30º Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis
Sheraton Hotel Buenos Aires, 3 de Septiembre de 2014.
Conferencia
de apertura: Realidad y ficción
Por Mempo
Giardinelli
Los
dos conceptos que Abel Fainstein me propuso reflexionar esta noche con ustedes
son, mejor decirlo desde el inicio, la razón misma de mi trabajo autoral y de
todo narrador.
Sin
embargo, saberlo no serena mi espíritu sino todo lo contrario. Porque se trata
de un conflicto perenne, que nunca se resuelve. Y que siempre es bueno revisar.
La
dicotomía realidad-ficción parecería esencial en mi oficio. Y observen, por
favor, que lo digo en potencial: "parecería". Y ello, porque no estoy
seguro de que a la hora de la creación sea decisivo establecer las fronteras
entre uno y otro concepto.
Como
sea, aquí estamos, y mi deber ahora es meditar en voz alta sobre el título que
le pusieron a esta conferencia: "Realidades y Ficciones". Misión, por
cierto, que necesariamente implica revisar los vínculos poderosos que existen
entre el trabajo literario y el psicoanalítico: porque realidad y ficción
refieren, inexorablemente, a la idea de verdad o de mentira. Y en ambas ideas
se juegan la conciencia, los sentimientos, la palabra y los sueños, por lo
menos. De ahí la trascendencia de establecer la carnadura de la realidad en que
vivimos así como de la necesidad de ficción con que sobrevivimos, sublimando.
Yo
pertenezco a la clase de escritores que prefieren escribir sin reflexionar
sobre el proceso durante el proceso, o sea los que escribimos desde una
necesaria no conciencia, quizás porque la creación requiere inocencia y malicia
y curiosidad pero también coraje para la sumersión en aguas oscuras, capacidad
de alegría ante la sorpresa, cuero duro para sobrellevar la angustia y una
tenacidad inclaudicable. Por lo menos. Todo eso que se dice fácil pero implica
una carga de ansiedad fenomenal, que solamente en silencio y aporreando teclas
se puede afrontar.
Así
trabajamos, en Literatura, apelando a la alusión como necesidad
estética; a la elusión como estrategia narrativa y de supervivencia; a la
ilusión como sublimación necesaria, imperiosa y poética. Navegamos sin
brújula ni astrolabio, porque así lo exige el texto, esa epifanía que no
sabemos, no podemos ni queremos gobernar. Lo dice dramáticamente Fernando
Pessoa en un célebre poema: "Vivir no es necesario; lo que es necesario es crear",
que es su versión de la exhortación de
Pompeyo a sus marineros amedrentados, narrada por Plutarco: "Vivir no es preciso; navegar
es preciso".
Pienso
que el trabajo del escritor no necesita ni quiere definiciones, ni demasiada
conciencia de lo que se hace, y por supuesto no me parece recomendable la
reflexión previa ni durante, digamos, el preparto. Menos aún durante el
alumbramiento. Porque la creación se da de patadas —es mi opinión— con la conciencia
de creación. Por eso cuando escribo me dejo poseer por esa caterva de
fantasmas y deseos y terrores y un montón de sentimientos más que no voy a
enumerar aquí y ahora, pero jamás me detengo a reflexionar sobre el proceso de
escritura, sobre lo que estoy creando. Ya habrá tiempo para ello, si acaso se
plantea necesario.
La
mayoría de las personas suele creer que realidad es, por ejemplo, lo que
pasa en la calle, en sus vidas, lo que comenta la gente e incluso la visión del
mundo que les muestra la televisión. Y así estamos en nuestros países. Pero sucede
que la RAE (Real Academia Española), que funciona como policía de la lengua que
hablamos, valida esa creencia: Realidad,
define, es "Existencia real y efectiva de
algo". También dice: "Verdad, lo que ocurre verdaderamente". Y
abunda, ahora con una pizca de sutileza: "Lo que es efectivo o tiene valor
práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio". Y hasta admite
la realidad virtual, a la que define como "representación de escenas o
imágenes de objetos producida por un sistema informático, que da la sensación
de su existencia real". Bueno...
