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miércoles, 14 de diciembre de 2016

PENSAR el KIRCHNERISMO.

Este es un libro recientemente presentado en Buenos Aires. Yo estaba de viaje (México y China) y por eso no lo posteé antes. Es muy interesante, son varios los autores que coordinó Daniel Filmus, y entre ellos tuvo a bien invitarme.

Aquí reproduzco mi artículo en dicho libro:

4. Kirchnerismo, política y sociedad
Mempo Giardinelli

introducción

Echar una mirada sobre los doce años de gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández parece sencillo a primera vista. No es difícil enumerar logros, e incluso críticas, y delinear un panorama en general positivo de sus tres períodos de gobierno: uno de él y dos de ella. De hecho, muchos periodistas lo hicieron, y en la campaña electoral de 2015 fue evidente que esos doce años, en términos de cambios políticos, económicos, sociales y culturales, fueron una verdadera y modesta revolución democrática, tanto para sus partidarios como para sus enemigos. Y así será, probablemente, para todo exégeta de la política de este país en el futuro.
Sin embargo, la pregunta fundamental por ahora (mayo de 2016, cuando se escribe este texto) parece la siguiente: ¿por qué la sociedad argentina decidió no seguir el camino de los mejores logros de aquella experiencia, y, por el contrario, aceptó la dudosa promesa de un “cambio” que la remitió de inmediato a tiempos que parecían superados?
En otras palabras: si tan buenos y tan grandes fueron los avances del kirchnerismo en materia de reindustrialización y empleo; soberanía y autodeterminación; y educación, salud y previsión social, ¿por qué la mitad ligeramente mayoritaria del electorado decidió clausurar todo eso y retomar viejas fórmulas políticas que sin duda destruían al Estado entendido como comunidad de intereses? ¿Por qué la inmensa mayoría de la ciudadanía prefirió olvidar o negar todo lo que ya había afectado su trabajo, dignidad, educación, salud y ascenso social en el proceso culminado en 2001 y 2002?
La respuesta no es sencilla. Más aún, es el problema. Porque en la realidad argentina de 2016, y de cara al futuro inmediato, no sirven respuestas resultantes de miradas binarias. Aunque es un hecho que hoy este es un país en exceso binarizado, si se permite el neologismo. Y prueba de ello es no sólo la propaganda o moda del concepto de “grieta”, sino el hecho concreto y visible de que aquel esbozo de revolución en pocos meses está siendo reemplazado por una revolución verdadera, esta más contundente y veloz, aunque de sentido diametralmente inverso. Es la revolución conservadora que viene a restaurar los privilegios y las asimetrías históricas de la Argentina en todos los órdenes –político, económico, social y cultural– por medio de la destrucción del Estado, al que una vez más empequeñece y pone al servicio de tradicionales, retrógrados intereses minoritarios y de clase.
Esta restauración, inesperadamente rigurosa y precisa, prefigura un futuro muy incierto cuyas señales son, mientras escribo este texto, todas sombrías. Lo que exige una mirada forzosa y sincera, nada complaciente, ya que esa y no otra es la mejor manera de entender la transición brutal que vive la Argentina desde el 10 de diciembre de 2015. De ahí que las preguntas complementarias que aquí se proponen para promover la reflexión son, entre otras: ¿acaso el kirchnerismo fue sólo una ilusión engañosa? ¿Qué autocrítica correspondería hacer, entonces? ¿Qué debería plantearse una dirigencia política opositora al actual modelo neoliberal macrista? ¿Es posible, vislumbrable, un retorno del kirchnerismo en el corto o mediano plazo? ¿O el kirchnerismo, como se diría vulgarmente, “ya fue”? Todo eso.
Todas esas preguntas son bastante resistidas porque los interrogantes llevan de manera directa e ineludible a una primera hipótesis odiosa: el proceso más avanzado en términos de justicia social y derechos humanos en toda la historia argentina de los últimos cincuenta años se derrotó a sí mismo, puesto que terminó, en gran medida, a causa de sus propios errores, tanto de gestión como de cálcu­lo y procedimiento electoral. Acabó, puede decirse, por miopías o cegueras propias que es imprescindible exponer, autocriticar y, si cabe, corregir de cara al futuro.
Durante por lo menos el aciago año 2015, todos los datos de lo que se venía estuvieron a la vista, y las señales y luces amarillas encendidas. Pero la cerrazón del gobierno kirchnerista y en particular de la Presidenta fueron casi totales. Y así le fue. Y así nos fue. Y esto hay que decirlo desde el comienzo del análisis, aunque duela o moleste, so pena de leer una vez más erróneamente el presente político.

