Aviso por los comentarios

AVISO: Es probable que en algunas redes sociales existan cuentas, muros o perfiles a mi nombre. NADA DE ESO ES VERDADERO.

Las únicas 2 (dos) vías de sociabilidad virtual que manejo son este blog y mi página en FB. Ninguna otra cuenta, muro o perfil —en Facebook, Twitter o donde sea— me representa. Por lo tanto, no me hago cargo de lo que ahí puedan decir o escribir personas inescrupulosas.

lunes, 23 de mayo de 2011

Variaciones Borges

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

(La presente foto es de mi amigo Daniel Mordzinski)

En casi todos los textos de ficción incluimos materiales autobiográficos, lo cual me parece que no es otra cosa que una limitación de nuestra imaginación ya que necesariamente uno apela a los recuerdos cuando la capacidad de invención es magra.

Es claro que en la creación literaria es mejor prescindir de todo lo personal e íntimo, pero lo que digo es que si no siempre lo conseguimos es nomás porque no se puede. Y eso, creo, nos sucede a todos y todas.

La enormidad de Borges —también, y precisamente— radica en mi opinión de que él sí alcanzó a pleno semejante logro. En él casi no hay autobiografía; en él presumimos que todo es fantasía, abstracción, imaginación en estado puro.

Y si el oficio de escritor es también un ejercicio de simbiosis entre lo vivido y lo soñado —de donde muchas veces resulta la gran literatura— pocos casos son tan ejemplares como el suyo, y además incuestionables.

Quizás lo tengo muy idealizado, pero a mí se me hace que hay problemas y reparos que Borges no debió enfrentar jamás. Él escribía desde un escalón superior: la vasta literatura universal que todos y todas más o menos conocemos él la dominaba en sus pormenores. Su ceguera, acaso, o su timidez y el haber vivido tanto tiempo al resguardo de Doña Leonor —quién sabe— deben haber contribuído no sólo a forjarlo como intelectual erudito sino también como inventor pertinaz, eximio analista de los intersticios de la creación e infatigable asociador de lo divino y lo profano.

Establecida tal distancia, les diré que a mí muchas veces me escribieron —lectores/as que no conozco— preguntándome si eran verdaderas algunas situaciones que yo había narrado en mis libros. Cuento dos, que ya evoqué en una conferencia que pronuncié en 2005 en la Universidad de Virginia, en los Estados Unidos:

"Llama a la Fundación un señor desde Buenos Aires, habla largamente con Adela y le explica que su mujer, que es paraguaya, ha leído La revolución en bicicleta y está conmocionada porque su mamá se llamaba Guadalupe Sosa, igual que uno de mis personajes, y era tal cual yo la describo en la novela, y entonces quiere venir al Chaco para que yo le cuente cómo investigué su vida. Me deja perplejo: ¿cómo explicarle que jamás conocí a nadie con ese nombre y que todo fue una invención literaria? ¿Le miento de nuevo y continúo la mentira como una fuga hacia adelante, o le rompo la ilusión? ¿O le explico cómo funciona la literatura, a riesgo de que esta buena señora piense que soy un cretino?"

Segundo caso: "En una edición dominical del diario "La Voz del Interior", de Córdoba, se publicó en Junio pasado (2004) un capítulo de Final de novela en Patagonia en el que describo la decadencia de la ciudad de Sierra Grande después del cierre de la mina de hierro. En ese texto hablo del dolor que me produjo ese pueblo que en el año 2000 parecía condenado. A mi rabia por la estafa política la vestí con ropajes literarios y comparé a Sierra Grande con Comala, el desolador pueblo de la novela de Rulfo. Bueno… Pues sucedió que algunos lectores no lo comprendieron así, o no entendieron que la literatura es alusión y, por lo tanto, el único terreno en el que la mentira no es condenable. Entonces me llovieron decenas de e-mailes insultantes, se acordaron muy mal de mi mamá, desearon mi muerte y me mandaron al infierno sin escalas y hasta me acusaron de haber votado a Menem, que es lo peor que alguien puede decir de mí... Fue como si en mi texto yo dijera: "Se trata de literatura, muchachos, cuenten conmigo" y esos lectores me respondieran: "Váyase al carajo".

