Este es el texto de mi conferencia en el Festival de la Palabra de San Juan, Puerto Rico, el 16 de Octubre de 2014, en el Teatro Verdi de esa hermosa ciudad del Caribe. Lo posteo ahora, con demora, para mis estudiantes del Postítulo en Pedagogia de la Lectura.
El Santo Oficio de la Mujer en la Literatura,
o el inmóvil sol secreto que empezó a moverse
Por
Mempo Giardinelli
Primero que nada quiero decir que en mi opinión la
Literatura Argentina, y diría incluso que la de toda nuestra América, está
viviendo una renovación fenomenal en los últimos 30 años.
Por lo menos desde la caída de las dictaduras en los
años 80 del siglo pasado, o sea después del llamado Boom de la literatura latinoamericana,
la producción que siguió —el así llamado Posboom, categoría que no me gusta y
que prefiero llamar "Escritura de las Democracias Recuperadas"— en algunos países como el mío empezó a gestar sus mejores momentos.
La escritura de las últimas décadas, ya en
democracia, ha sido extraordinaria, si bien no tuvimos (y acaso por eso mismo)
ninguna figura excluyente. Muertos Borges, Marechal, Filloy, Cortázar, Bioy
Casares, Silvina Ocampo, Beatriz Guido, y otras personalidades también emblemáticas pero más cercanas como Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Olga Orozco, Juan
Gelman y otros grandes narradores y poetas, quienes seguimos pertenecemos a una
literatura que no vacilo en definir como mucho más plural y abarcativa. Y
pienso que esto se debe básicamente a cinco razones, a saber:
a)
la literatura argentina nunca trabajó el exotismo y rehuyó del realismo mágico
de los años 60 y del Boom.
b)
en la Argentina y como bien señaló Ricardo Piglia, escribimos contra la
política, en el sentido de que nos resistimos a que la realidad
político-ideológica determine nuestros textos. Lo que no quita que el nuestro
siga siendo, en muchos sentidos, un relato político.
c)
su tema y su debate central es la tragedia argentina contemporánea, cuyos
conceptos-eje son Memoria, Verdad y Justicia, así como la recuperación de
episodios y personajes de la Historia Nacional que estaban censurados o
prohibidos.
d)
reconoce e indaga las corrientes inmigratorias que formaron la Argentina de los
tres últimos siglos (XIX, XX y lo que va del XXI) y últimamente incorpora a los
pueblos originarios, lo que es otro feliz fruto de la democracia.
e)
es una literatura que se amplió y enriquece velozmente gracias a la irrupción
de las mujeres como escritoras, nuevas protagonistas centrales de nuestra
literatura, en tanto creadoras y en tanto sujetos de escritura.
A este último aspecto, o sea la presencia
revolucionaria de la mujer en la literatura argentina, es que voy a referirme
en esta ocasión.
Esa presencia se constituye hoy en el
sujeto más original, innovador y frecuente de nuestras obras. Y es también un sujeto
escritural que hoy tiene un lugar como nunca antes había tenido. Es
notabilísimo el papel
predominante que las mujeres tienen hoy en nuestra escritura; algo que hubiese
parecido inimaginable hace sólo treinta años. Pero que en 2014 muestra que por
lo menos la mitad de lo que se escribe en la Argentina lleva la firma de una
mujer. Y lo mejor es que se trata de un sujeto literario ilimitado, y con ello
me refiero a las mujeres que escriben y a lo que escriben las mujeres; y
también a las mujeres que leen lo que escriben otras mujeres, lo que se escribe sobre las mujeres y cómo
las mujeres son escritas.
Confieso que no me agrada pensar la literatura
estableciendo categorías, y por eso descreo un poco de la llamada literatura
femenina, o feminista. Y además, para mí la literatura no tiene sexo, al menos
no para abordajes críticos. Prefiero en cambio subrayar simplemente que uno de
los aspectos más revolucionarios de nuestra literatura es el ingreso de una
extraordinaria generación de escritoras que han modificado radicalmente el
ambiente literario argentino, y su producción escritural, que siempre fue
irrefutablemente sexista.