kirchnerismo versus neoliberalismo

Cristina Fernández de Kirchner como presidenta de la República Argentina, que se recuerde, fue la mandataria que más polarizó afectos y adhesiones de un lado, y todo el malhumor y el resentimiento de que es capaz esta colectividad del otro. Igual o casi que Juan Domingo Perón en su segundo mandato, iniciado cuando ganó las elecciones de 1952 y hasta que fue derrocado por el golpe de Estado de 1955. Y bastante más que Carlos Saúl Menem durante la década de los noventa.
No parece casual que todos ellos, con sus diferencias, tuvieran una misma matriz ideológica. Sin duda , esa condición común a todos ellos –el peronismo– motivó en esencia el repudio de buena parte de la ciudadanía hacia Cristina Fernández. De diversos modos y con dificultades para disimular y ocultarlo, esos sectores siempre han sentido un profundo odio de clase hacia todo lo que cabe en el concepto “nacional y popular”. Dicho con brutal franqueza y parodiando el lenguaje de las dizque clases altas y oligarquías aristocráticas, ese odio se destina a la negrada, las clases bajas que vienen de antiguos gauchajes o descienden de inmigrantes anarquistas, comunistas, socialistas radicalizados y de otros suburbios de la sociología política, quienes siempre reclamaron lugares en la mesa abundantísima del país que se autocalificaba “granero del mundo”, pero que jamás consiguió resolver el hambre de su pueblo.
Lo cierto es que esta mujer, parafraseando el memorable cuento de Rodolfo Walsh, acabó colocada –y es claro que también se colocó ella misma– en todos los podios del binarismo vernácu­lo. Y por eso concita aún hoy tanta fascinación y adhesión de unos, como desprecio y rechazo de otros, y todos con una intensidad muy pocas veces vista en la historia argentina.
En 2003, Néstor Kirchner llegó al poder luego de resultar segundo en la primera vuelta electoral con el 22% de los votos, y por la mera circunstancia de que Menem renunció al ballottage. Ni el Partido Justicialista al que pertenecía lo apoyaba en pleno, pero él, demostrando rápidamente saber leer la política, advirtió en el acto que de ningún modo podía plantearse un gobierno que hiciera más de lo mismo, aunque tampoco podría encabezar revolución alguna, toda vez que él no era un revolucionario.
Sin embargo, lo que él sí tenía era una clara conciencia de la necesidad de un cambio que sacara al país del atolladero. La inmensa mayoría del pueblo estaba apenas empezando a recuperarse de la brutal crisis de 2001-2002 y la sociedad desconfiaba de todo y de todos, retornada a pobrezas nunca vistas y al primitivismo del trueque y todavía gritando “que se vayan todos”.
El primer gran mérito de Néstor Kirchner fue, entonces, la correcta lectura de que en la Argentina el único camino posible para un presidente de tan débil legitimidad era el de marcar diferencias. Eso que años después muchos consideraron revolucionario o fundacional, en 2003 él lo supo enseguida: debía ser diferente y, además, original. Acaso entonces descubrió que le sobraba audacia para producir transformaciones de relativo bajo costo y gran efecto popular. Por caso, bajar el cuadro del dictador Videla del Colegio Militar.
Si había algo que le estaba vedado por completo era la aplicación de alguna forma de ajuste, de esos que siempre afectan dolorosamente al pueblo, es decir, a los trabajadores, maestros, jubilados, amas de casa de las clases más castigadas históricamente. Eso no. Pero entonces, ¿qué?
En primer lugar, el aprovechamiento de la coyuntura económica internacional, en ese momento favorable. A la par, un mensaje típicamente peronista y populista, y de gran efecto, como el pronunciamiento de que no iba a dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. Casi a la vez anunció la “transversalidad” como nuevo eje de convocatoria política, y en términos económicos demostró una extraordinaria lucidez y habilidad financiera para lograr una quita de la deuda externa sin precedentes en el mundo, y todo con la decisión de recuperar la soberanía y autodeterminación como modo de ganar tiempo y de restaurar el mercado interno, que estaba destruido.
Así consiguió timonear el barco, enderezar lo torcido e incluso convertirse en uno de los líderes continentales a partir del encuentro de presidentes en Mar del Plata, en 2005, donde con Lula da Silva y Hugo Chávez sentaron las bases de un proceso de autodeterminación latinoamericana como no se veía desde los tiempos de los Libertadores José de San Martín y Simón Bolívar.
Cuando a finales de 2007, y por el voto popular su esposa, Cristina Fernández, lo sucedió en la presidencia, podría decirse que empezó la extraordinaria resistencia al kirchnerismo, entendido como ideología de cambio reformador burgués inadmisible para los poderes concentrados que eran los verdaderos dueños de la Argentina desde por lo menos 1930. Esa resistencia, que con el tiempo adquirió muy diversos sentidos, se inició con violencia apenas comenzó 2008: el conflicto con los poderes agrarios históricamente más conservadores, fanatizados en contra de la Resolución 125 sobre retenciones agrarias, fue, podría decirse, el despertar del monstruo económico y mediático representado en el activismo militante del Grupo Clarín, colocado a la cabeza de la oposición y como estandarte de los sectores concentrados del capitalismo local más insensible y beligerante.
El neoliberalismo aquí tenía historia, antigua y reciente, y un enorme poder. En su versión contemporánea había comenzado, podría decirse, en 1955 con la autocalificada Revolución Libertadora, sangriento golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón. Luego se profundizó con la dictadura de Juan Carlos Onganía y Alejandro Agustín Lanusse (1966-1973), que derrocó al presidente radical Arturo Umberto Illia. Y se consagró en todo su poder y contundencia con la dictadura de Jorge Rafael Videla y Eduardo Massera (1976-1983), de la mano de la jerarquía católica más reaccionaria, un empresariado prebendario y corrupto y el talento del superministro José Alfredo Martínez de Hoz, que dirigió el asalto final a las estructuras del Estado para ponerlas al servicio del capital privado más especulativo, insolidario y neocolonizado. Asalto que inesperadamente fue coronado en democracia durante la década menemista (1989-1999), bajo el comando del segundo superministro, Domingo Felipe Cavallo. Durante más de treinta años decenas de economistas charlatanes predicaron recetas de ajustes y retracciones en los medios del Grupo Clarín.
El presidente radical Fernando de la Rúa fue elegido en 1999 en nombre de una llamada Alianza entre el radicalismo y la centroizquierda, supuestamente para detener el asalto sistemático al patrimonio colectivo y social de los argentinos. Pero esa ilusión duró muy poco: pronto se vio que por ineptitud y vacilaciones no sólo todo seguía igual, sino que una vez más de la mano de los nuevos superministros Machinea, López Murphy y Cavallo se consumaba el asalto final a los bienes del Estado y al propio Estado como regulador de la vida de la nación. El estallido social resultante, en diciembre de 2001 y con su dramática carga de muertos, fue resultado del agobio de una ciudadanía empobrecida y de­sesperanzada, harta de la entrega vil de casi todos los recursos nacionales, lo que condenaba a la sociedad a la pobreza generalizada y la sumisión absoluta, tanto interna como ante los poderes globales.
Frente a todo eso, aquella Argentina de­sesperada y caótica había empezado en 2003 y de la mano de Néstor Kirchner una asombrosa, notable recuperación. El conflicto agrario en 2008 vino entonces a ponerle límites al ya consagrado “kirchnerismo”, por entonces definido por el poder neoliberal y oligárquico como sinónimo de populismo demagógico al que había que domar y someter.
Pero la verdad es que el kirchnerismo era por entonces menos que un proyecto, en todo caso una práctica política orientada a fortalecer su base social, lo que había conseguido fuertemente mediante una serie de medidas necesarias, que recuperaban el patrimonio colectivo y de arraigo popular. La estatización del Correo Argentino, que estaba en manos del Grupo Macri, y del sistema distribuidor de aguas, en las de empresarios franceses, con la creación de Aysa, así como la reconsideración de la educación pública mediante la Ley de Financiamiento Educativo y la nueva Ley de Educación Nacional sancionadas en 2005 y 2006. Más adelante, la regularización del siempre escandaloso PAMI y algunas medidas extraordinarias e incluso inesperadas como la disolución de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) en 2008, con el retorno de la previsión social a la responsabilidad estatal. Y también, claro, el lanzamiento en 2009 de la Asignación Universal por Hijo (AUH) a modo de seguro social por cada hijo de personas de­socupadas, empleados en negro o por debajo del salario mínimo, que alcanzó de entrada a 3,5 millones de beneficiados. Y todo a la par de la regularización de las jubilaciones y el aumento fenomenal de la masa de pasivos regularizados. Y también hay que citar las leyes de cine, de teatro, la creación del Ministerio de Cultura y una serie de planes y programas de fuerte contenido social: Conectar Igualdad, el Plan Fines, Procrear, el Plan Nacional de Lectura, el Plan Progresar, el Programa Nuestra Escuela, de formación docente, la plataforma Educ.ar. Todo eso que desde  mediados de 2016 fue clausurado o agoniza.
Por todas esas medidas y decisiones beneficiosas para los sectores populares, tanto el gobierno del Frente para la Victoria (FPV) como el pueblo argentino iban a pagar costos altísimos, como se vería años después, cuando desde el propio gobierno kirchnerista empezaron los mayores tropiezos y se de­sató la marea reaccionaria de un neoliberalismo disimulado que ahora proclamaba valores republicanos, democráticos y hasta progresistas, y proponía el “cambio”.
Era obvio que se trataba de meros cambios cosméticos, superficiales, propios de un discurso efectista y mediático, deliberadamente vacuo y falaz. Pero que no fueron bien leídos por los sucesores de Néstor Kirchner, quien falleció en octubre de 2010 dejando un enorme hueco de protagonismo y astucia política. Sus exégetas y continuadores, y en primer lugar Cristina Fernández, su compañera de toda la vida, no advirtieron sino hasta el último minuto (noviembre de 2015) el daño autoinfligido por su propia incapacidad de diálogo, de apertura y negociación, y por la necia insistencia en un estilo político que sólo entusiasmaba a los convencidos, a la vez que ensanchaba tontamente lo que después se llamó “la grieta”, término aprovechado hasta el hartazgo por lo peor, es decir, lo más retrógrado de la sociedad, el periodismo y la política local.
A la muerte de Néstor Kirchner, empezó a crecer un resentimiento inexplicable y corrosivo que anidó en las clases medias y medias altas, pero que, todavía de­sarticulado, no impidió que en 2011 la reelección de Cristina Fernández fuera aplastante, con el 54% de los votos en la primera vuelta. Sin embargo, ese odio larvario sí caló, lenta pero profundamente, pocos años después. Se extendió como irrefrenable mancha de aceite hasta que en 2015 hizo pie, de manera inesperada, en vastos sectores marginales sobre todo del Gran Buenos Aires, y también en las llamadas “nuevas clases medias” que habían surgido en Córdoba, Mendoza o Rosario gracias al kirchnerismo.

