Aviso por los comentarios

AVISO: Es probable que en algunas redes sociales existan cuentas, muros o perfiles a mi nombre. NADA DE ESO ES VERDADERO.

Las únicas 2 (dos) vías de sociabilidad virtual que manejo son este blog y mi página en FB. Ninguna otra cuenta, muro o perfil —en Facebook, Twitter o donde sea— me representa. Por lo tanto, no me hago cargo de lo que ahí puedan decir o escribir personas inescrupulosas.

viernes, 5 de septiembre de 2014

REALIDAD y FICCION. Mi conferencia en el Congreso de FEPAL, antenoche


30º Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis
 Sheraton Hotel Buenos Aires, 3 de Septiembre de 2014.

Conferencia de apertura: Realidad y ficción
Por Mempo Giardinelli

Los dos conceptos que Abel Fainstein me propuso reflexionar esta noche con ustedes son, mejor decirlo desde el inicio, la razón misma de mi trabajo autoral y de todo narrador.

Sin embargo, saberlo no serena mi espíritu sino todo lo contrario. Porque se trata de un conflicto perenne, que nunca se resuelve. Y que siempre es bueno revisar.

La dicotomía realidad-ficción parecería esencial en mi oficio. Y observen, por favor, que lo digo en potencial: "parecería". Y ello, porque no estoy seguro de que a la hora de la creación sea decisivo establecer las fronteras entre uno y otro concepto.

Como sea, aquí estamos, y mi deber ahora es meditar en voz alta sobre el título que le pusieron a esta conferencia: "Realidades y Ficciones". Misión, por cierto, que necesariamente implica revisar los vínculos poderosos que existen entre el trabajo literario y el psicoanalítico: porque realidad y ficción refieren, inexorablemente, a la idea de verdad o de mentira. Y en ambas ideas se juegan la conciencia, los sentimientos, la palabra y los sueños, por lo menos. De ahí la trascendencia de establecer la carnadura de la realidad en que vivimos así como de la necesidad de ficción con que sobrevivimos, sublimando.

Yo pertenezco a la clase de escritores que prefieren escribir sin reflexionar sobre el proceso durante el proceso, o sea los que escribimos desde una necesaria no conciencia, quizás porque la creación requiere inocencia y malicia y curiosidad pero también coraje para la sumersión en aguas oscuras, capacidad de alegría ante la sorpresa, cuero duro para sobrellevar la angustia y una tenacidad inclaudicable. Por lo menos. Todo eso que se dice fácil pero implica una carga de ansiedad fenomenal, que solamente en silencio y aporreando teclas se puede afrontar.

Así trabajamos, en Literatura, apelando a la alusión como necesidad estética; a la elusión como estrategia narrativa y de supervivencia; a la ilusión como sublimación necesaria, imperiosa y poética. Navegamos sin brújula ni astrolabio, porque así lo exige el texto, esa epifanía que no sabemos, no podemos ni queremos gobernar. Lo dice dramáticamente Fernando Pessoa en un célebre poema: "Vivir no es necesario; lo que es necesario es crear", que es su versión de la exhortación de Pompeyo a sus marineros amedrentados, narrada por Plutarco: "Vivir no es preciso; navegar es preciso".

Pienso que el trabajo del escritor no necesita ni quiere definiciones, ni demasiada conciencia de lo que se hace, y por supuesto no me parece recomendable la reflexión previa ni durante, digamos, el preparto. Menos aún durante el alumbramiento. Porque la creación se da de patadas —es mi opinión— con la conciencia de creación. Por eso cuando escribo me dejo poseer por esa caterva de fantasmas y deseos y terrores y un montón de sentimientos más que no voy a enumerar aquí y ahora, pero jamás me detengo a reflexionar sobre el proceso de escritura, sobre lo que estoy creando. Ya habrá tiempo para ello, si acaso se plantea necesario.