En
contraposición, esta es la idea que tienen los académicos de la lengua del
vocablo Ficción. Lo definen
así: "Acción y efecto de fingir / Invención,
cosa fingida / Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente
narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios. / Obra, libro de
ficción". Lo que no está mal, porque fingir es —dice la misma RAE—:
"Dar existencia ideal a lo que realmente no la tiene". Claro que enseguida
se aventuran con otra rarísima definición aplicable al Derecho: ficción legal
es "la que introduce o autoriza la ley o la jurisprudencia en favor de
alguien; como cuando al hijo concebido se le tiene por nacido". Vaya, vaya...
Y al final ofrece una clásica definición de ciencia-ficción:
"Género de obras literarias o cinematográficas, cuyo contenido se basa en
hipotéticos logros científicos y técnicos del futuro".
Me
detuve un segundo en estas definiciones porque sé que la palabra tiene, como
para la literatura, un valor fundamental en el trabajo psicoanalítico. Lo sé
por mi experiencia como paciente durante más de treinta años. Con lo que además
de escritor, soy, podría decirse, un paciente profesional.
Estas
cosas, estas paradojas, estas revelaciones y alegrías, en la Literatura suceden
todo el tiempo. Entendiendo Literatura por Creación, claro está. Se supone que
el escritor, la escritora, trabajan con la palabra para inventar, para divagar,
para proponer que lo que no es, sea. Para que lo real, o supuestamente
real, adquiera nuevos y diferentes sentidos al devenir ficción, invención,
sublimación. Escribimos para que el mundo, sin dejar de ser real, se
resignifique en un plano imaginario. Ficcional. Y también para que lo
elegante y profundo y exclusivo y sutil sea accesible y llegue, si acaso, a
todos los habitantes del planeta.
No digo
que sea mi hipótesis, que puede sonar presuntuoso, pero si por un segundo se me
permitiera esbozarla, yo diría esto: no hay una frontera evidente entre
realidad y ficción, y no tiene por qué haberla. Incluso, mejor si no la hay.
Al menos para nosotros, narradores, poetas, mucho mejor. Porque si acaso la
hubiera y alguien lograse definir los contactos y las distancias entre realidad
y ficción, al menos quien les habla estaría acabado como creador... Porque
yo escribo para saber por qué escribo, y lo mejor que me puede pasar es no
saberlo jamás. Hace muchos años Juan Rulfo nos decía, a los jóvenes que en
México lo seguíamos, que mejor nunca saber por qué escribimos y en todo caso sí
saber, apenas, que "escribimos para no morirnos". Para huir de la
muerte, para burlarnos de ella, para demorarla tantito... Pero también y además,
lo contradije alguna vez, escribimos para soñar, idea concomitante con una de Pier
Paolo Passolini y con la que cerré mi primer libro de cuentos, "Vidas
ejemplares". En la última toma, en el preciso final de su
"Decamerón", en donde él mismo representó el papel de Giotto,
Passolini se pregunta: "¿Para qué producir una obra, si es tan bello soñar
con ella?"
Ya
ven que es la idea de sueño —materia esencialmente psicoanalítica— la que
finalmente sugeriría aquella frontera si es que la hay, si tenemos que
establecerla. En mi libro Soñario, colección de breves relatos de
origen onírico que es un libro raro para
mí, porque creo que es de lo mejor que he escrito en mi vida pero fue uno de
mis más rotundos worst-sellers, hice algunas consideraciones que ahora
me parece pertinente recordar. La primera es que partiendo de una observación del
casi desconocido Joseph Addison —un escritor londinense del Siglo XVII que a
los 22 años tradujo las Geórgicas de Virgilio y escribió un libro sobre
la vida de poetas ingleses— Jorge Luis Borges desarrolló en un prólogo
memorable su deliciosa teoría de los sueños, en la que nos recordó que Addison
decía que el alma humana cuando sueña es a la vez el teatro, los actores y el
auditorio. Y conjeturó —Borges— que entonces podía ser también el autor de la
fábula.
