, a vuelapluma, porque no hubiera podido cumplir jamás con el rol de padre sabio pero afectuoso que a mí me fascinó siempre. Aunque no lo sé, y quizá estoy completamente equivocado. Me gustaría preguntarle a María Kodama cómo era Borges en ese plano, o mejor, como cree ella que él hubiese sido. Uno de estos días se lo voy a preguntar. La estimo mucho, y creo que es un sentimiento mutuo. Quién sabe si no descubrimos entonces un Borges inesperado.
            Como sea, los grandes viejos fueron basales en mi formación, y creo que ha de ser así —o debería serlo— en la de cualquier artista. En el Renacimiento, como es sabido, los artistas dirigían o se constituían ellos mismos en escuelas, y cada viejo era seguido en sus lucubraciones y creaciones estéticas por sus discípulos. En la antigua Grecia también, y eso valía no sólo para el arte sino para el pensamiento, la filosofía o la matemática, que también son arte.
            Sólo por jugar un poco, propongo las siguientes características que tienen —o deberían tener—los grandes viejos en sus magisterios artísticos (y escribo esto pensando con cariño en mis dos Juanes, Rulfo y Filloy):
            -Son enormes creadores, y como escritores son originales, revolucionarios;
            -Son esencialmente buenas personas, cargados de años y experiencia;
            -Son figuras atractivas, no necesariamente simpáticas pero sí capaces de imantar a cualquier auditorio, de uno o de miles;
            -Son sabios. Especie de seres envasados en fuentes de sabiduría, agudos observadores, lectores excepcionales, y además son generosos y tienen el talento de transmitir su saber sin que ofenda ni se note demasiado;
            -Tienen la gracia que da la autoridad, pero la autoridad natural que nace del talento, la originalidad y el brillo. Además son conscientes de que poseen esos dones pero los manejan con la naturalidad de una mosca;
            -Tienen un peculiar y astuto sentido del humor y son capaces de ironías blindadas;
            -Sus familiares —por amor o por grisuras— suelen mantenerse al margen y los dejan brillar solos, como luceros matutinos.
            No sé si esto es verdaderamente así, pero por ahí va la cosa, me parece. Sé que no deja de ser un ejercicio inútil pero para mí gracioso. Escrito queda.
            Y me acuerdo ahora de uno de mis retornos a México, después del exilio y reinstalado ya en la Argentina, a finales de 1987. Voy a ver a mis hijas y visito a Valadés, que ofrece una cena en mi honor. Como siempre, en casa del viejo y querido maestro, allá donde empieza la subida hacia la Colonia Magdalena Contreras, pasamos una velada deliciosa. Creo que S. —por entonces mi compañera— se enamora de él instantáneamente. Don Edmundo —me basta verle los ojos pícaros de zorro viejo— toda la noche se comporta especialmente seductor, y Adriana, su joven mujer, le hace coro. Se habla de nuestros países, de nuestras revistas (la vieja "El Cuento"; la nueva "Puro Cuento") y a los postres Edmundo establece que el cuento es un “sueño breve” y propone un brindis en memoria de Juanito Rulfo, quien solía decir que, en rigor de verdad, escribimos cuentos solamente para espantar a la muerte.
            Esa noche la espantamos, también, con unos tequilazos.
            Escribir para vivir, y vivir para soñar, es la idea que me ronda. Escribimos para no morirnos, es verdad, y es en nuestros sueños donde se crea, quizás, la verdadera realidad. Quizás sólo vivimos realmente en nuestros sueños, mientras que lo que llamamos vida es una repetición inconsciente de lo ya sucedido, o de lo que ya soñamos. ¿Sí? Quién sabe... Pero escribimos cuentos y dejamos huella, eso sí, como pruebas de que hemos pasado por la llamada realidad. También en este sentido el cuento contado es repetición, convocatoria de algo que ya pasó. Es conocida la hipótesis de Nathanael Hawthorne, invocada por Borges y tantos más.
            Creo que esta otra es una idea de Thomas Mann: la vejez no es más que el pasado hecho presente. Me parece que es verdad, y que si uno lo toma así lo desdramatiza. Del mismo modo que la pintura, la danza, el teatro, la escultura o el cine (esa maravillosa manera contemporánea de narrar historias) lo que hacen es dejar noticias de presencias.
            No sé si es vocación de vida, pero sí es espanto de la muerte. Tal el hecho creador, y es bueno recordarlo, pequeños demiurgos como somos.

Para el corcho en la pared
(Papelitos encontrados en el fondo de una caja, apuntes varios)
            • Recordar la estupenda ironía de Julio Torri (narrador mexicano casi desconocido en Argentina): un escritor se pasa toda su larga vida trabajando arduamente las formas, con el objeto de crear un estilo que impactará al mundo; pero cuando llega a tenerlo y siente que de veras ha forjado un estilo, resulta que no tiene absolutamente nada para decir con él.
            • Era tan ignorante como voraz: decía que le encantaban incluso las sobras de teatro.
            • De Juan Gelman, en 1995 y en Página/12, en referencia al General Cabanillas (condenado a prisión perpetua en 2011, en los Juicios por la Verdad): "Procure evitar el castigo del insomnio: el no sueño de la mala conciencia es un territorio devastado por la muerte".
            • Todo fuego en un rancho, en medio de la noche y de la pampa, se ve siempre como una luz mala.
            • Una de Sarmiento (circa 1870): “Si el cólera reaparece, culpémonos a nosotros mismos por nuestra imprevisión e indolencia. Habrá cólera donde haya desamparo, desnutrición y miseria”.
            • En el Bar La Estrella: Un cincuentón todo panza y olor a puchos, a una muchacha que se estira una arruguita frente al espejo: "No te calentés, nena. Vos todavía sos eterna".
            • Caras de médicos como las del “Jesús entre Doctores” de Durero.


Variaciones Borges




En casi todos los textos de ficción incluimos materiales autobiográficos, lo cual me parece que no es otra cosa que una limitación de nuestra imaginación ya que necesariamente uno apela a los recuerdos cuando la capacidad de invención es magra.
            Es claro que en la creación literaria es mejor prescindir de todo lo personal e íntimo, pero lo que digo es que si no siempre lo conseguimos es nomás porque no se puede. Y eso, creo, nos sucede a todos y todas.
            La enormidad de Borges —también, y precisamente— radica en mi opinión de que él sí alcanzó a pleno semejante logro. En él casi no hay autobiografía; en él presumimos que todo es fantasía, abstracción, imaginación en estado puro.
            Y si el oficio de escritor es también un ejercicio de simbiosis entre lo vivido y lo soñado —de donde muchas veces resulta la gran literatura— pocos casos son tan ejemplares como el suyo, y además incuestionables.
            Quizás lo tengo muy idealizado, pero a mí se me hace que hay problemas y reparos que Borges no debió enfrentar jamás. Él escribía desde un escalón superior: la vasta literatura universal que todos y todas más o menos conocemos él la dominaba en sus pormenores. Su ceguera, acaso, o su timidez y el haber vivido tanto tiempo al resguardo de Doña Leonor —quién sabe— deben haber contribuído no sólo a forjarlo como intelectual erudito sino también como inventor pertinaz, eximio analista de los intersticios de la creación e infatigable asociador de lo divino y lo profano.
            Establecida tal distancia, les diré que a mí muchas veces me escribieron —lectores/as que no conozco— preguntándome si eran verdaderas algunas situaciones que yo había narrado en mis libros. Cuento dos, que ya evoqué en una conferencia que pronuncié en 2005 en la Universidad de Virginia, en los Estados Unidos:
            "Llama a la Fundación un señor desde Buenos Aires, habla largamente con Adela y le explica que su mujer, que es paraguaya, ha leído La revolución en bicicleta y está conmocionada porque su mamá se llamaba Guadalupe Sosa, igual que uno de mis personajes, y era tal cual yo la describo en la novela, y entonces quiere venir al Chaco para que yo le cuente cómo investigué su vida. Me deja perplejo: ¿cómo explicarle que jamás conocí a nadie con ese nombre y que todo fue una invención literaria? ¿Le miento de nuevo y continúo la mentira como una fuga hacia adelante, o le rompo la ilusión? ¿O le explico cómo funciona la literatura, a riesgo de que esta buena señora piense que soy un cretino?"
            Segundo caso: "En una edición dominical del diario "La Voz del Interior", de Córdoba, se publicó en Junio pasado (2004) un capítulo de Final de novela en Patagonia en el que describo la decadencia de la ciudad de Sierra Grande después del cierre de la mina de hierro. En ese texto hablo del dolor que me produjo ese pueblo que en el año 2000 parecía condenado. A mi rabia por la estafa política la vestí con ropajes literarios y comparé a Sierra Grande con Comala, el desolador pueblo de la novela de Rulfo. Bueno… Pues sucedió que algunos lectores no lo comprendieron así, o no entendieron que la literatura es alusión y, por lo tanto, el único terreno en el que la mentira no es condenable. Entonces me llovieron decenas de e-mailes insultantes, se acordaron muy mal de mi mamá, desearon mi muerte y me mandaron al infierno sin escalas y hasta me acusaron de haber votado a Menem, que es lo peor que alguien puede decir de mí... Fue como si en mi texto yo dijera: "Se trata de literatura, muchachos, cuenten conmigo" y esos lectores me respondieran: "Váyase al carajo".
            Esas cosas, a Borges, no debían sucederle. Todo debe haber sido para él más controlado —no encuentro un verbo mejor— dicho sea en el sentido de un mundo interior menos emocional. Una vez Juan Filloy me lo dijo, asertivo como era y no sin ironía: "Borges es perfecto, Mempo, pero es demasiado frío. No hay sangre, no hay coito en Borges".
            Creo que Filloy tenía razón. No obstante, igual confieso que me hubiera encantado conocer al autor de "Emma Zunz". No superficialmente, como me fue dado, sino en profundidad. Y además, me hubiese gustado charlar y discutir con él de colega menor a colega mayor, absorbiendo su sabiduría de Maestro. Como pude hacerlo con Filloy, por cierto.
            En cambio, mi acercamiento al Universo Borges se dio a través de terceras personas. Con algunas de sus amistades mantuve siempre un vínculo afectuoso, y casi íntimo, como si yo hubiese sido parte de la vida borgeana. Incluso, debí hacer equilibrio más de una vez, practicando una discreción blindada cuando hablaban de él sus allegados: Adolfo y Silvina, desde luego, pero también María Esther Vázquez, María Angélica Bosco y muchos otros y otras que presumían de ser más o menos íntimos o cercanos y a quienes escuché explayarse con toda libertad acerca de Borges, como si me considerasen miembro del club, lo cual yo no era.
            Con María Kodama, su viuda, ya dije que nos brindamos un aprecio mutuo, y cada vez que nos encontramos charlamos con afecto y creo que ella sabe que a mí jamás se me ocurriría inmiscuirme en los asuntos borgeanos. Y eso se debe, lo sé, a que mi relación con Borges fue siempre y por fortuna puramente literaria.
            Lo descubrí siendo muy joven, cuando estaba en plena forja y él ya era un clásico. El primer cuento en el que dialogo con él es "Como los pájaros", que escribí a poco de llegar a México en el 76. Es un cuento que me gusta mucho —aunque es de nula popularidad— y se forjó en el ardoroso amor a la literatura de Joao Guimaraes-Rosa que sentí aquel horrible año, desbordado por el esplendor de esa novela-mar que es "Grande Sertão: Veredas" y luego por sus cuentos. Decidí entonces que nuestra América tenía dos gigantes literarios, de lenguas vecinas, y la imaginación de ambos avivó evidentemente la mía. "Como los pájaros" es una especie de diálogo textual entre narraciones de JLB y de JGR. Es un texto que a mí me encanta, repito, aunque soy  consciente de que es el menos comprendido de mis cuentos. No importa.
            El segundo es "La entrevista", que es de los 80 y en el que sí hay un párrafo autobiográfico: "Fue un hecho casual el que me puso frente a la obligación —luego convertida en placer— de leerlo. Y ese hecho fue el haber ganado un campeonato de ajedrez en la revista en que trabajaba. El premio, instituído por el editor, consistió en las obras completas de Borges".
            Este cuento sí fue muy leído. Se publicó por primera vez en España, en una preciosa edición de Almarabú, y después apareció en varios otros libros y mereció algunos estudios críticos.
            El tercero de mis textos, digamos, borgeanos, es "El libro perdido de Jorge Luis Borges", que es de finales de los 90 y está en mis "Cuentos Completos". Lo escribí cuando trabajaba en el diario Perfil, el año 98. Ya para entonces llevaba algunos años viviendo en Paso de la Patria y dividía mi residencia entre el Paso y Coghlan. Un día el Bebe Martínez, que dirigía el suplemento literario de Perfil, me pidió un texto urgente sobre Borges, por no sé qué razón periodística de esas que nunca son bien explicadas pero seguro son urgentes. Y ahí nació ese cuento, que de toda mi invención borgeana es el más conocido y el que más satisfacciones me dio, quizás porque se publicó en los Estados Unidos inmejorablemente traducido por Alfred McAdam, catedrático del Barnard College de Nueva York.
            En ese cuento amplié la confesión personal de "La entrevista", seguramente porque se trata de otra narración que escribí como lo que es: una ficción absoluta. Sin embargo, creo que le hice el doble homenaje porque aquel campeonato de ajedrez de la Editorial Abril del año 1975 a mí me desburró, porque hasta entonces yo no había leído a Borges por puro prejuicio, por tonto y soberbio como puede ser cualquier joven intelectual a esa edad. Sólo cuando me rendí ante su grandeza, y desde la admiración que me ganó para siempre, pude escribir esos tres cuentos con Borges como personaje, directo o indirecto.
            Desde luego que nunca quise, ni intenté, proceder en su estilo, ni parafrasearlo ni mucho menos imitarlo —siempre supe que no hay peor suicidio literario que imitar a quien admiramos—, pero de todos modos nunca quise sustraerme a la tentación de dialogar con él en algunas de mis ficciones.
            Mi cuarta y última aproximación literaria a Borges me la pidió Josefina Delgado cuando era, creo, vicedirectora de la Biblioteca Nacional. Fue en 1999, para el Centenario de JLB, cuando ella coordinó un libro estupendo: "Escrito sobre Borges", publicado por la BN y de lamentablemente pésima circulación. Para esa antología yo escribí un cuento que titulé "La otra forma de la espada" y que es una variación del célebre cuento del Maestro, ambientado en la provincia de Corrientes.
            Bueno, me parece que cuatro cuentos inspirados en la vida y la obra de uno de los más grandes autores de la lengua castellana, quizá el mayor desde Cervantes, no están mal como homenaje.
            Y también como "punto e basta", como diría mi tía abuela abruzzesa.