La mayoría de las personas suele creer que realidad es, por ejemplo, lo que pasa en la calle, en sus vidas, lo que comenta la gente e incluso la visión del mundo que les muestra la televisión. Y así estamos en nuestros países. Pero sucede que la RAE (Real Academia Española), que funciona como policía de la lengua que hablamos, valida esa creencia: Realidad, define, es "Existencia real y efectiva de algo". También dice: "Verdad, lo que ocurre verdaderamente". Y abunda, ahora con una pizca de sutileza: "Lo que es efectivo o tiene valor práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio". Y hasta admite la realidad virtual, a la que define como "representación de escenas o imágenes de objetos producida por un sistema informático, que da la sensación de su existencia real". Bueno...

En contraposición, esta es la idea que tienen los académicos de la lengua del vocablo Ficción. Lo definen así: "Acción y efecto de fingir / Invención, cosa fingida / Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios. / Obra, libro de ficción". Lo que no está mal, porque fingir es —dice la misma RAE—: "Dar existencia ideal a lo que realmente no la tiene". Claro que enseguida se aventuran con otra rarísima definición aplicable al Derecho: ficción legal es "la que introduce o autoriza la ley o la jurisprudencia en favor de alguien; como cuando al hijo concebido se le tiene por nacido". Vaya, vaya... Y al final ofrece una clásica definición de ciencia-ficción: "Género de obras literarias o cinematográficas, cuyo contenido se basa en hipotéticos logros científicos y técnicos del futuro".

Me detuve un segundo en estas definiciones porque sé que la palabra tiene, como para la literatura, un valor fundamental en el trabajo psicoanalítico. Lo sé por mi experiencia como paciente durante más de treinta años. Con lo que además de escritor, soy, podría decirse, un paciente profesional.

Estas cosas, estas paradojas, estas revelaciones y alegrías, en la Literatura suceden todo el tiempo. Entendiendo Literatura por Creación, claro está. Se supone que el escritor, la escritora, trabajan con la palabra para inventar, para divagar, para proponer que lo que no es, sea. Para que lo real, o supuestamente real, adquiera nuevos y diferentes sentidos al devenir ficción, invención, sublimación. Escribimos para que el mundo, sin dejar de ser real, se resignifique en un plano imaginario. Ficcional. Y también para que lo elegante y profundo y exclusivo y sutil sea accesible y llegue, si acaso, a todos los habitantes del planeta.

No digo que sea mi hipótesis, que puede sonar presuntuoso, pero si por un segundo se me permitiera esbozarla, yo diría esto: no hay una frontera evidente entre realidad y ficción, y no tiene por qué haberla. Incluso, mejor si no la hay. Al menos para nosotros, narradores, poetas, mucho mejor. Porque si acaso la hubiera y alguien lograse definir los contactos y las distancias entre realidad y ficción, al menos quien les habla estaría acabado como creador... Porque yo escribo para saber por qué escribo, y lo mejor que me puede pasar es no saberlo jamás. Hace muchos años Juan Rulfo nos decía, a los jóvenes que en México lo seguíamos, que mejor nunca saber por qué escribimos y en todo caso sí saber, apenas, que "escribimos para no morirnos". Para huir de la muerte, para burlarnos de ella, para demorarla tantito... Pero también y además, lo contradije alguna vez, escribimos para soñar, idea concomitante con una de Pier Paolo Passolini y con la que cerré mi primer libro de cuentos, "Vidas ejemplares". En la última toma, en el preciso final de su "Decamerón", en donde él mismo representó el papel de Giotto, Passolini se pregunta: "¿Para qué producir una obra, si es tan bello soñar con ella?"

