Aquí reproduzco mi artículo en dicho libro:
4. Kirchnerismo, política y
sociedad
Mempo Giardinelli
introducción
Echar una mirada sobre los doce años de gobierno
de Néstor Kirchner y Cristina Fernández parece sencillo a primera vista. No es
difícil enumerar logros, e incluso críticas, y delinear un panorama en general
positivo de sus tres períodos de gobierno: uno de él y dos de ella. De hecho,
muchos periodistas lo hicieron, y en la campaña electoral de 2015 fue evidente
que esos doce años, en términos de cambios políticos, económicos, sociales y
culturales, fueron una verdadera y modesta revolución democrática, tanto para
sus partidarios como para sus enemigos. Y así será, probablemente, para todo
exégeta de la política de este país en el futuro.
Sin embargo, la pregunta fundamental por ahora (mayo
de 2016, cuando se escribe este texto) parece la siguiente: ¿por qué la
sociedad argentina decidió no seguir el camino de los mejores logros de aquella
experiencia, y, por el contrario, aceptó la dudosa promesa de un “cambio” que
la remitió de inmediato a tiempos que parecían superados?
En otras palabras: si tan buenos y tan grandes
fueron los avances del kirchnerismo en materia de reindustrialización y empleo;
soberanía y autodeterminación; y educación, salud y previsión social, ¿por qué
la mitad ligeramente mayoritaria del electorado decidió clausurar todo eso y
retomar viejas fórmulas políticas que sin duda destruían al Estado entendido
como comunidad de intereses? ¿Por qué la inmensa mayoría de la ciudadanía
prefirió olvidar o negar todo lo que ya había afectado su trabajo, dignidad,
educación, salud y ascenso social en el proceso culminado en 2001 y 2002?
La respuesta no es sencilla. Más aún, es el
problema. Porque en la realidad argentina de 2016, y de cara al futuro
inmediato, no sirven respuestas resultantes de miradas binarias. Aunque es un
hecho que hoy este es un país en exceso binarizado, si se permite el
neologismo. Y prueba de ello es no sólo la propaganda o moda del concepto de “grieta”,
sino el hecho concreto y visible de que aquel esbozo de revolución en pocos
meses está siendo reemplazado por una revolución verdadera, esta más
contundente y veloz, aunque de sentido diametralmente inverso. Es la revolución
conservadora que viene a restaurar los privilegios y las asimetrías históricas
de la Argentina en todos los órdenes –político, económico, social y cultural–
por medio de la destrucción del Estado, al que una vez más empequeñece y pone
al servicio de tradicionales, retrógrados intereses minoritarios y de clase.
Esta restauración, inesperadamente rigurosa y
precisa, prefigura un futuro muy incierto cuyas señales son, mientras escribo
este texto, todas sombrías. Lo que exige una mirada forzosa y sincera, nada
complaciente, ya que esa y no otra es la mejor manera de entender la transición
brutal que vive la Argentina desde el 10 de diciembre de 2015. De ahí que las
preguntas complementarias que aquí se proponen para promover la reflexión son,
entre otras: ¿acaso el kirchnerismo fue sólo una ilusión engañosa? ¿Qué
autocrítica correspondería hacer, entonces? ¿Qué debería plantearse una
dirigencia política opositora al actual modelo neoliberal macrista? ¿Es
posible, vislumbrable, un retorno del kirchnerismo en el corto o mediano plazo?
¿O el kirchnerismo, como se diría vulgarmente, “ya fue”? Todo eso.
Todas esas preguntas son bastante resistidas
porque los interrogantes llevan de manera directa e ineludible a una primera
hipótesis odiosa: el proceso más avanzado en términos de justicia social y derechos
humanos en toda la historia argentina de los últimos cincuenta años se derrotó
a sí mismo, puesto que terminó, en gran medida, a causa de sus propios errores,
tanto de gestión como de cálculo y procedimiento electoral. Acabó, puede
decirse, por miopías o cegueras propias que es imprescindible exponer,
autocriticar y, si cabe, corregir de cara al futuro.
Durante por lo menos el aciago año 2015, todos los
datos de lo que se venía estuvieron a la vista, y las señales y luces amarillas
encendidas. Pero la cerrazón del gobierno kirchnerista y en particular de la Presidenta
fueron casi totales. Y así le fue. Y así nos fue.
Y esto hay que decirlo desde el comienzo del análisis, aunque duela o moleste,
so pena de leer una vez más erróneamente el presente político.
kirchnerismo versus neoliberalismo
Cristina
Fernández de Kirchner como presidenta de la República Argentina, que se
recuerde, fue la mandataria que más polarizó afectos y adhesiones de un lado, y
todo el malhumor y el resentimiento de que es capaz esta colectividad del otro.
Igual o casi que Juan Domingo Perón en su segundo mandato, iniciado cuando ganó
las elecciones de 1952 y hasta que fue derrocado por el golpe de Estado de
1955. Y bastante más que Carlos Saúl Menem durante la década de los noventa.
No
parece casual que todos ellos, con sus diferencias, tuvieran una misma matriz
ideológica. Sin duda , esa condición común a todos ellos –el peronismo– motivó
en esencia el repudio de buena parte de la ciudadanía hacia Cristina Fernández.
De diversos modos y con dificultades para disimular y ocultarlo, esos sectores
siempre han sentido un profundo odio de clase hacia todo lo que cabe en el
concepto “nacional y popular”. Dicho con brutal franqueza y parodiando el
lenguaje de las dizque clases altas y oligarquías aristocráticas, ese odio se
destina a la negrada, las clases bajas que vienen de antiguos gauchajes o
descienden de inmigrantes anarquistas, comunistas, socialistas radicalizados y
de otros suburbios de la sociología política, quienes siempre reclamaron
lugares en la mesa abundantísima del país que se autocalificaba “granero del
mundo”, pero que jamás consiguió resolver el hambre de su pueblo.
Lo
cierto es que esta mujer, parafraseando el memorable cuento de Rodolfo Walsh,
acabó colocada –y es claro que también se colocó ella misma– en todos los
podios del binarismo vernáculo. Y por eso concita aún hoy tanta fascinación y
adhesión de unos, como desprecio y rechazo de otros, y todos con una intensidad
muy pocas veces vista en la historia argentina.
En
2003, Néstor Kirchner llegó
al poder luego de resultar segundo en la primera vuelta electoral con el 22% de
los votos, y por la mera circunstancia de que Menem renunció al ballottage. Ni el Partido Justicialista al que pertenecía lo
apoyaba en pleno, pero él, demostrando rápidamente saber leer la política,
advirtió en el acto que de ningún modo podía plantearse un gobierno que hiciera
más de lo mismo, aunque tampoco podría encabezar revolución alguna, toda vez
que él no era un revolucionario.
Sin embargo, lo que él sí tenía era una clara
conciencia de la necesidad de un cambio que sacara al país del atolladero. La
inmensa mayoría del pueblo estaba apenas empezando a recuperarse de la brutal
crisis de 2001-2002 y la sociedad desconfiaba de todo y de todos, retornada a
pobrezas nunca vistas y al primitivismo del trueque y todavía gritando “que se
vayan todos”.
El primer gran mérito de Néstor Kirchner fue,
entonces, la correcta lectura de que en la Argentina el único camino posible
para un presidente de tan débil legitimidad era el de marcar diferencias. Eso
que años después muchos consideraron revolucionario o fundacional, en 2003 él
lo supo enseguida: debía ser diferente y, además, original. Acaso entonces
descubrió que le sobraba audacia para producir transformaciones de relativo
bajo costo y gran efecto popular. Por caso, bajar el cuadro del dictador Videla
del Colegio Militar.