neoliberalismo versus kirchnerismo

Los think tanks neoliberales, apoyados por canales de televisión abierta y el más fenomenal sistema de televisión por cable, muy inteligentemente explotaron todas y cada una de las limitaciones, carencias, contradicciones y torpezas del kirchnerismo en el poder, y socavaron poco a poco y con precisión la base social que lo sustentaba. La propaganda antikirchnerista fue un fenomenal trabajo de ingeniería, tan perverso como eficiente, para formatear un sentimiento nacional de disgusto y creciente hartazgo, que en realidad era más bien un espejismo puesto que no tenía razones profundas que derivaran de la vida cotidiana de las grandes mayorías. Cierto que persistían inaceptables bolsones de pobreza e indigencia extrema –que el gobierno de­satendía–, pero precisamente esas “nuevas clases medias” se habían de­sarrollado en calidad de vida, bienes y servicios como no lo habrían imaginado una década antes. Y, sin embargo, fue en esos sectores medios donde se instaló el resentimiento “anti-K” como verdad revelada.
El sistema mentimediático, con el acompañamiento de una dirigencia opositora que funcionaba como si fueran empleados legislativos o judiciales al servicio de Clarín, La Nación y los aparatos de propaganda, parió entonces la idea más brillante, aunque vacía de contenidos, que tuvo jamás el neoliberalismo argentino en democracia: “Cambiemos”. Un vocablo positivo y esperanzador, pero también, y sobre todo, una falsa promesa de mejoría de lo que no estaba tan mal ni era tan insatisfactorio, y que el sistema de multimedios dominante supo imponer como urgente necesidad nacional y popular.
Y es en este punto en el que hay que decir que el kirchnerismo, luego del impactante triunfo electoral de 2011, no comprendió ni la etiología ni la gravedad de la conflictividad política que se gestaba.
La Presidenta se encerró paulatinamente, aunque todos a su alrededor lo negaban. Y así nació, de hecho, un ominoso “sícristinismo”, que a la larga sería tan dañino como el “síraulismo” lo había sido veinte años antes para el presidente Raúl Alfonsín. Nadie lo sabía con exactitud, pero era vox populi que todas las decisiones las tomaba a solas, o acaso en consulta con sus laderos más fieles –Oscar Parrilli y Carlos Zannini, quienes ya en tiempos de Néstor habían sido sus fieles escuderos– y con su hijo Máximo, de quien nadie sabía qué preparación, qué experiencia ni qué virtudes intelectuales o políticas tenía.
Además, era evidente que ella había recurrido a todos sus jefes de Gabinete más para darles órdenes que para consultarlos, quizá porque los dos primeros que de­signó le resultaron tan fallidos que acabaron siendo durísimos opositores: Alberto Fernández (2007-2008) y Sergio Massa (2008-2009). Desde entonces, la relación que impuso a los siguientes fue más de sumisión que de complemento ejecutivo.
Claro que si era cierto que decidía a solas, hay que reconocerle a Cristina Fernández talento y decisión para tomar medidas extraordinarias, cualidades que hablaron siempre de su notable olfato en materia de ampliación de derechos civiles, soberanía y autodeterminación, así como para lanzar medidas de alta aprobación popular, como la cancelación del perverso sistema previsional de las AFJP, la Ley de Medios, la reforma de la carta orgánica del Banco Central, el relanzamiento de Aerolíneas Argentinas como línea de bandera, la renacionalización de YPF, las repatriaciones de centenares de cientíticos y técnicos, la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, el lanzamiento de los satélites Arsat-1 y Arsat-2; y, en materia internacional, el afianzamiento de los lazos que había tendido Néstor Kirchner con el Mercado Común del Sur (Mercosur) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).
Todo eso le permitió alcanzar cierto protagonismo internacional hasta entonces nunca igualado por presidentes argentinos, pues además ella mostró, gracias a una oratoria fenomenal y a su firmeza de ideas, un decidido carácter de estadista. Ahí quedarán para la historia su fuerte defensa de las soberanías nacionales latinoamericanas, el ingreso al G-20, la lucha por integrar el BRICS (que no fue posible por la ceguera y los celos del gobierno brasileño), el firme enfrentamiento a los fondos buitres y sus posiciones democratizantes en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otros organismos internacionales.
Cierto que hoy es fácil decirlo, pero es un hecho que el gobierno de Cristina Fernández no supo homogeneizar a esa masa informe que se llamaba “kirchnerismo” y que la oposición despreciaba sintetizándola en la condena a la undécima letra del abecedario. Tampoco se hizo esfuerzo alguno por institucionalizar al partido del gobierno, y también eso se pagó caro. Como se pagó el obsesivo modo presidencial de tomar decisiones mediante lo que en la política mexicana se llama “dedazo” y que liquida, porque distorsiona, toda práctica democrática.
En este sentido el Partido Justicialista, en tanto miembro hegemónico del FPV, resultó más instrumento y comparsa que estructura democrática. Y eso se vio especialmente en la primera mitad de 2015, cuando muchísimos argentinos reclamábamos ejercer el derecho ciudadano a decidir en las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) quiénes serían los candidatos a la sucesión presidencial, lo que fue sustituido por la tozuda decisión de Cristina Fernández de elegir ella, y a dedo, quiénes integrarían esa fórmula electoral.
Quizás ella estaba convencida de su talento y olfato, quién puede saberlo, pero fue un error. Difícil establecer ahora si Daniel Scioli hubiese resultado igualmente candidato, o si acaso la voluntad popular habría consagrado a Florencio Randazzo, Julián Domínguez, Sergio Uribarri, Aníbal Fernández, o incluso al vetado (por la Presidenta) Jorge Capitanich, a quien ordenó no presentarse como candidato. Como fuera, quienquiera que hubiese logrado la candidatura por mayor cantidad de votos en las PASO con certeza habría sido un candidato con fuerte apoyo de masas, y no uno cuestionado hasta la última semana anterior al ballottage, y a quien la propia Cristina Fernández –para colmo– despreció y humilló de infinitos modos. Esto reveló el inexplicable absurdo político de que el candidato de­signado caprichosamente por la Presidenta saliente era uno que la disgustaba.
Ese tipo de contradicciones –de algún modo hay que llamarlas– se repitieron en los últimos años y favorecieron la corrosiva labor del sistema multimediático que revitalizó y fogoneó la vieja, amohosada cuestión peronismo-antiperonismo, aunque sin llamarla así. La versión moderna de las trágicas polaridades argentinas y latinoamericanas desde las luchas por la Independencia –republicanos o monárquicos; unitarios o federales; radicales o conservadores; peronistas o antiperonistas– fue ahora algo así como nac&pops versus neoliberales, aunque ese sistema no los nombraba de ese modo.
Para la derecha oligárquica argentina, parida desde antes de Julio A. Roca pero consolidada con él entre 1880 y 1910, y luego vuelta a consagrar en los años treinta con el auge del conservadurismo, tanto en la política como en el mundo empresarial, y en los medios como en la calle, la cuestión era y sigue siendo una sola: liquidar al pueblo bajo, ese que siempre reclama condiciones dignas de trabajo y de vida. Lo que después del 17 de octubre de 1945 se llamó “peronismo” debía ser sometido y silenciado y, si acaso, exterminado. Los intentos fueron muchos y constantes, y es evidente que hoy continúan, renovados y con otros nombres o sin ellos.
De manera consecuente, terminar con el kirchnerismo ha sido y es para la derecha criolla un imperativo: el de aniquilar toda expresión popular contestataria y cuestionadora, reclamante y de activa militancia. Claro que no le resulta fácil acabar con un factor sociológico tan vasto, que encima devino hecho cultural, por historia y por presente, e incluso ahora gracias al fabuloso aporte tecnológico que son las redes sociales como medios de participación y militancia política.
El peronismo, entonces, en tanto “hecho maldito” de la política argentina, fue y sigue siendo un problema irresoluble incluso para la derecha peronista, cuyo factor más poderoso fue y es la derecha sindical, eterna carne de corrupción, prebendas y traiciones. Eso se vio de modo dramático durante la dictadura, y con variantes más o menos atenuadas durante toda la reconstrucción democrática, hasta que ahora ha reflotado con dirigencias sindicales inescrupulosas y obviamente maniatadas, porque su debilidad congénita contemporánea son la corrupción y los negocios personales y familiares. O sea, esa matriz mafiosa.

