Fue una experiencia muy interesante, que se llevó a cabo
los días 11 y 12 de Abril tanto en el Centro de Estudios Comparativos de la
Universidad Nueva de Lisboa, como en la imponente sede de la Fundación.
Allí, este viernes me cupo el honor de pronunciar la
conferencia de clausura del Coloquio, cuyo texto comparto ahora con ustedes.
Fundación Gulbenkian - Universidad de
Lisboa. Abril 11 y 12 de 2013.
Escribir en la crisis: literatura y presente.
Me gustaría
comenzar esta meditación con la siguiente idea: escribimos en la crisis, siempre,
porque escritura es crisis. La literatura, en este sentido, es el fruto
testimonial, diverso y horizontal, del devenir de la Humanidad, o sea es el
relato posible e imperfecto de la Historia pero también, acaso, el relato que más
certeramente informa y conmueve a los pueblos.
Por eso
conceptos como Violencia, Exilio, Política y Utopía describen y en cierto modo
definen a la literatura de nuestro tiempo, al menos la literatura
latinoamericana desde el Siglo XIX hasta nuestros días. Y creo que también la
africana y la asiática, e incluso la europea por lo menos hasta la caída del
Muro de Berlín, y quizás, seguramente, la que viene.
Con
lo anterior procuro sugerir que,
desde la frontera norte de México hasta la Tierra del Fuego, la literatura
latinoamericana ha sido a la vez el proceso de implantación de lenguas que nos
son comunes y que derivan, claro está, de las de los Conquistadores. Y eso ha
significado también la creación de un imaginario propio, que algunos han
definido como realismo mágico y que si bien después tuvo otros nombres como postbom,
realismo poético o crack, más allá de designaciones controversiales conforma un
corpus textual de casi 200 años que puede ser leído, de hecho, como un tratado
permanente sobre la crisis que ha sido y que es cada uno de nuestros presentes.
La literatura
argentina posterior a la Independencia se da por iniciada con la obra de
Esteban Echeverría. Poeta y narrador, en su cuento "El Matadero" (de
1837) describe la brutalidad de los matarifes de ganado vacuno para el consumo,
y no es casual que sea ése el cuento fundador de nuestra narrativa. En esa
misma línea de trasfondo político, violencia y crisis, vendrán después las
otras obras fundamentales de nuestra literatura: Facundo (de
D.F.Sarmiento) y Martín Fierro (de José Hernández). Estos tres libros, curiosamente
un cuento, una novela y un poema épico, son, a la vez, la implantación
definitiva del Castellano del Río de la Plata como nuestro idioma nacional. No
el Español, sino el Castellano rioplatense, versión local, regional, del
inmenso y riquísimo Castellano Americano que atinadamente prefiguró Andrés
Bello, padre de la Lingüística americana, en su tratado de hace dos siglos.
Puesto que no me detendré
ahora en el recuento literario de ambas centurias, si me permiten daré un salto
y diré que la crisis en que escribimos, y la crisis que describimos, es
esencialmente la misma, pero que el nuevo milenio nos permite ver algunos cambios
profundos, todavía no completamente estudiados y los cuales probablemente
perfilarán una textualidad diferente, que me parece que ya es reconocible. En diversos artículos y conferencias de los últimos veinte
años, he venido subrayando cuáles son a mi criterio las características de la
literatura latinoamericana de las posdictaduras, ese fenómeno que algunos
llamaron "posboom" y que yo prefiero llamar "escritura de las
democracias recuperadas".
Esas
características, muy sintéticamente, en mi opinión son las siguientes:
a) La irrupción de la mujer como sujeto de escritura y como
escritoras. El papel predominante que tienen hoy las mujeres en nuestra escritura
es algo que parecía inimaginable hace sólo treinta años. Y sin embargo ahora es
sólo la otra mitad de la textualidad latinoamericana. Como debe ser. La mujer
como protagonista de la escritura y como sujeto literario; las mujeres que
escriben y lo que escriben las mujeres; y también las mujeres que leen lo que
escriben otras mujeres y cómo las mujeres son escritas. Punto esencial del fin
de las dictaduras, con la democracia recuperamos la palabra, cierto, pero quien
más la había perdido era justamente la mujer, que hoy es parte central del
proceso democratizador y esto, para mí, es el cambio más revolucionario de la
democracia latinoamericana y de nuestras literaturas.
b) La
recuperación de la Historia Nacional.