Ya ven que es la idea de sueño —materia esencialmente psicoanalítica— la que finalmente sugeriría aquella frontera si es que la hay, si tenemos que establecerla. En mi libro Soñario, colección de breves relatos de origen onírico que es un libro raro para mí, porque creo que es de lo mejor que he escrito en mi vida pero fue uno de mis más rotundos worst-sellers, hice algunas consideraciones que ahora me parece pertinente recordar. La primera es que partiendo de una observación del casi desconocido Joseph Addison —un escritor londinense del Siglo XVII que a los 22 años tradujo las Geórgicas de Virgilio y escribió un libro sobre la vida de poetas ingleses— Jorge Luis Borges desarrolló en un prólogo memorable su deliciosa teoría de los sueños, en la que nos recordó que Addison decía que el alma humana cuando sueña es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Y conjeturó —Borges— que entonces podía ser también el autor de la fábula.

Escribimos ficciones a partir de sueños, también, por el eterno ejercicio de sentir y recordar y leer asociando y anotando. Así el oficio se forja en el acopio de sueños y ocurrencias, que se van depositando en esa especie de desván que todo escritor tiene y que se compone de libretas, cuadernos y papelitos, como lo hicieron los maestros de cada género, en este caso Ramón Gómez de la Serna, Elías Canetti, el mexicano Julio Torri, Tito Monterroso y Juan Filloy.

Acaso esa práctica me autoriza a postular que los sueños son la principal fuente de la literatura ficcional. No la única —y todas las bibliotecas del mundo lo prueban— pero sí la veta más rica y original para la creación. Por eso la literatura es inconcebible sin los sueños. La escritura en la vigilia responde a todo tipo de estímulos, y la realidad, o la lectura que hacemos de la realidad, juega un papel importantísimo, sin dudas, pero ninguno más vigoroso ni mejor que las fábulas que soñamos.

Para mí la ficción es eso: una ingeniería aparentemente inútil que consiste en construir algo que no existía y construirlo desde la pura ilusión que fue durante un instante imprecisable, y así levantar el leve edificio de un poema o una narración con la única finalidad, acaso, y solamente, de que provoque una emoción, convoque una nostalgia o despierte identificaciones. La invención de esos pequeños universos ficcionales me parece, si no loable, al menos indigna de condena.

Por eso, y con la debida modestia que impone la creación, prefiero siempre los artefactos literarios que salieron indemnes de las brutalidades de la realidad, las muchas y feroces realidades que yo he vivido. Por eso prefiero y recomiendo siempre que quien lee lo haga como le venga en gana, abriendo el libro al azar en cualquier página, o digitalizándolo como quiera, y cerrándolo de igual modo, sin orden ni lógica. Como sucede con los sueños.

La ficción es lo que verdaderamente interesa, al menos al escritor que soy, que también se ocupa de la "realidad" cuando escribe artículos en los periódicos y hasta hace un tiempo aparecía en la tele, además desarrolla una labor social y solidaria en una provincia marginal y hace todo eso porque lo siente como un imperativo ético. Pero ese tipo, al menos esta noche, no interesa. Porque esa "realidad" es como la arena del circo: pequeño territorio de animales y payasos, termina la función y ahí no queda nada, sólo silencio y mal olor.

Sabemos que para Borges la idea de realidad interactuaba con la idea de ficción, y de sueño, y de olvido, y con la noción preciosa del laberinto y la paradoja. Por eso sería una reducción pensar que Borges en su literatura cumple y perfecciona la idea de Calderón de que “la vida es sueño”, pero tampoco lo descartaría. La complejidad del pensamiento borgeano deviene, es obvio, de su erudición abrumadora (y abrumadora para él en primer lugar, creo yo) pero también de su introspección y su ceguera, que imagino como una mirada interior, o hacia el propio interior, y mirada negra además, estimuladora de otredades. Él sí ha de haber necesitado ver la realidad, digo yo. Y como no podía, la inventaba.

En cambio Juan José Saer fue más preciso en su preciosa teoría de la ficción, publicada en 1997 como El concepto de ficción. "El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad", declara, porque "el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios". Saer pensaba, con razón, que la contraposición realidad o ficción, una versus la otra, es equívoca. "La verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción —escribió— (...) y cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad".
           