Esas cosas, a Borges, no debían sucederle. Todo debe haber sido para él más controlado —no encuentro un verbo mejor— dicho sea en el sentido de un mundo interior menos emocional. Una vez Juan Filloy me lo dijo, asertivo como era y no sin ironía: "Borges es perfecto, Mempo, pero es demasiado frío. No hay sangre, no hay coito en Borges".

Creo que Filloy tenía razón. No obstante, igual confieso que me hubiera encantado conocer al autor de "Emma Zunz". No superficialmente, como me fue dado, sino en profundidad. Y además, me hubiese gustado charlar y discutir con él de colega menor a colega mayor, absorbiendo su sabiduría de Maestro. Como pude hacerlo con Filloy, por cierto.

En cambio, mi acercamiento al Universo Borges se dio a través de terceras personas. Con algunas de sus amistades mantuve siempre un vínculo afectuoso, y casi íntimo, como si yo hubiese sido parte de la vida borgeana. Incluso, debí hacer equilibrio más de una vez, practicando una discreción blindada cuando hablaban de él sus allegados: Adolfo y Silvina, desde luego, pero también María Esther Vázquez, María Angélica Bosco y muchos otros y otras que presumían de ser más o menos íntimos o cercanos y a quienes escuché explayarse con toda libertad acerca de Borges, como si me considerasen miembro del club, lo cual yo no era.

Con María Kodama, su viuda, ya dije que nos brindamos un aprecio mutuo, y cada vez que nos encontramos charlamos con afecto y creo que ella sabe que a mí jamás se me ocurriría inmiscuirme en los asuntos borgeanos. Y eso se debe, lo sé, a que mi relación con Borges fue siempre y por fortuna puramente literaria.

Lo descubrí siendo muy joven, cuando estaba en plena forja y él ya era un clásico. El primer cuento en el que dialogo con él es "Como los pájaros", que escribí a poco de llegar a México en el 76. Es un cuento que me gusta mucho —aunque es de nula popularidad— y se forjó en el ardoroso amor a la literatura de Joao Guimaraes-Rosa que sentí aquel horrible año, desbordado por el esplendor de esa novela-mar que es "Grande Sertão: Veredas" y luego por sus cuentos. Decidí entonces que nuestra América tenía dos gigantes literarios, de lenguas vecinas, y la imaginación de ambos avivó evidentemente la mía. "Como los pájaros" es una especie de diálogo textual entre narraciones de JLB y de JGR. Es un texto que a mí me encanta, repito, aunque soy consciente de que es el menos comprendido de mis cuentos. No importa.

El segundo es "La entrevista", que es de los 80 y en el que sí hay un párrafo autobiográfico: "Fue un hecho casual el que me puso frente a la obligación —luego convertida en placer— de leerlo. Y ese hecho fue el haber ganado un campeonato de ajedrez en la revista en que trabajaba. El premio, instituído por el editor, consistió en las obras completas de Borges".

Este cuento sí fue muy leído. Se publicó por primera vez en España, en una preciosa edición de Almarabú, y después apareció en varios otros libros y mereció algunos estudios críticos.

El tercero de mis textos, digamos, borgeanos, es "El libro perdido de Jorge Luis Borges", que es de finales de los 90 y está en mis "Cuentos Completos". Lo escribí cuando trabajaba en el diario Perfil, el año 98. Ya para entonces llevaba algunos años viviendo en Paso de la Patria y dividía mi residencia entre el Paso y Coghlan. Un día el Bebe Martínez, que dirigía el suplemento literario de Perfil, me pidió un texto urgente sobre Borges, por no sé qué razón periodística de esas que nunca son bien explicadas pero seguro son urgentes. Y ahí nació ese cuento, que de toda mi invención borgeana es el más conocido y el que más satisfacciones me dio, quizás porque se publicó en los Estados Unidos inmejorablemente traducido por Alfred McAdam, catedrático del Barnard College de Nueva York.

En ese cuento amplié la confesión personal de "La entrevista", seguramente porque se trata de otra narración que escribí como lo que es: una ficción absoluta. Sin embargo, creo que le hice el doble homenaje porque aquel campeonato de ajedrez de la Editorial Abril del año 1975 a mí me desburró, porque hasta entonces yo no había leído a Borges por puro prejuicio, por tonto y soberbio como puede ser cualquier joven intelectual a esa edad. Sólo cuando me rendí ante su grandeza, y desde la admiración que me ganó para siempre, pude escribir esos tres cuentos con Borges como personaje, directo o indirecto.

