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jueves, 1 de febrero de 2018

Una charla con María Elena WALSH (1930-2011)

Hoy 1º de Febrero la inolvidable María Elena Walsh hubiese cumplido 88 años. 
Fue mi amiga, y me acompañó en la revista Puro Cuento
Como homenaje lleno de cariño y agradecimiento, comparto con ustedes la entrevista que le hice en su casa una larga jornada de la primavera de 1987, durante la que tomamos mate y comimos sconnes recién horneados hablando de literatura.

María Elena Walsh:
El cuento infantil no entra en el Parnaso 
No es fácil que acepte ser entrevistada. Y cuando acepta, luego dice que se ha arrepentido. Habla de leyendas correntinas, prepara un té exquisito y deja al visitante asombrado ante el buen gusto y luminosidad de su piso en el Barrio Norte porteño, de vista magnífica y bibliotecas repletas de ediciones antiguas, en español, inglés y francés, lenguas que domina. El aire que se respira a su alrededor es limpio, fresco, pero es difícil romper sus precauciones. A primera vista, es una mujer que ni seduce ni se deja seducir. Pero a poco de la conversación, del té, de la literatura, asoman su franqueza, su espontaneidad, su carcajada traviesa.
No es fácil entrevistarla, pero es grato hacerlo. De respuestas breves, concisas, es evidente su timidez. Sus modales suaves, su mirada directa y azulísima, sin embargo, crean lentamente el clima propicio para que uno se olvide de que está frente a un personaje famoso, casi una diva. Y aparece una mujer sencilla y lúcida, juguetona, picara, irónica, a la que uno no querría tener por enemiga y de quien seguramente sería hermoso merecer la amistad. Y una mujer, también, que ha escrito algunas de las páginas más bellas de la literatura nacional (sin el aditamento “infantil” al sustantivo) y memorables artículos ensayísticos como aquel que tituló “El país jardín-de-infantes”.
Nacida en 1930 en Ramos Mejía, partido de La Matanza, en las afueras de Buenos Aires, María Elena Walsh se inició como poeta a fines de los años cuarenta. En 1960 se inició como autora de cuentos y canciones para niños, y como todo el mundo sabe es una de las escritoras más populares de la Argentina del último cuarto de siglo. Es miembro, asimismo, del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Esta charla se realizó el último día de septiembre de 1987.
GIARDINELLI: Es casi inevitable pensar que el origen de tus cuentos viene de cierta vocación nacida en tu infancia. ¿Es así?
WALSH: Yo me crié, en cierto modo, con el cuento en verso. Y todavía tengo bastante debilidad por la poesía narrativa. No me importa si es buena o mala como poesía; la juzgo como narrativa porque posiblemente fue lo primero que absorbí, en las nursery rhymes (versos para niños) que cantábamos en la escuela. En una cuarteta te contaban un cuentito, una historia. Tenía principio, medio y un final, que a veces era dudoso, generalmente dramático. Versificado, tenía estructura de cuento. Y yo me familiaricé con el cuentito en verso.
—¿Y qué es el cuento, hoy, para vos? ¿Qué significa como género literario, en tu producción?
—Bueno, eso vino en otra época, la de la instrucción. Al ser “leída”, como se dice, ya me fascinaba todo tipo de cuento, pero lo que pasaba es que recibía oralmente, de mis padres, mucho cuento en verso. La cultura familiar, en mi casa, era de mucha lectura pero no de tipo académico. No había universitarios en la familia. Pero sí se tenía afición por la buena lectura, por la novela; se leía a Dickens, a Verne, etc. Y es curioso; prácticamente no tengo recuerdos de que me contaran cuentos, pero sí muchos versos que eran en sí cuentitos, e incluso muchas letras de canciones eran narrativas, dramáticas. Las primeras letras de tangos eran todos cuentos, hechos dramáticos.
—Vos empezaste como poeta en los años cincuenta. Por aquel entonces, ¿tenías alguna fantasía, o vocación inconsciente, para convertirte en narradora? ¿Querías contar?
—No. E incluso no he escrito demasiado. Y últimamente, que me he puesto a escribir, me doy cuenta de que extraño mucho la poesía. La síntesis, los rápidos desenlaces. Sean para chicos o no. Extraño mucho esa forma. Siento algo muy raro, como que es una pérdida de tiempo muy extraña seguir los hilos de un relato.