Escribimos ficciones a partir de sueños, también, por el eterno ejercicio de sentir y recordar
y leer asociando y anotando. Así el oficio se forja en el acopio de sueños y
ocurrencias, que se van depositando en esa especie de desván que todo escritor
tiene y que se compone de libretas, cuadernos y papelitos, como lo hicieron los
maestros de cada género, en este caso Ramón Gómez de la Serna, Elías Canetti,
el mexicano Julio Torri, Tito Monterroso y Juan Filloy.
Acaso esa práctica me autoriza a postular que los
sueños son la principal fuente de la literatura ficcional. No la única —y todas
las bibliotecas del mundo lo prueban— pero sí la veta más rica y original para
la creación. Por eso la literatura es inconcebible sin los sueños. La escritura
en la vigilia responde a todo tipo de estímulos, y la realidad, o la lectura
que hacemos de la realidad, juega un papel importantísimo, sin dudas, pero
ninguno más vigoroso ni mejor que las fábulas que soñamos.
Para mí la ficción es eso: una ingeniería aparentemente inútil que consiste
en construir algo que no existía y construirlo desde la pura ilusión que fue
durante un instante imprecisable, y así levantar el leve edificio de un poema o
una narración con la única finalidad, acaso, y solamente, de que provoque una
emoción, convoque una nostalgia o despierte identificaciones. La invención de
esos pequeños universos ficcionales me parece, si no loable, al menos indigna
de condena.
Por eso, y con la debida modestia que impone la creación, prefiero siempre
los artefactos literarios que salieron indemnes de las brutalidades de la
realidad, las muchas y feroces realidades que yo he vivido. Por eso prefiero y
recomiendo siempre que quien lee lo haga como le venga en gana, abriendo el
libro al azar en cualquier página, o digitalizándolo como quiera, y cerrándolo
de igual modo, sin orden ni lógica. Como sucede con los sueños.
La ficción es lo que verdaderamente interesa, al
menos al escritor que soy, que también se ocupa de la "realidad" cuando
escribe artículos en los periódicos y hasta hace un tiempo aparecía en la tele,
además desarrolla una labor social y solidaria en una provincia marginal y hace
todo eso porque lo siente como un imperativo ético. Pero ese tipo, al menos
esta noche, no interesa. Porque esa "realidad" es como la arena del
circo: pequeño territorio de animales y payasos, termina la función y ahí no
queda nada, sólo silencio y mal olor.
Sabemos que para Borges la
idea de realidad interactuaba con la idea de ficción, y de sueño, y de olvido,
y con la noción preciosa del laberinto y la paradoja. Por eso sería una
reducción pensar que Borges en su literatura cumple y perfecciona la idea de
Calderón de que “la vida es sueño”, pero tampoco lo descartaría. La complejidad
del pensamiento borgeano deviene, es obvio, de su erudición abrumadora (y
abrumadora para él en primer lugar, creo yo) pero también de su introspección y
su ceguera, que imagino como una mirada interior, o hacia el propio interior, y
mirada negra además, estimuladora de otredades. Él sí ha de haber necesitado ver
la realidad, digo yo. Y como no podía, la inventaba.
En cambio Juan José Saer fue más preciso en su preciosa
teoría de la ficción, publicada en 1997 como El concepto de ficción. "El
rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de
verdad", declara, porque "el concepto mismo de verdad es incierto y
su definición integra elementos dispares y aun contradictorios". Saer
pensaba, con razón, que la contraposición realidad o ficción, una versus la
otra, es equívoca. "La verdad no es necesariamente lo contrario de la
ficción —escribió— (...) y cuando optamos por la práctica de la ficción no lo
hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad".
También acierta Saer cuando discute la contraposición
"realidad objetiva" versus ficción. Dice: "No se escriben
ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad (...) Al dar un salto
hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de
tratamiento". Y ahí está la clave, en mi opinión. La ficción no es reivindicación
de lo falso como no es escamoteo de verdad alguna. Es nada más y nada menos que
multiplicación de posibilidades creativas. Y eso corresponde al campo
del arte, de la creación, de la epifanía. Un campo que no tiene reglas porque
crea reglas a medida que sucede.