Desde luego que nunca quise, ni intenté, proceder en su estilo, ni parafrasearlo ni mucho menos imitarlo —siempre supe que no hay peor suicidio literario que imitar a quien admiramos—, pero de todos modos nunca quise sustraerme a la tentación de dialogar con él en algunas de mis ficciones.

Mi cuarta y última aproximación literaria a Borges me la pidió Josefina Delgado cuando era, creo, vicedirectora de la Biblioteca Nacional. Fue en 1999, para el Centenario de JLB, cuando ella coordinó un libro estupendo: "Escrito sobre Borges", publicado por la BN y de lamentablemente pésima circulación. Para esa antología yo escribí un cuento que titulé "La otra forma de la espada" y que es una variación del célebre cuento del Maestro, ambientado en la provincia de Corrientes.

Bueno, me parece que cuatro cuentos inspirados en la vida y la obra de uno de los más grandes autores de la lengua castellana, quizá el mayor desde Cervantes, no están mal como homenaje.

Y también como "punto e basta", como diría mi tía abuela abruzzesa.

Laburos canallas:

• La enorme negra gorda que controla la seguridad en el aeropuerto O'Hare de Chicago y cuya misión, sentada de espaldas y a la altura del culo de todos los viajeros, es checar que cada pasajero encienda su ordenador antes de pasar.

• El melenudo disfrazado de gaucho que toca la guitarra en una trattoría de Biarritz mezclando temas brasileños con "El cóndor pasa" y "Zamba de mi esperanza".

• El joven veterinario que en la expo rural debe lavar la mierda del culo del toro campeón.

• Los indios profesionales contando chascarrillos y sacudiendo sonajeros, en todo el continente.

lunes, 16 de mayo de 2011

A los viejos maestros


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Luego de postear el texto sobre Cortázar me quedé pensando que, cuando era un joven escritor, fui muy afortunado. No sabría determinarlo con exactitud, y quizás sea materia para ver con mi analista, pero no puedo evitar ahora una reflexión acerca de la relación de los jóvenes escritores con los grandes viejos. Al menos en mi caso, el haber sido amigo de relevantes, viejos autores fue un tesoro en todo sentido.

Desde luego, supongo que el fomento de esas relaciones habrá tenido que ver con la prematura pérdida de mi padre, y con el hecho de que no conocí a mis abuelos. La carencia de figuras masculinas patriarcales, se sabe, no es un peso leve en la vida de cualquier persona. En mi caso, y casi fortuitamente, siempre alguna empatía me acercó a figuras de relieve: Marco Denevi antes del exilio; Edmundo Valadés y Juan Rulfo en mis años mexicanos; Juan Filloy desde mi regreso y hasta su muerte. Y durante todos esos años, fuertes y curiosas relaciones con Ignacio Xurxo, Cortázar, Sábato e incluso ahora mismo con Angélica Gorodischer y Noé Jitrik, hermanos mayores a los que quiero y respeto, y con quienes siempre, inexorablemente, cada oportunidad de compartir algunas horas con ellos es sinónimo de inteligencia, afecto y placer.

Sin embargo, jamás tuve relación personal alguna con Borges. Prácticamente no lo conocí; apenas lo vi de lejos en algunas conferencias y una vez estuve en su departamento de la calle Maipú para una breve nota para la revista "Semana Gráfica", cuando su primera boda. Sólo tengo el recuerdo difuso de aquella sala algo sombría y él sentado, ahí, de traje y bastón en mano, mientras el fotógrafo cliqueaba maníacamente. No hablamos de nada trascendente. Por eso cada vez que tengo oportunidad, o ante preguntas de públicos diversos, digo que debo ser el único escritor argentino (o uno de los muy pocos) que no tiene ninguna anécdota borgeana que contar. Y lo celebro.