Si había algo que le estaba vedado por completo era
la aplicación de alguna forma de ajuste, de esos que siempre afectan
dolorosamente al pueblo, es decir, a los trabajadores, maestros, jubilados,
amas de casa de las clases más castigadas históricamente. Eso no. Pero
entonces, ¿qué?
En primer lugar, el aprovechamiento de la
coyuntura económica internacional, en ese momento favorable. A la par, un
mensaje típicamente peronista y populista, y de gran efecto, como el
pronunciamiento de que no iba a dejar sus convicciones en la puerta de la Casa
Rosada. Casi a la vez anunció la “transversalidad” como nuevo eje de
convocatoria política, y en términos económicos demostró una extraordinaria
lucidez y habilidad financiera para lograr una quita de la deuda externa sin
precedentes en el mundo, y todo con la decisión de recuperar la soberanía y
autodeterminación como modo de ganar tiempo y de restaurar el mercado interno,
que estaba destruido.
Así consiguió timonear el barco, enderezar lo
torcido e incluso convertirse en uno de los líderes continentales a partir del
encuentro de presidentes en Mar del Plata, en 2005, donde con Lula da Silva y
Hugo Chávez sentaron las bases de un proceso de autodeterminación
latinoamericana como no se veía desde los tiempos de los Libertadores José de
San Martín y Simón Bolívar.
Cuando a finales de 2007, y por el voto popular su
esposa, Cristina Fernández, lo sucedió en la presidencia, podría decirse que
empezó la extraordinaria resistencia al kirchnerismo, entendido como ideología
de cambio reformador burgués inadmisible para los poderes concentrados que eran
los verdaderos dueños de la Argentina desde por lo menos 1930. Esa resistencia,
que con el tiempo adquirió muy diversos sentidos, se inició con violencia
apenas comenzó 2008: el conflicto con los poderes agrarios históricamente más
conservadores, fanatizados en contra de la Resolución 125 sobre retenciones
agrarias, fue, podría decirse, el despertar del monstruo económico y mediático
representado en el activismo militante del Grupo Clarín, colocado a la cabeza
de la oposición y como estandarte de los sectores concentrados del capitalismo
local más insensible y beligerante.
El neoliberalismo aquí tenía historia, antigua y
reciente, y un enorme poder. En su versión contemporánea había comenzado,
podría decirse, en 1955 con la autocalificada Revolución Libertadora,
sangriento golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Juan
Domingo Perón. Luego se profundizó con la dictadura de Juan Carlos Onganía y
Alejandro Agustín Lanusse (1966-1973), que derrocó al presidente radical Arturo
Umberto Illia. Y se consagró en todo su poder y contundencia con la dictadura
de Jorge Rafael Videla y Eduardo Massera (1976-1983), de la mano de la
jerarquía católica más reaccionaria, un empresariado prebendario y corrupto y
el talento del superministro José Alfredo Martínez de Hoz, que dirigió el
asalto final a las estructuras del Estado para ponerlas al servicio del capital
privado más especulativo, insolidario y neocolonizado. Asalto que
inesperadamente fue coronado en democracia durante la década menemista
(1989-1999), bajo el comando del segundo superministro, Domingo Felipe Cavallo.
Durante más de treinta años decenas de economistas charlatanes predicaron
recetas de ajustes y retracciones en los medios del Grupo Clarín.
El presidente radical Fernando de la Rúa fue
elegido en 1999 en nombre de una llamada Alianza entre el radicalismo y la
centroizquierda, supuestamente para detener el asalto sistemático al patrimonio
colectivo y social de los argentinos. Pero esa ilusión duró muy poco: pronto se
vio que por ineptitud y vacilaciones no sólo todo seguía igual, sino que una
vez más de la mano de los nuevos superministros Machinea, López Murphy y
Cavallo se consumaba el asalto final a los bienes del Estado y al propio Estado
como regulador de la vida de la nación. El estallido social resultante, en
diciembre de 2001 y con su dramática carga de muertos, fue resultado del agobio
de una ciudadanía empobrecida y desesperanzada, harta de la entrega vil de
casi todos los recursos nacionales, lo que condenaba a la sociedad a la pobreza
generalizada y la sumisión absoluta, tanto interna como ante los poderes
globales.
Frente a todo eso, aquella Argentina desesperada
y caótica había empezado en 2003 y de la mano de Néstor Kirchner una asombrosa,
notable recuperación. El conflicto agrario en 2008 vino entonces a ponerle
límites al ya consagrado “kirchnerismo”, por entonces definido por el poder
neoliberal y oligárquico como sinónimo de populismo demagógico al que había que
domar y someter.
Pero la verdad es que el kirchnerismo era por
entonces menos que un proyecto, en todo caso una práctica política orientada a
fortalecer su base social, lo que había conseguido fuertemente mediante una
serie de medidas necesarias, que recuperaban el patrimonio colectivo y de
arraigo popular. La estatización del Correo Argentino, que estaba en manos del
Grupo Macri, y del sistema distribuidor de aguas, en las de empresarios
franceses, con la creación de Aysa, así como la reconsideración de la educación
pública mediante la Ley de Financiamiento Educativo y la nueva Ley de Educación
Nacional sancionadas en 2005 y 2006. Más adelante, la regularización del
siempre escandaloso PAMI y algunas medidas extraordinarias e incluso
inesperadas como la disolución de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones
y Pensiones (AFJP) en 2008, con el retorno de la previsión social a la
responsabilidad estatal. Y también, claro, el lanzamiento en 2009 de la
Asignación Universal por Hijo (AUH) a modo de seguro
social por cada hijo de personas desocupadas, empleados en negro o por debajo
del salario mínimo, que alcanzó de entrada a 3,5 millones de beneficiados. Y
todo a la par de la regularización de las jubilaciones y el aumento fenomenal de la masa de pasivos
regularizados. Y también hay que citar las leyes de cine, de teatro, la
creación del Ministerio de Cultura y una serie de planes y programas de fuerte
contenido social: Conectar Igualdad, el Plan Fines, Procrear, el Plan Nacional de Lectura, el Plan Progresar, el Programa
Nuestra Escuela, de formación docente, la plataforma Educ.ar. Todo eso que desde mediados de 2016 fue clausurado o agoniza.
Por todas esas medidas y decisiones beneficiosas
para los sectores populares, tanto el gobierno del Frente para la Victoria
(FPV) como el pueblo argentino iban a pagar costos altísimos, como se vería
años después, cuando desde el propio gobierno kirchnerista empezaron los
mayores tropiezos y se desató la marea reaccionaria de un neoliberalismo
disimulado que ahora proclamaba valores republicanos, democráticos y hasta
progresistas, y proponía el “cambio”.
Era obvio que se trataba de meros cambios
cosméticos, superficiales, propios de un discurso efectista y mediático,
deliberadamente vacuo y falaz. Pero que no fueron bien leídos por los sucesores
de Néstor Kirchner, quien falleció en octubre de 2010 dejando un enorme hueco
de protagonismo y astucia política. Sus exégetas y continuadores, y en primer
lugar Cristina Fernández, su compañera de toda la vida, no advirtieron sino
hasta el último minuto (noviembre de 2015) el daño autoinfligido por su propia
incapacidad de diálogo, de apertura y negociación, y por la necia insistencia
en un estilo político que sólo entusiasmaba a los convencidos, a la vez que
ensanchaba tontamente lo que después se llamó “la grieta”, término aprovechado
hasta el hartazgo por lo peor, es decir, lo más retrógrado de la sociedad, el
periodismo y la política local.