Por eso las ficciones que se desarrollan con datos
históricos y personajes imaginarios, con atribuciones a fuentes falsas, con
invención de nombres y sucesos, y que montándose sobre la naturalidad del
relato pueden dar brillo a la paradoja y el oxímoron, simplemente responden a
la historia misma de la literatura. Eso está en los cuentos de Borges como
estaba en Homero, en Virgilio y en Dante, y de ellos para acá, de Cervantes a
Kafka, por lo menos, y entre nosotros en el enorme Julio Cortázar.
Y ahora, además, detengámonos un segundo en otros dos
grandes escritores. Manuel Puig en "Boquitas pintadas" narra
historias tan reales como vulgares pero es su capacidad de ficción lo que las
enaltece. Quien lo lee puede pensar que Nené y Juan Carlos quizás existieron
realmente en su pueblo, General Villegas, pero eso no tiene importancia y aun
de haber existido no por eso son inmortales. Lo que define la obra de Puig es
la invención o la reinterpretación de hechos, que si fueron reales o no carece
de importancia. Lo que valida a Puig es su arte, su imaginación, su capacidad
de alusión e ilusión. Igual que en toda la obra de Angélica Gorodischer, que es
la más imaginativa y ficcionalmente pura de nuestras escritoras. Basta leer "Trafalgar",
"Jugo de Mango", "Historia de mi madre", "Menta"
o la más reciente "Las señoras de la calle Brenner" para confirmarlo.
La ficción no sustituye a la realidad. La
ficción no es otra versión de la verdad. Es, en todo caso, otra
realidad, otra verdad. Así como el sueño tampoco debe reducirse a deseo reprimido
o miedo o lo que fuere. Tienen entidades propias y exigen ser creídas no como sustitutos
ni modificantes de la realidad, o de la verdad, sino como lo que son:
ficción, invención en el exacto sentido de descubrimiento de algo nuevo o no
conocido, imaginería literaria.
La ficción es eso y todo lo que quiere ser es eso:
alusión, elusión, ilusión que no compite con la supuesta realidad-real, que no
se interesa por la supuesta verdad-verdadera, y que en sí misma está fuera de
toda necesidad de que se verifique nada. La ficción es, y punto. Como si
dijera: déjenme tranquila y simplemente disfruten de Cervantes, y de
Shakespeare, y de Stendhal, y de Dostoievsky, cuyas obras sí son reales y verdaderas
si lo que andan buscando es realidad y verdad.
Me
pasé la vida inventando y ficcionando, aunque soy consciente de que a la vez he
sido y soy intérprete habitual de lo que vulgarmente se llama y se acepta como "realidad".
Ese fue mi ganapán de toda la vida, y un imperativo de ciudadanía. Por eso
comparto la vieja idea de Ricardo Piglia, que en los años 80 decía que en
América Latina escribimos contra la política. Tenemos respeto por ella,
la practicamos como ciudadanos de una democracia, muchos por política estuvimos
exiliados. Pero por eso mismo no queremos que se infiltre en nuestras obras, para
que nuestras novelas sean sólo producto de la imaginación, la fantasía, la
invención pura. Y sin embargo sabemos que, siendo argentinos, latinoamericanos,
eso es casi imposible. Por eso Piglia postula que escribimos contra la
política. Y yo agregaría que también contra el miedo y contra el olvido. Por
eso nosotros, mi generación por lo menos y al contrario del boom literario de
nuestros maestros, no escribimos ni para halagar ni para agradar ni para ser
queridos. Escribimos para indagar, experimentar, conocer, descubrir. Y también
y sobre todo para guardar la memoria y así contribuir a la supervivencia de la
especie.