Para mí éste es uno de los signos más positivos desde
los años 90 del siglo pasado: la producción literaria firmada por mujeres
representa, hoy, más o menos la exacta mitad de lo que se escribe y se publica
en mi país. Esto es más que un dato estadístico y tiene que ver, sin dudas, con
el hecho de que en democracia hemos recuperado también el uso de la palabra. Y ya
sabemos que quien más la había perdido con las dictaduras y el machismo
tradicional de Nuestra América era precisamente la mujer, que siempre en
tiempos de esclavitud, censura, tortura y persecución fue la que llevó la peor
parte, pues su derecho al cuerpo y a la palabra fue históricamente negado. La
mujer fue la compañera del esclavo y, por ende, doblemente censurada. Todos y
todas recordamos el retruécano de Flora Tristán a Carlos Marx, ¿verdad?:
"Siempre hay alguien más oprimido que el oprimido; la mujer del
oprimido".
Afortunadamente hoy
la mujer es parte central del proceso democratizador y esto, para mí, es el
cambio más revolucionario de la democracia argentina y latinoamericana. Ahí
están Dilma y Cristina gobernando las dos naciones más pobladas de América del
Sur, y ambos gobiernos haciendo eje en la inclusión social y soportando los más
feroces ataques de la prensa del sistema dominante en todas las Américas y
Europa.
Como casi todos los pueblos, por siglos los argentinos han considerado
a la mujer casi únicamente como objeto de deseo, instrumento de las pasiones
masculinas, depositaria inconsulta de los valores decretados por el macho de la
especie. Esos supuestos “valores” de los que la mujer era pasiva mensajera, y
también educadora y transmisora, no le habían sido confiados siguiendo su
voluntad sino los designios de las más retrógradas tradiciones españolas: la
escolástica hispana dominó el pensamiento en estas tierras por generaciones,
desde la llegada de los conquistadores, y su conservación y prédica estuvieron
en manos de la concepción más ultramontana y reaccionaria del catolicismo. Tal
concepción sometió a la mujer al puro rol de imagen, y ni siquiera imagen
propia sino la que de ella forjaban los varones: pasiva, silenciosa,
generalmente inmóvil, mansa y resignada, desde luego virgen, y por siempre
madre engendradora, diosa para ser amada y persona para ser sufrida, pudorosa,
estoica, sanadora, y a quien se debía respetar por sobre todas las cosas
elevándola a la categoría de santa, pero santa para contemplar y adorar
mientras ella se mantuviera sumisa y en silencio.
Estas concepciones podían variar en la adjetivación o en su intento
metafórico, pero todas prescindían de la voluntad del sujeto mujer. Como estableció
Octavio Paz respecto de las mexicanas, no se les atribuyen “malos instintos”
porque se pretende que ni siquiera los tienen. Como todo ídolo, la mujer es
propietaria de fuerzas magnéticas: “Analogía cósmica —dice Paz—: la mujer no
busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil
sol secreto”.
Por eso en la Literatura Latinoamericana la idea de “maldad” en la
mujer casi siempre se presentó asociada a la idea de actividad y de movimiento:
la que busca (verbo activo) es la prostituta; la que abandona (verbo activo) es
la infiel; la que tiene voluntad y toma decisiones y se gobierna con
independencia es por ende una mala mujer: es la bruja, la “macha”, la “jodida”,
“la puta”.