La
democracia habilitó y estimuló el retorno a la Historia de cada país y sus
posibilidades narrativas. La novela
histórica, mediante la revisión de episodios y personajes, devino necesidad,
experimento y también —es cierto— moda. Pero sobre todo fue y sigue siendo el
gran relato de la crisis, por revisión y por proyección. Felix Luna fue
ejemplar en el caso argentino, así como toda la literatura del exilio, los
desaparecidos y la memoria en la democracia. Pienso también en Elsa Osorio, Tununa
Mercado y Liliana Heker, por lo menos. Se reescriben las tragedias nacionales,
se descubren episodios, se discute el relato oficial y el nuevo ya es
profundamente democrático. Lo mismo sucede en toda nuestra América, y ahí están
las obras de por lo menos Fernando del Paso (México), Denzil Romero (Venezuela),
Tomás de Mattos (Uruguay) y Guido Rodríguez-Alcalá (Paraguay).
c) La indagación sobre las corrientes inmigratorias que formaron nuestras naciones en los siglos XIX y
XX, presente en particular en países aluvionales como Argentina, Uruguay y
Chile. Inmigración y exilio, y en general toda transterración, representan una
crisis permanente y son parte insoslayable de la cultura argentina y
latinoamericana.
d) La cancelación del exotismo y el realismo mágico de los años 60 y del boom. En los
últimos 30 años casi nadie ha caído en aquella insoportable necesidad de llamar
la atención de la crítica norteamericana o europea a través de caracteres
exóticos o sobrenaturales. Lo real maravilloso ya no es marca de nuestra
narrativa, y en todo caso hoy la trajinan tardíamente algunos escritores
norteamericanos, europeos y asiáticos.
A
estas cuatro características se podrían sumar otras peculiaridades que en mi
opinión también conforman la para mí saludable crisis de la literatura
latinoamericana: 1) La escritura de lo
que se llama el "interior", o sea el vasto texto de extramuros que ya
no depende de las grandes capitales, sean Buenos Aires, México o Bogotá. El centro gravitacional sigue siendo urbano, pero no
necesariamente las grandes urbes. 2) La poderosa tradición del cuento
como el género literario más popular en todo el continente. Y de la poesía como
andamiaje secreto que sostiene todo el edificio. 3)
El debate sobre los Derechos Humanos, que impregna casi todo lo que se escribe
y publica hoy en mi país y en casi todos. Al menos en la Argentina, en cierto
modo los Derechos Humanos, hoy y en los últimos 30 años, son nuestra
literatura nacional, que deviene, así, una larga y nunca terminada meditación
sobre la condición humana, su tormento y su reivindicación.
Pienso que en líneas
generales estos rasgos que señalo probablemente se aplican a toda la literatura
latinoamericana. Con más o con menos, el corpus textual que lo forma se nutre
también de estas características, y a mí me parece que en base a ello podemos
ser optimistas. Por eso no comparto las visiones apocalípticas de algunos
autores –la mayoría de ellos varones y jóvenes– que parecen demasiado
interesados en hacer parricidios (que no están mal en sí mismos, todos lo
hicimos) pero los hacen dócilmente sometidos a los intereses del mercado
editorial. Y entonces con tal de imponer sus nombres en las constelaciones, y
vender más libros, sacrifican historia y prehistoria.
Eso me parece en algunos
casos penoso, además de que es obvio que solamente el tiempo determina el valor
de una obra literaria, que, como sabemos, es producto más de la desesperación de
cada uno/a que del éxito gremial, por la sencilla razón de que la literatura es
un oficio solitario, desamparado, cierto que a veces onanista pero sobre todo
profundamente introspectivo, angustiante y sólo acaso felizmente paridor como
corresponde a cada buen alumbramiento.
Y aunque no soy experto en
política ni en literatura portuguesas, estoy seguro de que todas o algunas de
estas cuestiones se manifiestan también aquí. Y no lo digo solamente por mi admiración
por Fernando Pessoa y José Saramago, sino porque también en mi casa, de niño,
se leía a José María Eça de Queirós como se leía a Zola, a Dickens y a Tolstoi.
Así aprendíamos nosotros lo que era el realismo duro en la Literatura, que
luego se emparentaba con la realidad del subdesarrollo latinoamericano que
veían nuestros ojos de niños. Hoy mismo, cuando leo autores portugueses
contemporáneos como Antonio Lobo Antúnes, Alice Vieira, Ana Luisa Amaral, Rosario
Pedreira o Rui Zink, siento esas mismas afinidades.