Ahora
bien, que afortunadamente el vínculo periodístico con la llamada realidad-real,
cotidiana, no haya sido todo para mí, y que a la par haya podido desarrollar mi
trabajo literario, se lo debo a Johannes Kepler, memorable astrónomo alemán del
Siglo XVI que pensaba que la geometría era Dios mismo porque ofrecía un modelo perfecto
para la creación.
Cuando leí su vida, y sus leyes, yo era muy joven y
su impacto fue decisivo. Me acompañó en la escritura de mi novela "Qué
solos se quedan los muertos" (a mediados de los 80) y durante un tiempo
compartí su pasión por la simetría, pasión que Borges también sintió aunque él,
opino, desde una perspectiva lúdica. Como sea, no era el religioso Kepler el
que me encandilaba sino la belleza de que era capaz el artista que también había
en él. Para Kepler el Sol era una metáfora de Dios, puesto que alrededor de él
gira todo. ¿No es hermoso? Yo me decía que sí lo era y por eso no me importaban
ni Dios ni la geometría sino la belleza en sí, la poesía y el arte de la
metáfora kepleriana.
Kepler descubrió que los
planetas forman elipsis al girar alrededor del Sol. Pero lo maravilloso fue que
gracias a sus observaciones, por primera vez los hechos se antepusieron a los
deseos y a los prejuicios sobre la naturaleza del mundo. Nada menos. Kepler simplemente
observaba el universo y sacaba conclusiones sin absolutamente ninguna idea
preconcebida. Así, primero comprobó el movimiento de los planetas y sus
elipsis; luego comprobó la velocidad de las órbitas. Desde él es posible
unificar, predecir y comprender todos los movimientos de los astros. Y fue a
partir de las leyes de Kepler que Newton pudo formular su Ley de Gravitación
Universal que conocemos como Ley de Gravedad.
No tardé en preguntarme qué me importaban a mí la astronomía, la geometría
o los trabajos de Dios. Ni Kepler mismo. Y la respuesta fue que a mí lo que me
alucinaba era comprobar cómo la realidad y la ficción dependían, interactuaban
y creaban —eso, creaban— una nueva perspectiva, una nueva legalidad que
venía de la curiosidad y la observación, la imaginación y la audacia, el sueño
y la sublimación, y lo grandioso que era que a eso uno lo pudiese
escribir.
Por
lo menos desde entonces narrar es toda mi fe, la única que reconozco y predico,
con la actitud del que va a un parque de diversiones: dispuesto a otra vida por
un rato, a creérselo todo (como creen los niños) y desatendiendo las reglas
establecidas como modo de sobrevivir, de salir indemne de las brutalidades de
la realidad real, visible, del mundo que nos sobrecoge.
La
literatura es conocimiento, revelación, y es —con Sartre— en definitiva esa
larga conversación sobre el único tema de todos los hombres y mujeres de todos
los tiempos: la libertad. Literatura como epifanía cotidiana, uno procura que
nazca un modestísimo Cristo cada día, en cada texto. Aunque uno sabe que jamás
lo logrará, de todos modos uno escribe. Por eso para nosotros, escritores, la
realidad no es más que una materia para modelar, y generalmente desde adentro
mismo de ella, o de lo que creemos que es la realidad, en caliente y para reescribirla.
Si, como creo, es en la Literatura donde buscamos las respuestas a casi todas
las preguntas, así como el sentido de los comportamientos y la explicación a
las conductas, entonces es en la Literatura donde vemos lo que sucede en
cada Tiempo y Lugar. Es en García Lorca donde entendemos el dolor de España,
así como amamos Alemania en las obras de Goethe, Brecht o Thomas Mann. Yo amo
Portugal gracias a poetas como Pessoa, Ana Luisa Amaral y Rosario Pedreira, y
también José Saramago, Lobo Antúnes e incluso Antonio Tabucchi. Es la
literatura la que me anuncia y muestra la crisis y la que me provoca urgencias
desesperadas por sublimarla. No de otro modo, y en soledad, se crea la
obra.