Pero siempre estuve atento a sus palabras, su erudición asombrosa, su estilo precioso, y además lo leí completo cuando yo tenía treinta años. Adoro su literatura, especialmente casi toda su poesía y sus diez o quince cuentos memorables, pero la verdad es que él, su persona, jamás me atrajo ni me interesó. Quizás, pienso ahora, a vuelapluma, porque no hubiera podido cumplir jamás con el rol de padre sabio pero afectuoso que a mí me fascinó siempre. Aunque no lo sé, y quizá estoy completamente equivocado. Me gustaría preguntarle a María Kodama cómo era Borges en ese plano, o mejor, como cree ella que él hubiese sido. Uno de estos días se lo voy a preguntar. La estimo mucho, y creo que es un sentimiento mutuo. Quién sabe si no descubrimos entonces un Borges inesperado.

Como sea, los grandes viejos fueron basales en mi formación, y creo que ha de ser así —o debería serlo— en la de cualquier artista. En el Renacimiento, como es sabido, los artistas dirigían o se constituían ellos mismos en escuelas, y cada viejo era seguido en sus lucubraciones y creaciones estéticas por sus discípulos. En la antigua Grecia también, y eso valía no sólo para el arte sino para el pensamiento, la filosofía o la matemática, que también son arte.

Sólo por jugar un poco, propongo las siguientes características que tienen —o deberían tener—los grandes viejos en sus magisterios artísticos (y escribo esto pensando con cariño en mis dos Juanes, Rulfo y Filloy):

-Son enormes creadores, y como escritores son originales, revolucionarios;

-Son esencialmente buenas personas, cargados de años y experiencia;

-Son figuras atractivas, no necesariamente simpáticas pero sí capaces de imantar a cualquier auditorio, de uno o de miles;

-Son sabios. Especie de seres envasados en fuentes de sabiduría, agudos observadores, lectores excepcionales, y además son generosos y tienen el talento de transmitir su saber sin que ofenda ni se note demasiado;

-Tienen la gracia que da la autoridad, pero la autoridad natural que nace del talento, la originalidad y el brillo. Además son conscientes de que poseen esos dones pero los manejan con la naturalidad de una mosca;

-Tienen un peculiar y astuto sentido del humor y son capaces de ironías blindadas;

-Sus familiares —por amor o por grisuras— suelen mantenerse al margen y los dejan brillar solos, como luceros matutinos.

No sé si esto es verdaderamente así, pero por ahí va la cosa, me parece. Sé que no deja de ser un ejercicio inútil pero para mí gracioso. Escrito queda.

Y me acuerdo ahora de uno de mis retornos a México, después del exilio y reinstalado ya en la Argentina, a finales de 1987. Voy a ver a mis hijas y visito a Valadés, que ofrece una cena en mi honor. Como siempre, en casa del viejo y querido maestro, allá donde empieza la subida hacia la Colonia Magdalena Contreras, pasamos una velada deliciosa. Creo que S. —por entonces mi compañera— se enamora de él instantáneamente. Don Edmundo —me basta verle los ojos pícaros de zorro viejo— toda la noche se comporta especialmente seductor, y Adriana, su joven mujer, le hace coro. Se habla de nuestros países, de nuestras revistas (la vieja "El Cuento"; la nueva "Puro Cuento") y a los postres Edmundo establece que el cuento es un “sueño breve” y propone un brindis en memoria de Juanito Rulfo, quien solía decir que, en rigor de verdad, escribimos cuentos solamente para espantar a la muerte.

Esa noche la espantamos, también, con unos tequilazos.

Escribir para vivir, y vivir para soñar, es la idea que me ronda. Escribimos para no morirnos, es verdad, y es en nuestros sueños donde se crea, quizás, la verdadera realidad. Quizás sólo vivimos realmente en nuestros sueños, mientras que lo que llamamos vida es una repetición inconsciente de lo ya sucedido, o de lo que ya soñamos. ¿Sí? Quién sabe... Pero escribimos cuentos y dejamos huella, eso sí, como pruebas de que hemos pasado por la llamada realidad. También en este sentido el cuento contado es repetición, convocatoria de algo que ya pasó. Es conocida la hipótesis de Nathanael Hawthorne, invocada por Borges y tantos más.