También acierta Saer cuando discute la contraposición "realidad objetiva" versus ficción. Dice: "No se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad (...) Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento". Y ahí está la clave, en mi opinión. La ficción no es reivindicación de lo falso como no es escamoteo de verdad alguna. Es nada más y nada menos que multiplicación de posibilidades creativas. Y eso corresponde al campo del arte, de la creación, de la epifanía. Un campo que no tiene reglas porque crea reglas a medida que sucede.

Por eso las ficciones que se desarrollan con datos históricos y personajes imaginarios, con atribuciones a fuentes falsas, con invención de nombres y sucesos, y que montándose sobre la naturalidad del relato pueden dar brillo a la paradoja y el oxímoron, simplemente responden a la historia misma de la literatura. Eso está en los cuentos de Borges como estaba en Homero, en Virgilio y en Dante, y de ellos para acá, de Cervantes a Kafka, por lo menos, y entre nosotros en el enorme Julio Cortázar.

Y ahora, además, detengámonos un segundo en otros dos grandes escritores. Manuel Puig en "Boquitas pintadas" narra historias tan reales como vulgares pero es su capacidad de ficción lo que las enaltece. Quien lo lee puede pensar que Nené y Juan Carlos quizás existieron realmente en su pueblo, General Villegas, pero eso no tiene importancia y aun de haber existido no por eso son inmortales. Lo que define la obra de Puig es la invención o la reinterpretación de hechos, que si fueron reales o no carece de importancia. Lo que valida a Puig es su arte, su imaginación, su capacidad de alusión e ilusión. Igual que en toda la obra de Angélica Gorodischer, que es la más imaginativa y ficcionalmente pura de nuestras escritoras. Basta leer "Trafalgar", "Jugo de Mango", "Historia de mi madre", "Menta" o la más reciente "Las señoras de la calle Brenner" para confirmarlo.

La ficción no sustituye a la realidad. La ficción no es otra versión de la verdad. Es, en todo caso, otra realidad, otra verdad. Así como el sueño tampoco debe reducirse a deseo reprimido o miedo o lo que fuere. Tienen entidades propias y exigen ser creídas no como sustitutos ni modificantes de la realidad, o de la verdad, sino como lo que son: ficción, invención en el exacto sentido de descubrimiento de algo nuevo o no conocido, imaginería literaria.

La ficción es eso y todo lo que quiere ser es eso: alusión, elusión, ilusión que no compite con la supuesta realidad-real, que no se interesa por la supuesta verdad-verdadera, y que en sí misma está fuera de toda necesidad de que se verifique nada. La ficción es, y punto. Como si dijera: déjenme tranquila y simplemente disfruten de Cervantes, y de Shakespeare, y de Stendhal, y de Dostoievsky, cuyas obras sí son reales y verdaderas si lo que andan buscando es realidad y verdad.

Me pasé la vida inventando y ficcionando, aunque soy consciente de que a la vez he sido y soy intérprete habitual de lo que vulgarmente se llama y se acepta como "realidad". Ese fue mi ganapán de toda la vida, y un imperativo de ciudadanía. Por eso comparto la vieja idea de Ricardo Piglia, que en los años 80 decía que en América Latina escribimos contra la política. Tenemos respeto por ella, la practicamos como ciudadanos de una democracia, muchos por política estuvimos exiliados. Pero por eso mismo no queremos que se infiltre en nuestras obras, para que nuestras novelas sean sólo producto de la imaginación, la fantasía, la invención pura. Y sin embargo sabemos que, siendo argentinos, latinoamericanos, eso es casi imposible. Por eso Piglia postula que escribimos contra la política. Y yo agregaría que también contra el miedo y contra el olvido. Por eso nosotros, mi generación por lo menos y al contrario del boom literario de nuestros maestros, no escribimos ni para halagar ni para agradar ni para ser queridos. Escribimos para indagar, experimentar, conocer, descubrir. Y también y sobre todo para guardar la memoria y así contribuir a la supervivencia de la especie.