Cuando
yo era un joven impetuoso y algo más infatuado de lo aconsejable, escribí
algunas reflexiones a propósito de la escritura de mi novela "Santo Oficio
de la Memoria". Yo trabajaba en ella desde hacía más de seis años, corría
Noviembre de 1988 y enseñaba mi primer semestre en la Universidad de Virginia, Estados
Unidos. Todas las noches me encerraba en el Departamento de Literatura a
trabajar mi novela, porque allí estaba la única computadora Mac del edificio. Pero
mi única comprobación era que nunca la terminaba, que estaba condenado a novela
perpetua.
Lo que
seguro sabía entonces era que "Santo Oficio de la Memoria" era una
novela en la que se espera la llegada de un hombre que regresa de un exilio.
Ese hombre pertenece a una familia matriarcal, en la que en cada generación hay
un único varón y muchísimas mujeres. La familia está marcada, además, por la
tragedia: cada varón, de cada generación, ha sido asesinado. Y ahora que esperan
el regreso de ese último hombre, los vivos y los muertos en realidad esperan y
desean que no llegue jamás porque están seguros de que también a él lo van a
matar. Esa novela sobre la espera es también sobre la memoria, que es la que
explica todo lo que esperamos, y la que contiene las razones profundas, buenas
y malas, que justifican la espera. Y es también, en lo formal, una novela llena
de cuentos en la que se superponen múltiples historias y en la que no hay un
narrador único sino innumerables voces que intervienen en forma anárquica, como
procede la memoria.
Lo
que intento decir, y vean qué paradoja, es que la escritura de una novela es
siempre una reflexión sobre la novela. Toda escritura es en sí una
interrogación sobre la escritura, una indagación sobre sus límites y sus
posibilidades. Y es también una íntima discusión sobre los problemas que
plantea la creación: formas, temas, géneros, técnicas, contenidos, pero sobre
todo es la formidable complejidad y desafío que significa trabajar un universo
en el que la imaginación es infinita, pero al que uno pretende expresar con un
lenguaje cuya cifra de vocablos es finito.
Por
todo lo anterior, creo que un escritor, cuando está escribiendo, lo que no
debe hacer es reflexionar ni concluir nada sobre lo que escribe. Vicente
Huidobro, en su magno poema "Althazor", escribió este verso: "Silencio, la tierra / está por parir
un árbol". Parafraseándolo yo diría que cuando un escritor está
pariendo un poema, un cuento o una novela, también hay que hacer silencio. Y es
el escritor el primero que debe hacerlo.
En
literatura siempre nos preguntamos lo que no sabemos ni podemos responder,
porque lo que importa en literatura es sembrar interrogantes. De ahí que durante
la escritura es mejor que el escritor no tenga respuestas. Y en todo caso si se
formula demasiadas preguntas y está urgido de respuestas, bueno, que vaya al
analista donde no necesariamente encontrará respuestas, pero al menos aprenderá
a buscarlas.
Por
supuesto, cuando escribí mis primeros libros yo no sabía todo esto. Como no
sabía que en Literatura el camino se hace caminando, que el proyecto es la
escritura misma y que escribir es ir descubriendo cuál es el proyecto. Escribir,
entonces, desde la inconsciencia de lo que se escribe, pero a conciencia sobre
lo que no se sabe, para conocer el qué y el cómo, y no para alcanzar
revelaciones sino para inventarlas. Al contrario de la vida real (la aparente
vida verdadera de la política, la economía y los desenfrenos y dolores de la
sociedad y el mundo), la ficción tiene la condición magnífica y sugerente de
la verdad aludida: la que no siendo, es; la que sin decir mucho, dice todo; la
que sugiere con levedad de pluma pero tiene el peso grave de un do de pecho
baritonal.
Nosotros
los ficcionistas, los mentirosos, somos los que denunciamos las verdades más
horrendas de la vida, los que inventamos hermosas acciones, los que dejamos
asentados principios y valores. Mentimos para contar, y mintiendo mostramos los
contrastes humanos. Escribimos con permiso y autoridad para mentir, y mentimos
para llamar la atención. Si es cierto que una persona es tan sólo lo que es su
propia vida, o sea lo que es su historia, sentimos temor, pudor y vergüenza de
que nuestras vidas sean mediocres o intrascendentes. Por eso exageramos. Por
eso mentimos. Por eso escribimos.