—¿Leíste mucho cuento? ¿Cual fue tu formación?
—Bueno, habría que acotar esa pregunta, porque uno ha leído tanto... Diría que desde muy temprano, me fascinaron mucho los cuentos de Las mil y una noches. Algo maravilloso, entre lo primero que leí y que aprecié. Y también Perrault, ¿no? Yo sigo pensando que los cuentos clásicos de Perrault, pasada su época de anatema de parte de los psicólogos, son bastante insuperables. Y después descubrí los folklóricos, esos que dan la vuelta al mundo, que florecen en todas partes con ligeros cambios de personajes y situaciones.
—Conociendo tu obra para niños, uno se pregunta qué te pasó con los hermanos Grimm, con Anderson, con Monteiro Lobato...
—Bueno, los junto un poco con Perrault. Son cuentos de una época de la vida en que se los lee conjuntamente.
—¿ Y los fabulistas?
—No, los leí después. En mi etapa formativa no frecuenté la fábula, ni ningún tipo de literatura moralista. Me salvé, diría, porque en el colegio había una literatura y una poesía escolares, pero no especialmente moralista. No sé, se diría que sólo últimamente estoy más atenta al cuento. La verdad es que es un género que voy redescubriendo. Y ese descubrimiento a lo mejor viene de mi lectura entusiasta y constante de la segunda parte de El Quijote, que es una serie de cuentos dramáticos, ¿no?
—Vos hablás de poesía narrativa, y en tu caso creo que es muy evidente que hay un paso de lo poético a lo narrativo, una traslación que se observa en tus canciones, que son versos pero también son cuentos. ¿Cómo se dio eso; de modo inconsciente o fue una elección?
—Me cuesta precisarlo. Creo que es algo que se fue dando; la necesidad y la ilusión de escribir cuentos, y cuentos breves, y de mucha acción. Algo que creo que todavía no he conseguido; es un género muy difícil. Estoy pensando, claro, en cuentos específicamente para chicos. Tengo algunos, pero me salieron —los que parece que están mejores— cuentos largos, casi nouvelles para chicos; los que están en mi libro Chaucha y palitos. Son cuentos quizá un poco barrocos en materia de lenguaje.
—¿Eso es así por una exigencia íntima tuya, o por exigir al niño lector?
—Es una exigencia mía, porque yo quiero exigir al niño. Me preocupa que hoy tienen un lenguaje terriblemente empobrecido: todo es relindo, reesto y relootro, y no me resacás de ahí y me recopa, y bueno... Si no, dicen que agarré la cosa y después estaba el coso... Es pobrísimo. Si Filloy, en el último número de Puro Cuento, dice que el lenguaje de los argentinos es pobre, el de los niños y los adolescentes es pobrísimo, no llega no a 800, yo diría que ni a 400 palabras, salvo el lenguaje técnico que puedan dominar, como el del deporte o de la cibernética. Entonces y por todo eso me dio como un ataque en contra, y escribí para chicos más grandes, para preadolescentes y con un lenguaje rico, incluso con palabras inesperadas, raras, de esas que hay que buscar en el diccionario. Y bueno; que las busquen o que se queden en la sonoridad de la palabra. Pero no podemos contribuir a empobrecer aún más el lenguaje.
—¿En tus canciones hay una clara estructura narrativa, cuentística. Pienso en Osiris, en Manuelita, entre tus clásicas. ¿Cómo los trabajaste? ¿Como cuento versificado?
—Salían espontáneamente. Hay un mecanismo muy mágico, que es el de la rima. La rima es la que te lleva a una determinada historia. Va ordenando el ritmo narrativo.
—¿Lo intuiste así o lo buscaste conscientemente?
—No todo lo que se busca resulta. O resulta artificioso, al menos en materia de rima. Es bastante fatal. Se nota el esfuerzo y lo que resulta es terrible. La rima tiene su propia magia; es como un mecanismo inconsciente; y hay momentos en que uno puede dejarse llevar por él, y otros momentos en que no. Es como las actividades parapsicológicas: de pronto uno es vidente, pero lo es un día y no de manera voluntaria.