Ésa fue la educación que recibimos millones de argentinos y
latinoamericanos por generaciones, y la que todavía se imparte en capitales y
provincias de nuestros países, donde, por ejemplo, todavía hoy ni la
legislación ni los jueces consideran que el sexo oral involuntario es una
violación. Y donde las penalidades para los delincuentes por abusos sexuales
suelen ser todavía ridículamente blandas. Y donde se evitan debates serios y no
dogmáticos sobre la despenalización del aborto. Y donde la violencia y el abuso
familiares o de género se siguen protegiendo en la medida en que hay jueces
cavernarios y corruptos. Hace unos años una adolescente de Jujuy, en el norte
de mi país, que a los 13 años de edad fue violada por un vecino, mató a su bebé
producto de esa violación y fue condenada a 14 años de cárcel, mientras su
violador fue absuelto y siguió viviendo en su casa... Hay cientos de casos
similares en toda Nuestra América, si bien en algunos países como la Argentina
los avances de esta última década hay que reconocer que han sido fabulosos.
Así como en su célebre poema "Piedra de Sol", Octavio Paz
dice que "si dos se besan, el mundo cambia", así cuando el "inmóvil
sol secreto" empieza a moverse, verdaderamente el mundo cambia. En la
literatura, esto significa que los “valores” de los que la mujer era
depositaria, mensajera y maestra se alteraron cuando ellas dejaron de responder
al orden de principios que les habían sido inculcados durante siglos y
empezaron a preguntarse a ellas mismas cuáles eran sus propios valores.
Sin calificación moral, primero de modo intimista y luego públicamente, y hasta
vociferante en algunos casos, se dedicaron a la inclaudicable tarea de
preguntarse, indagarse, conocerse, reconocerse, explicarse y narrarse ellas
mismas. Y lo hicieron siguiendo tradiciones y quebrando tradiciones; lo
hicieron con respeto y faltando el respeto; lo hicieron sutilmente y lo
hicieron agresivamente. Lo hicieron con buenas intenciones y también con las
peores. Cuidaron el estilo y se dedicaron a cuestionar todos los estilos. Como
debe ser, como se trabaja la literatura, ellas escribieron y dieron a luz
—parieron— un nuevo escenario textual que nos hizo comprender a los varones que
ya no éramos todo el escenario, y que el nuevo escenario incluía lo que mi
amiga y maestra Angélica Gorodischer llama “la otra mitad del mundo que estaba
en silencio y que ustedes, la mitad masculina, se empeñaban en ignorar”.
Es sabido que una diferencia es un territorio desconocido por
descubrir; es una oportunidad para conocer. Es lamentable que, culturalmente,
seamos educados para resistirnos a ingresar en ese territorio, y educados para
rechazarlo, cuando es mucho mejor, y éticamente superior, disponerse a
descubrir lo desconocido. Indagar en lo diferente, en “lo otro”, es un camino
hacia el conocimiento. Y la cultura es conocimiento y por lo tanto tiene más y
mejor cultura quien más y mejor conoce. El desconocimiento es ignorancia; es su
pecado original y es su delación más vil. Saber ver siempre es una
aventura, pero hay que tener osadía y rigor intelectual para ir al encuentro de
lo que no sabemos. Por eso somos reaccionarios cuando rechazamos, cuando
repelemos lo nuevo, lo diferente. Y por eso todo rechazo es reaccionario: porque
rechazar es rendirse a la ignorancia.