Ahora bien, que afortunadamente el vínculo periodístico con la llamada realidad-real, cotidiana, no haya sido todo para mí, y que a la par haya podido desarrollar mi trabajo literario, se lo debo a Johannes Kepler, memorable astrónomo alemán del Siglo XVI que pensaba que la geometría era Dios mismo porque ofrecía un modelo perfecto para la creación.

Cuando leí su vida, y sus leyes, yo era muy joven y su impacto fue decisivo. Me acompañó en la escritura de mi novela "Qué solos se quedan los muertos" (a mediados de los 80) y durante un tiempo compartí su pasión por la simetría, pasión que Borges también sintió aunque él, opino, desde una perspectiva lúdica. Como sea, no era el religioso Kepler el que me encandilaba sino la belleza de que era capaz el artista que también había en él. Para Kepler el Sol era una metáfora de Dios, puesto que alrededor de él gira todo. ¿No es hermoso? Yo me decía que sí lo era y por eso no me importaban ni Dios ni la geometría sino la belleza en sí, la poesía y el arte de la metáfora kepleriana.

Kepler descubrió que los planetas forman elipsis al girar alrededor del Sol. Pero lo maravilloso fue que gracias a sus observaciones, por primera vez los hechos se antepusieron a los deseos y a los prejuicios sobre la naturaleza del mundo. Nada menos. Kepler simplemente observaba el universo y sacaba conclusiones sin absolutamente ninguna idea preconcebida. Así, primero comprobó el movimiento de los planetas y sus elipsis; luego comprobó la velocidad de las órbitas. Desde él es posible unificar, predecir y comprender todos los movimientos de los astros. Y fue a partir de las leyes de Kepler que Newton pudo formular su Ley de Gravitación Universal que conocemos como Ley de Gravedad.

No tardé en preguntarme qué me importaban a mí la astronomía, la geometría o los trabajos de Dios. Ni Kepler mismo. Y la respuesta fue que a mí lo que me alucinaba era comprobar cómo la realidad y la ficción dependían, interactuaban y creaban —eso, creaban— una nueva perspectiva, una nueva legalidad que venía de la curiosidad y la observación, la imaginación y la audacia, el sueño y la sublimación, y lo grandioso que era que a eso uno lo pudiese escribir. 

Por lo menos desde entonces narrar es toda mi fe, la única que reconozco y predico, con la actitud del que va a un parque de diversiones: dispuesto a otra vida por un rato, a creérselo todo (como creen los niños) y desatendiendo las reglas establecidas como modo de sobrevivir, de salir indemne de las brutalidades de la realidad real, visible, del mundo que nos sobrecoge.
           
La literatura es conocimiento, revelación, y es —con Sartre— en definitiva esa larga conversación sobre el único tema de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos: la libertad. Literatura como epifanía cotidiana, uno procura que nazca un modestísimo Cristo cada día, en cada texto. Aunque uno sabe que jamás lo logrará, de todos modos uno escribe. Por eso para nosotros, escritores, la realidad no es más que una materia para modelar, y generalmente desde adentro mismo de ella, o de lo que creemos que es la realidad, en caliente y para reescribirla. Si, como creo, es en la Literatura donde buscamos las respuestas a casi todas las preguntas, así como el sentido de los comportamientos y la explicación a las conductas, entonces es en la Literatura donde vemos lo que sucede en cada Tiempo y Lugar. Es en García Lorca donde entendemos el dolor de España, así como amamos Alemania en las obras de Goethe, Brecht o Thomas Mann. Yo amo Portugal gracias a poetas como Pessoa, Ana Luisa Amaral y Rosario Pedreira, y también José Saramago, Lobo Antúnes e incluso Antonio Tabucchi. Es la literatura la que me anuncia y muestra la crisis y la que me provoca urgencias desesperadas por sublimarla. No de otro modo, y en soledad, se crea la obra.  