A la muerte de Néstor Kirchner, empezó a crecer un
resentimiento inexplicable y corrosivo que anidó en las clases medias y medias
altas, pero que, todavía desarticulado, no impidió que en 2011 la reelección
de Cristina Fernández fuera aplastante, con el 54% de los votos en la primera
vuelta. Sin embargo, ese odio larvario sí caló, lenta pero profundamente, pocos
años después. Se extendió como irrefrenable mancha de aceite hasta que en 2015
hizo pie, de manera inesperada, en vastos sectores marginales sobre todo del
Gran Buenos Aires, y también en las llamadas “nuevas clases medias” que habían
surgido en Córdoba, Mendoza o Rosario gracias al kirchnerismo.
neoliberalismo versus kirchnerismo
Los think
tanks neoliberales,
apoyados por canales de televisión abierta y el más fenomenal sistema de
televisión por cable, muy inteligentemente explotaron todas y cada una de las
limitaciones, carencias, contradicciones y torpezas del kirchnerismo en el
poder, y socavaron poco a poco y con precisión la base social que lo
sustentaba. La propaganda antikirchnerista fue un fenomenal trabajo de
ingeniería, tan perverso como eficiente, para formatear un sentimiento nacional
de disgusto y creciente hartazgo, que en realidad era más bien un espejismo
puesto que no tenía razones profundas que derivaran de la vida cotidiana de las
grandes mayorías. Cierto que persistían inaceptables bolsones de pobreza e
indigencia extrema –que el gobierno desatendía–, pero precisamente esas “nuevas
clases medias” se habían desarrollado en calidad de vida, bienes y servicios
como no lo habrían imaginado una década antes. Y, sin embargo, fue en esos
sectores medios donde se instaló el resentimiento “anti-K” como verdad
revelada.
El sistema mentimediático, con el acompañamiento
de una dirigencia opositora que funcionaba como si fueran empleados
legislativos o judiciales al servicio de Clarín, La Nación y los aparatos de propaganda, parió entonces la
idea más brillante, aunque vacía de contenidos, que tuvo jamás el
neoliberalismo argentino en democracia: “Cambiemos”. Un vocablo positivo y
esperanzador, pero también, y sobre todo, una falsa promesa de mejoría de lo
que no estaba tan mal ni era tan insatisfactorio, y que el sistema de
multimedios dominante supo imponer como urgente necesidad nacional y popular.
Y es en este punto en el que hay que decir que el
kirchnerismo, luego del impactante triunfo electoral de 2011, no comprendió ni
la etiología ni la gravedad de la conflictividad política que se gestaba.
La Presidenta se encerró paulatinamente, aunque
todos a su alrededor lo negaban. Y así nació, de hecho, un ominoso “sícristinismo”,
que a la larga sería tan dañino como el “síraulismo” lo había sido veinte años
antes para el presidente Raúl Alfonsín. Nadie lo sabía con exactitud, pero era
vox populi que todas las decisiones las tomaba a solas, o acaso en consulta con
sus laderos más fieles –Oscar Parrilli y Carlos Zannini, quienes ya en tiempos
de Néstor habían sido sus fieles escuderos– y con su hijo Máximo, de quien
nadie sabía qué preparación, qué experiencia ni qué virtudes intelectuales o
políticas tenía.
Además, era evidente que ella había recurrido a
todos sus jefes de Gabinete más para darles órdenes que para consultarlos,
quizá porque los dos primeros que designó le resultaron tan fallidos que
acabaron siendo durísimos opositores: Alberto Fernández (2007-2008) y Sergio
Massa (2008-2009). Desde entonces, la relación que impuso a los siguientes fue
más de sumisión que de complemento ejecutivo.
Claro que si era cierto que decidía a solas, hay
que reconocerle a Cristina Fernández talento y decisión para tomar medidas
extraordinarias, cualidades que hablaron siempre de su notable olfato en
materia de ampliación de derechos civiles, soberanía y autodeterminación, así
como para lanzar medidas de alta aprobación popular, como la cancelación del
perverso sistema previsional de las AFJP, la Ley de Medios, la reforma de la
carta orgánica del Banco Central, el relanzamiento de Aerolíneas Argentinas
como línea de bandera, la renacionalización de YPF, las repatriaciones de
centenares de cientíticos y técnicos, la creación del Ministerio de Ciencia y
Tecnología, el lanzamiento de los satélites Arsat-1 y Arsat-2; y, en materia
internacional, el afianzamiento de los lazos que había tendido Néstor Kirchner con
el Mercado Común del Sur (Mercosur) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).
Todo eso le permitió alcanzar cierto protagonismo
internacional hasta entonces nunca igualado por presidentes argentinos, pues
además ella mostró, gracias a una oratoria fenomenal y a su firmeza de ideas,
un decidido carácter de estadista. Ahí quedarán para la historia su fuerte
defensa de las soberanías nacionales latinoamericanas, el ingreso al G-20, la
lucha por integrar el BRICS (que no fue posible por la ceguera y los celos del
gobierno brasileño), el firme enfrentamiento a los fondos buitres y sus posiciones
democratizantes en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otros
organismos internacionales.
Cierto que hoy es fácil decirlo, pero es un hecho
que el gobierno de Cristina Fernández no supo homogeneizar a esa masa informe
que se llamaba “kirchnerismo” y que la oposición despreciaba sintetizándola en
la condena a la undécima letra del abecedario. Tampoco se hizo esfuerzo alguno
por institucionalizar al partido del gobierno, y también eso se pagó caro. Como
se pagó el obsesivo modo presidencial de tomar decisiones mediante lo que en la
política mexicana se llama “dedazo” y que liquida, porque distorsiona, toda
práctica democrática.
En este sentido el Partido Justicialista, en tanto
miembro hegemónico del FPV, resultó más instrumento y comparsa que estructura
democrática. Y eso se vio especialmente en la primera mitad de 2015, cuando
muchísimos argentinos reclamábamos ejercer el derecho ciudadano a decidir en
las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) quiénes serían los
candidatos a la sucesión presidencial, lo que fue sustituido por la tozuda
decisión de Cristina Fernández de elegir ella, y a dedo, quiénes integrarían
esa fórmula electoral.
Quizás ella estaba convencida de su talento y
olfato, quién puede saberlo, pero fue un error. Difícil establecer ahora si
Daniel Scioli hubiese resultado igualmente candidato, o si acaso la voluntad
popular habría consagrado a Florencio Randazzo, Julián Domínguez, Sergio
Uribarri, Aníbal Fernández, o incluso al vetado (por la Presidenta) Jorge
Capitanich, a quien ordenó no presentarse como candidato. Como fuera, quienquiera
que hubiese logrado la candidatura por mayor cantidad de votos en las PASO con
certeza habría sido un candidato con fuerte apoyo de masas, y no uno
cuestionado hasta la última semana anterior al ballottage, y a quien la propia Cristina Fernández –para colmo– despreció y humilló
de infinitos modos. Esto reveló el inexplicable absurdo político de que el
candidato designado caprichosamente por la Presidenta saliente era uno que la
disgustaba.
Ese
tipo de contradicciones –de algún modo hay que llamarlas– se repitieron en los
últimos años y favorecieron la corrosiva labor del sistema multimediático que
revitalizó y fogoneó la vieja, amohosada cuestión peronismo-antiperonismo,
aunque sin llamarla así. La versión moderna de las trágicas polaridades
argentinas y latinoamericanas desde las luchas por la Independencia
–republicanos o monárquicos; unitarios o federales; radicales o conservadores;
peronistas o antiperonistas– fue ahora algo así como nac&pops versus neoliberales, aunque ese sistema no los nombraba de
ese modo.