—¿Creés en la inspiración?
—No, no creo en la inspiración, pero sí creo que muchas veces hay que dejarse llevar por juegos involuntarios, inconscientes. Y no hay problema en no saber explicarlo.
—¿El material de tus cuentos y canciones, de dónde salió? ¿De experiencias vividas, de la realidad, de la pura imaginación?
—Hay de todo. De hecho la génesis de mi literatura es como la de cualquier otra: partir de un hecho o personaje real y transformarlo, o dejar que se transforme sólo a medida que uno lo utiliza y lo describe. También hay otra génesis, que son trabajos de traducción, versiones más o menos libres, de las nursery rhymes. También lo he hecho con algún poema de Lewis Carroll. Y también he utilizado elementos y personajes de otras literaturas, deformándolos. Y también del folklore. Somos sintetizadores de una tradición, y en Argentina eso es notable porque somos todos nietos de gringos, de inmigrantes: hay mucha variedad de tradiciones.
—En tus trabajos hay mucha presencia del folklore, del costumbrismo, del regionalismo. ¿De dónde viene eso; de viajes, de investigaciones?
—No, fue algo precoz. Creo que eso lo absorbí y lo incorporé en mi juventud. Cuando me empezó a interesar el folklore y comencé a observarlo —no sólo el nuestro, sino también lo que había heredado en inglés—, fui sintetizándolo. Yo he viajado muy poco, pero es evidente que el lenguaje y las tradiciones del interior de nuestro país están emparentados con otras, tanto de España como del resto de América.
—Hay una pregunta que te habrán hecho infinidad de veces, y que no puedo evitar: ¿cómo fue que te orientaste hacia el público infantil? ¿A qué se debió?
—¡Esa es la pregunta que no me debías hacer! Porque no hay explicación, ni yo misma lo sé... No tengo respuesta; supongo que sólo puedo decir que sentía la necesidad de hacerlo y al mismo tiempo quizás llenaba un vacío.
—Pero me parece importante establecer si fue una elección o no, perqué hay autores que creen escribir cuentos para niños cuando en realidad hacen cuentos de adultos nostálgicos, dirigidos a otros adultos nostálgicos, con sujetos niños. Que no es lo mismo. En tu caso, es notable cómo a lo largo de veinte o treinta años el destinatario, el interlocutor, es siempre el niño. Y mas allá de que los puedan leer también los papas, los adultos. Y de que han pasado ya dos o tres generaciones de niños que fueron.
—Claro, yo también he notado ese peligro en cierta literatura nostálgica del adulto que está tratando de recuperar su infancia, en lugar de incorporarse a la infancia actual, a los que hoy son chicos. Yo he visto eso con cierto rechazo de mi parte... Pero en mi caso, creo que mis cuentos son vigentes por esa preocupación, o esa carambola, de que siempre he querido estar entre los chicos, y no como adulto que se dirige hacia los chicos. Yo he querido compartir.
—Me parece una respuesta muy humilde, atribuirlo a una carambola, a una casualidad...
—No, pero no es humilde y sí es carambólico. Porque muchas veces buscás eso, el compartir, y no lo conseguís. Hacés un tremendo esfuerzo y los chicos no lo sintonizan. Quizás haya otro tipo de explicación psicológica, psicoanalítica, que sería mucho más precisa, pero esa es otra historia en la que prefiero no meterme. Pero en fin, a creo que hubo algo de carambola, si bien hubo algo de lo que siempre fui muy consciente: que no quería hablar desde la nostalgia, sino que la infancia era algo presente para mí.
—¿Y el humor, la gracia, salieron sin búsqueda?
—Bueno, yo diría que mi preocupación en ese sentido era el chiste. El humor que surge de la situación irreverente; cierta afición por el absurdo. Las nursery rhymes tenían todo eso; era una tradición oral. Ahora, como lecturas, vinieron después: Saki, Jonathan Swift. Pero en general, creo que tuve oreja para absorber el disparate. Tengo buen oído para eso. Y me gustaban mucho las historietas, de humor y fantásticas, tipo “Mandrake el Mago”. 