Creo que esta otra es una idea de Thomas Mann: la vejez no es más que el pasado hecho presente. Me parece que es verdad, y que si uno lo toma así lo desdramatiza. Del mismo modo que la pintura, la danza, el teatro, la escultura o el cine (esa maravillosa manera contemporánea de narrar historias) lo que hacen es dejar noticias de presencias.

No sé si es vocación de vida, pero sí es espanto de la muerte. Tal el hecho creador, y es bueno recordarlo, pequeños demiurgos como somos.

Para el corcho en la pared

(Papelitos encontrados en el fondo de una caja, apuntes varios)

• Recordar la estupenda ironía de Julio Torri (narrador mexicano casi desconocido en Argentina): un escritor se pasa toda su larga vida trabajando arduamente las formas, con el objeto de crear un estilo que impactará al mundo; pero cuando llega a tenerlo y siente que de veras ha forjado un estilo, resulta que no tiene absolutamente nada para decir con él.

• Era tan ignorante como voraz: decía que le encantaban incluso las sobras de teatro.

• De Juan Gelman, en 1995 y en Página/12, en referencia al General Cabanillas (condenado a prisión perpetua en 2011, en los Juicios por la Verdad): "Procure evitar el castigo del insomnio: el no sueño de la mala conciencia es un territorio devastado por la muerte".

• Todo fuego en un rancho, en medio de la noche y de la pampa, se ve siempre como una luz mala.

• Una de Sarmiento (circa 1870): “Si el cólera reaparece, culpémonos a nosotros mismos por nuestra imprevisión e indolencia. Habrá cólera donde haya desamparo, desnutrición y miseria”.

• En el Bar La Estrella: Un cincuentón todo panza y olor a puchos, a una muchacha que se estira una arruguita frente al espejo: "No te calentés, nena. Vos todavía sos eterna".

• Caras de médicos como las del “Jesús entre Doctores” de Durero.

lunes, 9 de mayo de 2011

Desinvitado a Formosa

La democracia argentina avanzó muchísimo y está sólida; y la libertad de expresión es innegable en nuestro país. No obstante, quedan todavía algunos núcleos arcaicos.

sábado, 7 de mayo de 2011

De "abuelicidios" y construcción de la Historia


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

En una conversación casual, en Virginia, Estados Unidos, una persona me dice que ha leido una de las últimas entradas que escribí en mi blog. Y pregunta: ¿Qué es un "abuelicidio"?

Le explico brevemente el significado de esa (mala) costumbre argentina, y latinoamericana, de denostar y degradar a los ancianos, y a los maestros, como si así el que condena alcanzase una mayor estatura. Complejos de inferioridad desatados, le digo, nada que importe especialmente más allá del mal gusto.

Luego me quedo pensando en cómo los norteamericanos hacen, en este punto, casi exactamente lo contrario. Ellos practican y fomentan la mitificación, incluso, de los que alcanzan algún relieve, alguna gloria. Muchas veces en forma desmesurada, es cierto, pero lo entienden, me parece, como una manera de construir su propia historia.

Así, cada personaje o episodio de la historia norteamericana tiene su culto. Que los demás, en general, respetan. Aunque algunos los veneran exageradamente y en muchos casos de manera desmesurada, o incluso inmerecida, hay como un respeto general garantizado.

Lo que me importa subrayar es que ellos han hecho, por ejemplo, una gesta memorable de su Guerra Civil, que es contemporánea —el dato viene al caso— de nuestra Guerra de la Triple Alianza.

Como todas las guerras, aquellas dos fueron horrorosas, colmadas de injusticias, mezquindades y patrañas políticas condenables. Sin embargo, la actitud que motiva esta reflexión es ésta: los norteamericanos hacen un culto de aquella contienda, a la que convirtieron en gesta fundante de su actual nacionalidad: no importa de qué lado se colocaron tus antepasados, ni importa demasiado si uno simpatiza hoy con unionistas o confederados; lo que vale es que hoy son tan héroes Lincoln como Lee o Grant, y se los respeta y conviven en la orgullosa memoria estadounidense. Y en casi todos los estados se conservan los viejos campos de batalla, hay monolitos y placas por doquier, se sostienen impecables museos de aquella guerra y, desde luego, existe una vasta literatura y una bien nutrida cinematografía, incluso anterior al film ícono de aquella tragedia: "Lo que el viento se llevó".