Para la derecha oligárquica argentina, parida
desde antes de Julio A. Roca pero consolidada con él entre 1880 y 1910, y luego
vuelta a consagrar en los años treinta con el auge del conservadurismo, tanto
en la política como en el mundo empresarial, y en los medios como en la calle,
la cuestión era y sigue siendo una sola: liquidar al pueblo bajo, ese que
siempre reclama condiciones dignas de trabajo y de vida. Lo que después del 17
de octubre de 1945 se llamó “peronismo” debía ser sometido y silenciado y, si
acaso, exterminado. Los intentos fueron muchos y constantes, y es evidente que
hoy continúan, renovados y con otros nombres o sin ellos.
De manera consecuente, terminar con el
kirchnerismo ha sido y es para la derecha criolla un imperativo: el de
aniquilar toda expresión popular contestataria y cuestionadora, reclamante y de
activa militancia. Claro que no le resulta fácil acabar con un factor
sociológico tan vasto, que encima devino hecho cultural, por historia y por
presente, e incluso ahora gracias al fabuloso aporte tecnológico que son las
redes sociales como medios de participación y militancia política.
El peronismo, entonces, en tanto “hecho maldito”
de la política argentina, fue y sigue siendo un problema irresoluble incluso
para la derecha peronista, cuyo factor más poderoso fue y es la derecha
sindical, eterna carne de corrupción, prebendas y traiciones. Eso se vio de
modo dramático durante la dictadura, y con variantes más o menos atenuadas
durante toda la reconstrucción democrática, hasta que ahora ha reflotado con
dirigencias sindicales inescrupulosas y obviamente maniatadas, porque su
debilidad congénita contemporánea son la corrupción y los negocios personales y
familiares. O sea, esa matriz mafiosa.
el rol corrosivo de la corrupción
La gran novedad del invento político de Néstor
Kirchner –y que continuó, con menos habilidad, Cristina Fernández– fue que el
peronismo, ahora llamado “kirchnerismo”, se constituyó con ellos en un hecho
cultural de fuerte raigambre, más allá de afiliaciones y embanderamientos. De
ahí el inmenso apoyo popular que logró y que todavía, apenas menguado, sigue
teniendo. Ese es un karma insoportable para las oligarquías empresariales,
ruralistas y proglobales, que lo sienten como maldición de la sociedad y de la
política argentina: el eterno retorno de masas de marginales que, por
convicción o circunstancias, son peronistas aunque no tengan carnet de
afiliación ni militancia concreta.
Es sabido que el futuro es siempre impredecible, y
el del kirchnerismo también lo es, como el del peronismo todo. Pero hoy,
todavía, uno encarna necesariamente al otro porque, más allá de nombres, como
expresión cultural, social e ideológica de las masas llamadas “pueblo”, es en
el kirchnerismo o peronismo donde ellas se identifican hoy. En sus mejores y en
sus peores expresiones, con sus ilusiones y resentimientos, sus alegrías
simples y hermosas y también con sus capacidades autodestructivas, sus glorias
y sus fracasos.
Entender lo anterior en toda su complejidad es
imprescindible para responder con absoluta franqueza a la pregunta de por qué
pasó lo que pasó y continúa sucediendo en 2016. No hay otro camino que la
sinceridad absoluta y meter dedos en llagas. Porque
de este lado, nuestro lado, se hicieron demasiadas cosas absurdas, tontas y
necias. Se tomaron decisiones equivocadas, se sostuvieron funcionarios
impresentables, ineptos o corruptos, o ambas cosas, y jamás –jamás– se admitió la crítica interna ni se esbozó siquiera
la más mínima autocrítica.
Eso
siempre se paga muy caro en política, por muchos logros que una administración
pueda mostrar y por alto que sea el calor popular. Se paga igual e
inexorablemente más allá del
hecho cierto de que el adversario también juega y lo hace con ingenio, con
muchísimo dinero, con el apoyo y estímulo de los grandes poderes políticos y
económicos mundiales, y con un desproporcionado sistema de multimedios a su
servicio. Ya conocemos todas las mañas del campo históricamente hegemónico y
por eso en este texto carece de sentido insistir en la descripción o denuncia
de sus pésimas costumbres e infinitas maniobras, mentiras, corruptelas y
perversidades, aunque sí hay que tenerlas muy en cuenta como complemento
necesario y perfecto de la torpeza propia.
Cuando
el domingo 10 de febrero de 2008, bajo el título “Los trenes bala. Carta
abierta a la Presidenta”, denunciamos en el diario Página/12
un obvio negociado encubierto, dada la dudosa transparencia de la
supuesta recuperación ferroviaria que se escondía bajo el anuncio
grandilocuente de la construcción de una serie de trenes bala de tecnología
francesa, la respuesta fue el silencio. Cierto que rápidamente se diluyó aquel
faraónico proyecto, presupuestado en más de 4000 millones de dólares, pero se
canceló en silencio, y, mientras este cronista pasaba a la categoría de
aguafiestas, el entonces secretario de Transporte Ricardo Jaime (hoy en
prisión) no sólo no fue exonerado, sino que continuó varios años en el mismo
puesto.
Tanto
o más que la crisis energética, ya entonces el transporte era el mayor freno al
desarrollo de la Argentina. Insoluble problema, era decididamente imposible
una política seria de industrialización, pleno empleo e inclusión social como
se anunciaba si este seguía siendo un país desconectado. No se podía combatir
la pobreza y la indigencia si provincias enteras habían sido privadas de
ferrocarriles y líneas aéreas, mientras las carreteras argentinas se mantenían
tercerizadas y en general en condiciones deplorables, y los lobbies de fabricantes o importadores de camiones, los
transportadores contaminantes, los sindicatos de camioneros y los
concesionarios de todas las marcas impedían –como todavía lo hacen– una
solución nacional seria y consensuada.
En
realidad, el tren bala prenunció algo que con el tiempo fue letal. Millones de
electores votaron dos veces a Cristina Fernández con la esperanza –siempre
presente– de que finalmente un gobierno terminara con la corrupción, o al menos
la controlara. Pero nada se hizo al respecto y un simple ejercicio de
evaluación mostraba que en 2015 –considerando los muchos cambios políticos,
económicos, sociales y culturales, y aun disculpando demoras, indecisiones y
fracasos– el kirchnerismo acabó opacado por la falta de transparencia en la
gestión.
Sin
devaluar ni un milímetro los muchos logros alcanzados en doce años por el
autocalificado “modelo”, la verdad es que la falta de transparencia fue una
penosa política de Estado que carcomió al gobierno y hasta le sirvió en bandeja
al macrismo la cínica simulación de que ellos llegaban para moralizar a la
república.
El
hecho es que en esa docena de años no se instrumentó ni se puso en marcha un
solo programa de transparencia. Ni uno de alcance nacional, por lo menos, ni
uno como política de Estado o siquiera como plan de gestión. Así como jamás se
limpiaron las malditas policías de todo el país, incluyendo la Federal y la
Bonaerense, y se mantuvo casi intacto el inhumano sistema carcelario creado por
el genocida Ramón Camps durante la dictadura, la corrupción imperó en todos los
órdenes y acabó por manchar incluso a funcionarios honestos del kirchnerismo,
que quizá fueron mayoría.
Pero
lo cierto es que no se tocaron ni de costado los innumerables bolsones de
corrupción de punteros, dirigentes y funcionarios, que jamás van presos por sus
exigencias de peajes, coimas y mordidas. Y todo eso resultó a la postre
políticamente letal, porque es insostenible que casi no haya habido corruptos
presos en tres cuatrienios. No los hubo, y la condena a Felisa Miceli no
alcanza como excepción a la regla.