Sabiendo que un escritor, o una escritora, nunca escribe sino lo que
tiene para decir y ya no puede ni quiere contener; y que la literatura es abrir
puertas para que salga lo incontenible, y por eso es descubrimiento y por ende
es conocimiento, hace más de veinte años escribí un texto crítico sobre la que
entonces era la última novela de Gabriel García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”. Dije allí: “El boom fue un
fenómeno de notorio machismo (aunque perdonado como no se le ha perdonado la
misoginia a ninguna otra corriente literaria), en el cual no hubo lugar para
escritoras. Sus mujeres literarias fueron una ringlera de prostitutas,
infieles, autoritarias, castradoras, ambiciosas y esnob señoras y señoritas
(...) En El amor en los tiempos del
cólera hay otra acabada muestra de ese machismo. Las mujeres, que son
poseídas (jamás amadas) por Florentino Ariza, son sumisas o rebeldes, y parece
que sólo sirven para satisfacer al macho o, en el mejor de los casos, para
ayudarlo a morir. O son niñas que aman y se suicidan al no ser correspondidas
por hombres que podrían ser sus abuelos. Las viudas son todas putas, y han
fingido recato y fidelidad para largarse a la pachanga cuando mueren sus
odiados maridos. Las casadas son infieles. Las feas —como la que limpia el
prostíbulo al que va Ariza cuando joven— se desesperan por un hombre y se
entregan de tan calientes que están. Y aún la durante medio siglo dama digna,
Fermina Daza, se convertirá en vieja loca a los setenta y pico porque aparece
un hombre que la seduce. Pero todo queda disimulado, porque la riquísima prosa
del autor nos ha dicho que 'seguía tan arisca como cuando era joven, pero había
aprendido a serlo con dulzura’”.
Por aquel texto algunos críticos me condenaron y hubo revistas que no
quisieron publicar mi artículo. Y años después se dio la paradoja, para colmo,
de que incluso algunas escritoras copiaron ese modelo, y con el aplauso
universal...
Afortunadamente la literatura que hoy escriben las mujeres, en América
Latina, produjo un cambio profundo que hay que celebrar. Se atrevieron con el
cuerpo, con su sensibilidad narrada desde ellas mismas, visceralmente, y se
miraron con sus propios ojos. Dejaron de ser mujeres “interpretadas”,
“narratizadas” por otros, los varones. Se atrevieron a desnudarse, a mostrar
miedos y fantasmas, a compartir los dramas, las fantasías, los deseos y las
angustias en tanto autoras y lectoras. Así lo hicieron por lo menos la sutil
Reina Roffé, así la desbordante imaginación de Angélica Gorodischer, así es la
poesía de Diana Bellessi.
Tengo una lista que puede ser tediosa de leer, y me disculparán, pero
me parece ilustrativa porque la literatura fue y es parte del proceso
democratizador y de cambios de los últimos 30 años en la Argentina. Los cuales cambios
se produjeron —hay que decirlo— estimulados fuertemente por la enorme cantidad
de novelas, cuentos, poemas y ensayos que escribieron decenas de escritoras
protagonistas de la democracia.
Una lista seguramente incompleta, y que
incluso puede ser tediosa de leer, debe nombrar junto a las tres mencionadas a
Tununa Mercado, Luisa Valenzuela, Ana María Shúa, Vlady Kociancich, María
Esther Vázquez, Liliana Heker, Hebe Uhart, Noemí Ulla, Marta
Mercader, María Esther De Miguel, Elvira Orphée, Griselda Gambaro, Marta Nos,
Alicia Steimberg, María Rosa Lojo, María Angélica Scotti, Cecilia Absatz,
Silvia Plager, Mabel Pagano, Susana Silvestre, Ángela Pradelli,
Luisa Peluffo, Libertad Demitrópulos, Amalia Jamilis, Matilde
Sánchez, Esther Cross, Viviana Lysyj, Perla Suez, Liliana Heer, Gloria
Pampillo, Manuela Fingueret, Elsa Osorio, Sylvia Iparraguirre, Olga Orozco,
Luisa Peluffo, Reina Carranza, Graciela Geller, Patricia Severín, María
Angélica Bosco, Inés Fernández Moreno, Paula Pérez Alonso, María Inés Krimer y
muchas, muchísimas más.
Y de las generaciones más
recientes, por lo menos y entre las que yo he leído, Eugenia Almeida, Cristina
Civale, Patricia Kiolesnicov, Florencia Abbate, Patricia Suárez, Selva Almada, Mariana
Enriquez, Gabriela Cabezón Cámara y Samantha Schweblin.
E incluso cabe destacar la obra de autoras argentinas que
escriben en otros países, como las muy reconocidas Roffé en España, Esther Andradi en Alemania, y Luisa Futoransky y Laura Alcoba en Francia.