A mí me parece que escribir
en la crisis implica reconocer estas cosas. Por un lado la cruda realidad de un
mundo que no encuentra su medida ni reconoce que más de lo mismo sólo
conduce a lo peor de lo mismo. Y a esto lo digo pensando en las políticas de
ajuste exigidas por la banca mundial y los gobiernos a su servicio, y por el
Fondo Monetario Internacional (FMI), la Unión Europea (UE), el Banco Central
Europeo (BCE) y demás instituciones afines. El mes pasado, a comienzos de marzo, una noticia
portuguesa fue titular en todos los medios de mi país. Decía que cientos de miles
de portugueses se manifestaban en más de 30 ciudades contra esas instituciones
y esas políticas. Y lo mismo sucede en cada país que, como hoy Portugal, Grecia
y otras naciones, muestre datos económicos alarmantes como que la tasa de
desempleo se disparó al doble que hace tres años; o que el PBI sufrió la peor caída
en varias décadas.
Digo esto, claro, con la única intención de señalar los paralelos que
encuentro entre el caso portugués y el latinoamericano para reflexionar sobre
el concepto "crisis". Que es, en esencia, lo que define por qué escribimos lo que escribimos. Y acaso explique también cómo se relacionan los universos
literarios y lingüísticos del Castellano Americano y del Portugués, tanto en la
realidad como en la ficción.
Para nosotros, escritores,
la realidad no es más que una materia rica y deseada para modelar, y
generalmente lo hacemos desde adentro mismo de la realidad, en caliente y para
sublimarla, o sea, reescribirla. Si, como creo, es en la Literatura donde buscamos
las respuestas a casi todas las preguntas, así como el sentido de los comportamientos
y la explicación a las conductas, entonces es en la Literatura donde vemos
lo que sucede en cada Tiempo y cada Lugar. Es en García Lorca donde entendemos
el dolor de España, así como amamos Alemania en las obras de Goethe, Brecht o
Thomas Mann. Y yo conozco Portugal gracias a poetas como Pessoa, Amaral y Pedreira,
y también a las narraciones de Saramago, Lobo Antúnes e incluso Antonio Tabucchi.
Es la literatura la que me anuncia y muestra la crisis y la que me provoca
urgencias desesperadas por sublimarla. No de otro modo, y en soledad, se
hace una obra. Así nos lo enseñaron Dante y Cervantes, como Dostoievsky y Rulfo
y tantos más.
¿Dónde comprendemos más lúcidamente
todo esto? ¿Dónde encontramos, y dónde encontrarán las generaciones futuras, la
explicación a esta tragedia contemporánea que vemos en esos ojos ciclópeos de
Gran Hermano que son la televisión e Internet? Respuesta: En la Literatura. Y
también en el Cine, que es el hijo moderno y tecnológico de la Literatura.
Escribir en la crisis, entonces, es
consustancial a este oficio de angustias y tinieblas. Como me dijo una vez,
exageradamente, Ernesto Sábato, "si usted busca la felicidad, no se
dedique a la Literatura". Y digo que fue exagerado no porque no tuviera
razón, sino porque él descartaba toda idea de felicidad en su propia
experiencia. Allá él. Pero en lo que sí tenía razón era en que es siempre de
nuestra tragedia, y no de otra cosa, de lo que viene hablando la
Literatura Latinoamericana de los últimos, digamos, doscientos años. Y de todo
esto habla ahora mismo, más allá de que se escriban y se lean textos festivos y
parodias encantadoras. No hace falta ser un infeliz ni un atormentado para
escribir, pero en literatura no todo es imaginar alegremente.
De lo anterior concluyo para mí, y
supongo y sugiero, que los cuatro conceptos iniciales mencionados –Violencia, Exilio, Política y Utopía– son
parte de nuestra tragedia. Por un lado porque desde las luchas de la
independencia hace 200 años, esos vocablos definen nuestra evolución, y yo
declaro, incluso, que con la Literatura son la historia de mi vida y
probablemente la de muchos colegas. Desde el Boom y antes del Boom hemos sido a
la vez animales políticos y animales literarios. La Utopía ha sido el sueño
mayor. No hemos hecho otra cosa que perseguir territorios inventados,
personajes y gestas fantásticas como el sueño mismo de una Arcadia maravillosa
en nuestra tierra.
Pero también
digamos que esos cuatro conceptos, que han definido y definen la crisis de
Nuestra América y bien se puede decir que son inherentes a nuestra literatura, a la
vez se han constituído en parte principal de la lista de prejuicios que desde
Europa se nos atribuye a los latinoamericanos desde hace 500 años, y según los
cuales nosotros tendríamos una reprochable afinidad con la barbarie.