Laburos canallas:
            • La enorme negra gorda que controla la seguridad en el aeropuerto O'Hare de Chicago y cuya misión, sentada de espaldas y a la altura del culo de todos los viajeros, es checar que cada pasajero encienda su ordenador antes de pasar.
            • El melenudo disfrazado de gaucho que toca la guitarra en una trattoría de Biarritz mezclando temas brasileños con "El cóndor pasa" y "Zamba de mi esperanza".
            • El joven veterinario que en la expo rural debe lavar la mierda del culo del toro campeón.
            • Los indios profesionales contando chascarrillos y sacudiendo sonajeros, en todo el continente.








El Premio Rómulo Gallegos a Ricardo Piglia
Hace poco menos de un mes posteé mi lectura de "Blanco nocturno", la última, notable novela de Ricardo Piglia. Luego, la semana pasada, se conoció la noticia de que Piglia fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos 2011 por esta novela, aunque yo sé por experiencia que cuando se otorga esa distinción no se premia solamente un libro, sino toda una obra.
            Para celebrarlo, puesto que la noticia me pareció un acto de justicia literaria, le envié un mail con el Subject: "Bienvenido al Club". "Querido Ricardo: Leo con enorme alegría que te otorgaron el Rómulo. Era hora de que volviese a tocar a un argentino, y a un gran escritor, y ninguno mejor que vos. 'Bienvenido al club', como me dijo Carlos Fuentes cuando me premiaron a mí, en el 93. He leído tu “Blanco nocturno” y pienso que es una estupenda novela, que corona una gran obra. Un fuerte abrazo." Él me respondió: "Querido Mempo, muchas gracias. He recordado tu Santo Oficio de la Memoria al hablar del premio. Ya sabés que los de la vieja guardia seguimos siempre en contacto, aunque sea invisible. Un abrazo."
            Más allá de la novela, altamente recomendable y acerca de la cual ya expresé alguna opinión en este blog, la noticia me resultó movilizadora de recuerdos, puesto que el 2 de agosto de 1993 me tocó a mí recibir el Premio Rómulo Gallegos en Caracas.
            Aunque por razones organizativas se anuncia un par de meses antes, este prestigioso premio literario —para muchos el más importante de América Latina— se entrega cada dos años los 2 de agosto para conmemorar el cumpleaños del autor de "Doña Bárbara". En el 93 los anuncios llegaban todavía por correo postal, o acaso por fax o llamada telefónica. Yo me enteré una mañana escuchando la radio, casi en el mismo momento en que una voz caribeña me lo comunicaba por teléfono, desde Caracas.
            Primero pensé que era una broma, desde luego, porque yo ni siquiera sabía que alguien hubiera presentado mi novela como candidata. En esos tiempos, la regla era que al Rómulo Gallegos sólo presentaban candidaturas las editoriales, no los autores/as. Ignoro si esa regla continúa, pero así era.
            Dos casualidades concurrieron aquella vez, además, para mi satisfacción: que cumplo años el mismo día que el Maestro Gallegos; y que otro 2 de agosto —diez años antes— me habían otorgado el Premio Nacional de Novela, en México, por "Luna Caliente".
            Después viajé a Caracas, y la experiencia fue maravillosa. La ceremonia de premiación del Rómulo Gallegos es la máxima ceremonia cultural de Venezuela, un acto al que asiste una multitud, y la entrega del Premio (diploma, cheque y condecoración) está a cargo del Presidente de la República. En mi caso fue el Presidente Ramón Velázquez, un hombre de gran popularidad, encanto y cultura que precedió a la desdichada última administración de Carlos Andrés Pérez.
            Creo que también fue la última vez en mi vida que vestí traje y corbata, y la compañía de mis adolescentes dos hijas mexicanas (María y Guillermina), que me rodearon en todo momento, fue un exquisito reaseguro emocional.
            Es notable cómo ahora, pensando que Ricardo Piglia va a estar en ese mismo lugar, que yo creo que él y la literatura argentina merecen, retornan a mí todos tantos gratos recuerdos. Incluso me siento tentado de reproducir el discurso de aceptación que pronuncié entonces, pero no lo encuentro. Quizás está bien así. Salió un resumen en Página/12 y ha de estar en la web.
            Volveré sobre este asunto la semana que viene. Pero hoy quería postear esto como público homenaje a uno de los más importantes escritores argentinos vivos.


Discurso de recepción del Premio Internacional Rómulo Gallegos
(Caracas, 2 de agosto de 1993)





Señor Presidente de la República de Venezuela...
Señores del Jurado...

Vengo a agradecer esta distinción con que hoy me honran. Sé de la importancia de este Premio, al que jamás aspiré porque daba por supuesto que mis méritos nunca serían suficientes, del mismo modo que advierto la trascendencia que adquiere a partir de ahora mi trabajo silencioso, solitario y casi secreto, como el de todos los escritores que en el mundo han sido.

Agradezco este honor -cuyo merecimiento seguramente me excede- y lo tomo como una verdadera lección de humildad porque, íntimamente, siento que este premio no es mío sino de mis maestros: especialmente Juan Rulfo y Juan Filloy, a quienes lo dedico -si ustedes me lo permiten- porque sin ellos yo sería, para decirlo con palabras de aquel gran mexicano, “una puritita nada”.

Este Premio, desde su nombre y desde ahora, entraña para mí una enorme responsabilidad, a cuya altura procuraré estar. Rómulo Gallegos fue, desde mi infancia, un personaje estrechamente unido a las dos cosas más importantes que con amor y sabiduría me inculcaron mis padres: cultura y sensibilidad social. Fue “Doña Bárbara” una de las novelas capitales de mi formación literaria, acaso porque entroncaba de manera perfecta con el legado que a los argentinos nos dejó ese grande del siglo pasado que fue Domingo Faustino Sarmiento: la disyuntiva civilización o barbarie fue y sigue siendo el signo de nuestro desarrollo como naciones. No sólo en la literatura.

Aquella disyuntiva mantiene plena vigencia en estos días finiseculares en que nuestros países fortalecen sus democracias a pesar de las constantes amenazas. ¿Cómo afirmar hoy el triunfo de la civilización, señoras y señores, en estos años y estos días en que todos los indicios cotidianos tienden a hacernos pensar que todo está perdido? En mi opinión, de una sola manera: con más democracia, con más tolerancia, con más cultura. Y para ello, nuestra misión -en tanto escritores, en tanto intelectuales- no puede ser otra que seguir predicando que hacer cultura en nuestra América, hoy, es resistirnos a la barbarie contemporánea.

No se trata, por lo tanto, solamente de pensar qué literatura hacemos en democracia, sino pensar qué significa hacer literatura en democracias todavía incipientes y que funcionan en sociedades todavía autoritarias y -lo que es más grave- degradadas culturalmente.

Lejos de mi intención proveer recetas, Sr. Presidente. Pero si de algo creo estar seguro es de que la memoria es más consistente y más noble que el olvido. Por eso me complace decir aquí que la narrativa argentina de estos años -y en general la latinoamericana- no deja de apelar a la memoria colectiva, para reinventarla, y reescribirla. Tiene razón la escritora uruguaya Armonía Somers: "Es preciso forzar la memoria hasta las últimas consecuencias".

En sociedades como las nuestras sólo el reconocimiento del dolor padecido, sólo la memoria y la honestidad intelectual nos permitirán seguir soñando utopías y, lo que es mejor, nos alentarán a seguir luchando para realizarlas. Porque las sociedades en las que el arte y la literatura acaban siendo patrimonio de minorías, son sociedades que terminan achicándose inexorablemente, y eso ya nos pasó a los argentinos, y debemos revertir esa perversidad.

Podemos hacerlo -y lo estamos haciendo- desde el pensamiento y la imaginación. Nuestras obras, por lo tanto, son una reivindicación de la utopía militante, son utopía en movimiento perpetuo.

Desde luego que la literatura no está para hacer política, y eso está muy bien, pero la hace. Y es por eso que, aunque el mundo cambia y la literatura y nosotros también, los escritores latinoamericanos todavía seguimos teniendo mucho más que ver con Sartre que con Fukuyama. Y así será, estoy seguro, mientras tengamos memoria y honestidad intelectual y aunque muchas veces nos sintamos confundidos porque la barbarie del sistema económico imperante -que se diga lo que se diga, es salvaje- hace casi imposible pensar la cultura, a veces ridiculiza propósitos, y casi siempre nos llena de desasosiego.

Es cierto que cuando una sociedad parece entregada al frenesí de la corrupción, la mentira, la frivolidad y la ignorancia disfrazada de cultura, es muy difícil inventariar la razón. Pero no es imposible. Y entre las maravillas que nos da la democracia -y su hija dilecta la libertad de expresión- están la pérdida del miedo y la recuperación del rol de los intelectuales. Por eso entre los desafíos de la narrativa latinoamericana actual está el seguir defendiendo el papel de los intelectuales, el orgullo de ser intelectuales: gente que piensa, gente cuya producción es su cabeza y su cultura, y cuya materia prima son los libros que leen y las ideas que están en esos libros.