La literatura latinoamericana reconoce también en esta corriente a
figuras muy representativas como Isabel Allende, Laura Esquivel y Laura
Restrepo. También las chilenas Ana María Del Río y Marcela Serrano; las
mexicanas Rosa Beltrán, Carmen Boullosa, María Luisa Puga, Bárbara Jacobs, Sara
Sefchovich, Mónica Lavín y tantas más; la venezolana Cristina Policastro; la
cubana Karla Suárez; la nicaragüense Gioconda Belli; la uruguaya Teresa Porzecansky
y las brasileñas Lygia Fagundes Tellez y Nélida Piñon, por lo menos. Y aquí en
Puerto Rico, por lo menos Olga Nolla, Ana Lydia Vega, Rosario Ferré y nuestra
Mayra Santos-Fevre. Y tantas, tantísimas más.
Es algo extraordinario para una literatura tan machista como fue
siempre la de Latinoamérica. Mencionarlas a todas es un modo de subrayar la
marca importantísima que imprimen a la literatura de este nuevo milenio. Y
todavía cabe agregar el fabuloso movimiento de escritoras de Literatura para
niños que
en mi país sigue los caminos trazados hace medio siglo por Javier Villafañe y
María Elena Walsh. Destacan en este género las obras de Graciela Montes, Elsa
Bornemann, Ema Wolf, Laura Devetach y Graciela Cabal. Y las más recientes de
Suez y de Shúa y de Graciela Bialet, Graciela Falbo, Iris Rivera, la laureada
María Teresa Andruetto, Verónica Sukáczer, María Cristina Ramos y muchas más.
Verdaderas conquistadoras de nuevos territorios, sacudieron la imagen
tradicional de la mujer que había sido forjada por siglos de literatura escrita
por varones. En América Latina esto fue, y lo sigue siendo, una revolución
formidable. Porque la escritura de las mujeres ahora las muestra, en miles de
novelas, cuentos y poemas, como un sol que amanece y rompe los secretos de la oscuridad:
ni silenciosa ni inmóvil; ni mansa ni virgen; ni diosa ni estoica; ni resignada
ni débil. En todo caso, mujer poliédrica, caleidoscópica e infinita en sus
capacidades y posibilidades, como hasta entonces habían sido solamente los varones.
Por supuesto, lo anterior no impide reconocer que, lamentable y
masivamente, todavía persiste la vieja imagen estereotipada de la mujer. Ésa
que continúan proyectando los mass-media,
aunque ahora lo hacen con mayor astucia. Es la imagen en general deplorable y
machista que difunden a diario, a toda hora, los medios de comunicación masivos.
Con pocas excepciones, la televisión latinoamericana sigue considerando a la
mujer un sujeto primitivo, superficial, débil e incompleto. Y desdichadamente también
lo hace el canon literario, al menos el argentino, y eso a pesar de que la gran
mayoría en nuestra academia son mujeres. Es asombroso, pero por ejemplo en la Universidad
de Buenos Aires (UBA) casi no se estudia la literatura escrita por mujeres. Es
como si se rechazara la actual imagen diferente, épica, de mujeres fuertes que
contradicen el mito. Vaya uno a saber por qué, pero el cambio también allí será
inevitable aunque hoy nos resulte insólita la demora.
Quiero decir también que si hay otro campo en
el que la escritura femenina reciente fue fundamental, éste es la recuperación
de la Historia de nuestras naciones. Estoy convencido de que la democracia habilitó y estimuló el retorno a
la indagación de las posibilidades narrativas de la historiación, que era algo
prácticamente prohibido por los militares, autoconsiderados custodios de las
tradiciones y definidores de las figuras del pasado permitido y del pasado
condenable.
La novela histórica en la democracia de mi
país, mediante la reconsideración de episodios y personajes, devino necesidad,
experimento y también reelaboración del discurso y el relato nacionales.