el rol corrosivo de la corrupción

La gran novedad del invento político de Néstor Kirchner –y que continuó, con menos habilidad, Cristina Fernández– fue que el peronismo, ahora llamado “kirchnerismo”, se constituyó con ellos en un hecho cultural de fuerte raigambre, más allá de afiliaciones y embanderamientos. De ahí el inmenso apoyo popular que logró y que todavía, apenas menguado, sigue teniendo. Ese es un karma insoportable para las oligarquías empresariales, ruralistas y proglobales, que lo sienten como maldición de la sociedad y de la política argentina: el eterno retorno de masas de marginales que, por convicción o circunstancias, son peronistas aunque no tengan carnet de afiliación ni militancia concreta.
Es sabido que el futuro es siempre impredecible, y el del kirchnerismo también lo es, como el del peronismo todo. Pero hoy, todavía, uno encarna necesariamente al otro porque, más allá de nombres, como expresión cultural, social e ideológica de las masas llamadas “pueblo”, es en el kirchnerismo o peronismo donde ellas se identifican hoy. En sus mejores y en sus peores expresiones, con sus ilusiones y resentimientos, sus alegrías simples y hermosas y también con sus capacidades autodestructivas, sus glorias y sus fracasos.
Entender lo anterior en toda su complejidad es imprescindible para responder con absoluta franqueza a la pregunta de por qué pasó lo que pasó y continúa sucediendo en 2016. No hay otro camino que la sinceridad absoluta y meter dedos en llagas. Porque de este lado, nuestro lado, se hicieron demasiadas cosas absurdas, tontas y necias. Se tomaron decisiones equivocadas, se sostuvieron funcionarios impresentables, ineptos o corruptos, o ambas cosas, y jamás –jamás– se admitió la crítica interna ni se esbozó siquiera la más mínima autocrítica.
Eso siempre se paga muy caro en política, por muchos logros que una administración pueda mostrar y por alto que sea el calor popular. Se paga igual e inexorablemente más allá del hecho cierto de que el adversario también juega y lo hace con ingenio, con muchísimo dinero, con el apoyo y estímulo de los grandes poderes políticos y económicos mundiales, y con un desproporcionado sistema de multimedios a su servicio. Ya conocemos todas las mañas del campo históricamente hegemónico y por eso en este texto carece de sentido insistir en la descripción o denuncia de sus pésimas costumbres e infinitas maniobras, mentiras, corruptelas y perversidades, aunque sí hay que tenerlas muy en cuenta como complemento necesario y perfecto de la torpeza propia.
Cuando el domingo 10 de febrero de 2008, bajo el título “Los trenes bala. Carta abierta a la Presidenta”, denunciamos en el diario Página/12 un obvio negociado encubierto, dada la dudosa transparencia de la supuesta recuperación ferroviaria que se escondía bajo el anuncio grandilocuente de la construcción de una serie de trenes bala de tecnología francesa, la respuesta fue el silencio. Cierto que rápidamente se diluyó aquel faraónico proyecto, presupuestado en más de 4000 millones de dólares, pero se canceló en silencio, y, mientras este cronista pasaba a la categoría de aguafiestas, el entonces secretario de Transporte Ricardo Jaime (hoy en prisión) no sólo no fue exonerado, sino que continuó varios años en el mismo puesto.


Tanto o más que la crisis energética, ya entonces el transporte era el mayor freno al de­sarrollo de la Argentina. Insoluble problema, era decididamente imposible una política seria de industrialización, pleno empleo e inclusión social como se anunciaba si este seguía siendo un país desconectado. No se podía combatir la pobreza y la indigencia si provincias enteras habían sido privadas de ferrocarriles y líneas aéreas, mientras las carreteras argentinas se mantenían tercerizadas y en general en condiciones deplorables, y los lobbies de fabricantes o importadores de camiones, los transportadores contaminantes, los sindicatos de camioneros y los concesionarios de todas las marcas impedían –como todavía lo hacen– una solución nacional seria y consensuada.
En realidad, el tren bala prenunció algo que con el tiempo fue letal. Millones de electores votaron dos veces a Cristina Fernández con la esperanza –siempre presente– de que finalmente un gobierno terminara con la corrupción, o al menos la controlara. Pero nada se hizo al respecto y un simple ejercicio de evaluación mostraba que en 2015 –considerando los muchos cambios políticos, económicos, sociales y culturales, y aun disculpando demoras, indecisiones y fracasos– el kirchnerismo acabó opacado por la falta de transparencia en la gestión.
Sin devaluar ni un milímetro los muchos logros alcanzados en doce años por el autocalificado “modelo”, la verdad es que la falta de transparencia fue una penosa política de Estado que carcomió al gobierno y hasta le sirvió en bandeja al macrismo la cínica simulación de que ellos llegaban para moralizar a la república.
El hecho es que en esa docena de años no se instrumentó ni se puso en marcha un solo programa de transparencia. Ni uno de alcance nacional, por lo menos, ni uno como política de Estado o siquiera como plan de gestión. Así como jamás se limpiaron las malditas policías de todo el país, incluyendo la Federal y la Bonaerense, y se mantuvo casi intacto el inhumano sistema carcelario creado por el genocida Ramón Camps durante la dictadura, la corrupción imperó en todos los órdenes y acabó por manchar incluso a funcionarios honestos del kirchnerismo, que quizá fueron mayoría.
Pero lo cierto es que no se tocaron ni de costado los innumerables bolsones de corrupción de punteros, dirigentes y funcionarios, que jamás van presos por sus exigencias de peajes, coimas y mordidas. Y todo eso resultó a la postre políticamente letal, porque es insostenible que casi no haya habido corruptos presos en tres cuatrienios. No los hubo, y la condena a Felisa Miceli no alcanza como excepción a la regla.
En síntesis, fue y es reprochable la nula actitud del kirchnerismo frente a la corrupción, así como la inexistencia de políticas de transparencia y la inexplicable tolerancia e inacción ante funcionarios y amigos ostensiblemente corruptos. Esos mismos que hoy son investigados, y en algunos casos encarcelados, y que las torpes y manipuladas clases medias macristas pretenden enrostrar incluso a los que jamás avalamos esas taras.
Se sabía y se sabe que la corrupción es endémica en este país, y que está instalada en todos los estamentos, por lo menos desde la sucesión de dictaduras que quebrantaron una y otra vez la Constitución nacional y tras el carnaval menemista de los años noventa. Eso exigía de un gobierno innovador, nacional y popular, una clara política de transparencia. Por no hacerlo, ahora son los zorros los que administran el gallinero.