Desde ya que lo que digo suena idealista. Lo es. Pero igualmente cierto es que si la alternativa es el pragmatismo que se olvida de los principios e incita a bajar los brazos, la mejor opción es, siempre y todavía, resistir con ideales y con ideas. Por eso digo que en nuestros países y en estos tiempos hacer cultura es resistir. Al menos lo es en la Argentina de la democracia siempre amenazada, a cuya sociedad civil se confunde con la mentira y la inseguridad jurídica convertidas en sistema de gobierno, y con la irrecuperable frivolidad de un presidente megalómano. Es por eso que para un intelectual argentino, Sr. Presidente, el único destino ético es la resistencia cultural.

Escribimos para vivir, para no morirnos. Nuestra respiración se expresa en palabras, y por eso ansiamos ser leídos. La obra literaria se realiza y se completa sólo en el acto de la lectura. Este insignificante escritor latinoamericano que aquí habla, Sr. Presidente, simplemente procura explicar -explicándose- el tiempo y el lugar en los que vive y produce su obra. Pero también sabe que no hay peor violencia cultural que el proceso de embrutecimiento que se produce cuando no se lee. Una sociedad que no cuida a sus lectores, que no cuida sus libros y sus medios, que no guarda su memoria impresa y que no alienta el desarrollo del pensamiento, es una sociedad culturalmente suicida. No sabrá jamás ejercer el control social que requiere una democracia adulta y seria. Que una persona no lea es una estupidez, un crimen que pagará el resto de su vida. Pero cuando es un país el que no lee, ese crimen lo pagará con su historia, máxime si lo poco que lee es basura, y además la basura es la regla en los grandes sistemas de difusión masivos.

Un país así, desdichadamente, puede estar caminando alegremente, y sin saberlo, hacia su propio funeral como nación. Yo pienso que los narradores argentinos, en general, sabemos que esto es así y es por eso que estamos empeñados en escribir lo que escribimos.

Y es que en rigor de verdad, la literatura, siempre, en todo tiempo y lugar, es constante continuidad y ruptura. En literatura -se sabe- todo está escrito, y a la vez todo está por escribirse. En mi caso, SANTO OFICIO DE LA MEMORIA es una saga familiar que es también una discusión sobre la literatura y sobre la mentira de la historia oficial. Acaso me salió un estudio involuntario sobre la humana estupidez, pero es sobre todo una revisión de lo que para mí es la tragedia argentina: la batalla Memoria versus Olvido, Sr. Presidente, que es una batalla sorda, sutil, despiadada, y en la que aún hoy -en plena democracia y con una libertad de expresión como jamás habíamos alcanzado los argentinos- nuestro gobierno sigue haciendo concesiones al olvido, y sigue militando insensata y suicidamente en favor de la mentira y el eufemismo. Ahí están, como patética muestra, los indultos que otorgó mi presidente a dictadores y asesinos que hoy se pasean por las calles de mi patria, soberbios y grotescos, mientras las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo continúan reclamando una justicia que les es negada. ¿Cómo no tener como central a esta cuestión, en mi propia obra? ¿Desde qué moralidad podría yo escribir, si estuviera desprovisto de estas pasiones y convicciones?

En el mundo en que vivimos se dice -y lo que es peor, se acepta- que las ideologías han muerto, y que las utopías han perdido sentido. Hoy se acusa a los románticos, se desdeña a los idealistas. En semejante mundo, los escritores somos algo así como empecinados rebeldes. No caprichosos nostálgicos, sino gambusinos buscadores de pepas de oro, alquimistas en procura de imposibles piedras filosofales, buscadores de sueños y ensueños para la gente, la buena gente que son nuestros lectores. A mí todavía me parece una noble tarea, un empecinamiento válido.

En este mundo de posmodernidad, neoexistencialismo, desaliento y desdén por los llamados "valores morales", hemos asistido a la derrota de la revolución social latinoamericana y contemplamos azorados la decadencia general de nuestras sociedades; el deterioro de la calidad de vida; la violencia urbana; el desastre ecológico; el desprecio por la vida (sobre todo la ajena); el resentimiento social agudizado, y sobre todo, en el campo de la cultura, la impactante dictadura de los sistemas audiovisuales, la declinación de la capacidad lectora de nuestros pueblos y su sustitución por el simplismo, el pensamiento mágico y la futilidad. Es, naturalmente, muy difícil trabajar a contrapelo de esa realidad, y acaso por eso los románticos y los idealistas todavía hacemos estas cosas: escribimos, leemos, nos convocamos en un encuentro como éste.

Personalmente, como autor, no he pretendido que mi obra revolucione nada. En todo caso ahí está mi historia, que en más o en menos es la misma historia de cualquiera de nosotros. ¿No es verdad que venimos de una cultura que por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial parece empeñada en celebrar la hipocresía y la ignorancia? ¿No es ésta una cultura que hace la apología de la imbecilidad, el facilismo y la falsificación? ¿No nos legaron nuestros padres un mundo irracional y despiadado, en choque esquizofrénico con bonitos discursos y una actitud política generalizada de corrupción y simplificaciones? ¿No hemos visto a un mediocre actor al que hubiera desdeñado Esquilo gobernando la nación más poderosa de la Tierra? ¿No vemos acaso a tantos payasos gobernando naciones? ¿No venimos de una educación que santificó abundancias mal repartidas, predicó paces haciendo guerras, y nos propuso dioses a los que temer antes que amar?

Es por esto que digo que la disyuntiva civilización-barbarie mantiene plena vigencia. Me confieso idealista, y aspiro a ser un apasionado testigo-protagonista de este tiempo, para lo cual simplemente escribo libros acaso porque es mi modo de gritar mi rebeldía. Aspiro a que mi obra acompañe, recorra e indague esa disyuntiva. Por eso para mí escribir es transgredir, cuestionar, protestar y denunciar; del mismo modo que es proponer y conmover, porque uno escribe desde su propia desesperación.

Es por eso que no vengo a recibir este honrosísimo galardón en plan de celebración personal, íntima, como la que siento en mi corazón desde hace una semana. Es por eso que quiero pensar que acaso en mi obra y en mi persona han premiado ustedes a una generación de escritores, a una escritura de la vida que muchos venimos intentando, a una nueva versión plural de la utopía como la que proponemos los escritores de toda nuestra América Latina. Estoy cierto de que el Maestro Rómulo Gallegos compartiría estas ideas.

Ignoro si el honorable Jurado de este Premio lo ha tenido en cuenta, pero yo quiero pensar que han premiado en mi SANTO OFICIO DE LA MEMORIA a la escritura de una generación de escritores de la democracia latinoamericana. Una escritura que contiene una elevada carga de frustración, de dolor y de tristeza por todo lo que nos pasó en las décadas pasadas; una pesada carga de rabia y rebeldía por el mundo al que desembocamos y que nos desagrada. Pero literatura, también (y éste es un aspecto fundamental) en la que no se contienen ni burla ni humillación. No hay autocompasión ni guiños cómplices, ni exageración ni mucho menos exotismo para que en Norteamérica y Europa confirmen lo que prejuiciosamente ya piensan de nosotros: que somos desordenados, holgazanes, impuntuales, corruptos, machistas, racistas, perseguidores de mulatas, autoritarios e incapaces de vivir en democracia.

Ojalá así sea, porque entonces sí me siento hermanado a decenas de colegas de todo nuestro vasto continente, tan ricos, imaginativos y rebeldes, tan disconformes y batalladores, tan participativos y audaces. Creo que, al contrario de nuestros queridos maestros de otras generaciones, hoy los narradores latinoamericanos no escribimos para halagar ni para agradar ni para ser queridos. Escribimos para indagar y experimentar, para conocer y descubrir. Pero también y sobre todo para recordar y acaso, así, sobrevivir.

Como dijo el poeta T. S. Eliot: “Por lo que se ha hecho, para que no se vuelva a hacer, ojalá el juicio sobre nosotros no sea demasiado gravoso”.

Muchísimas gracias.