En síntesis, fue y es reprochable
la nula actitud del kirchnerismo frente a la corrupción, así como la
inexistencia de políticas de transparencia y la inexplicable tolerancia e
inacción ante funcionarios y
amigos ostensiblemente corruptos. Esos mismos que hoy son investigados, y en
algunos casos encarcelados, y que las torpes y manipuladas clases medias
macristas pretenden enrostrar incluso a los que jamás avalamos esas taras.
Se
sabía y se sabe que la corrupción es endémica en este país, y que está
instalada en todos los estamentos, por lo menos desde la sucesión de dictaduras
que quebrantaron una y otra vez la Constitución nacional y tras el carnaval
menemista de los años noventa. Eso exigía de un gobierno innovador, nacional y
popular, una clara política de transparencia. Por no hacerlo, ahora son los
zorros los que administran el gallinero.
el diálogo, ese ausente
Otro
gravísimo error fue la falta de diálogo con la oposición, que es esencial en
democracia. Y fue también, por cierto, un yerro que caracterizó a Cristina
Fernández, y acaso por una sencilla razón: no supo o no quiso (en ambos casos
es reprochable) convocar a diálogo alguno. Lo que fue otro error político que
paga hoy la ciudadanía.
Es
cierto que hubo una oposición necia y mayoritariamente malintencionada, y ese
no es un mal atribuible a ningún gobierno. Una oposición articulada y fuerte,
capaz de acompañar los logros sin mezquindades y de señalar errores con
grandeza y espíritu constructivo es una necesidad de toda democracia
representativa. En el caso argentino su falta sin duda afectó a la nación
entera; la ceguera y la carencia de autoridad moral para señalar errores pusieron
a la oposición al kirchnerismo, a conciencia o no, al servicio de grupos
monopólicos tradicional e históricamente corruptores. Vacíos de propuestas,
movidos por conveniencias y oportunismo, en particular radicales y socialistas
tiraron por la borda casi todos los principios de sus padres fundadores. El
espectáculo que dieron en el Congreso y en los medios fue lamentable.
Pero,
frente a eso, el kirchnerismo no dio respuestas. Incapaces de llamar a los
diferentes al diálogo, fue evidente que los gobiernos kirchneristas no
quisieron hacerlo. Y ese es el más grave error de todo político, de todo
dirigente. En lugar de azuzar a los opositores, aun a los más necios y obtusos,
se debió redoblar la paciencia. Hubiera bastado, en muchísimas ocasiones, con
un llamado telefónico personal, un café descontracturado, una reunión amable,
un intercambio educado y humilde; es decir, un acto de grandeza. Es lo que se
espera de un gobierno, y más si tiene fuerte base popular y está siendo
acosado.
Porque
la política es también buscar y encontrar interlocutores; es calmar a las
fieras, persuadir antes que golpear. Y eso nunca lo supo hacer el kirchnerismo.
Y así, el único resultado fue darle de comer en la boca a una prensa hostil por
ideología y por intereses. El gobierno cayó en casi todas las provocaciones y
facilitó que muchos opositores llenaran sus discursos de barricada acusando a
la Presidenta y sus íntimos de autoritarios, corruptos, provocadores, e incluso
responsables de la crispación generalizada que estimulaban –¡ellos mismos!–
desde los medios.
Encerrado
en sí mismo y sin dialogar, el kirchnerismo alimentó la nada conceptual de la
oposición. Con lo que nadie ganaba; sólo la antipolítica, que fomentó ese odio
profundo a Cristina Fernández y al gobierno que fue decisivo a finales de 2015.
De ahí la dolorosa paradoja que todavía no termina de digerirse: Cristina Fernández
fue la gestora de mucho de lo mejor que sucedió en lo que va del siglo XXI en
este país, pero a la vez fue la responsable de que no se hiciera todo lo
imprescindible para que la Argentina dejara de ser la sociedad enervada,
neurótica, resentida y por eso mismo tan desigual e injusta que todavía es.
Por
las razones personales o políticas que fueran, el hecho de encerrarse en
actitudes soberbias jamás contribuyó al clima dialogal que es lo sanamente
opuesto a toda crispación. Así, la ciudadanía toda asistió a un perfecto
monologar de sordos que se expresaban en diarios y programas de televisión.
Nadie se escuchó durante años. Y si es verdad que la democracia no se construye
ni se enaltece de ese modo, también lo es que siempre es el gobierno el que
debe convocar, el que tiene la obligación de sosegar a los exaltados, llamar a
la calma y templar los ánimos.
Siempre
estuvo claro que la Presidenta tenía derecho a sentirse ofendida y fastidiada
cada vez que la agredían tratándola de yegua, bipolar, farsante o adicta a lo
caro. O cuando le deseaban la muerte, como antes a su marido. Fue horrible ese
trato, además de inmerecido. Pero fue un error responder al odio con soberbia.
Porque esa conducta sólo contribuyó a profundizar la llamada “grieta” y así
trazó el camino que llevó a la Argentina al inesperadamente tremendo 2015.
la “grieta” y la derrota del “modelo”
La
debacle kirchnerista se veía venir y muchos lo alertamos; de ahí el fastidio
que produce que desde el poder no lo vieran. O no hayan querido verlo, acaso
por oscuras y quizá repugnantes razones, como el ya sugerido supuesto de que tal
vez algunos en el gobierno deseaban la derrota… Quién sabe, este texto no
adhiere a conjeturas, pero no descarta ninguna.
Lo
cierto es que en las vísperas electorales de noviembre de 2015 se veía ya a
muchos personajes contentos, exultantes, en Buenos Aires y otras capitales. En
coches de alta gama, vistiendo ropas caras y sobrados de optimismo, lucían
caras de contentos, esos contentos. Convencidos de lo que consideraban una
urgente necesidad de “cambio”, venían de un largo mes de contentura ardiente
desde que en la primera vuelta electoral el FPV había alcanzado un triunfo tan
moderado como de mal augurio.
Insinceros
y gelatinosos, oblicuos y evasivos, los dirigentes del partido Propuesta
Republicana (PRO) y su candidato prometían lo que no pensaban hacer y todos
esos contentos sonreían, de lo más contentos. A lo largo de todo aquel
noviembre era imposible no pensar, desde la sensatez y el sentido común, que la
erupción de tantos contentos se debía a que ahora las derechas son “modernas” y
saben ocultar sus intenciones. Incluso disponen de colectivos de intelectuales
que les dan lustre, a la vez que cierta izquierda idiota los acompaña y vota
como ellos. O vota en blanco, que es lo mismo.Y en esa coincidencia fenomenal
caben incluso los sindicalistas que en la segunda vuelta también votaron, de lo más
contentos, a quienes iban a acabar con las paritarias, la industria y el
empleo. Y para justificarse repetían a coro los adjetivos
superlativos que los mentimedios aplicaban a la inflación –“incontrolable”, “galopante”,
“irrefrenable”, “hiper”–, y por si fuera poco se tragaban las mentiras sobre la
eliminación del impuesto a las ganancias. Era patético verlos perorar acerca de “la grieta” como si fuera novedad, olvidando que
existe desde hace doscientos años en toda nuestra América y sus nombres propios
derivaron siempre de las diferentes y constantes expresiones de la lucha de
clases.
Por
cierto, la promocionada idea de “grieta” como parteaguas de la sociedad
argentina fue una estrategia con la que los mentimedios bombardearon al país,
con eje en la prédica corrosiva de Radio Mitre, TN y otros instrumentos
ideológicos de quienes lograron finalmente acceder al poder, y ahí están, estos
días, contrariando una por una sus promesas electorales.