el diálogo, ese ausente

Otro gravísimo error fue la falta de diálogo con la oposición, que es esencial en democracia. Y fue también, por cierto, un yerro que caracterizó a Cristina Fernández, y acaso por una sencilla razón: no supo o no quiso (en ambos casos es reprochable) convocar a diálogo alguno. Lo que fue otro error político que paga hoy la ciudadanía.
Es cierto que hubo una oposición necia y mayoritariamente malintencionada, y ese no es un mal atribuible a ningún gobierno. Una oposición articulada y fuerte, capaz de acompañar los logros sin mezquindades y de señalar errores con grandeza y espíritu constructivo es una necesidad de toda democracia representativa. En el caso argentino su falta sin duda afectó a la nación entera; la ceguera y la carencia de autoridad moral para señalar errores pusieron a la oposición al kirchnerismo, a conciencia o no, al servicio de grupos monopólicos tradicional e históricamente corruptores. Vacíos de propuestas, movidos por conveniencias y oportunismo, en particular radicales y socialistas tiraron por la borda casi todos los principios de sus padres fundadores. El espectácu­lo que dieron en el Congreso y en los medios fue lamentable.
Pero, frente a eso, el kirchnerismo no dio respuestas. Incapaces de llamar a los diferentes al diálogo, fue evidente que los gobiernos kirchneristas no quisieron hacerlo. Y ese es el más grave error de todo político, de todo dirigente. En lugar de azuzar a los opositores, aun a los más necios y obtusos, se debió redoblar la paciencia. Hubiera bastado, en muchísimas ocasiones, con un llamado telefónico personal, un café descontracturado, una reunión amable, un intercambio educado y humilde; es decir, un acto de grandeza. Es lo que se espera de un gobierno, y más si tiene fuerte base popular y está siendo acosado.
Porque la política es también buscar y encontrar interlocutores; es calmar a las fieras, persuadir antes que golpear. Y eso nunca lo supo hacer el kirchnerismo. Y así, el único resultado fue darle de comer en la boca a una prensa hostil por ideología y por intereses. El gobierno cayó en casi todas las provocaciones y facilitó que muchos opositores llenaran sus discursos de barricada acusando a la Presidenta y sus íntimos de autoritarios, corruptos, provocadores, e incluso responsables de la crispación generalizada que estimulaban –¡ellos mismos!– desde los medios.
Encerrado en sí mismo y sin dialogar, el kirchnerismo alimentó la nada conceptual de la oposición. Con lo que nadie ganaba; sólo la antipolítica, que fomentó ese odio profundo a Cristina Fernández y al gobierno que fue decisivo a finales de 2015. De ahí la dolorosa paradoja que todavía no termina de digerirse: Cristina Fernández fue la gestora de mucho de lo mejor que sucedió en lo que va del siglo XXI en este país, pero a la vez fue la responsable de que no se hiciera todo lo imprescindible para que la Argentina dejara de ser la sociedad enervada, neurótica, resentida y por eso mismo tan de­sigual e injusta que todavía es.
Por las razones personales o políticas que fueran, el hecho de encerrarse en actitudes soberbias jamás contribuyó al clima dialogal que es lo sanamente opuesto a toda crispación. Así, la ciudadanía toda asistió a un perfecto monologar de sordos que se expresaban en diarios y programas de televisión. Nadie se escuchó durante años. Y si es verdad que la democracia no se construye ni se enaltece de ese modo, también lo es que siempre es el gobierno el que debe convocar, el que tiene la obligación de sosegar a los exaltados, llamar a la calma y templar los ánimos.
Siempre estuvo claro que la Presidenta tenía derecho a sentirse ofendida y fastidiada cada vez que la agredían tratándola de yegua, bipolar, farsante o adicta a lo caro. O cuando le de­seaban la muerte, como antes a su marido. Fue horrible ese trato, además de inmerecido. Pero fue un error responder al odio con soberbia. Porque esa conducta sólo contribuyó a profundizar la llamada “grieta” y así trazó el camino que llevó a la Argentina al inesperadamente tremendo 2015.

la “grieta” y la derrota del “modelo”

La debacle kirchnerista se veía venir y muchos lo alertamos; de ahí el fastidio que produce que desde el poder no lo vieran. O no hayan querido verlo, acaso por oscuras y quizá repugnantes razones, como el ya sugerido supuesto de que tal vez algunos en el gobierno de­seaban la derrota… Quién sabe, este texto no adhiere a conjeturas, pero no descarta ninguna.
Lo cierto es que en las vísperas electorales de noviembre de 2015 se veía ya a muchos personajes contentos, exultantes, en Buenos Aires y otras capitales. En coches de alta gama, vistiendo ropas caras y sobrados de optimismo, lucían caras de contentos, esos contentos. Convencidos de lo que consideraban una urgente necesidad de “cambio”, venían de un largo mes de contentura ardiente desde que en la primera vuelta electoral el FPV había alcanzado un triunfo tan moderado como de mal augurio.
Insinceros y gelatinosos, oblicuos y evasivos, los dirigentes del partido Propuesta Republicana (PRO) y su candidato prometían lo que no pensaban hacer y todos esos contentos sonreían, de lo más contentos. A lo largo de todo aquel noviembre era imposible no pensar, desde la sensatez y el sentido común, que la erupción de tantos contentos se debía a que ahora las derechas son “modernas” y saben ocultar sus intenciones. Incluso disponen de colectivos de intelectuales que les dan lustre, a la vez que cierta izquierda idiota los acompaña y vota como ellos. O vota en blanco, que es lo mismo.Y en esa coincidencia fenomenal caben incluso los sindicalistas que en la segunda vuelta también votaron, de lo más contentos, a quienes iban a acabar con las paritarias, la industria y el empleo. Y para justificarse repetían a coro los adjetivos superlativos que los mentimedios aplicaban a la inflación –“incontrolable”, “galopante”, “irrefrenable”, “hiper”–, y por si fuera poco se tragaban las mentiras sobre la eliminación del impuesto a las ganancias. Era patético verlos perorar acerca de “la grieta” como si fuera novedad, olvidando que existe desde hace doscientos años en toda nuestra América y sus nombres propios derivaron siempre de las diferentes y constantes expresiones de la lucha de clases.
Por cierto, la promocionada idea de “grieta” como parteaguas de la sociedad argentina fue una estrategia con la que los mentimedios bombardearon al país, con eje en la prédica corrosiva de Radio Mitre, TN y otros instrumentos ideológicos de quienes lograron finalmente acceder al poder, y ahí están, estos días, contrariando una por una sus promesas electorales.
La grieta, en realidad, no era kirchnerista ni era algo nuevo en la Argentina, que fue, desde los inicios como nación, una sociedad muy compleja, dinámica, conflictiva y conflictuada, siempre en pugna. Cierto que con enormes virtudes y extraordinarios recursos naturales, pero también con gravísimas taras históricas que no se pudieron superar. Por citar dos: el comportamiento irracional de las burguesías urbanas acomodadas, en general poco y mal educadas, de maciza ignorancia y casi nulo espíritu solidario, por un lado. Y por el otro, el comportamiento irregular de vastos sectores marginales vencidos por exceso de telebasura, demasiado resentimiento y también muchísima ignorancia.
Si se observa el abismo histórico entre ambas grandes franjas se ve, primero, que esa grieta es parte constitutiva, y desdichada, de la vida nacional. Esto también sirve para explicar la decadencia de las relaciones comunitarias en las últimas décadas y para desmentir la estúpida nostalgia que suelen sentir los sectores privilegiados, que añoran una Argentina supuestamente de­sarrollada y de gran poder económico durante la primera mitad del siglo XX. Esa es otra mentira promocionada por los mismos mentimedios, pues la verdad es que la Argentina de casi todo el siglo XX fue un país muy injusto e inequitativo.
Entre 2003 y 2015, cuando se acusó alevosamente al kirchnerismo de provocar esa supuesta grieta, y acerca de la cual se dijeron tantas estupideces, en realidad este país vivió su mejor presente en materia de equidad social, políticas solidarias internas y autonomías soberanas. Sin duda el kirchnerismo, y sobre todo en los últimos cuatro años, cometió errores garrafales y necedades políticas que hoy se pagan carísimo. Y es cierto también que hubo oídos cerrados a las advertencias y a los pedidos que muchos hicimos. Pero el balance de doce años de kirchnerismo sigue siendo positivo y es lo que explica la todavía serena esperanza de una ciudadanía que aguarda y necesita respuestas que no llegan y que son ya urgentes; como también lo es el surgimiento de nuevas dirigencias que reanuden lo mejor de esa gesta maravillosamente esperanzadora e imperfecta. Que exige una autocrítica tan necesaria como inaplazable.