Libreta de apuntes en Caracas, 1993. De premios, sorpresas y prejuicios.
La nota que posteé la semana pasada, a propósito del Rómulo Gallegos otorgado este año a Ricardo Piglia, me llevó a revisar papeles de cuando yo lo recibí. Y me encontré con algunas sorpresas. Una de las cuales fue el jurado de aquel año.
            Lo presidía quien era el más grande escritor venezolano vivo de entonces: Arturo Uslar Pietri, una especie de Borges local al que todos veneraban y que era, junto con el mismísimo Gallegos, la gran celebridad de la literatura de Venezuela del Siglo XX. Nacido en 1906 (falleció en 2001), alcanzó la fama en los años 30 con su notable novela "Las lanzas coloradas" —precursora del Boom— y su presencia al frente de aquel jurado intimidaba y era en sí misma un premio.
            Pero además estaba allí Fernando Alegría (1918-2005), catedrático chileno de la Universidad de Stanford, California, autor de libros esenciales como "Breve historia de la novela hispanoamericana" (1959), "La novela hispanoamericana del Siglo XX" (1974) y "Nueva historia de la novela hispanoamericana" (1986). Y estaban también el novelista cubano Lisandro Otero (1932-2008), autor de la estupenda novela "Árbol de la vida" y con una larga trayectoria académica y lingüística; y dos catedráticos locales: Pedro Días Seijas (del Consejo Nacional de la Cultura) y José Luis Salcedo Bastardo (de la Academia Venezolana de la Lengua).
            Otra sorpresa fue el encuentro con Alexis Márquez Rodríguez, agudo y exigente crítico y académico venezolano, catedrático de la Universidad Central de Venezuela y todavía hoy uno de los más autorizados expertos en literatura latinoamericana. Cuando conocí a Alexis me impactó el certero conocimiento que él tenía de mi obra, y los trabajos críticos que había escrito sobre mi novela "Santo Oficio de la Memoria". Periodista notable (lo sigue siendo, y hoy es un férreo opositor a Hugo Chávez) en 1993 era una de las voces más autorizadas de la literatura venezolana, junto con Uslar Pietri, desde luego.
            Una sorpresa más de aquella primera visita a Caracas fue advertir la importancia de este galardón fundado en 1964 como homenaje al gran escritor venezolano. La verdad es que Rómulo Gallegos formaba parte de mi formación, desde luego, pero yo no tenía una conciencia cabal de su importancia, del mismo modo que nada sabía de ese premio ni de que yo era "candidato". Y tampoco estaba al tanto de la impresionante lista de mis antecesores.
            Otorgado originalmente cada cinco años y sólo para autores latinoamericanos, lo habían recibido sucesivamente: Mario Vargas Llosa, por "La casa verde" en 1967; Gabriel García Márquez por "Cien años de soledad" en 1972; Carlos Fuentes por "Terra Nostra" en 1977; Fernando del Paso por "Palinuro de México" en 1982, y Abel Posse por "Los perros del Paraíso" en 1987. A partir de entonces, el premio devino bianual y los galardonados fueron Manuel Mejía Vallejo por "La casa de las dos palmas" en 1989 y Uslar Pietri por "La visita en el tiempo" en 1991.
            Entonces, que me tocara a mí en el 93 era algo intimidante, abrumador, y más lo fue cuando me enteré que mi novela "Santo Oficio de la Memoria" había sido votada por unanimidad por los cinco jurados, y que eso era la primera vez que sucedía.
            Quizás debí subrayar ese hecho en mi discurso, pero la verdad es que no me atreví. Debo haber pensado que podía tomarse como una fanfarronada y yo entonces estaba muy atento —lo sigo estando— a la mala imagen que de los argentinos se tiene en Nuestra América.
            Por cierto, en este punto debo confesar también mi prejuicio hacia el único colega argentino que había ganado el Rómulo antes que yo: Abel Posse, en el 87. Y digo prejuicio porque no aprobé jamás su adscripción a la Dictadura ni su participación como diplomático al servicio de los genocidas durante los años de plomo. Y tampoco, ya en democracia, sus posiciones autoritarias y antidemocráticas como unas que leí en una revista "Somos" de 1979. Todo eso me impidió acercarme a sus libros. Y más acá, a medida que fui leyendo sus opiniones en el diario La Nación, y obviamente al conocer sus recientes posiciones cavernarias como ministro de educación de Mauricio Macri en la Ciudad de Buenos Aires, decidí pasar de él.
            Solamente leí la novela que le deparó este Premio y recuerdo que me pareció interesante, pero eso fue cuando aún no conocía su currículum. Y es que independientemente de los méritos literarios que pueda tener Posse, ahora, revisando apuntes viejos, descubro que acaso en aquel tiempo me influenció la opinión de Alexis Márquez Rodríguez. Él tenía en gran estima a Posse (había sido miembro del jurado que lo premió en 1987) y seguramente esa valoración fue la que me estimuló a leer a mi predecesor compatriota. "Puedo conceder que Alexis tenga razón —está escrito en mi agenda de aquellos días en Caracas— y acaso la tiene porque es un crítico de nivel superior a la media latinoamericana, y sabe infinitamente más que yo. Pero no puedo superarlo: este tipo no me gusta como persona".
            También escuché, años después y en una feria del libro porteña, una conferencia de María Rosa Lojo, quien conoce y estima mucho la obra de Posse. Con su habitual solvencia y rigurosidad, Lojo se refirió a él separando los méritos del autor de su ideología. Pero yo no puedo. Confieso que tal actitud me está vedada y que incluso, más adelante, esa imposibilidad mía devino desprecio, durante su retrógrado y por suerte efímero ministerio de educación macrista.
            Un día volveré sobre este asunto, porque la discusión acerca de la separación entre la calidad de una obra y la ideología o cualidades de la persona que ha escrito esa obra, es un asunto que se reitera, y que no siempre sabemos resolver.
            Como fuere, en mis apuntes de aquel viaje a Caracas hay un montón de borroneos que hoy no entiendo bien, así como hay citas y encuentros con colegas y amigos. Entre estos, fue especialmente grata e importante la relación amistosa que inicié entonces con Denzil Romero, extraordinario narrador venezolano que todavía hoy no me explico como es que no ganó nunca el Rómulo Gallegos. Su novela "La tragedia del generalísimo" sigue siendo una de las máximas obras de la novela histórica, o historia novelada, de nuestro continente. De prosa caudalosa y potentísima, Denzil fue un querido amigo mío en los años que siguieron, lo visité en su casa cada vez que fui a Caracas, lo recibí en Resistencia creo que el año 96 o 97, y seguimos en cercano contacto hasta su prematura muerte, en 1999.
            También tuve ocasión de conocer a escritores notables como Darío Jaramillo Agudelo, Conrado Zuloaga y la narradora, y desde entonces amiga, Cristina Policastro. No sé si conocía de los años mexicanos a Santiago Cobo-Borda, estrecho amigo de Octavio Paz, pero fue un placer comer y charlar con él en Caracas. Y desde luego, también allí volví a ver al inefable Rafael Humberto Moreno-Durán, R.H. para todo mundo, quien con su energía y carácter avasallador sólo era capaz de ganarse rendidas admiraciones o inclaudicables odios. Para mí R.H. era algo más que todo eso: casi un camarada de aventuras, porque unos años antes, en 1985, habíamos compartido habitación en el Hotel Riviera, de La Habana, durante casi un mes que incluyó viajes por la isla y la frenética lectura de casi 200 novelas de todo el continente, como jurados (ambos, junto con Tito Monterroso, José Agustín y Senel Paz). Capítulo sobre el cual también retornaré más adelante.
            Es larga la lista de sorpresas que me depararían Caracas y el Rómulo Gallegos, desde entonces. De hecho la sorpresa continuó dos años después, cuando me tocó ser jurado del Premio en su IX edición, ya incluyendo autores españoles, lo que sucedió a partir de 1995. En esa oportunidad lo ganó Javier Marías por "Mañana en la batalla piensa en mí", con mi voto en disidencia, lo cual me costó enemistades que no esperaba y acerca de las cuales es probable que escriba algo la próxima semana.
            Así que quedo, es cierto, temáticamente endeudado con varios asuntos.

Para el corcho en la pared:
            • Visto en México en 2001: el taxi se detiene en un semáforo de la avenida Reforma, justo detrás de un camión del Sindicato de Luz y Fuerza en cuyo portón trasero se lee, prolijamente pintado (SIC): “Al pueblo de México: si pribatizar es la solución, ¿por qué Argentina agonisa?”
            • El bolero es casi siempre dolor con futuro. El tango es dolor sin remedio, memoria del pasado.
            • Lo cortés no quitará lo valiente; pero lo formal quita, seguro, lo espontáneo.
            • Boniface Perteuil, un xenófobo del carajo, como diría Cortázar.








Intimidades del Rómulo. El jurado del 95.
En mi primer posteo sobre el Premio Rómulo Gallegos, hace un par de semanas, dije saber por experiencia que cuando se otorga esa distinción no se premia solamente un libro, sino toda una obra. Y es así, aunque eso contraría la recomendación de los organizadores, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG), que con toda precisión recomienda a los jurados que deben premiar una obra reciente y no una trayectoria. Así fue como grandes novelas como "La casa verde" y "Cien años de soledad" recibieron el Rómulo y marcaron una tendencia.
            Pero no es eso lo que siempre sucede. Porque las trayectorias importan e influyen en los jurados, y a mí me parece que está bien reconocerlo, más allá de que hay libros excepcionaes que merecen galardones. Pensemos, por ejemplo, que si el joven Juan Rulfo hubiese presentado "Pedro Páramo" a un concurso de novelas en el que sólo importaban las trayectorias, seguramente no hubiese ganado nada.
            Desde luego que el compromiso que asumen los jurados es enorme, y ése fue mi caso en 1995, cuando dos años después de recibir el galardón integré el jurado y me encontré en una difícil situación. En mis apuntes de entonces, escribí esto, que reproduzco textualmente:
            "Qué jodido es estar solo, y sentirse solo, en la literatura. El Jurado del Rómulo me enfrenta a Julio Ortega y Antonio López Ortega, a quienes no sólo une un apellido sino también cierto temor reverencial: a toda costa quieren premiar a Bioy Casares (que ha escrito la peor novela de su vida) o a Alvaro Mutis (que no presentó novela, sino un libro con tres cuentos). Otro jurado, Elena Poniatowska, quiere premiar a Mary Cruz, una cubana viejita, autora de una novela para mí infumable sobre Cristóbal Colón, e ilegible porque remeda el castellano antiguo; un plomazo... El cuarto jurado es Luis Goytisolo, que no vino pero mandó su voto por escrito.
            "De pronto Elena se pliega a los Ortega, y al menos confiesa honestamente su temor reverencial: ¿cómo no premiar a Bioy o Mutis, que son dos grandes?
            "Mi argumento es precisamente que no estamos evaluando trayectorias, sino novelas del bienio. Me planto en que las obras de ABC y AM son menores e incluso desdorosas de sus propias, enormes trayectorias. Convenzo a Elenita. Pero los Ortega, entonces, proponen al español Javier Marías. Está bien su novela, "Mañana en la batalla piensa en mí" pero no la tengo entre mis favoritas. Mis candidatos son dos colombianos: Eduardo García Aguilar y/o Armando Romero. También podría votar a Carmen Boullosa (sería la primera vez que una mujer reciba el Rómulo Gallegos). Pero para mi sorpresa Elena dice que “todavía está verde y tendrá oportunidades más adelante”. Claro que también se resiste a votar la novela de Marías, y entonces la cosa parece quedar dos a dos. Julio Ortega nos incita a votar al español y lentamente convence a Elena, y a mí me dice que sería “lindo y elegante” plegarme al voto de la mayoría. Respondo que lamento no ser lindo ni elegante, y que yo estoy premiando literatura. Y planteo que si esa mayoría existe, pues adelante, yo haré público mi voto en disidencia y chau, cada uno en lo suyo.
            "Pero siento que estoy solo y eso me abruma. ¿Debo exponerme tanto por ser consecuente con mis lecturas? Yo sí me leí todas las obras que llegaron, y no sé si así lo hicieron todos ellos. Me parece obvio que Goytisolo no: mandó una lista con 5 españoles sobre 10 candidatos, y los 5 no españoles eran nombres famosos de países americanos con prestigio literario: Argentina, Colombia, México, Perú y Venezuela. Ninguna escritora. Me doy cuenta de que la mano viene cantada, y mañana se anuncia el Premio. Bull shit."
            Hasta aquí mis apuntes.
            Al día siguiente, después de la ceremonia de anuncio, hago pública esta declaración, publicada en los diarios de Caracas:
            “Terminada la votación del Premio Rómulo Gallegos 1995, que por cuatro votos a uno decidió otorgar el galardón al escritor español Javier Marías por su novela 'Mañana en la batalla piensa en mí', me siento en el deber de aclarar lealmente, y para evitar erróneas interpretaciones, que el único voto diferente ha sido el mío.
            ‘He leído la totalidad de las obras presentadas (146). Lo hice durante los últimos seis meses, procurando encontrar novelas que significaran un aporte novedoso a la narrativa hispanoamericana; que inauguraran caminos; que se alejaran de modas y tendencias conocidas; que aludieran a la tremenda crisis de nuestro tiempo; y que tuvieran posibilidades de continentalizarse por la calidad de su escritura, sus temáticas, sus audacias narrativas y su accesibilidad literaria y editorial. También hubiese querido que por primera vez se premiara a una mujer, reconociendo así el avance de la escritura firmada por mujeres en Hispanoamérica. Y además debí alejarme de todo temor reverencial ante la presencia de grandes nombres de figuras consagradas, maestros de mi generación, pues la consigna del CELARG era precisa: no se premian trayectorias sino obras del bienio pasado.
            “Por lo tanto, me dejé seducir sólo por los textos, y por aquellos que reunían -en mi falible opinión- las antedichas condiciones. Del conjunto de valiosas novelas, entre las cuales sin duda estaba la ahora premiada, preferí seleccionar las siguientes: "El viaje triunfal", de Eduardo García Aguilar; "Un día entre las cruces", de Armando Romero; "Un amor imprudente", de Pedro Ogambide, "Por favor, rebobinar", de Alberto Fuguet; "Dos horas al sol", de José Agustín; "Duerme", de Carmen Boullosa; y "Los días de la Señora K", de Ana María del Río. También fueron mis candidatas las novelas de Gabriel Báñez, Fernando Butazzoni, Ramón Díaz Eterovic, Bárbara Jacobs, Eduardo Mendicutti, Adriano González León, Guillermo Morón, Denzil Romero y Enriquillo Sánchez. E incluso estuve abierto a otras novelas que me impactaron, de varios países, por ejemplo las de Napoleón Baccino Ponce de León, Carlos Liscano, Hernán Rivera Letelier, Ignacio Solares, Daniel Sada, Carlos Cerca, Cristina Policastro y Sergio Gómez. Allí estaba -y está, a mi juicio- mucho de lo mejor de nuestra nueva y pujante narrativa.
            “Pero un jurado es un colectivo, y si los demás colegas pensaron diferente, yo respeto sus puntos de vista y acato su decisión democráticamente mayoritaria.
            “La novela premiada está llena de méritos, y las tres lecturas que le dediqué me convencieron de sus valores. Simplemente no era una de mis favoritas, y opté por insistir en las que me parecieron sobresalientes. No hacerlo hubiera sido traicionar mis principios.
            “En Caracas, Venezuela, a 26 de Julio de 1995”.