Entre nosotros, en cambio, ¿quién se acuerda de Bartolomé Mitre dirigiendo la batalla de Tuyutí? ¿Qué museo de aquella guerra tenemos, y cuál en buen estado, más allá de que el papel político argentino fue deslucido y para muchos un vergozoso error histórico? ¿Qué memoria se guarda de la sabia decisión de Sarmiento de terminar con esa guerra, iniciada por su predecesor? ¿Quién recuerda al uruguayo Venancio Flores? ¿Quién evoca el papel de Alberdi en la contienda? ¿Qué culto se hace de la sangre inútilmente derramada de decenas de miles de argentinos, apenas inmortalizados en las pinturas de Cándido López? ¿En qué escuela argentina se habla hoy de esa contienda que dejó más de un millón de muertos en los campos de batalla?

Me parece que, argentinamente, ése es un caso típico de parricidio criollo, de abuelicidio. Una práctica reiterada que es parte, ya, de nuestra tragedia nacional. La destrucción de la memoria se convirtió, por acción u omisión, y casi siempre premeditadamente, en fórmula de distorsión y de mentira.

También por eso nos costó tanto recuperar y corregir la memoria de la tragedia de hace tres décadas. Por eso costó y sigue costando tanto desnudar la perversión de los dictadores genocidas, el robo de bebés y la apropiación de personas que en tantos casos dura ya décadas.

La práctica de la desmemoria y la distorsión, del ocultamiento y el silenciamiento ha intentado y muchas veces conseguido lavar el cerebro de varias generaciones de argentinos.

Y otras de las maneras de esa práctica perversa, en la cultura argentina, han sido el abuelicidio y el parricidio tantas veces surgidos de la ignorancia, el irrespeto y la necedad convertida en opinión.

Disculpen si me desvié, pero estas cuestiones también hacen a este laberinto textual. Son un laberinto en sí, con hilo o sin él.


El caso de Julio Cortázar

La anterior entrada que posteé, por cierto, terminaba precisamente con la declaración de mi fastidio por el estúpido abuelicidio de Julio Cortázar que es moda en algunos círculos literarios argentinos. Quiero ahora compartir, por eso mismo, un texto que no publiqué hasta ahora y la verdad es que no sé por qué. Pero lo encuentro en una carpeta de mi ordenador y veo que viene perfectamente a cuento. Porque yo tuve con él una relación extraña, efímera pero muy fuerte para mí. De hecho JC fue un faro y una sombra en mi vida. Es sin dudas el escritor que más admiro, el que más he disfrutado y disfruto en cada relectura (por suerte todos los años enseño cursos que lo incluyen, lo que es una manera de rendirle homenaje permanente).

Mi vida está vinculada a Cortázar desde mi adolescencia. Fue mi lectura predilecta durante el servicio militar. Fue mi modelo de escritor, de hombre público, de intelectual comprometido ejemplar (cuando yo valoraba esa categoría).

El texto que sigue lo leí en la Feria del Libro de Buenos Aires de 2007, cuando me invitaron a participar de una mesa supuestamente en su homenaje, pero en la que me pareció que todos, y en particular los más jóvenes, más bien lo cuestionaban.

Cortázar y yo

Desde Final de juego y Bestiario hasta 62, modelo para armar, que leo a la par de Rayuela durante el servicio militar, mi juventud está dominada por la literatura de Julio Cortázar. Lo imito, lo contrarío, lo reescribo, lo desdeño, me propongo superarlo, me rindo ante su maestría y todo sin saber que en cada texto me está dando cátedra.

Mi primer encuentro con él se produce en Chile en algún mes de 1970 o 71. Creo que es Septiembre del 70, cuando Salvador Allende asume la presidencia. O quizás meses más tarde, cuando la visita de Fidel Castro a Chile. Lo cierto es que hay en Santiago un clima de fiesta latinoamericana y el joven periodista que soy tiene la suerte de ser enviado a cubrir el acontecimiento para un conocido semanario porteño: la revista "Siete Días".

Me alojo en un hotel cuyo nombre no recuerdo, cerca del Palacio de La Moneda, y la primera noche, en el ascensor que me lleva al restaurante me topo, en el octavo piso, con Julio Cortázar en persona.