la hora de las autocríticas

Lo que hoy llamamos “macrismo” es la expresión de una restauración antipopular y de fuerte desprecio clasista, reivindicante de privilegios y protectora de “climas de negocios” antes que de los intereses nacionales. Pero también hay que decir que en tanto expresión típica del mundo globalizado, no llegó al poder en la Argentina (y ahora en Brasil, y todo indica que continuará en otros países) por puros aciertos publicitarios ni por sus supuestas virtudes ideológicas.
Hay que decirlo: el macrismo llegó al poder, como devastador tsunami, también y quizá fundamentalmente por los errores propios del kirchnerismo, es decir, las tremendas metidas de pata y necedades de dirigentes y funcionarios. Y a esto hay que revisarlo tanto en sentido horizontal como vertical, y sobre todo en este último, porque en toda propuesta vertical, como ha sido históricamente el peronismo, es arriba mucho más que abajo donde se deberían identificar las fallas.
Si se deja por un momento la mirada nostálgica y melancólica sobre todo lo plausible que se hizo en los últimos doce años en la Argentina, se puede ver que tanto el kirchnerismo, el FPV, como lo mejor del peronismo, con la ex presidenta como máxima figura, aparte de los muchos aciertos que por supuesto tendrán un peso definitivo en las balanzas de la historia, tomaron decisiones equívocas, que devinieron muy gruesos errores. Señalarlos puede y debe ser una oportunidad de superación, incluso respetando desde el vamos la clásica resistencia a todo tipo de crítica que caracteriza la mirada argentina.
Este texto propone, en primer lugar, subrayar la ya sugerida indecisión y/o incapacidad de tejer alianzas, producto del diálogo con los opuestos, lo que es básico en política. El ya señalado autoencierro fue un letal indicador de que Cristina Fernández no confió en su propio talento para invitar, dialogar y seducir a los opositores, y proponerles agendas de negociación. Cierto que sufrió ese hostigamiento feroz, pero un estadista igual convoca, discute, propone, logra acuerdos mínimos. Eso es la famosa gobernabilidad.
Sin duda el kirchnerismo hizo una revolución democrática con innovaciones políticas, reformas institucionales, económicas y sociales, y todo frente a una prensa mundial hostil, enervada desde medios locales con una miserabilidad sin precedentes. Y con seguridad estos doce años fueron una fiesta para vastos sectores populares, pero entonces la pregunta es por qué también desde esos sectores se votó a quienes ahora serán sus verdugos, y ahí es donde la respuesta posible exige una esclarecedora autocrítica. Sobre todo porque se pudieron atender cuestionamientos de quienes acompañaron el proceso, y no sólo referidos a la falta de una política de transparencia, algo que nunca se hizo.
Habría que decir también que fue ese aislamiento el que llevó a Cristina Fernández a dirigirse siempre a los ya convencidos, con o sin cadenas nacionales. Lo que no sumaba y, al contrario, irritaba a buena parte de la sociedad que la había acompañado en 2007 y más en 2011. El kirchnerismo, ya se ha dicho y no es inútil repetirlo, nunca fue capaz de darse una política de diálogo con los diferentes. Y fue una pena, y una parte de la tragedia política, porque talento y convicción a ella le sobran. Por citar sólo un ejemplo, supo reacomodar con inteligencia su discurso, actitud y conducta cuando Jorge Bergoglio devino papa y figura mundial. Inevitable preguntarse entonces por qué no supo hacer lo mismo hacia dentro de la casa. Fue ella quien debió convocar a los radicales, incluso a los más doblados. Y llamar al socialismo al diálogo, incluso a los más derechizados. Y a la izquierda ni se diga. Y aunque hubiese logrado poco, otra hubiese sido su imagen en la opinión pública, de­sautorizando los motes de autoritaria, soberbia o autosuficiente.
Otro error fue la reiterada elección de colaboradores a dedo, posiblemente por simpatías momentáneas. Fueron demasiadas las veces que el dedo presidencial se orientó en sentido equivocado. No sólo respecto de la elección del candidato Daniel Scioli por sobre las PASO. También pifió con lo que parecían enamoramientos políticos poco o mal fundados, como cuando en 2011 ungió candidato a la vicepresidencia a Amado Boudou, decisión que a la larga resultó una pesadilla; o el fugaz entusiasmo por Martín Insaurralde en 2013. Y se diga el error garrafal que fue haber elegido a Mauricio Macri como el enemigo más “fácil” de vencer por ser un candidato frívolo, empresarial y de pocas luces, a despecho de que era sostenido con enorme inteligencia por un aparato colosalmente poderoso.
Y otro aspecto que merecería una fuerte autocrítica fue de­satender por completo la cuestión ambiental, que fue uno de los rubros más débiles de su gestión a punto tal que ahí están ahora, intactos y felices, Monsanto, Barrick Gold y otros nombres letales, todos favorecidos por el kirchnerismo y ahora prebendarios del macrismo.
Haber perdido las provincias de Buenos Aires y Córdoba en las elecciones de 2015 de manera abrumadora también impone autocrítica. Y no puede dejarse de lado el no tener en cuenta que, más allá de que la ciudadanía fue sometida a un bombardeo de los mentimedios, resultó insostenible haber descalabrado el INDEC y no haberlo reconstruido cuando todavía había tiempo.
Si más de la mitad del electorado optó por el voto castigo a una gestión, no es sensato protestar después contra ellos si no se hace una revisión profunda y sincera de las propias malas decisiones. Quizá no en la gestión económica y social, acaso los puntos más altos del kirchnerismo, y sin duda no en materia de derechos humanos y conquistas igualitaristas, pero sí en muchos otros rubros. Las autocríticas son siempre necesarias, aunque algunos se molesten y otros cuestionen, limitados, “la oportunidad”.