Esa idea, ese prejuicio, que
desdichadamente parecen haber aceptado también algunos de nuestros jóvenes
autores contemporáneos, a mí me parece hoy un rótulo inaceptable. Es chocante
que se siga pensando a Latinoamérica como "el territorio de la
barbarie", contrapuesto a la supuesta "Europa civilizada". Hoy,
en mi opinión y dicho sea con todo respeto, eso es un mito y propongo
reflexionar el asunto con colegas, profesores y sobre todo con los estudiantes.
La concepción del mundo
bipolar que desde hace cinco siglos nos describe, va dando paso, lenta, pero
inexorablemente, a un mundo que antes que oposiciones bipolares necesita más
bien reconocerse plural en sus diferencias y matices.
Desde los primeros relatos
de la Conquista, y pienso en Cristóbal Colón, Ruy Díaz de Guzmán, Ulrico Schmidl
y Bernal Díaz del Castillo, por lo menos, la violencia se supone que ha sido y
es un modo, un estilo latinoamericano supuestamente producto de la bestialidad
de nuestros pueblos originarios. Ese estilo ha sido y es representado en las
figuras caricaturizadas de dictadores clásicos, mezclados no inocentemente con
líderes populares que según los relatos se supone que fueron o son todos
dictadores, todos representantes del Mal que se opone al Bien. Entonces se los
mezcla a capricho y sin matices, como si Rosas, Porfirio Díaz, Batista,
Trujillo, Perón, Stroessner, Fidel Castro, Hugo Chávez, Cristina Kirchner o Evo
Morales fuesen todos lo mismo.
Esto pudo producir relatos
exitosos, ciertamente, y quizás por eso en nuestra América tuvimos que soportar
esas visiones llenas de prejuicios antes que de honestidad. Y sin embargo y en
paralelo, mientras esa vara nos aplicaban a nosotros, no había aquí en Europa
caricaturas equivalentes sino más bien solemnidad y hasta recato para narrar a
Hitler, Mussolini o Franco. O a la Señora Thatcher, que murió anteayer y en paz
descanse, si puede... Y ni se diga del respeto reverencial y sin matices que se
guarda hacia todos, absolutamente todos los muy democráticos presidentes
norteamericanos que no dejaron a su gran país fuera de ninguna guerra –o sea
todas las guerras– y cuyas víctimas sólo en el Siglo XX sumaron varios millones
de personas.
Me disculparán la franqueza,
entonces, pero yo rechazo esa idea establecida de la violencia como signo y
marca, única o principal, de la literatura latinoamericana. Esa NO es nuestra
crisis. Propongo en cambio que leamos la violencia
como señal de la bestialidad del ser humano, pero en todas las culturas y en
todas las literaturas. No sólo en la nuestra. Y lo pienso además porque la
conflictividad en el mundo no deja de crecer. El sistema bancario
mundial, por caso, y en particular el Fondo Monetario Internacional, son genuinos
promotores de violencia en tanto son los que la generan con sus ajustes y con
la inmoral defensa de los cada vez más ricos en contra de los cada vez más
pobres.
Sin desconocer la violencia
de las favelas en Brasil, el accionar brutal de los narcos en Colombia, el
desenfreno sangriento de las maras centroamericanas y sobre todo del norte de
México, y las muy diversas formas que adquiere la inseguridad urbana en las
grandes ciudades de nuestro continente, a veces y paradojalmente siento que
nuestra violencia, la de Latinoamérica, es un juego de niños al lado de todo lo
que en los últimos cien años han producido Europa y Norteamérica. Sólo que
nosotros los escritores latinoamericanos, más allá de los caprichos del mercado
y de muchos editores que hoy parecen saber más de sushi y vino tinto que de
literatura, nosotros lo decimos, lo escribimos, lo testimoniamos y lo
sublimamos, con sinceridad y con dolor, porque ése es nuestro modo de sobrevivir
en la crisis.
Propongo tener más cuidado,
entonces, con las trilladas argumentaciones acerca de la supuestamente
proverbial violencia latinoamericana que impera en nuestra narrativa. No la
niego, quede claro, pero me permito recordar que hoy y en democracia América Latina
es el continente menos militarizado y menos violento del Planeta.
En síntesis, lo que quiero
decir es que me parece evidente que fracasó aquella fugaz idea de la
Globalización, que hizo furor hace 20 años, y a la cual fuimos muy pocos
los que nos opusimos en todo momento... Es hora de que la Globalización
descanse en paz y nosotros nos sigamos ocupando de escribir sueños, angustias y
maravillas. Como siempre ha sido.
Que eso es la literatura, les guste o no a las academias, los
canonizadores y los siempre renovados jóvenes iconoclastas: historia, política,
pasado, presente, vislumbre de futuros inciertos; crisis recurrente, la vida
por escrito.
Muchísimas gracias. •
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