Y
quizás también por eso nos invade, a veces, una cierta melancolía. Cuando
comprobamos que nuestra propia vida de escritores anda como a caballo de dos
bestias: la Historia y la Literatura, a las que montamos ora desde la
perspectiva del periodista, ora de la del literato. Ambas tienen códigos desiguales
y no son paralelas en sus reglas: en una la velocidad, la urgencia. En la otra
el reposo, la calma. En una la verdad, o la búsqueda desesperada de la verdad.
En la otra la mentira legitimada, la mentira como regla, nutrición y beneficio.
Pero las dos nos imponen reglas de realidad de las que tenemos que andar
huyendo para escribir ficciones.
Nos
lo enseñaba Juan Rulfo hace años, en su magisterio de café. “La literatura es
mentira, pero no falsedad”, decía, y era difícil entender lo que nos señalaba:
Que mentimos pero no engañamos. Que en la literatura los valores no es que sean
otros sino que son más nobles, y por eso la mentira literaria es buena, porque
alude siempre a la verdad y no lastima, mientras la falsedad nunca es noble y
no alude sino que distorsiona. La realidad contamina; la ficción redime.
La mentira literaria es iluminadora, imaginativa, profundamente ética en la
paradoja. En cambio la falsedad engaña, lo que es falso confunde, juega sucio y
carece de ética y hasta es estéticamente feo. Es como el espejo deformante de
los viejos parques de diversiones: su producto siempre es grotesco,
inaprehensible, aberrante aunque provoque risa.
Debieron pasar años, y yo retornar al país, para que empezara a comprender la
inmensa sabiduría de aquellas enseñanzas.
Las
posibilidades de la mentira literaria son ilimitadas, a veces deliciosas. Hace unos
años llama a la Fundación un señor desde Buenos Aires, y me explica que su
mujer, que es paraguaya, ha leído La revolución en bicicleta y está
conmocionada porque su mamá se llamaba Guadalupe Sosa y era tal cual yo la
describo en la novela, y entonces quiere venir al Chaco para que yo le cuente
cómo investigué su vida. Me deja perplejo: ¿cómo explicarle que jamás conocí a
nadie con ese nombre y que todo fue una invención? ¿Le miento de nuevo y
continúo la mentira como una fuga hacia adelante, o le rompo la ilusión? ¿O le
explico cómo funciona la literatura, a riesgo de que esta buena señora piense
que soy un cretino?
Parafraseando
el transitado dogma de un muy recordado militar y político argentino, podríamos
decir: "La realidad es la única ficción". Lo cual, aunque suena
bonito, no es cierto. Porque si bien nos nutrimos de la realidad, la ficción
tiene orígenes mucho más variados y sorprendentes, la ficción es poliédrica, no
hay nada más multifacético que un texto ficcional, que reconoce progenituras
varias, complejas e ilógicas. Sale de lo cartesiano, como demostraron Lewis
Carroll, Jonathan Swift, Akutagawa, Kafka y Stanislaw Lem, por lo menos. El
texto ficcional puede nacer de la realidad y de la Historia, que son de todos,
pero también nace de lo onírico, que es individual e íntimo. La ficción,
además, requiere de la poesía para ser, y su tesitura registra todos los tonos
porque va a de donde viene; y viene de adonde va.
Ezra
Pound estableció que cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar
que se debe describir un Apocalipsis, es imposible —y vano— pretender la
descripción de un Paraíso. En ese sentido, el escritor es siempre un
transgresor. Todo artista lo es. Toda obra artística modifica y subvierte un
orden establecido, cambia la realidad y decide otras verdades. Por eso no hay
literatura conservadora, aunque existan tantos textos pasatistas,
insignificantes y olvidables.
Agradezco
mucho que esta noche ustedes me hayan brindado la honrosa oportunidad de
reflexionar sobre mi oficio.
Muchísimas
gracias. •
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