Cuando yo era un joven impetuoso y algo más infatuado de lo aconsejable, escribí algunas reflexiones a propósito de la escritura de mi novela "Santo Oficio de la Memoria". Yo trabajaba en ella desde hacía más de seis años, corría Noviembre de 1988 y enseñaba mi primer semestre en la Universidad de Virginia, Estados Unidos. Todas las noches me encerraba en el Departamento de Literatura a trabajar mi novela, porque allí estaba la única computadora Mac del edificio. Pero mi única comprobación era que nunca la terminaba, que estaba condenado a novela perpetua.

Lo que seguro sabía entonces era que "Santo Oficio de la Memoria" era una novela en la que se espera la llegada de un hombre que regresa de un exilio. Ese hombre pertenece a una familia matriarcal, en la que en cada generación hay un único varón y muchísimas mujeres. La familia está marcada, además, por la tragedia: cada varón, de cada generación, ha sido asesinado. Y ahora que esperan el regreso de ese último hombre, los vivos y los muertos en realidad esperan y desean que no llegue jamás porque están seguros de que también a él lo van a matar. Esa novela sobre la espera es también sobre la memoria, que es la que explica todo lo que esperamos, y la que contiene las razones profundas, buenas y malas, que justifican la espera. Y es también, en lo formal, una novela llena de cuentos en la que se superponen múltiples historias y en la que no hay un narrador único sino innumerables voces que intervienen en forma anárquica, como procede la memoria.

Lo que intento decir, y vean qué paradoja, es que la escritura de una novela es siempre una reflexión sobre la novela. Toda escritura es en sí una interrogación sobre la escritura, una indagación sobre sus límites y sus posibilidades. Y es también una íntima discusión sobre los problemas que plantea la creación: formas, temas, géneros, técnicas, contenidos, pero sobre todo es la formidable complejidad y desafío que significa trabajar un universo en el que la imaginación es infinita, pero al que uno pretende expresar con un lenguaje cuya cifra de vocablos es finito.

Por todo lo anterior, creo que un escritor, cuando está escribiendo, lo que no debe hacer es reflexionar ni concluir nada sobre lo que escribe. Vicente Huidobro, en su magno poema "Althazor", escribió este verso: "Silencio, la tierra / está por parir un árbol". Parafraseándolo yo diría que cuando un escritor está pariendo un poema, un cuento o una novela, también hay que hacer silencio. Y es el escritor el primero que debe hacerlo.

En literatura siempre nos preguntamos lo que no sabemos ni podemos responder, porque lo que importa en literatura es sembrar interrogantes. De ahí que durante la escritura es mejor que el escritor no tenga respuestas. Y en todo caso si se formula demasiadas preguntas y está urgido de respuestas, bueno, que vaya al analista donde no necesariamente encontrará respuestas, pero al menos aprenderá a buscarlas.

Por supuesto, cuando escribí mis primeros libros yo no sabía todo esto. Como no sabía que en Literatura el camino se hace caminando, que el proyecto es la escritura misma y que escribir es ir descubriendo cuál es el proyecto. Escribir, entonces, desde la inconsciencia de lo que se escribe, pero a conciencia sobre lo que no se sabe, para conocer el qué y el cómo, y no para alcanzar revelaciones sino para inventarlas. Al contrario de la vida real (la aparente vida verdadera de la política, la economía y los desenfrenos y dolores de la sociedad y el mundo), la ficción tiene la condición magnífica y sugerente de la verdad aludida: la que no siendo, es; la que sin decir mucho, dice todo; la que sugiere con levedad de pluma pero tiene el peso grave de un do de pecho baritonal.

Nosotros los ficcionistas, los mentirosos, somos los que denunciamos las verdades más horrendas de la vida, los que inventamos hermosas acciones, los que dejamos asentados principios y valores. Mentimos para contar, y mintiendo mostramos los contrastes humanos. Escribimos con permiso y autoridad para mentir, y mentimos para llamar la atención. Si es cierto que una persona es tan sólo lo que es su propia vida, o sea lo que es su historia, sentimos temor, pudor y vergüenza de que nuestras vidas sean mediocres o intrascendentes. Por eso exageramos. Por eso mentimos. Por eso escribimos.