Pensamiento mexicano que me asalta en los días posteriores y en el viaje de regreso a mi país: Hay que haber estado en mi pinche cuero para entender lo que fue mi pinche sensación de pinche soledad.

Los que no fueron en el 95:
Hasta donde sé, quienes fueron mis candidatos aquel año han seguido escribiendo. Eduardo García Aguilar se fue de Colombia y creo que vive en España. Nunca supe de él. En cambio, Armando Romero vive en los Estados Unidos y enseña en la Universidad de Cincinnati.
            No me resisto a reproducir algunas citas que tomé entonces de sus libros. Por alguna razón me interesaron y las transcribí:
            De la novela de Eduardo García Aguilar:
            “Perdóneme, pero estoy convencido de que los hombres más ilustres de un país son sus escritores. Sin escritores ninguna nación existiría, ningún país tendría nombre. A ellos y no a los políticos se debe la existencia de las nacionalidades”.
            “La despreciable casta de los homenajeadores está compuesta por aspirantes a puestos públicos y sus actos merecen la reprobación de quienes de verdad dan su sangre por la obra... Los escritores deben alejarse de los funcionarios como si fueran leprosos”.
            De la novela de Armando Romero:
            “Era joven, muy joven, todavía no sabía nada de la muerte”.
            “-Voy a decirte una cosa -dijo ella-. Vos nunca has sido lo que creés que sos. Toda tu apariencia de maldito se cae cuando te acercás a alguien o a algo. Sos bueno y por eso sufrís. Querés ser malo para vengarte de todos los que han hecho de este país y esta ciudad lo que es, pero no podés, por eso escribís con tanto dolor”.
            “Ahora, según dicen, se compran más jueces y carceleros que antes. No se sabe si es que los jueces son más baratos o que la gente tiene más plata”.
           
Variopintismo de aquel año en Caracas.
En ocasión de la reunión del Jurado del Rómulo Gallegos 1995, el poeta Enrique Hernández D’Jesús, conocido popularmente como “El Catire”, me pide un texto para un cuaderno-libro que prepara y cuyo título es “El gusto”. Pide poemas, acrósticos, lo que uno quiera. Escribo para él:

G orda lengua pluriforme
U na y múltiple, expedicionaria,
S erpenteante por valles vaginales.
T opografía del sabor
O del espanto.

Me preguntan por qué mi costumbre de situar y fechar todos mis textos. La explicación que doy es que me gusta subrayar la idea del tiempo aplicado al trabajo literario; quizá también, para mis alumnos, es una manera de decirles que la literatura no es impulso, no es brote instantáneo.
           
Leo al final del hermoso prólogo de Gastón Baquero a “Tanatorio”, poemas de Carlos Contramaestre, la frase: “Otoño y Madrid, 1991”. Me encanta la idea y la adopto. Conste.
 
Soy un contrabandista: a mi regreso he pasado por la Aduana de Ezeiza un chaguaramo chiquito (es un palmera semejante a la pindó chaqueña, pero más orgullosa) y dos pitoquitos de cocoteros caribeños. Voy a plantarlos en mi casa de Paso de la Patria.

Para el corcho en la pared:
            * Una de Bertrand Russell: “William James solía predicar la ‘voluntad de creer’. Yo por mi parte, quisiera predicar la ‘voluntad de dudar’. Lo que se persigue no es la voluntad de creer, sino el deseo de descubrir, que es exactamente lo opuesto”. En Sceptical Essays (1928).
            * Neurosis argentina: no saber callar. Hablar y hablar, y emitir opinión sobre todas las cosas.
            * Un hallazgo intraducible: el verbo mexicano "apapachar". Precioso.
            * Al salir de la cárcel en el 83, después de diez años adentro, un tipo funda el Club de Subversivos Melancólicos y convoca a otros ex presos. La condición —dispone— es haber estado en cana durante la Dictadura y no haber entregado el alma.


La saludable dispersión de ciertos días




¿No les pasa que hay días en que uno está disperso, y se va por las ramas y cuesta concentrarse? A mí me atacó hoy, y tan lejos de mi casa, mi mundo... Estoy en Sao Paulo, Brasil, encerrado voluntariamente en un precioso hotel, el Ceasar Business, y no he salido a la calle en todo el día. Me pasé horas y horas escribiendo, pero todas cosas inconexas, necesarias sí, urgentes algunas, pero que no tienen nada que ver unas con otras. No bajé ni a almorzar, ni me apetece caminar por esta ciudad gigantesca, desmesurada, que por otra parte ya conozco. Entonces leo un poco, trabajo el texto de la conferencia que voy a pronunciar dentro de dos días en Río de Janeiro, en la Universidad de Niteroi, bajo unos mailes, veo con espanto que hace dos semanas que no posteo nada en mi Cosario... Ay!
            Tengo muchas excusas, así que pido disculpas. Después de las elecciones porteñas escribí un artículo en La Nación acerca del exabrupto de Fito Páez. Me llovieron puteadas. No me importan tanto en lo afectivo ni en el orgullo; tengo el cuero duro. Pero... qué mal lee la gente... Qué difícil se le hace a muchos leer sin el prejuicio por delante. Se les obnubila la vista. Entonces simplemente no alcanzan a comprender lo que está escrito, y como sí vislumbran que el autor está en la vereda opuesta, entonces lo putean.
            Que es como no haber leído. No se puede intercambiar, así. Una pena.
            También preparé esta conferencia que menciono y que voy a leer este viernes en Río, en el marco del XIV Congreso Brasileño de las Asociaciones de Profesores de Español.           
            Y preparé en mi Molekhine unos apuntes para hoy, aquí en Sao Paulo. En dos horas más tengo un diálogo público en el Instituto Cervantes con José Castilho, editor jefe de la UNESP (Universidad del Estado de Sao Paulo) y hasta hace muy poquito director general del Plan Nacional del LIbro y la Lectura de este inmenso país. Una autoridad latinoamericana en Pedagogía de la Lectura, José. Y amigo querido, además.
            Pero ya me voy por las ramas, disculpas, disculpas...
            Quizás lo que sucede es que este libro (porque este blog es un libro que escribo libremente, como sin proyecto; este "Cosario" de hecho lo es), se me ocurre, digo, que quizás este libro va dejando de ser una memoria personal más o menos cronológica. Para ser quién sabe qué... Me inquieta no saber a dónde va lo que escribo. Pero así es la cosa, también, así fue siempre.
            Sí, ha de ser eso. Y todo lo que sucede es que ahora, aquí, mientras cae la tarde sobre un horizonte que me es ajeno, el no tener a mano mis apuntes, mis libretas, las agendas del Año de Ñaupa que curioseo al azar últimamente, me resulta inquietante. Como un bailarín profesional que de pronto está solo en el baño y no tiene mejor cosa que hacer que brincar como jugando y por las puras ganas.
            En fin, ya me concentraré nuevamente. Tengo textos a montones para trabajar. Debo enviar una nota al diario (el Página/12, mi diario); responderle a Pepe Eliaschev una estupidez que escribió en Perfil; tengo un cuento a terminar; y un nuevo proyecto de novela; y un libro ensayístico que me propusieron y es urgente... En fin, ahora mejor posteo algo y cierro. Sólo quiero simplemente compartir algunas cosas que vengo pensando/recordando...

Gran año el 93
Viajé mucho ese año, 1993, después de recibir el Rómulo Gallegos en Caracas. Una amiga mexicana, Laura Fierro, me contó por aquellos días, una noche en Querétaro, una trama fascinante que luego determinó uno de los cuentos que está en mi libro "Soñario".
            Otra amiga, Daniela Engelhardt, desde Mainz, Alemania, y por carta (entonces no teníamos mailes) me cuenta que estuvo de vacaciones en Río de Janeiro y conoció a una millonaria norteamericana cuya frase predilecta era: “I hate kids, specially Argentine kids”. Es una delicia que desde entonces busco descubrir cómo incluirla en una próxima novela, lo que seguramente ya no haré.
            En Octubre y con otra amiga queridísima y además colega, la escritora española Laura Freixas, en la catedral de Segovia y después de almorzar un fabuloso lechal bajo el acueducto, descubrimos a San Gerotero, el ateniense que fue primer obispo de Segovia. Murió decapitado, cuenta la historia, pero con la cabeza en la mano seguía predicando. ¿No es maravilloso? Pavada de fe la de ese hombre. Años después soñé con él y escribí un texto, que está también en "Soñario".
            Creo que ése 1993 fue, también, el año de mi debate con Osvaldo Bayer. O fue el 94, no me acuerdo. Debería confirmarlo y reproducirlo aquí, se me ocurre ahora. Aunque quizás no, sería un plomazo. Y a ver si el querido Osvaldo se enoja de nuevo...
            Ya veré, pero ahora mejor termino, posteo y sigo trabajando. Les dejo, porque no sé por qué, acaso porque es un día heterodoxo, un poema. Es una excepción, claro, pero digamos que lo posteo porque hace poquito, en Abril pasado, le gustó mucho a Edward Stanton, cuando lo leí en un recital que dimos en Lexington, Kentucky, durante la mayor y más tradicional conferencia literaria del mundo académico norteamericano.
            En la próxima lo quito, o les cuento la génesis del poema.

Oda al camarada corcho 
Oh corcho, camarada, a veces me pregunto
si el siempre amable vino ha de inspirarte.
O acaso la uva irreductible, vencedora de eternidades
—como el gusano y la abeja, y como la leche, los besos y la poesía—,
que sueña su sueño bajo tu compacta, nunca estéril existencia.

Expresión minimalista del pródigo árbol ibérico,
en mi país te reclaman los vinos de los Andes,
criados entre piedras y vientos milenarios
para quemar malos humores, los alientos febriles del ocaso y
            los venenos de la sangre,
y buenos para aligerar el ánimo en los nobles combates:
            el amor, la literatura, la amistad
                                    y el ocio fraternos.

Hermano corcho
que resistes el paso de los años y
no te inquietan el gas ni el pervertido lúpulo,
el azúcar indomable ni la propaganda,
y cada día, todos los días, cumples tu misión liberadora
de darle aire al vino y recomponer su gloria,
yo te canto porque la tuya es leve pero perdurable
y vive en la estación más recóndita del alma, la poesía,
            domicilio de la metáfora,
            sendero ineluctable y destino final de la humanidad.

Yo te canto, corcho, compañero,
guardián del néctar de la vida, jardinero del Paraíso,
            protagonista de ajenas alegrías
            que desatas la lengua de los mudos
            y te quedas, desolado e inútil, al costado de las botellas vacías.
                        Como efímero suspiro de Dios.








Revisando papeles.
De regreso del congreso de hispanistas brasileños en la Universidad Federal Fluminense, en Niterói, Rio de Janeiro, organizo mis cosas antes de una semana en la que debo hacerme algunos chequeos de salud.
            Curiosamente, encuentro una anotación de Agosto del ‘94, que dice así: "Un miedo y un desasosiego como el que se siente cuando en una pesadilla estás por gritar y no podés; es una impotencia feroz, un pánico que te gobierna el cuerpo y te paraliza como en las peores pesadillas. Pero todo en vigilia. Así imagino la muerte de mi hermana mientras la operan del corazón".
            Celebro íntimamente el recuerdo del buen resultado de aquella intervención.
            En un registro completamente distinto, encuentro otro apunte, del mismo año 94:
            "Reflexión sobre los transexuales de la Calle del Pinar, en Madrid. No son travestis. Son sonrisas que caminan, seres que se pintan los rostros como para ocultar su desesperación. Puedo estar equivocado, pero no los veo felices. O no comprendo el significado de las pinturas. ¿Son pinturas de guerra? Quién sabe... La visión madrileña me lleva de regreso al Chaco, como en un salto atlántico. Una muchacha que fue mi amiga durante una temporada me contó que tiene un hermano taxi-boy. Fue violado por el padrastro de ambos, en San Luis. Ella zafó de ser a su vez violada por el mismo sujeto, de la manera más insólita: ante el ataque del miserable lo pateó en los testículos con toda la fuerza de su desesperación, lo que le permitió salir corriendo, en la noche. La salvó en medio de la noche un camionero, que la llevó hasta más allá de Córdoba. Lo que no le perdonará jamás a su madre, dice, es que sabía todo pero no hizo nada. Ahora el chico, su hermano, vive un delicado amor —así lo define mi amiga— en un pueblo del norte de Santa Fe. Es un chico suavecito, una monada de persona. Qué difícil ser transexual en Resistencia y alrededores".