Trasciende incluso los traumáticos hechos recientes (el exilio, los
desaparecidos, la apropiación sistemática de niños robados durante la dictadura).
Con la democracia, las escritoras reescriben la tragedia nacional al indagar
los orígenes como posible relato de un destino aún incierto. María Esther de Miguel,
Cristina Bajo, Patricia Sagastizábal, Liliana Bodoc, Sylvia Iparraguirre, Tununa
Mercado y sin dudas Elsa Osorio y muchas otras, reescriben la tragedia
argentina desde el Siglo XIX a nuestros días. Sus novelas son de género, pero
sobre todo son reelaboraciones éticas de un país que necesita recuperarse como
sociedad igualitaria, y sus novelas marcaron senderos que luego la legislación ha
venido reconociendo.
Y en
esta reinterpretación se incluyen necesariamente las corrientes inmigratorias que
formaron la Argentina de los siglos XIX y XX. El exilio como tema y condena, y
en general toda transterración, son parte insoslayable de la cultura
latinoamericana. Inmigrantes, exiliados, transterrados (por voluntad o por
fuerza) en este continente nuestro todos alguna vez perdimos un país, una
cultura, un sueño, una utopía. De todo eso se nutrió y se nutre todavía nuestro
relato, y las mujeres tuvieron en ese devenir un rol fundamental. Algunos
críticos consideran que mi novela Santo
Oficio de la Memoria fue precursora de la novela de la inmigración, y destacan
el hecho de que la narración se basa en 24 monólogos femeninos. Pero más o
menos a la par lo hicieron Ana María Shúa (El
libro de los recuerdos), María Angélica Scotti (Buenos augurios) y Griselda Gambaro (El mar que nos trajo) y también María Rosa Lojo con su estupenda
saga de la inmigración gallega, y Perla Suez con su Trilogía de Entre Ríos,
Por fortuna la democracia y las nuevas
tecnologías están quebrando cierta concepción municipal de nuestra literatura,
y hoy se aprecia un horizonte más abarcativo, menos etnocéntrico. Ya la
literatura argentina no es solamente la de Buenos Aires, como la colombiana no
es sólo la de Bogotá ni la mexicana la del Distrito Federal, y así siguiendo en
cada una de nuestras naciones. Hoy nuestras literaturas hablan de sociedades plurales y mucho más complejas,
geográficamente amplias y unidas culturalmentes en el reconocimiento de la
riqueza de su diversidad. Y eso incluye también la variedad de géneros, como la
así llamada Literatura Infantil y Juvenil y el Género Negro.
Me parece que hoy la mejor y mayor marca de nuestra
literatura es la Memoria, vocablo que tiene por lo menos 14 acepciones, no
obstante lo cual siempre produce confusiones y debates. No tengo espacio para
tratarlo aquí y ahora, y me remito a otros textos y conferencias que he
escrito, pero sí quiero terminar recordando los tres principios fundantes de lo
que llamo Filosofía de la Memoria, y que están en la base misma de la
literatura latinoamericana contemporánea, y por supuesto en la mía: Verdad,
Justicia y Paz. En la rampante nueva literatura de autoras mujeres de Nuestra
América esos principios están siendo escritos. Todos los agravios, todos los
dolores y todas las alboradas luminosas caben en esa literatura. Desde esas
certezas y esas convicciones ellas consiguieron que, en nuestras literaturas,
el Sol dejara de ser inmóvil y secreto. •
ESTOY ENCANTADA DE HABER ENTRADO EN SU PÁGINA MAESTRO.CADA FRASE ESCRITA POR UD. ME LLENA DE ILUSIÓN DE QUE NO ESTAMOS SOLOS.MUCHAS GRACIAS POR OCUPARSE DE LOS DESTINOS DE MILES QUE TODAVIA NO LO CONOCEMOS LO SUFICIENTE. ABRAZOS Y GRATITUD SIEMPRE.!
ResponderEliminar