Es joven y muy alto, de larga barba y cabellera negras, y viste una guayabera crema que le cae como una túnica de la que asoman, abajo, los pantalones negros y unos enormes zapatos de suela gomicuer. Me abatato por completo, según decimos acá, pero como por unos pocos segundos estamos solos él, yo y el fotógrafo que me acompaña, le pido entrevistarlo en algún momento, quizás mañana a la mañana después del desayuno.

Cortázar impide que el fotógrafo disponga su equipo y pregunta de qué medio somos. Se lo digo y me responde que no, que lo siente pero no piensa hablar con ningún hebdomadario argentino porque todos son colaboracionistas con el gobierno militar. En eso se abren las puertas y él sale primero, sin saludar y dejándonos petrificados. Y yo sin saber qué quiso decirnos, lo cual dilucido un rato después, cuando pregunto a colegas veteranos y me explican que "hebdomadario" es una palabra francesa que significa revista semanal.

Los días subsiguientes, cada vez que nos vemos, Cortázar me elude. Veo con dolor cómo concede entrevistas a colegas de otros medios, incluso argentinos, y al final de la semana, cuando debemos partir de regreso, le escribo una carta que deslizo bajo la puerta de su habitación. Allí le digo, adolorida y simplemente, que lo he admirado toda mi corta vida pero ahora me ha decepcionado por ese costado prejuicioso que mostró en el elevador. Soy sólo un joven escritor que se gana la vida como periodista y sin dudas seguiré siendo su devoto lector, pero no puedo dejar de advertirle que el medio que me ha enviado no es gubernamental ni responde a la dictadura argentina, y mucho menos los que allí trabajamos merecemos ser condenados ligeramente y en conjunto como “colaboracionistas”.

Un mes después, por correo aéreo ordinario, me llega una carta de él desde París, en la que me pide disculpas por su prejuicio y me ruega que lo comprenda: no quería que palabra alguna por él pronunciada en Chile pudiese ser funcional al régimen militar argentino, y por eso su fuerte decisión, la cual, por supuesto, no debo tomar como algo personal. Me propone, incluso, que lo llame y lo visite cuando pase por París, y se despide amistosamente.

No volvemos a coincidir sino hasta 1977, en la plaza de Coyoacán. Ha venido a México y ofrece un diálogo público; y en medio de la multitud que lo rodea logro acercarme a saludarlo. Me identifico y él sonríe y me dice que lo busque después, que es consciente de que me debe una entrevista. La que sin embargo no se produce jamás.

En 1982 y en la Universidad de Oklahoma, en Stillwater, pronuncio una conferencia que es en realidad un cuento en el que imagino un encuentro con Morelli. Se lo envío a París a la vieja dirección, pero no sé si le llega; él no responde y yo después me entero de que por esos años se ha separado de su mujer lituana, Ugné Karvelis —a la que conoceré años después— y se ha enamorado de una joven escritora norteamericana: Carol Dunlop.

Sólo responde, podría decirse, el 14 de febrero de 1984. Estoy en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México ante un público numeroso que asiste a la presentación de mi novela Luna Caliente, con la que he recibido meses antes el Premio Nacional de Novela del año anterior. Me acompañan Juan Rulfo, Noé Jitrik y Agustín Monsreal. Al inicio mismo del acto toma el micrófono Juanito y, con un temblor emocionado en su voz pastosa, como jamás antes le he escuchado, dice: “Me acaban de informar que ha muerto Julio Cortázar en París”. Y se pone de pie e inicia un largo aplauso que todos en la sala, sorprendidos, conmovidos y llorosos, prolongamos durante varios minutos.

Casi veinte años después, en París, con mi mujer nos extraviamos buscando su tumba en el Cementerio de Montparnasse. Bajo una lluvia implacable, ella deja su sombrerito negro sobre el mármol de la lápida tallada, mientras yo evoco todo esto como si fuera un sueño y pienso que, aunque nunca pude entrevistarlo, Cortázar fue mi amigo.

Ahora, en 2011 y para este blog que como todos los blogs es, de hecho, casi un espacio íntimo, me digo que ya es hora de publicar este modesto homenaje al Maestro.