—Creo que estarás de acuerdo en que en el cuento no hay reglas, pero ¿hay algunas normas inevitables, alguna preceptiva ineludible para el cuento infantil?
—Sí, es posible que las haya, y yo las conozco, al menos a las mías propias. Pero no siempre las alcanzo ni creo poder enumerarlas exhaustivamente. Pero, por ejemplo, el cuento para chicos requiere algunas cosas: acción, mucho humor, gracia, juego con el lenguaje, sentido del disparate...
—¿ Y qué con la perversión, que es un material tan infantil? Me refiero a lo truculento. En tus obras aparece poco o nada.
—Sí, y eso fue bastante deliberado. En las rimas inglesas en las que yo me formé, si uno las lee prestando atención al sentido, hay mucha crueldad, mucha truculencia. Y también la había, tradicionalmente, en todo el material destinado a los chicos. Mucha necrofilia, lo cual es muy español. En lo tradicional español eso es notable; canciones como “Ya se murió el burro” y cosas así.
—Posiblemente eso tiene muchos siglos, ¿no? Las fábulas de Iriarte, de Samaniego, son muy crueles.
—Sí, e incluso el tema de las brujas malas, y los ogros, son tradicionales en todo lo que se destinaba a los chicos, en muchas culturas. Y bueno, todo eso quise romperlo deliberadamente. Quise que entrara un poco de aire fresco, a través de personajes y situaciones graciosas, divertidas, y suprimiendo la crueldad. Claro que no creo que haya que suprimir totalmente la crueldad, ni pintarle un mundo color de rosa a los chicos, pero en ese momento, cuando yo empecé a escribir, me parecía que había que limpiar un poco la escritura para chicos.
—¿Hubo una intención, digamos, ideológica?
—Sí, si se quiere, sí. Sentía la necesidad del aire fresco, más que la intención. Poner más chiste y broma, y menos necrofilia, escuela y solemnidad.
—¿Cuando escribís, pensás en un lector tipo, en un modelo de niño?
—Sí. El niño en el que he pensado siempre, es en general el de edad preescolar. Por eso, no me refiero a cae mundo ya cibernético y galáctico, sino que me dirijo a chicos que necesitan historias simples, utilizando el lenguaje como un juego, y además, esa edad me gusta mucho porque los chicos no están domesticados por la escuela. Sólo hice un libro pensando en chicos más grandecitos, donde hay algún elemento fantástico moderno.
—¿Escribiste cuentos que no fueran para niños?
—No, la verdad es que no. O sí, bueno, he escrito algunos pero nunca los publiqué. No me convencieron.
—-¿Qué vinculación y qué importancia tuvo la música para tus narraciones versificadas, si así puedo llamar a tu género? ¿Escribís pensando musicalmente?
—No, primero se hacen siempre las letras. Es lo que suele suceder; primero se hace el texto y después se experimenta con la música. Cada texto trae su música. Cuando se lo tiene, se trata de encontrarla.
—¿Cómo es tu forma de trabajo? ¿Tenes algún método?
—Depende de muchas cosas. Si encaro un trabajo que sé que puede tomar forma de libro, trabajo de manera obsesiva, todos los días, con muchísimas dificultades, eternas correcciones, reescrituras y recontraescrituras... No soy disciplinada en el sentido de trabajar determinadas horas o páginas por día, que más bien me parece que es el trabajo de los novelistas o ensayistas, pero cuando veo que una obra que tengo entre manos parece querer ser un libro tengo que ser obsesiva, dedicarle todo el tiempo posible, estar metida, pensando sólo en esa obra. Además, creo que cuando uno escribe, también le atraen determinadas lecturas. Yo leo mucho, cuando estoy escribiendo. Cosas estimulantes.
—Un tema odioso, pero inevitable si se te entrevista, es el de la fama. ¿Juega un papel de exigencia para vos?
—No pienso en eso. Como no pienso en escribir para complacer, ni para vender. En todo caso, la única complacencia que me importa es la de los chicos, pues escribo para ellos. Pero no pienso en mantener un nivel de prestigio, ni en el reconocimiento. No niego que puede haber épocas en las que se siente alguna presión, incluso una presión muy grata, de gente que te pide si no tenes un libro, que te quiere editar. Pero no lo quiero sentir como una presión. Es algo que hay que dejar de lado.