Sobras de mi nueva novela...
Creo que lo dije en otro posteo: he terminado una nueva novela. No diré el título, por pura cábala. Digo simplemente que la terminé, y ahora habrá que ver qué pasa. No quiero ni pensar en el futuro. Los libros se abren camino por sí solos. Siempre fue así...
            Pero rescato ahora algunos fragmentos, textos que pensé incluir pero que a último momento quité del cuerpo de la novela. Y como siempre me sucedió, después no sé qué hacer con ellos. Así que esta vez rescato aquí algunos pensamientos de uno de los personajes, aunque sea para no tirarlos al cesto de la basura.
            "...como en una representación de teatro isabelino, esas de escenario abierto".
            "...aunque sólo fuera cierto en un plano formal que suena a lugar común dado que es un lugar común".
            "Fastidiar no sólo por autodefensa sino para escarnio de idiotas. Como el Roquentin de Sartre, que estaba harto de todo eso mismo, digo fastidiar no por actitud existencial sino como burla superadora. No sé por qué me acuerdo de ese tipo justo ahora. Jamás comulgué en nada con ese comunista, pero me viene a la mente, en este instante preciso, esa idea del fastidio, por el asco ante la hipocresía y la insustancialidad".

En la noche del domingo
Seguidamente encuentro otro papelito, éste redactado en 1993. Lo escribí en algún bar, porque está en papel manchado de algo que parece vino, o gaseosa, y dice lo siguiente: "La sociedad ganó la democracia en 1983; la estabilidad en 1990; y ahora le toca el turno a la ética y la justicia social. Esto es: la sociedad va construyendo lo urgente, lo importante y lo necesario en cada turno". Anotado al margen en agosto de 1995: "Se ha perdido el último turno. Como en el juego de la oca, retrocedimos un montón de casilleros". Anotado en otro papelito en los Estados Unidos, a comienzos de 2011: "¿Y si se viene un nuevo suicidio social argentino? Este año habrá que considerar esta posibiidad y mantener los dedos cruzados".
            Escribo este posteo en la noche del domingo 24, cuando se conoce la impresionante cantidad de votos que obtuvo el cómico Miguel del Sel en la Provincia de Santa Fe, lo cual yo veía venir desde hace dos semanas, mientras mis íntimos se burlaban de mí, asegurando que exageraba... Los cómputos me recuerdan que es la misma provincia que votó a Vernet, a Reviglio, a Vanrell, a Reutemann y a Obeid varias veces. Nada quisiera más que admitir un día mi equivocación...
            Pero no consigo despejar mi tristeza porque amo a Santa Fe.



El voto, los días por venir, el periodismo argentino y la literatura que no cesa
Mañana se vota en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Segunda vuelta, ballotage y mi amigo Daniel en la picota. Admirable lo suyo, bancarse todo esto, el jaleo, el manoseo, las difamaciones... Hay que tener el cuero muy duro para la política argentina. Esa selva feroz.
            Daniel va a perder mañana, todo lo indica, aunque desde cierto punto de vista va a salir ganando. La familia, los buenos amigos, los que lo queremos y respetamos como persona honorable y decente, de ninguna manera vamos a sentir que él ha sido derrotado. Sí da un poco de fastidio que vaya a ser electo un tipo tan mediocre como su rival, un hijo de papi rico, uno que anda con un sujeto atrás que le susurra lo que tiene que decir. Es más que patético; es bastante despreciable. Y acaso por eso mismo es también un posible presidente de este país, por qué no pensarlo, si aquí fueron presidentes Menem y De la Rúa, y el Adolfo y Duhalde de manera irregular, y antes una caterva de milicos obtusos, vaya, la verdad es que cualquiera puede llegar a la Casa Rosada... Y no crean que lo escribo con ironía; más bien con dolor. Amo a mi país, aunque también me enoja cuando es tan pobrecito, tan frágil como es a veces... Como un país que estuviera todavía en el primer día de la Creación.
            Mejor la Literatura, qué duda cabe.
            Aunque no he podido sustraerme a los tironeos del periodismo que ejerzo, debo confesarlo. Últimamente vivo un tironeo curioso, inesperado y que, ciertamente, implica un desafío que decidí asumir. Después de 24 años de escribir con cierta regularidad en el diario Página/12, he sido convocado por el diario opuesto, el conservador La Nación. Y como ninguno me paga la exclusividad, pues ahí estoy, en ambos, escribiendo lo que se me da la gana, escogiendo temas a mi absoluta voluntad y con una libertad irreprochable en ambos medios.
            Por eso acepté, desde luego. En Página/12 ésa es la historia de mi vida periodística: jamás una sugerencia, apenas alguna observación pero siempre respetado en cada punto de vista que quise escribir, y no sólo en los textos de tesitura literaria sino también en los de índole política. Y ahora en La Nación también, no tengo dudas. Al menos conmigo, siempre me distinguieron pidiéndome artículos, opiniones, de poco o mucho desarrollo pero siempre con garantizado respeto. Habla bien de ellos: quizás soy el columnista más a la izquierda que La Nación puede tolerar, como sin dudas soy el pro-kirchnerista menos ortodoxo y más tirado a la derecha para el gusto de Página/12. Y está bien, es obvio que por esto acepté el reto. En Clarín, por ejemplo, no hubiera aceptado escribir como columnista por ninguna paga. Alguna vez publiqué artículos en ese diario, desde luego, y acaso podría volver a hacerlo si me invitaran y a mí me interesase, de igual modo que voy a los programas del multimedios Canal 13 y TN cuando me invitan y yo quiero, pero hoy no aceptaría ser columnista semanal ni a sueldo de ellos. Ni loco.
            ¿Y a qué viene todo esto? Hummm, creo que a que esta semana fue peculiar, porque escribí sendos artículos en los dos diarios en los que colaboro, y me da gracia observar la opuestísima repercusión que obtuvieron. En Página/12 publiqué una nota titulada Lo vimos: Reflexión respetuosa y extramuros para compartir con los que votaron a Macri. Y allí, como siempre, la devolución general estuvo teñida de un sentimiento amistoso, de familiaridad, casi con espíritu de cuerpo. No sólo porque el diario adscribe ahora a los lineamientos generales del gobierno nacional, y apoya decididamente a la Presidenta —lo cual yo comparto— sino porque siempre ha sido así: una especie de cruzada intelectual de centro-izquierda, eso que ahora algunos llaman "progresismo", terreno de ideas y debates cuya amalgama ha sido y es la concordancia en ciertas causas, una ética común, una visión de la Argentina y de Latinoamérica como una tarea de todos y en la que todos y todas estamos embarcados para hacer de estos territorios el paraíso de igualdad, fraternidad, equidad, libertad y justicia social que soñamos. Idealismo puro, desde ya. ¿Y por qué no? ¿Qué tiene de malo? Si después de todo, lo mejor de la Humanidad se logró, siempre, gracias al idealismo. Del mismo y simétrico modo que lo peor se lo debemos siempre al realismo, el pragmatismo y la puta madre que los parió. ¿No?
            Lo peculiar de esta semana, decía, fue que escribí dos artículos que apuntaban a lo mismo, aunque uno, el de La Nación, titulado Elogio de la doble moral argentina y la no sanción en el todos contra todos, me impuso un costo bastante alto. La cantidad de puteadas que recibí llegó apenas a 500 comentarios caníbales, lo cual es inferior a los casi 2.500 que merecieron cada uno de mis artículos de las últimas dos semanas (Elogio del vocablo "asco" mientras disparan contra Fito y El "desastre" del Teatro Colón y el estado de las antigüedades). Pero tan duras, casi atemorizantes.
            En ambos casos las devoluciones de los lectores (¿supuestos? Quién lo sabe; el anonimato lo permite todo) fueron de trinar. Pero en esta ocasión, parece que mi reflexión sobre la doble moral argentina los volvió más locos que de costumbre. Y así, siendo muchos menos en cantidad, la ferocidad de los comentarios fue abrumadora.
            A mí lo que me llama la atención de esa horda es la furia desatada, ese resentimiento insujetable que supera la media argentina, que ya es altísima. Tipos y tipas, digo —si es que realmente existen— que te comen vivo si te tienen al lado...
            Y que leen mal, pobrecitos, o directamente no leen; nomás se lanzan a vituperar, descalificar, insultar, sin ocuparse de lo que uno ha escrito. Más bien se afanan por desfibrilarte a modo de picana de entrecasa y, por supuesto, escondida en el anonimato.
            En el de Página/12, en realidad, todo lo que quise fue enumerar las razones por las cuales yo no votaría jamás por ese candidato. Y no sólo por mi amistad con Daniel Filmus y mi obvia simpatía con las candidaturas kirchneristas de este tiempo, sino más precisamente porque amo también a esa ciudad hoy ensombrecida, desesperanzada y furibunda.
            Mañana domingo se vota y bueno, yo estoy a más de mil kilómetros y mi turno democrático, como el del millón de chaqueños, está fijado para más adelante. Pero qué pena me da, qué ansiedad siento por la suerte porteña, esa indeterminación que prefigura, en cierto modo, una mirada inquietante sobre el futuro de esta patria mía.
            Por suerte para mí ahí está la Literatura. Acabo de terminar una novela y me siento bien con ella, tengo interiormente la sensación de que he logrado un texto original, no adocenado, no usual, no a la moda de nada. Y creo que divertido, y a la vez profundo. No es poco. Y acaso no está bien que lo diga yo, vamos, pero bueno, me lo disculpan, me lo bancan y a otra cosa. Para eso son ustedes los lectores de este blog, que, en cierto modo, es una forma moderna de la intimidad en exposición moderada.
            Los votos pasan, los candidatos también. El periodismo se avejenta a poco de escrito y publicado.
            Es la literatura, diría yo parafraseando a Miguel Hernández, el rayo que no cesa.
            Bendita sea.