La
grieta, en realidad, no era kirchnerista ni era algo nuevo en la Argentina, que
fue, desde los inicios como nación, una sociedad muy compleja, dinámica, conflictiva y conflictuada, siempre en
pugna. Cierto que con enormes virtudes y extraordinarios recursos naturales,
pero también con gravísimas taras históricas que no se pudieron superar. Por
citar dos: el comportamiento irracional de las burguesías urbanas acomodadas,
en general poco y mal educadas, de maciza ignorancia y casi nulo espíritu solidario,
por un lado. Y por el otro, el comportamiento irregular de vastos sectores
marginales vencidos por exceso de telebasura, demasiado resentimiento y también
muchísima ignorancia.
Si se observa el abismo histórico entre ambas
grandes franjas se ve, primero, que esa grieta es parte constitutiva, y
desdichada, de la vida nacional. Esto también sirve para explicar la decadencia
de las relaciones comunitarias en las últimas décadas y para desmentir la
estúpida nostalgia que suelen sentir los sectores privilegiados, que añoran una
Argentina supuestamente desarrollada y de gran poder económico durante la
primera mitad del siglo XX. Esa es otra mentira promocionada por los mismos
mentimedios, pues la verdad es que la Argentina de casi todo el siglo XX fue un
país muy injusto e inequitativo.
Entre 2003 y 2015, cuando se acusó alevosamente al
kirchnerismo de provocar esa supuesta grieta, y acerca de la cual se dijeron
tantas estupideces, en realidad este país vivió su mejor presente en materia de
equidad social, políticas solidarias internas y autonomías soberanas. Sin duda
el kirchnerismo, y sobre todo en los últimos cuatro años, cometió errores
garrafales y necedades políticas que hoy se pagan carísimo. Y es cierto también
que hubo oídos cerrados a las advertencias y a los pedidos que muchos hicimos.
Pero el balance de doce años de kirchnerismo sigue siendo positivo y es lo que
explica la todavía serena esperanza de una ciudadanía que aguarda y necesita
respuestas que no llegan y que son ya urgentes; como también lo es el
surgimiento de nuevas dirigencias que reanuden lo mejor de esa gesta
maravillosamente esperanzadora e imperfecta. Que exige una autocrítica tan
necesaria como inaplazable.
la hora de las autocríticas
Lo
que hoy llamamos “macrismo” es la expresión de una restauración antipopular y
de fuerte desprecio clasista, reivindicante de privilegios y protectora de “climas
de negocios” antes que de los intereses nacionales. Pero también hay que decir
que en tanto expresión típica del mundo globalizado, no llegó al poder en la
Argentina (y ahora en Brasil, y todo indica que continuará en otros países) por
puros aciertos publicitarios ni por sus supuestas virtudes ideológicas.
Hay
que decirlo: el macrismo llegó al poder, como devastador tsunami, también y
quizá fundamentalmente por los errores propios del kirchnerismo, es decir, las
tremendas metidas de pata y necedades de dirigentes y funcionarios. Y a esto
hay que revisarlo tanto en sentido horizontal como vertical, y sobre todo en
este último, porque en toda propuesta vertical, como ha sido históricamente el
peronismo, es arriba mucho más que abajo donde se deberían identificar las
fallas.
Si
se deja por un momento la mirada nostálgica y melancólica sobre todo lo
plausible que se hizo en los últimos doce años en la Argentina, se puede ver
que tanto el kirchnerismo, el FPV, como lo mejor del peronismo, con la ex
presidenta como máxima figura, aparte de los muchos aciertos que por supuesto
tendrán un peso definitivo en las balanzas de la historia, tomaron decisiones equívocas,
que devinieron muy gruesos errores. Señalarlos puede y debe ser una oportunidad
de superación, incluso respetando desde el vamos la clásica resistencia a todo
tipo de crítica que caracteriza la mirada argentina.
Este
texto propone, en primer lugar, subrayar la ya sugerida indecisión y/o
incapacidad de tejer alianzas, producto del diálogo con los opuestos, lo que es
básico en política. El ya señalado autoencierro fue un letal indicador de que Cristina
Fernández no confió en su propio talento para invitar, dialogar y seducir a los
opositores, y proponerles agendas de negociación. Cierto que sufrió ese
hostigamiento feroz, pero un estadista igual convoca, discute, propone, logra
acuerdos mínimos. Eso es la famosa gobernabilidad.
Sin duda el kirchnerismo hizo una revolución
democrática con innovaciones políticas, reformas institucionales, económicas y
sociales, y todo frente a una prensa mundial hostil, enervada desde medios
locales con una miserabilidad sin precedentes. Y con seguridad estos doce años
fueron una fiesta para vastos sectores populares, pero entonces la pregunta es
por qué también desde esos sectores se votó a quienes ahora serán sus verdugos,
y ahí es donde la respuesta posible exige una esclarecedora autocrítica. Sobre
todo porque se pudieron atender cuestionamientos de
quienes acompañaron el proceso, y no sólo referidos a la falta de una política
de transparencia, algo que nunca se hizo.
Habría que decir también que fue ese aislamiento
el que llevó a Cristina Fernández a dirigirse siempre a los ya convencidos, con
o sin cadenas nacionales. Lo que no sumaba y, al contrario, irritaba a buena
parte de la sociedad que la había acompañado en 2007 y más en 2011. El
kirchnerismo, ya se ha dicho y no es inútil repetirlo, nunca fue capaz de darse
una política de diálogo con los diferentes. Y fue una pena, y una parte de la
tragedia política, porque talento y convicción a ella le sobran. Por citar sólo
un ejemplo, supo reacomodar con inteligencia su discurso, actitud y conducta
cuando Jorge Bergoglio devino papa y figura mundial. Inevitable preguntarse
entonces por qué no supo hacer lo mismo hacia dentro de la casa. Fue ella quien
debió convocar a los radicales, incluso a los más doblados. Y llamar al
socialismo al diálogo, incluso a los más derechizados. Y a la izquierda ni se
diga. Y aunque hubiese logrado poco, otra hubiese sido su imagen en la opinión
pública, desautorizando los motes de autoritaria, soberbia o autosuficiente.
Otro
error fue la reiterada elección de colaboradores a dedo, posiblemente por
simpatías momentáneas. Fueron demasiadas las veces que el dedo presidencial se
orientó en sentido equivocado. No sólo respecto de la elección del candidato
Daniel Scioli por sobre las PASO. También pifió con lo que parecían
enamoramientos políticos poco o mal fundados, como cuando en 2011 ungió
candidato a la vicepresidencia a Amado Boudou, decisión que a la larga resultó
una pesadilla; o el fugaz entusiasmo por Martín Insaurralde en 2013. Y se diga
el error garrafal que fue haber elegido a Mauricio Macri como el enemigo más “fácil”
de vencer por ser un candidato frívolo, empresarial y de pocas luces, a
despecho de que era sostenido con enorme inteligencia por un aparato
colosalmente poderoso.
Y
otro aspecto que merecería una fuerte autocrítica fue desatender por completo
la cuestión ambiental, que fue uno de los rubros más débiles de su gestión a
punto tal que ahí están ahora, intactos y felices, Monsanto, Barrick Gold y
otros nombres letales, todos favorecidos por el kirchnerismo y ahora
prebendarios del macrismo.
Haber
perdido las provincias de Buenos Aires y Córdoba en las elecciones de 2015 de
manera abrumadora también impone autocrítica. Y no puede dejarse de lado el no tener
en cuenta que, más allá de que la ciudadanía fue sometida a un bombardeo de los
mentimedios, resultó insostenible haber descalabrado el INDEC y no haberlo
reconstruido cuando todavía había tiempo.