—No sé como es la respuesta que has recibido en otros países, pero diría que tu obra es muy argentina, y es obvio que aquí la aceptación es unánime y masiva. ¿Cómo ves a tu lector argentino? ¿Es diferente? Me refiero a que cuando vos decís Jujuy, un chico argentino lo ubica de inmediato. Dicho de otro modo: ¿el color local le ha hecho ganar o perder universalidad a tu obra?
—No tengo la menor idea. Pero por lo que he apreciado a través de mis actuaciones en público —más que por los libros, pues eso es casi imposible de medir— diría que la rapidez y la astucia del público argentino es bastante especial. Sobre todo la rapidez mental; se establece enseguida una corriente de sobreentendidos. En otras partes donde he actuado, en cambio, tenía que hacer explicaciones o necesitaba más tiempo para conmoverla. Pero esto creo que es sólo una cuestión de ritmo. No hay ni quiero decir nada despectivo de otros pueblos, quede claro. Quizá sucede que hay un ritmo humano diferente. Y un sentido del humor distinto. De pronto, en España causa una gracia loca un chiste que a nosotros nos deja duros, y al revés.
—Si embargo, María Elena, en los últimos tiempos yo aprecio cambios en los argentinos. El nivel promedio de lo que se escribe es mucho mas bajo. Siento —aunque sea duro decirlo— que hay como una pérdida de inteligencia, un enorme embrutecimiento. La crisis económica hace que la gente gaste su energía en pensar en términos de dinero, y eso produce embrutecimiento, Y la literatura también lo delata.
—Bueno, querido Mempo, pero ¡es que nos han hecho un lavado de cerebro tremendo en estos últimos años! Nos han tratado de embrutecer, deliberadamente, como propuesta cultural, y eso deja secuelas. ¡Por supuesto que sí! A nuestra juventud se le ha lavado el cerebro, y además, en los últimos veinte años, hay un alarmante deterioro en la educación. Esto, de ninguna manera obedece a la falta de voluntad e interés del gremio docente, que es un gremio maravilloso y heroico, pues hacen todo lo más que pueden. Pero una maestra que está mal pagada, frente a una clase de sesenta chicos carenciados, no puede hacer milagros. Y también es parte del deterioro, quizás —digo quizás porque no lo sé con exactitud—, el aplicar métodos modernos de enseñanza que favorecen mucho el estudio de las matemáticas y que por eso descuidan el lenguaje, la parte humanística, el pensamiento, las ciencias sociales. Yo lo noto en las cartas: ahora un chico de sexto grado me escribe con una redacción equivalente a la de uno de segundo o tercero de hace veinte años.
—En nuestro Taller Abierto sucede algo parecido: los textos de principiantes parecen demostrar que si quien se inicia en el cuento tiene más de cuarenta o cincuenta años, posee una prosa regularmente correcta, aceptable ortografía, cierto dominio de la sintaxis y basta un sentido de la narración. Y si el principiante es menor de veinticinco, digamos, la redacción es muchísimo más pobre; el descuido, los horrores ortográficos, imperan... Ha habido un hiato cultural, ¿no te parece?
—Sí, pero aquí hay también algo muy interesante para señalar: y es que todo el mundo, en Argentina, hoy se quiere comunicar a través de la escritura. Es como un fin en sí mismo, aunque no tengan demasiado éxito. Por eso tanta gente va a talleres literarios, y creo que nunca se ha escrito tanto. Eso me parece maravilloso: que todo el mundo escriba, y gente de toda edad. Ahora bien, hay un nivel de calidad flojo, porque esas personas suponen que escribir no es un oficio. No es como ser carpintero o electrotécnico, que tiene que conocer el oficio y dominarlo. Ellos creen que expresan sus estados de ánimo y nada más. Y por eso recibimos esa escritura, de calidad que nos parece baja. Pero a mí me parece alto, si pensamos en el deterioro en que han querido sumirnos.
—Volviendo al cuento, María Elena, ¿es un género que leés constantemente? Y en tal caso ¿qué leés? ¿A quiénes?