Otro incendio, otras vísperas

Bueno, ya pasó. Terminada la elección en Buenos Aires escribí el posteo anterior; publiqué una nota en La Nación Online y recibí las consabidas puteadas de los comentaristas anónimos: feroces, amenazantes, llenos de odio.
            La verdad es que tanta furia y resentimiento, asustan. Hice el comentario en mi casa y mi hija me preguntó: "Papi, ¿van a venir a matarnos?" Obviamente respondí que no, pero no estoy tan seguro de que alguno no lo considere.
            Sé que lo que debo hacer es lo de siempre: ante un acontecimiento perturbador, ponerme a escribir. Practico con devoción aquella idea preciosa y sabia de Marguerite Yourcenar, en la memorable biografía novelada "Memorias de Adriano", que Julio Cortázar tradujo al Castellano. No recuerdo la cita exacta, pero decía algo así como que "cuando alguien me arroja un guante a la cara, no me ofendo ni lo reto a duelo; me siento y escribo sobre el episodio".
            Aquí estoy.
            Ahora en vísperas de las elecciones primarias de este domingo 14 de agosto. Con medio país enojado, furioso, y otro medio país esperanzado. No sé cuál mitad es más numerosa, pero lo que me apena es la partición misma.
            Y ahí está el mundo, al menos el mundo capitalista, en una crisis fenomenal. Estados Unidos en baja; Inglaterra y Grecia en llamas; Europa toda en caída... Y aquí cerca Chile en lucha por una reforma universitaria que tiene un atraso de 90 años. Y México sumido en el incendio narco, México lindo y querido siempre pero ahora infestado de violencia y miedo.
            Y en esta Argentina donde tantas veces nos diplomamos en crisis y tenemos Maestrías en Desastres, ahora que estamos bien, con estabilidad y en pleno desarrollo, el griterío alimentado por los campeones de la censura, los nostálgicos de la dictadura y los insaciables millonarios del agro parece que prende, como raíz de potus, tontamente.
            Pobrecito mi país si ganan estos tipos el domingo, y ni les digo si llegan a ganar el 23 de Octubre.      
            Y pobrecito país también si en el gobierno no se dan cuenta de sus propias necedades. Porque el kirchnerismo ha hecho muchas buenas cosas, cierto, pero hay tanto que no ha hecho o hace mal... Y están colmados de tontos también. O qué son si no los autoconvencidos de que "ya ganaron", estupidez política suprema, si las hay.
            Yo voy a votarlos igual. Sin dudas. Votarlos como mal menor. Como freno al idiota revanchismo de una oposición que me parece, en general, ciega y feroz. Y que en su necedad no muestra excepciones.
            El domingo veremos. El lunes será otro día.
            Y ahora mejor les dejo un cuento que vengo reescribiendo. Es la versión revisada de un relato que escribí hace 30 años y publiqué en la primera edición de "Vidas ejemplares". Por alguna razón, a último momento lo dejé fuera de la última, reciente reedición que hizo el diario Página/12. Es un cuento que aprecia mucho mi amigo Pepo Delgado, de la Universidad de Ohio, Estados Unidos. Quizás no me perdone que lo he cambiado un poco, pero así son las cosas. Digamos que éste es un borrador de la nueva versión. Permítaseme compartirlo con los seguidores y amigos/as de este blog.

El señor Serrano
“Un instante después, Mike sintió la mirada, clavada en su propia nuca. Giró súbitamente y, al encontrar los ojos de ella, más azules que nunca, encendidos como los potentes reflectores de un Lincoln ocho cilindros en medio de una tormenta, esbozó su más irresistible sonrisa. Sheilah se puso de pie, sin dejar de mirarlo, y con ambas manos se alisó el vestido, que crujió como una papa frita en el momento de ser masticada, lo que hizo resaltar sus perfectos senos túrgidos y las líneas que delimitaban su excelente figura, de caderas poderosas y unas esbeltas piernas que terminaban en un par de sandalias doradas, si se podía Ilamar sandalias a esas tiritas de cuero que de alguna manera se las ingeniaban para dejar a la vista sus uñas carmesí. Caminó hacia él con la contundencia de un destróyer en una bahía del Caribe colmada de colegiales. ‘Es una lástima, nena’, musitó él mientras extraía su 45 de la sobaquera ante la mirada incrédula de ella. Un segundo después, Sheilah parecía un lujoso maniquí maltratado al que le habían pintado un grotesco punto rojo en el medio de la frente”.

—‘ta madre —dijo el señor Serrano, abandonando el libro a un costado de la cama y poniéndose de pie para apagar el calentador que estaba sobre la mesita, junto al ropero. Dio unos golpecitos al mate, para asentar la yerba, y luego empezó a cebar mientras observaba la pieza de paredes descascaradas, con ese almanaque del año pasado que no se había molestado en cambiar, como único adorno, y volvió a sentarse, en el borde de la cama, dejando la pava junto a sus pies y considerando que el frío no era lo más terrible para un viejo; él tenía sesenta y cuatro años y podía soportarlo perfectamente, mucho mejor que a esa pertinaz, intolerable soledad que parecía envolverlo como una telaraña.
            Vivía en esa pieza desde hacía veinte años. Cada mes le costaba más pagar el alquiler, no porque le aumentaran la cuota, sino porque su jubilación se tornaba ostensiblemente impotente en su cotidiana lucha contra la carestía. Tenía un gato al que sólo veía cuando dejaba comida en el balcón, dos malvones, un helecho y un gomero nuevo que le habían traido de Misiones el verano pasado y que, seguramente, no sobreviviría al invierno. Tomaba dos pavas de mate por día, como mínimo, leía el Clarín todas las mañanas, dormía poco, se aburría mucho y odiaba a todos sus vecinos del edificio porque todos lo odiaban a él, quizá porque silbaba permanentemente, quizá porque la gente desprecia o teme a los solitarios.
            —Basta de leer, me voy a volver loco —se dijo, y se quedó pensando en su vida, que no le parecía otra cosa que una constante pérdida de tiempo. Todo lo que había hecho era igual a cero. Nada de nada. Y ya no podía echarle la culpa a la dichosa retroactividad que no le pagaban desde hacía por lo menos diez años; no era tonto, sabía que sólo a él le correspondían las culpas, quizá por no haber estudiado ni tenido ambiciones. Pero ni siquiera estaba seguro de eso; a veces recapitulaba su vida como se ve una película que uno conoce de memoria y sabe que no es una gran película. Y se perdía en elucubraciones, detalles intrascendentes, lagunas de olvido, rostros difusos, y siempre se topaba con una sensación de agobiante soledad.
            Quizás por todo eso, desde hacía varios meses (desde una tarde en la que se había despertado luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque en el sueño un agresivamente más joven señor Serrano le había gritado que era un pobre tipo) sólo pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con cambiar su destino, si es que lo tenía, si acaso el destino era capaz de ocuparse de él. Y así, lentamente, había ido decidiendo que ya era hora de probarse que no era un pusilánime, que su vida sólo había sido un reiterado desencuentro con las oportunidades de hacer algo grande. Sí, dejaría boquiabierto a más de uno, saldría en los diarios, sería famoso y discutido.
            Se puso de pie, sacó del ropero la bufanda y los guantes de lana, se los calzó, salió al balcón y se recostó en la baranda, mirando la calle adoquinada, siete pisos más abajo, mientras consideraba la idea que acababa de concebir. Si bajo por la escalera evito un ascensor delator. Espero que la chica abra la puerta, tranquilamente sentado y sin silbar, y así eludo tocar el timbre. Cuando aparezca me asomo y le digo cualquier cosa; ella no va a sospechar de un viejo manso, de modo que podré acercarme y meterme de prepo en su departamento. Adentro la acorralo y antes que grite le tapo la boca y la estrangulo. Todavía tengo fuerzas. Será sencillo, fácil y nadie sospechará de mí. Y yo estaré orgulloso de mi obra. Los voy a sobrar a todos, ya van a ver.
            Terminó de sorber el mate, entró a la pieza, se cebó otro y salió nuevamente, imperturbable, sin importarle la baja temperatura de la mañana ni el viento gélido que le cortaba la cara. Tenía la piel curtida, dura, de hombre que ha pasado toda su vida a la intemperie, castigado por soles y frios.
            Desde que se iniciara, a los quince años, como aprendiz en una carpintería de la calle Victoria, había trabajado sin cesar. Hasta que se jubiló como oficial de la casa Maple, justo cuando lo consideraban un artista de la garlopa y el escoplo pero se interpuso en su camino aquella sierra que le cortó un par de tendones en el muslo derecho y le produjo esa odiosa renguera que le dolía tanto los días de lluvia. Entonces tenía cincuenta y dos años pero aún no conocía la dimensión de su propia soledad; todavía iba, por las noches, al almacén de Gurruchaga y Güemes para jugar al dominó haciendo pareja con el finado Ortiz, uno que tenía tantos nietos como pelos en la cabeza, una impecable sonrisa permanente y la sólida convicción de que moriría de un sincope mientras estuviera dormido; todavía pasaba los domingos por el Jardín Botánico, se sentaba en un banco a leer el diario, espiaba a los chicos y a los ancianos que confraternizaban jugando al ajedrez bajo los árboles, y después, al mediodía, comía un sángüiche en alguna pizzería de Plaza Italia, caviloso, antes de ir a la cancha para ver a Atlanta y comprobar su incapacidad de emocionarse, de festejar un gol, de lamentar las reiteradas derrotas.
            “Qué tiempos”, solía repetirse como si el pasado tuviera elementos envidiables, materiales dignos de nostalgia o alguna mujer cuyo rostro recordar. Porque en su vida las mujeres no habían tenido un lugar destacado. Acaso una, Angelita Scorza, la hija del enfermero que vivía en Republiquetas y Superí, lo había embriagado alguna vez hasta el punto de jurarle amor eterno y eterna fidelidad; pero la pasión que en ella despertó un estudiante de medicina de quien ya no se acordaba el nombre denigró sus sentimientos. Angelita se casó, finalmente, con el muchacho, una vez que éste terminó sus estudios, y él se aplicó a las faenas del olvido sin que le costara demasiado, envuelto en sus meditaciones de carpintero hasta que, luego de unos años, el rostro de Angelita se fue convirtiendo en una referencia vaga del viejo barrio, en un simple matiz de su adolescencia. Y ya no hubo mujeres en su vida, salvo algunas prostitutas sin cara, de esas que frecuentaban las cercanías de Puente Pacífico y con quienes protagonizaba simulacros de pasión que, después, no hacían otra cosa que ratificar su desamparo, su desarraigo, el inmenso abismo que lo iba separando del mundo.
            Al acabarse el agua de la pava, el señor Serrano sintió como una vaharada de calor, una extraña sensación de urgencia que no supo controlar. Nervioso, se alejó de la baranda y entró en la pieza apenas iluminada por el resplandor de la mañana plomiza, tan típica de julio en Buenos Aires, y contempló, sin conmiseración, esas cuatro paredes sórdidas y húmedas por las que los días pasaban, aterradores, llevándose lo que le quedaba de vida sin que él pudiera resistirse, sin que siquiera lo intentara.
            Entonces pensó que, quizás, había llegado el momento. No tenía sentido seguir esperando, y leyendo novelitas policiales de segunda categoría mientras el tiempo se esfumaba; no podía permitir que sus fuerzas se agotaran ni que se le terminaran de ablandar los músculos que habían desarrollado sus brazos y sus manos después de tantos años de manipular maderas.
            Se dirigió al lavabo y se miró en el espejo, sólo por un segundo, como evitando detenerse en los profundos surcos de la frente, en la palidez de su piel, en la casi tangible vacuidad de su mirada, o acaso simplemente tratando de huir de sus propios ojos, que lo hubieran observado acusadoramente, quizá con sorna también, para indicarle que estaba perdido, que jamás haría algo grande porque sus proyectos, siempre, habían habitado más el campo de los sueños imposibles que los terrenos de la realidad. Se alejó del espejo, disgustado, se encasquetó el viejo y manchado sombrero de fieltro y salió al pasillo, conmovido y asombrado por el odio que sentía.
            Luego de comprobar que todas las puertas estaban cerradas, bajó por la escalera sin apuro, luchando por serenarse. En el piso inferior se detuvo, vigilante, pegado a la pared y mirando la puerta de un departamento, dispuesto a esperar. Así estuvo no supo cuánto tiempo, con la mente despejada, tan en blanco como una cucaracha de panadería, hasta que se abrió la puerta y una joven de enormes ojos negros, menuda y perfumada, se asomó al pasillo.
            Ella lo miró, extrañada. “Hola, señor Serrano”, le dijo, con una breve sonrisa. “Buen día, señorita Aída”, contestó él, acercándose un paso, alzando una mano en el aire y sin dejar de mirarla. La muchacha cerró la puerta y pasó a su lado confiadamente, deteniéndose junto a las rejas del ascensor. Apretó el botón y una pequeña luz roja se encendió sobre su dedo. Miró la mano del señor Serrano, que parecía suspendida en el aire, como una mano de yeso. Y él, súbitamente tembloroso, también la observó, y la bajó, y enseguida clavó sus propios ojos en la mano de la joven que ahora tomaba la manija de la puerta acordeonada. Y empezó a silbar un tenue, atónico soplido entrecortado.
            “¿Le pasa algo, señor Serrano?”.
            “No..., no, m'hija, nada. No pasa nada“, dijo él. Y se dio vuelta y subió hasta su piso, por la escalera.
            Antes de abrir la puerta de su departamento supo que era, definitivamente, un pobre tipo y que su sueño de hacer algo grande, algún día, era tan lejano e inimaginable como la cara de Dios. •