la ilusión del retorno

Son muchas las revisiones urgentes que hacen falta. En gran medida porque hay riesgos ciertos de que el macrismo termine mal. La historia nunca se copia a sí misma, y seguramente no se repetirá una huida en helicóptero, pero sí son capaces, los neoliberales más furibundos, vengativos y malvados, de volver a ensangrentar las plazas con matazones que nadie de­sea y que serían terribles para el país.
El único camino para evitar el caos que de modo sistemático promueven –con sus ajustes, la destrucción del aparato productivo y el empleo, y el endeudamiento atroz que sólo beneficia a negociadores y especuladores– consiste en la organización popular para que el ideario nacional de soberanía, equidad y autodeterminación gane abrumadoramente las elecciones legislativas de 2017. Esto es fundamental, tanto como la construcción de nuevos liderazgos decentes, dialógicos, preparados, confiables y muy firmes en convicciones y lealtad al pueblo argentino para los comicios presidenciales de 2019.
De ahí que el hipotético retorno de Cristina Fernández al gobierno es todavía más un de­seo de muchos que una certeza. Hay muchísimo que agradecer al kirchnerismo y echar de menos, pero también es muy largo el repertorio de críticas propositivas y de buena fe de­satendidas, como es inmutable el estilo de la expresidenta: una mujer brillante y decidida, pero que no dialoga, no escucha y toma decisiones muchas veces de­sacertadas. Y que no comprende que no se puede gobernar sin abrirse a los contrarios. Esos errores los estamos pagando ahora.
Una mínima autocrítica deberá recordar también que la política exige conductas y modos, y no sólo decisiones. Si el gobierno K hubiera hecho política, habríamos tenido kirchnerismo para rato, y se hubiese ido limpiando y democratizando, porque había un buen rumbo. Pero se eligió gobernarsólo para los propios, y así, entre otras penosas consecuencias, se entregó el viejo radicalismo y el viejo socialismo a lo peor de las ideas argentinas. No se puede gobernar desde el ensimismamiento. Sería bueno aprenderlo en el camino de recuperar las mejores ideas, que necesitamos escuchar y ver en boca y actitud de dirigentes. Si eso sucediera, la recuperación sería un hecho. Porque en política nada es definitivo ni para siempre, y no todo está perdido. Sólo un ejemplo: el festival de decretos del macrismo se podrá terminar, también, a decretazos. Y en general, recuperar este país será posible porque tenemos un corpus legal que en gran medida se sancionó en los últimos doce años. Y hay buenos idearios para apuntalar el retorno con principios y valores, y sin miedos.
Lo anterior no desdeña ninguna expresión popular. Ni el masivo reconocimiento a Cristina el 9 de diciembre, ni la movilización espontánea durante el ballottage a pesar del candidato deslavado, ni mucho menos las multitudinarias plazas porteñas (casi todas sólo porteñas) de protestas antimacristas y, especialmente, la colosal manifestación popular de acompañamiento a la expresidenta a los tribunales de Comodoro Py en abril de 2016. Todo eso está muy bien, es alentador y amalgama un sentimiento herido que necesita restañarse. Pero conviene ser conscientes de que con eso no alcanza. Las movilizaciones son importantísimas en lo emocional, y habría que sumar al interior de la república, pero la lucha es otra y exige las mejores propuestas, los más valiosos dirigentes, coherencia ideológica y una galvanizada resistencia. Todo eso propone una inmensa tarea por delante. Que cada día parece haber comenzado ayer.
Por eso la ilusión del retorno del kirchnerismo debería fortalecerse desde el sereno balance de los errores cometidos. Lo cual no implica sumarnos a los cínicos coros de condena, pero sí comprender mejor lo que pasó y lo que no se hizo o se hizo mal, para posicionarnos en un mejor entendimiento futuro.
Sólo como ejemplo, la inflación ahora está desbocada y aunque el actual presidente diga que va a “bajar drásticamente” en seis meses o un año o jamás, lo que deberíamos recordar es que el kirchnerismo no la supo controlar. Como no fue capaz de domar ese potro que es el dólar para los argentinos. Ni de someter a los cuervos bancarios locales. Ni de desmontar la nociva Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, que desde hace cuarenta años es un palo en la rueda de este país. Ni de implementar subvenciones racionales para los servicios públicos, sostenidos absurdamente en forma indiscriminada y en descontrol. Esto es: no quedarnos en ver nada más que la paja en el ojo ajeno.
Todo lo anterior explica, además y aunque duela, el voto fastidiado de muchísima gente de bien que creyó en la mentira de un “cambiemos” miserable.
Por supuesto, fue heroica la lucha contra los fondos buitres, y se hizo una gran tarea que casi el mundo entero apoyó. Pero si el resultado es el sainete genuflexo que se vio en Diputados, es que algo se hizo mal. Es lamentable el presente ominoso que vivimos, sobre todo porque veníamos creciendo, de­sendeudados y emparejando la distribución de los ingresos. Muy bien. Y los salarios y las jubilaciones corrían por encima de la inflación, y había paritarias libres y muchos otros logros. Estupendo. Pero algo se hizo mal si en pocos meses y tras una sola maldita jornada, todo eso se fue al tacho. El análisis de estos doce años, hoy, es una tarea muy compleja y nadie debe enojarse. Con la verdad no se ofende ni se teme, como postulaba el gran Artigas.

carta pública al nuevo presidente

Al día siguiente del triunfo electoral de la Alianza Cambiemos, quien firma se pronunció en el diario Página/12 mediante una carta llena de prevenciones que, desdichadamente, meses después se cumplieron punto por punto y dibujan el presente argentino de mediados de 2016. Cabe reproducirla:

Sr. Mauricio Macri:

Usted será, desde ahora y por los próximos cuatro años, también mi Presidente. No me alegra, pero respeto incondicionalmente el voto de la mitad mayoritaria de los argentinos. Por eso, y más allá de pensar que fue un voto equivocado, quiero decirle con el mayor respeto, como merece su investidura, lo siguiente:

1. Ante todo, que fue lamentable el sainete que usted y los suyos montaron para asumir. Festín de los mentimedios que lo sostuvieron y que son los verdaderos triunfadores del pasado 22N, fue una innecesaria muestra de rencor y autoritarismo. Pésimo comienzo.

2. De todos modos, y de cara al futuro, deberá recordar usted que la inmensa mayoría de los argentinos queremos –los que no lo votaron y muchísimos que sí– una economía nacional sometida al poder político y al servicio de los intereses populares, y no al revés.

3. Por eso no queremos que se ceda y se pague a fondos buitres a los que usted ya mandó a buscar 48 horas antes de asumir. Y no lo queremos no sólo por razones ideológicas o técnicas, sino también porque cada vez que nos endeudan sus economistas (muchos otrora servidores de la dictadura y el menemismo), lo hacen porque reciben comisiones fenomenales de los bancos, los buitres y los organismos multinacionales.

4. Queremos una reforma judicial que termine de una vez con esa corporación o “familia” cuasi mafiosa, que es arcaica, prebendaria, partidizada y corrupta. Y queremos una Corte Suprema que deje de ser funcional a sus mandantes mediáticos y a su partido, y que retome el espíritu de la Corte de 2004.