Si más
de la mitad del electorado optó por el voto castigo a una gestión, no es
sensato protestar después contra ellos si no se hace una revisión profunda y
sincera de las propias malas decisiones. Quizá no en la gestión económica y
social, acaso los puntos más altos del kirchnerismo, y sin duda no en materia
de derechos humanos y conquistas igualitaristas, pero sí en muchos otros
rubros. Las autocríticas
son siempre necesarias, aunque algunos se molesten y otros cuestionen,
limitados, “la oportunidad”.
la ilusión del retorno
Son muchas las revisiones urgentes que hacen
falta. En gran medida porque hay riesgos ciertos de que el macrismo termine
mal. La historia nunca se copia a sí misma, y seguramente no se repetirá una huida
en helicóptero, pero sí son capaces, los neoliberales más furibundos,
vengativos y malvados, de volver a ensangrentar las plazas con matazones que
nadie desea y que serían terribles para el país.
El único camino para evitar el caos que de modo
sistemático promueven –con sus ajustes, la destrucción del aparato productivo y
el empleo, y el endeudamiento atroz que sólo beneficia a negociadores y
especuladores– consiste en la organización popular para que el ideario nacional
de soberanía, equidad y autodeterminación gane abrumadoramente las elecciones
legislativas de 2017. Esto es fundamental, tanto como la construcción de nuevos
liderazgos decentes, dialógicos, preparados, confiables y muy firmes en
convicciones y lealtad al pueblo argentino para los comicios presidenciales de
2019.
De ahí que el hipotético retorno de Cristina Fernández
al gobierno es todavía más un deseo de muchos que una certeza. Hay muchísimo
que agradecer al kirchnerismo y echar de menos, pero también es muy largo el
repertorio de críticas propositivas y de buena fe desatendidas, como es
inmutable el estilo de la expresidenta: una mujer brillante y decidida, pero
que no dialoga, no escucha y toma decisiones muchas veces desacertadas. Y que
no comprende que no se puede gobernar sin abrirse a los contrarios. Esos errores
los estamos pagando ahora.
Una mínima autocrítica deberá recordar también que
la política exige conductas y modos, y no sólo decisiones. Si el gobierno K
hubiera hecho política, habríamos tenido kirchnerismo para rato, y se hubiese
ido limpiando y democratizando, porque había un buen rumbo. Pero se eligió
gobernarsólo para los propios, y así, entre otras penosas consecuencias, se
entregó el viejo radicalismo y el viejo socialismo a lo peor de las ideas
argentinas. No se puede gobernar desde el ensimismamiento. Sería bueno
aprenderlo en el camino de recuperar las mejores ideas, que necesitamos
escuchar y ver en boca y actitud de dirigentes. Si eso sucediera, la
recuperación sería un hecho. Porque en política nada es definitivo ni para
siempre, y no todo está perdido. Sólo un ejemplo: el festival de decretos del
macrismo se podrá terminar, también, a decretazos. Y en general, recuperar este
país será posible porque tenemos un corpus legal que en gran medida se sancionó
en los últimos doce años. Y hay buenos idearios para apuntalar el retorno con
principios y valores, y sin miedos.
Lo
anterior no desdeña ninguna expresión popular. Ni el masivo reconocimiento a
Cristina el 9 de diciembre, ni la movilización espontánea durante el ballottage a pesar del candidato
deslavado, ni mucho menos las multitudinarias plazas porteñas (casi todas sólo
porteñas) de protestas antimacristas y, especialmente, la colosal manifestación
popular de acompañamiento a la expresidenta a los tribunales de Comodoro Py en
abril de 2016. Todo eso está muy bien, es alentador y amalgama un sentimiento
herido que necesita restañarse. Pero conviene ser conscientes de que con eso no alcanza. Las movilizaciones son importantísimas en lo
emocional, y habría que sumar al interior de la república, pero la lucha es
otra y exige las mejores propuestas, los más valiosos dirigentes, coherencia
ideológica y una galvanizada resistencia. Todo eso propone una inmensa tarea por delante. Que cada día
parece haber comenzado ayer.
Por eso la ilusión del retorno del kirchnerismo debería fortalecerse
desde el sereno balance de los errores
cometidos. Lo cual no implica sumarnos a los cínicos coros de condena, pero sí
comprender mejor lo que pasó y lo que no se hizo o se hizo mal, para posicionarnos
en un mejor entendimiento futuro.
Sólo como ejemplo, la inflación ahora está
desbocada y aunque el actual presidente diga que va a “bajar drásticamente” en
seis meses o un año o jamás, lo que deberíamos recordar es que el kirchnerismo
no la supo controlar. Como no fue capaz de domar ese potro que es el dólar para
los argentinos. Ni de someter a los cuervos bancarios locales. Ni de desmontar
la nociva Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, que desde hace cuarenta
años es un palo en la rueda de este país. Ni de implementar subvenciones
racionales para los servicios públicos, sostenidos absurdamente en forma
indiscriminada y en descontrol. Esto es: no quedarnos en ver nada más que la
paja en el ojo ajeno.
Todo lo anterior explica, además y aunque duela,
el voto fastidiado de muchísima gente de bien que creyó en la mentira de un “cambiemos”
miserable.
Por supuesto, fue heroica la lucha contra los
fondos buitres, y se hizo una gran tarea que casi el mundo entero apoyó. Pero
si el resultado es el sainete genuflexo que se vio en Diputados, es que algo se
hizo mal. Es lamentable el presente ominoso que vivimos, sobre todo porque
veníamos creciendo, desendeudados y emparejando la distribución de los
ingresos. Muy bien. Y los salarios y las jubilaciones corrían por encima de la
inflación, y había paritarias libres y muchos otros logros. Estupendo. Pero
algo se hizo mal si en pocos meses y tras una sola maldita jornada, todo eso se
fue al tacho. El análisis de estos doce años, hoy, es una tarea muy compleja y
nadie debe enojarse. Con la verdad no se ofende ni se teme, como postulaba el
gran Artigas.
carta pública al nuevo presidente
Al
día siguiente del triunfo electoral de la Alianza Cambiemos, quien firma se
pronunció en el diario Página/12 mediante una carta
llena de prevenciones que, desdichadamente, meses después se cumplieron punto
por punto y dibujan el presente argentino de mediados de 2016. Cabe
reproducirla:
Sr. Mauricio
Macri:
Usted
será, desde ahora y por los próximos cuatro años, también mi Presidente. No me
alegra, pero respeto incondicionalmente el voto de la mitad mayoritaria de los
argentinos. Por eso, y más allá de pensar que fue un voto equivocado, quiero
decirle con el mayor respeto, como merece su investidura, lo siguiente:
1.
Ante todo, que fue lamentable el sainete que usted y los suyos montaron para
asumir. Festín de los mentimedios que lo sostuvieron y que son los verdaderos
triunfadores del pasado 22N, fue una innecesaria muestra de rencor y
autoritarismo. Pésimo comienzo.
2.
De todos modos, y de cara al futuro, deberá recordar usted que la inmensa
mayoría de los argentinos queremos –los que no lo votaron y muchísimos que sí–
una economía nacional sometida al poder político y al servicio de los intereses
populares, y no al revés.
3.
Por eso no queremos que se ceda y se pague a fondos buitres a los que usted ya
mandó a buscar 48 horas antes de asumir. Y no lo queremos no sólo por razones
ideológicas o técnicas, sino también porque cada vez que nos endeudan sus
economistas (muchos otrora servidores de la dictadura y el menemismo), lo hacen
porque reciben comisiones fenomenales de los bancos, los buitres y los
organismos multinacionales.
4.
Queremos una reforma judicial que termine de una vez con esa corporación o “familia”
cuasi mafiosa, que es arcaica, prebendaria, partidizada y corrupta. Y queremos
una Corte Suprema que deje de ser funcional a sus mandantes mediáticos y a su partido,
y que retome el espíritu de la Corte de 2004.