—Sí, yo leo muchísimo, todo el tiempo. Y de lo último, me vienen muchas ganas de mencionar —y pasarle el aviso— al Negro Manauta. Porque tengo especial debilidad por él, y porque me parece un gran cuentista. Sus temas camperos, entrerrianos, son de una extraordinaria agudeza. Yo aprendo en cada línea de él. Está lleno de sabiduría, de sabor, de color. Por lo demás, no tengo autores recurrentes o en todo caso los tengo pero rotativos. La segunda parte de El Quijote como te decía. Carson McCullers es una autora que me gusta muchísimo. Flannery O'Connor es quizá la cuentista más extraordinaria, siniestra, truculenta... Y para seguir con las mujeres, que a veces quedan fuera de estas nóminas, me gusta mucho la cuentística de Doris Lessing. Por ella, conozco África como conozco Ramos Mejía. Y además tengo la suerte de haberlas leído en inglés, directamente. De los clásicos, me encanta Chéjov. De Cortázar, los Cronopios, la parte más lúdica de el. De Marta Lynch me gustaron ciertos cuentos que describían nuestros últimos años de manera un tanto tangencial y con enorme maestría. Y dejo aparte la mención de Juan Rulfo. Es el grande. El gran escritor de lengua española. Por encima de todos.
—En cuanto al cuento que se escribe actualmente en la Argentina, y al margen de nombres que no te pido, ¿creés que hay algo que cambió; alguna característica nueva, diferente? Te pido una intuición, al menos, ya que el tema requeriría un largo desarrollo...
—Sí, me gustaría pensarlo largamente. Pero intuitivamente, e incluso por lo que veo en tu revista, y algunos libros que he leído últimamente, me parece que sí hay cambios. Hay mayor capacidad de síntesis; una pulcrirad formal interesante, y no al divino botón como se ha practicado mucho; necesidad de un cierto rigor para describir una realidad pero no de manera pedestre sino a través de detalles y de climas. Yo creo que cuando se decante toda esta enorme cantidad de escritura que se está cometiendo en este momento, por suerte, va a dar lugar a un estilo, a una definición que habrá que ver más adelante. Pero esto que digo es intuitivo y superficial.
—El genero cuentístico ha sido, a pesar de su riquísima tradición, bastante dejado de lado últimamente (me refiero a un par de décadas, por lo menos). Casi menospreciado por cierta industria editorial. Ahora bien: dentro del género, el cuento infantil ¿ha sido también maltratado algo asi como un primo pobre de la literatura?
—La literatura infantil, claro que sí. Es un arrabal. Y un arrabal desprestigiante. ¿Quién puede considerar que es escritor en serio alguien que escribe para niños? A esta altura ya no me pasa, pero cuando empecé, había muchos prejuicios. En cualquier estudio formal de la literatura de cualquier país, lo infantil no entra. Pensá que Lewis Carroll ingresa en la historia de la literatura inglesa cuando lo descubrieron los surrealistas, tardíamente. Porque era rancho aparte. Y algo de esto persiste, por más que hay un movimiento muy pujante para que se tome en serio el género. Por lo menos, persiste en distintas esferas del poder cultural, por decir así, de diversas ideologías.
—¿Y eso a qué se debe? ¿A menosprecio hacia el niño; hacia la inteligencia infantil?
—Puede ser. Pero no lo sé. Habría que estudiar las causas. Creo que es un concepto antiguo, muy atrasado. El mismo que hace que no se consideren expresiones válidas a la fotografía, la historieta, la ilustración, muchas ramas de la expresión artística. No fueron aceptadas por las academias. Y eso pasa con el género infantil, como pasa con todos los géneros populares, con el radioteatro, el teleteatro. Son subliteratura.
—Pero convengamos en que el teleteatro suele hacer todo lo posible para ser considerado así.
—Es verdad, pero también hay muy mala novela, y mala poesía. Pero están dentro de la categoría académica consagrada. Primero son; después decimos qué malas son... Son criterios antiguos, diría yo. Y a la literatura infantil le pasa más o menos lo mismo. No entra en el Parnaso.
—Cuando vos decís “arrabal” te referís a que el cuento infantil es un subgénero. ¿Qué se siente, pues, siendo escritora de un subgénero?
—Yo me siento muy bien (y se ríe a carcajadas). *