Y quizás también por eso nos invade, a veces, una cierta melancolía. Cuando comprobamos que nuestra propia vida de escritores anda como a caballo de dos bestias: la Historia y la Literatura, a las que montamos ora desde la perspectiva del periodista, ora de la del literato. Ambas tienen códigos desiguales y no son paralelas en sus reglas: en una la velocidad, la urgencia. En la otra el reposo, la calma. En una la verdad, o la búsqueda desesperada de la verdad. En la otra la mentira legitimada, la mentira como regla, nutrición y beneficio. Pero las dos nos imponen reglas de realidad de las que tenemos que andar huyendo para escribir ficciones.

Nos lo enseñaba Juan Rulfo hace años, en su magisterio de café. “La literatura es mentira, pero no falsedad”, decía, y era difícil entender lo que nos señalaba: Que mentimos pero no engañamos. Que en la literatura los valores no es que sean otros sino que son más nobles, y por eso la mentira literaria es buena, porque alude siempre a la verdad y no lastima, mientras la falsedad nunca es noble y no alude sino que distorsiona. La realidad contamina; la ficción redime. La mentira literaria es iluminadora, imaginativa, profundamente ética en la paradoja. En cambio la falsedad engaña, lo que es falso confunde, juega sucio y carece de ética y hasta es estéticamente feo. Es como el espejo deformante de los viejos parques de diversiones: su producto siempre es grotesco, inaprehensible, aberrante aunque provoque risa.


Debieron pasar años, y yo retornar al país, para que empezara a comprender la inmensa sabiduría de aquellas enseñanzas.


Las posibilidades de la mentira literaria son ilimitadas, a veces deliciosas. Hace unos años llama a la Fundación un señor desde Buenos Aires, y me explica que su mujer, que es paraguaya, ha leído La revolución en bicicleta y está conmocionada porque su mamá se llamaba Guadalupe Sosa y era tal cual yo la describo en la novela, y entonces quiere venir al Chaco para que yo le cuente cómo investigué su vida. Me deja perplejo: ¿cómo explicarle que jamás conocí a nadie con ese nombre y que todo fue una invención? ¿Le miento de nuevo y continúo la mentira como una fuga hacia adelante, o le rompo la ilusión? ¿O le explico cómo funciona la literatura, a riesgo de que esta buena señora piense que soy un cretino?

Parafraseando el transitado dogma de un muy recordado militar y político argentino, podríamos decir: "La realidad es la única ficción". Lo cual, aunque suena bonito, no es cierto. Porque si bien nos nutrimos de la realidad, la ficción tiene orígenes mucho más variados y sorprendentes, la ficción es poliédrica, no hay nada más multifacético que un texto ficcional, que reconoce progenituras varias, complejas e ilógicas. Sale de lo cartesiano, como demostraron Lewis Carroll, Jonathan Swift, Akutagawa, Kafka y Stanislaw Lem, por lo menos. El texto ficcional puede nacer de la realidad y de la Historia, que son de todos, pero también nace de lo onírico, que es individual e íntimo. La ficción, además, requiere de la poesía para ser, y su tesitura registra todos los tonos porque va a de donde viene; y viene de adonde va.

Ezra Pound estableció que cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que se debe describir un Apocalipsis, es imposible —y vano— pretender la descripción de un Paraíso. En ese sentido, el escritor es siempre un transgresor. Todo artista lo es. Toda obra artística modifica y subvierte un orden establecido, cambia la realidad y decide otras verdades. Por eso no hay literatura conservadora, aunque existan tantos textos pasatistas, insignificantes y olvidables.

Agradezco mucho que esta noche ustedes me hayan brindado la honrosa oportunidad de reflexionar sobre mi oficio.

Muchísimas gracias. •

No hay comentarios:

Publicar un comentario