5.
Queremos que Aerolíneas Argentinas e YPF sigan en manos del Estado. Que se
mantengan y actualicen las AUH y se respeten y mejoren las condiciones de
millones de jubilados. Que nunca más vuelvan las AFJP como se sabe que amigos
suyos están planeando. Que continúe la restauración y mejoramiento de los
ferrocarriles, a cargo y en manos del Estado. Que se sostenga y fortalezca el
Plan Procrear para que más familias accedan a viviendas propias y dignas. Y que
el fútbol siga siendo para todos y no lo reconviertan en negocio de dirigentes
y empresarios.
6.
Queremos que se defiendan las universidades públicas, se mantenga la gratuidad
y en 2018 se celebre el Centenario de la Reforma Universitaria, que ha sido y
es ejemplo en el mundo. Queremos que continúe la repatriación de científicos y
se coloquen más satélites ARSAT en el espacio; que continúen las políticas
educativas y culturales inclusivas, y que el mejoramiento de la calidad
educativa no sea un negocio. No queremos economistas puestos a educadores.
7.
Queremos que se apoye por todos los medios a la industria nacional, que da
trabajo y genera divisas, y no que se reabran las importaciones basura que ya
nos infectaron en los noventa.
8.
Queremos que continúen las políticas de derechos humanos, y bueno sería que
usted se retracte públicamente de haber dicho que son “un curro”. Y que
prosigan los juicios a los militares responsables de la dictadura, y se procese
también a empresarios y civiles cómplices.
9.
Queremos que continúen las vacunaciones gratuitas y que se mejore la salud
pública en todo el país, en cantidad y en calidad. Que se siga con la
fertilización asistida, el matrimonio igualitario y la ley de identidad de
género, a todo lo cual usted y su partido se opusieron y votaron en contra.
10.
Queremos que su gobierno persista en la recuperación de las Islas Malvinas por
vías pacíficas, como bien hizo el gobierno saliente.
Y
queremos muchas cosas más, Sr. Presidente, entre ellas garantizarle algo
importante: que no llamaremos “yegua” a su vicepresidenta ni a la gobernadora
bonaerense, así como no los amenazaremos con la horca aunque roben, ni
ofenderemos a sus familiares, vivos o muertos.
Y
por supuesto también queremos que cesen los beneficios judiciales que le está
brindando a usted ese lamentable fiscal, rápido para los mandados, que lo ayudó
en la causa en que está usted procesado y, además, recortó en 12 horas el
mandato de la Presidenta, perfeccionando así una última ofensa gratuita con una
medida que es, además, absolutamente contraria a la Constitución, aunque la
apruebe una veterana y camaleónica jueza, siempre oportuna.
En abril
de 2010 escribí en este diario una nota rechazando la Medalla del Bicentenario
que otorgara su gobierno municipal a la Fundación que presido en el Chaco. Lo
hice para no tener que darle mi mano, que estaba y sigue limpia, y porque yo
tenía, como tengo, una muy mala opinión respecto de sus cualidades personales,
de gestión y sobre todo éticas. Ahora sigo pensando que es usted una persona
por lo menos insincera, que por supuesto no es el presidente que la mitad
apenas minoritaria de los argentinos quería. Pero así es la democracia y por
eso no puedo sino desearle todo lo mejor por el bien de mi país. Que no es
estrictamente el suyo.
Por
último, corresponde recordarle que somos muchos, muchísimos los argentinos que
esperamos que su paso por la primera magistratura de esta república dure sólo
cuatro años y no sea especialmente dañoso. Confiamos en ello porque muy estrecha
fue su mayoría y porque el pueblo argentino siempre vuelve. Y nosotros
volveremos, no lo dude. Reciba mi más respetuoso saludo.
final provisorio
Cuando transcurre el gobierno neoliberal que hoy
padece la Argentina, está cada día más clara la perversidad del modelo macrista
de reconversión social retrógrada, antinacional y antipopular. La lectura
cotidiana de los hechos, en los diarios y portales que muestran la realidad de
lo que pasa, evidencia el grado de insensibilidad, revanchismo y maldad de este
gobierno.
Las notas de los mentimedios al servicio del nuevo
régimen votado por una mayoría exigua, pero mayoría al fin (y hay que
reconocerlo aunque duela y/o fastidie) hablan de otras cosas, otra realidad,
otro país. Sus diarios y su sistema de estupideces y falsedades televisivas
celebran machaconamente el retorno a los brazos del imperio, distorsionan los
datos de la crisis social que crearon en pocos meses, mienten cifras y
pronostican paraísos como arcángeles lelos, celebran tonterías todo el tiempo y
se espantan ante corrupciones ajenas nada más que para tapar la propia, la
imperante, la de ellos y de ahora mismo, esa que coprotagonizan el presidente,
su familia, sus amigos y centenares de sus funcionarios, pletóricos de soberbia
y de cuentas offshore en cloacas financieras.
Como sea, también está claro que el kirchnerismo
fue una gran oportunidad perdida para este país. No gustará que se diga, y qué
lástima, pero sería sano reconocer que como proceso reformista pudo y debió ser
más consistente. Y esta opinión no es de ahora; la hemos vertido en forma
sostenida. El kirchnerismo pudo y debió ser el inicio de una transformación
política, económica y social, que se frustró. Produjo algunos hechos
fenomenales, claro está, y nadie negará que realizó cambios culturales
importantes, pero el intento de remover estructuras no fue profundo. Y muchos,
muchísimos de los que lo apoyamos lo hicimos con la intención de ayudarlos a
esas remociones.
Se dirá que es fácil decirlo ahora, pero muchos/as
lo mencionamos durante todos estos años y reinvindicamos el derecho de
recordarlo. Porque a la postre el hecho triste, solitario y final es que en
términos de evolución, despegue y afirmación de otro modelo más justo, más
libre y más soberano, hemos fracasado en el intento. Y el plural vale y se
sostiene porque no fueron sólo el gobierno, Néstor Kirchner o Cristina Fernández
los responsables. También la ciudadanía, que no cambió la más fea y acendrada
de las muchas características argentinas: el conservadurismo. Ni el peor de sus
rasgos colectivos: el resentimiento.
Y es claro que mucho quedará para analizar y para
el juicio de la historia. Pero hoy, a mediados de 2016, es fuerte la impresión
de que el pueblo argentino no sabe qué hacer con la desazón que le produce la
revancha del régimen ultraconservador macrista, que es norteamericanamente
republicano, de implacables clasismo y racismo, y capaz de un cinismo a
conciencia que lo convierte –y acaso para siempre– en el verdadero hecho
maldito de la política argentina.
La tragedia del país riquísimo que se come a sí
mismo y al que sus hijos destruyen generación a generación no ha terminado. Este
es sólo otro capítulo, quizás el más horrendo porque, para colmo, tienen de su
lado a la inmensa mayoría de los cerebros del país tinellizados, legrandizados,
intratabilizados, animalesueltizados… la lista es larga y ominosa.
Las futuras generaciones, hoy formateadas en
disvalores, ruidos e individualismos, quizá ni se den cuenta. Aciago final
sería para lo que fue, acaso, la última gran esperanza transformadora de la
Argentina. Y si alguien se enoja ante el escepticismo, y puesto que no es
políticamente correcto acusar a los arrepentidos ni a los que todavía no
terminan de arrepentirse, tan sólo habrá que recordarle que toda mala conducta,
como todo lo que es malo, sólo se empieza a corregir a partir de que se
reconoce su nocividad.
Este texto apenas quiere llamar la atención sobre
eso, porque aún estamos a tiempo para empezar a crecer. @
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