Últimas reflexiones sobre la lectura

            Acaba de terminar el 16º Foro por la lectura que hacemos en el Chaco. No les doy lata aquí; la info se puede ver en la página web de la Fundación o en el blog del Foro: http://www.16forolecturachaco.blogspot.com/
            Ahora viene una natural depresión luego de días tan intensos.
            Y viene también la escritura de un libro de emergencia en el que trabajo a todo trapo. Y han de sucederse buenas lecturas, además: los varios libros que me trajeron los visitantes invitados al Foro.
            Y como lógico corolario del Foro quedan también reflexiones sobre éste que es uno de mis oficios: el fomento de la lectura para que la nuestra vuelva a ser una sociedad de lectores.
            Claro que algunas son reflexiones forzadas por las circunstancias, porque pareciera que nunca faltan lecturas equivocadas, o tendenciosas, o tontas. Lo digo por una afirmación que hice en la apertura del Foro y que fue mal entendida (mal leída) por la dirigencia de un gremio docente del Chaco. Dije que hay que celebrar que en el presente argentino ahora "podemos pensar la calidad educativa", y ellos leyeron que estábamos proponiendo abandonar la lucha por mejores salarios. Asombroso.
            Parecido a lo que pasa con los comentarios que suelen aparecer en los diarios online, que es asunto al que ya me he referido.
            No sé a ustedes, pero a mí me sorprende lo mal que se lee. Quiero decir: cómo no se entiende lo que está bien dicho. Parece mentira. Y cómo se puede llegar, desde un acto sublime y pacífico como es la lectura, a determinados grados de violencia verbal. La exasperación de algunos lectores es a veces delirante; y en esencia denotativa de una deficitaria capacidad de lectura.
            Siempre pensé que leer es comprender, pero ahora lo dudo. No parece que necesariamente se comprende cuando se lee. Hay lectores distraídos y los hay de mala fe; los hay fanáticos, capaces de malentender lo escrito; los hay distorsionadores e interesados; y hay los que cambian sentidos y aplican sus propias intenciones y resentimientos a lo que ha sido textualmente expresado. Algunos son como Torquemadas, en el fondo, censores potenciales y sin empleo (por suerte).
            Quedará por discutir, todavía, si es democrático o no abrirles espacios y mantenerlos. Más allá de los moderadores de los medios —que en general moderan poco y mal, acaso porque simpatizan con las virulencias de la horda, o porque así logran estimular una mayor participación— lo cierto es que si se abriera ese debate yo sostendría esta posición: sí, está bien abrir canales participativos a los lectores, pero deberían ser muy estrictos el control a los desbordes, el cuidado del lenguaje y el decidido freno a lo que podríamos llamar, evocando a viejos caudillos políticos argentinos (creo que Hipólito Yrigoyen), "agresividades inconducentes".
            De donde el problema no es sólo leer o no, sino que muchas veces se lee mal. Se lee lo que no se dijo ni se escribió. Se mal comprende. Se tergiversa y distorsiona. Y así no hay debate ni intercambio de ideas. No hay estímulo a la inteligencia, sino, apenas, gritos, susurros, acusaciones gratuitas que nadie escucha. Formas onanistas del agravio. Intolerancia y violencia.
            Todo lo cual es, en realidad, no-lectura. Y eso no democratiza; obnubila.
            En la Fundación que presido nos ocupamos, precisamente, de todas estas cosas. Creadores de la Pedagogía de la Lectura en la Argentina, desde hace un cuarto de siglo la estudiamos y promovemos como motivación educacional para niños y jóvenes, como capacitación para maestros y bibliotecarios, como alternativa de resignificación para personas con experiencia, generosidad y tiempo para repartir, y como camino hacia la construcción de ciudadanía. Eso por lo menos, porque hay más; la Pedagogía de la Lectura es un horizonte ancho, diría que interminable.
            Todo esto, también, es materia sutil de nuestro Foro.
            Después de todo, siempre lo repito, somos lo que leemos.

Para el corcho en la pared:
            —Una idea del Maestro Rousseau, Juan-Jacobo, que viene a cuento —también— de este posteo: “Me preguntarán si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Respondo que no, y que por eso escribo sobre política. Si fuera príncipe o legislador, no perdería mi tiempo en decir lo que es necesario hacer. Lo haría o me callaría la boca”. Chupate esa mandarina, diría mi mamá.
            —Recuerdo una visita al Museo Thyssen Bornemisza, de Madrid, en noviembre de 1994. Creo que con mi amiga y colega Laura Freixas. Me maravillan algunos Dureros, y sobre todo el caballero de la Casa Capponi, de Ridolfo Ghirlandaio, que se parece tanto a Luciano Pavarotti. Y hablando de rostros, qué cara impresionante la del viejo con calavera del San Jerónimo Penitente, de José Ribera, El Españolero (que es de 1634). Ah, y La Piedad del mismo Ribera: ¡qué triste, patético, sombrío cuadro!
            —Idea para describir la cara de un loco: alcanza con evocar y revisitar la de Egon Schiele (1890-1918). ¡Qué loco estaba ese tipo, y qué artista genial fue! Vivió sólo 28 años pero dejó una obra maravillosa. ¡Y pensar que hoy hay tanto boludo con esa misma edad, y tan al cuete...!
            —Si hasta ahora lo que se escribía con la mano había que borrarlo con el codo, o con alcohol, o incluso con goma de borrar, pues ahora basta con hacer Delete.



Otro Octubre, hace 6 años y cervanteando
Ante todo, disculpas, disculpas... Hace como un mes que no actualizo este blog y espero no haber perdido el favor de mis lectores. La razón de la demora: estoy sumergido en un libro, un ensayo que me propusieron, que dudé en aceptar y que ahora me tiene completamente apasionado y nervioso. Y me absorbe el tiempo como una aspiradora de minutos.
                  Me pasé todo el mes de Septiembre en esta tarea, y abandoné este Cosario y ahora siento culpa. Porque me parece una descortesía para los que eligieron ser seguidores y porque me gusta este diálogo implícito que permite la web.
                  Punto y recupero estos apuntes, revisando papeles al azar.
                  Viaje de Madrid a Salamanca en tren el 5 de octubre de 2005. Mirando el paisaje castellano recuerdo que muchas veces intenté escribir notas sobre "Don Quijote de la Mancha". No soy experto en la obra de Cervantes, pero lo leo cada tanto y, casi es una cábala, en mis viajes suelo llevar alguno de los tomos de las varias ediciones que poseo. Particularmente hay una, cubana, en cuatro volumenes, que está muy bien como Quijote portátil si uno lo lleva libro por libro. Pero desde el Congreso de la Lengua en Rosario, viajo con la edición de Alfaguara que es una maravilla aunque es muy pesada e incómoda porque no cabe en valija alguna. (Ahora en 2011 lo que llevo es la preciosa versión que se baja gratuitamente para el iPhone).
                  Hace poco, para la apertura del 10º Foro (me refiero al de 2005) dediqué el discurso como siempre a las políticas de lectura, o la falta de ellas, y hablé de la ilusión que todos tenemos de haber leído Don Quijote. Al menos en la Argentina es muy notable la ignorancia cervantiana, aunque muchos tienen la ilusión de haber leído, o de conocer, las andanzas del hidalgo. Y sin embargo es sólo eso: ilusión. Derivada de tener una vaga idea argumental del libro y de acaso haber leido algún fragmento en la Secundaria.
                  Ahora viajo a Salamanca precisamente para participar del congreso "Utopías Americanas", que organiza la universidad de esta ciudad inigualable, y que en ocasión del cuarto centenario de esta magna obra precisamente intenta algo así como hacer un repaso de lecturas del Quijote, por parte de autores americanos y españoles. Me toca el cierre, el viernes 7, compartiendo el estrado con un joven escritor español, dicen que muy de moda y muy facha, que se llama Juan Manuel Prada. Veremos qué tal, pienso y me río pensando que quizás al tipo le han dicho que compartirá el estrado con un veterano escritor argentino, no tan de moda y más bien de izquierdas. Pelotudeces de los mundillos literarios (y/o académicos).
                  Finalmente, cuando llega el dia cada uno a lo suyo, educados y cordiales, y si te he visto etc, etc, etc.
                  En otro apunte del mismo viaje leo que anoche —supongo que de la misma semana— estuve pensando en lo que le conté a Natalia por la tarde, saliendo del Parque del Retiro. Anduvimos caminando por Madrid desde el mediodía, con la intención de terminar la tarde en el Museo Reina Sofía (después descubrimos, al llegar, que por ser martes estaba cerrado), y entonces se me ocurrió hacer lo que nunca hago: contarle el argumento de un texto, quizás una novela que jamás escribiré, ese tipo de cosas que siempre se me ocurren y que, caramba, si la literatura se hiciera con el recuento de las ocurrencias yo tendría ya una vasta obra completa.
                  La idea está asociada al Quijote y al hecho de que Cervantes escribió una novela en la que hay un loco por la lectura de libros de caballería, a los que ama y cita y emula. Pero el Quijote no es un libro de caballería sino que es una parodia de los libros de caballería. Y tan sutilmente feroz que en menos de un siglo desaparecieron los libros de caballería, que eran una literatura menor, pasatista, popular pero sin más contenido que la acción y el heroísmo forzado de héroes poco verosímiles. Entonces, se me ocurre escribir una novela con un loco de la lectura pero de nuestro tiempo, uno que ama y cita y emula los libros de autoayuda, autoconocimiento y automasturbación (¡y vaya que cabe esta redundancia!). Este loco, de tanto leerlos y amarlos, los destruye paródicamente, y entonces la novela, que se burla de todos los libros de Coelho, Osho, Bucay, Mandino, Narosky y un montón más incluyendo los de Juan Salvador Gaviota, alguno de Hesse, los de Jalil Gibrán y otros por el estilo que estuvieron de moda en las últimas décadas del Siglo Veinte, acaba siendo la novela de defunción de este género.
                  Me gusta la idea, pero, ¿cómo escribir esa novela? Pienso si el narrador debería ser un editor, un traductor, un escritor o un librero, en fin, ¿tiene que ser gente de letras? ¿O mejor un simple lector, un excéntrico Quijote que ama esos textos y quiere simplemente emularlos y para ello sale al mundo a predicar sus disparatadas, propias ideas, que no son sino reciclajes de las mismas de todos los libros de automasturbación?
                  Naufrago como cuando pienso en libros que sé que nunca escribiré. Sin demasiada angustia, eso sí.
                  Otro apunte me pregunta: ¿De dónde habrás sacado ciertos dichos, tú? La respuesta es que muchos derivan de Don Quijote. Es notable cómo casi toda la gente repite dichos, proverbios y sentencias cervantinos sin tener ni la menor sospecha de a quién se los deben. Se me ocurre dar ejemplos, pero no los encuentro. Está claro que yo no leo para memorizar, y ahora lo lamento. Jamás conseguí recordar un poema, ni siquiera una serie de diez versos.
                  Mientras ande con este libro a cuestas, no escribo ni para los diarios en los que escribo. Seguirá revisando apuntes, ocasionalmente.
                  Gracias por la paciencia.