5. Queremos que Aerolíneas Argentinas e YPF sigan en manos del Estado. Que se mantengan y actualicen las AUH y se respeten y mejoren las condiciones de millones de jubilados. Que nunca más vuelvan las AFJP como se sabe que amigos suyos están planeando. Que continúe la restauración y mejoramiento de los ferrocarriles, a cargo y en manos del Estado. Que se sostenga y fortalezca el Plan Procrear para que más familias accedan a viviendas propias y dignas. Y que el fútbol siga siendo para todos y no lo reconviertan en negocio de dirigentes y empresarios.

6. Queremos que se defiendan las universidades públicas, se mantenga la gratuidad y en 2018 se celebre el Centenario de la Reforma Universitaria, que ha sido y es ejemplo en el mundo. Queremos que continúe la repatriación de científicos y se coloquen más satélites ARSAT en el espacio; que continúen las políticas educativas y culturales inclusivas, y que el mejoramiento de la calidad educativa no sea un negocio. No queremos economistas puestos a educadores.

7. Queremos que se apoye por todos los medios a la industria nacional, que da trabajo y genera divisas, y no que se reabran las importaciones basura que ya nos infectaron en los noventa.

8. Queremos que continúen las políticas de derechos humanos, y bueno sería que usted se retracte públicamente de haber dicho que son “un curro”. Y que prosigan los juicios a los militares responsables de la dictadura, y se procese también a empresarios y civiles cómplices.

9. Queremos que continúen las vacunaciones gratuitas y que se mejore la salud pública en todo el país, en cantidad y en calidad. Que se siga con la fertilización asistida, el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género, a todo lo cual usted y su partido se opusieron y votaron en contra.

10. Queremos que su gobierno persista en la recuperación de las Islas Malvinas por vías pacíficas, como bien hizo el gobierno saliente.

Y queremos muchas cosas más, Sr. Presidente, entre ellas garantizarle algo importante: que no llamaremos “yegua” a su vicepresidenta ni a la gobernadora bonaerense, así como no los amenazaremos con la horca aunque roben, ni ofenderemos a sus familiares, vivos o muertos.

Y por supuesto también queremos que cesen los beneficios judiciales que le está brindando a usted ese lamentable fiscal, rápido para los mandados, que lo ayudó en la causa en que está usted procesado y, además, recortó en 12 horas el mandato de la Presidenta, perfeccionando así una última ofensa gratuita con una medida que es, además, absolutamente contraria a la Constitución, aunque la apruebe una veterana y camaleónica jueza, siempre oportuna.

En abril de 2010 escribí en este diario una nota rechazando la Medalla del Bicentenario que otorgara su gobierno municipal a la Fundación que presido en el Chaco. Lo hice para no tener que darle mi mano, que estaba y sigue limpia, y porque yo tenía, como tengo, una muy mala opinión respecto de sus cualidades personales, de gestión y sobre todo éticas. Ahora sigo pensando que es usted una persona por lo menos insincera, que por supuesto no es el presidente que la mitad apenas minoritaria de los argentinos quería. Pero así es la democracia y por eso no puedo sino de­searle todo lo mejor por el bien de mi país. Que no es estrictamente el suyo.

Por último, corresponde recordarle que somos muchos, muchísimos los argentinos que esperamos que su paso por la primera magistratura de esta república dure sólo cuatro años y no sea especialmente dañoso. Confiamos en ello porque muy estrecha fue su mayoría y porque el pueblo argentino siempre vuelve. Y nosotros volveremos, no lo dude. Reciba mi más respetuoso saludo.

final provisorio

Cuando transcurre el gobierno neoliberal que hoy padece la Argentina, está cada día más clara la perversidad del modelo macrista de reconversión social retrógrada, antinacional y antipopular. La lectura cotidiana de los hechos, en los diarios y portales que muestran la realidad de lo que pasa, evidencia el grado de insensibilidad, revanchismo y maldad de este gobierno.
Las notas de los mentimedios al servicio del nuevo régimen votado por una mayoría exigua, pero mayoría al fin (y hay que reconocerlo aunque duela y/o fastidie) hablan de otras cosas, otra realidad, otro país. Sus diarios y su sistema de estupideces y falsedades televisivas celebran machaconamente el retorno a los brazos del imperio, distorsionan los datos de la crisis social que crearon en pocos meses, mienten cifras y pronostican paraísos como arcángeles lelos, celebran tonterías todo el tiempo y se espantan ante corrupciones ajenas nada más que para tapar la propia, la imperante, la de ellos y de ahora mismo, esa que coprotagonizan el presidente, su familia, sus amigos y centenares de sus funcionarios, pletóricos de soberbia y de cuentas offshore en cloacas financieras.
Como sea, también está claro que el kirchnerismo fue una gran oportunidad perdida para este país. No gustará que se diga, y qué lástima, pero sería sano reconocer que como proceso reformista pudo y debió ser más consistente. Y esta opinión no es de ahora; la hemos vertido en forma sostenida. El kirchnerismo pudo y debió ser el inicio de una transformación política, económica y social, que se frustró. Produjo algunos hechos fenomenales, claro está, y nadie negará que realizó cambios culturales importantes, pero el intento de remover estructuras no fue profundo. Y muchos, muchísimos de los que lo apoyamos lo hicimos con la intención de ayudarlos a esas remociones.
Se dirá que es fácil decirlo ahora, pero muchos/as lo mencionamos durante todos estos años y reinvindicamos el derecho de recordarlo. Porque a la postre el hecho triste, solitario y final es que en términos de evolución, despegue y afirmación de otro modelo más justo, más libre y más soberano, hemos fracasado en el intento. Y el plural vale y se sostiene porque no fueron sólo el gobierno, Néstor Kirchner o Cristina Fernández los responsables. También la ciudadanía, que no cambió la más fea y acendrada de las muchas características argentinas: el conservadurismo. Ni el peor de sus rasgos colectivos: el resentimiento.
Y es claro que mucho quedará para analizar y para el juicio de la historia. Pero hoy, a mediados de 2016, es fuerte la impresión de que el pueblo argentino no sabe qué hacer con la de­sazón que le produce la revancha del régimen ultraconservador macrista, que es norteamericanamente republicano, de implacables clasismo y racismo, y capaz de un cinismo a conciencia que lo convierte –y acaso para siempre– en el verdadero hecho maldito de la política argentina.
La tragedia del país riquísimo que se come a sí mismo y al que sus hijos destruyen generación a generación no ha terminado. Este es sólo otro capítulo, quizás el más horrendo porque, para colmo, tienen de su lado a la inmensa mayoría de los cerebros del país tinellizados, legrandizados, intratabilizados, animalesueltizados… la lista es larga y ominosa.
Las futuras generaciones, hoy formateadas en disvalores, ruidos e individualismos, quizá ni se den cuenta. Aciago final sería para lo que fue, acaso, la última gran esperanza transformadora de la Argentina. Y si alguien se enoja ante el escepticismo, y puesto que no es políticamente correcto acusar a los arrepentidos ni a los que todavía no terminan de arrepentirse, tan sólo habrá que recordarle que toda mala conducta, como todo lo que es malo, sólo se empieza a corregir a partir de que se reconoce su nocividad.

Este texto apenas quiere llamar la atención sobre eso, porque aún estamos a tiempo para empezar a crecer. @

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