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miércoles, 29 de diciembre de 2010

El fascinante azar y la literatura

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Por cierto, como si la mención de mis hijas las hubiera convocado, acabo de encontrar una fotografía en blanco y negro en la que ambas me rodean, la noche de la ceremonia de recepción del Premio Nacional de Novela, en Querétaro. Me enternece ver esas dos niñas transparentes junto a ese barbudo de traje y lleno de asombro y temores que fui veintitantos años atrás.

Este modo del azar, que juega con los recuerdos y hace que una cosa convoque a otra, en imprevisible ilación, me fascina desde siempre. Borges fue, se sabe, un maestro en la materia: buena parte de su literatura se nutrió de lo inesperado, o al menos él así solía declararlo además de que nos dejó sus habituales, brillantes, enigmáticos y/o certeros comentarios sobre los mandatos y los modos del azar.

Con mucho menor talento, sabiduría y rigor, lo que a mí me sucede es que sencillamente me dejo llevar y así surge la escritura que estimo mejor. La mía, estoy diciendo. Que me parece más poderosa cuando es fruto de lo imprevisto y nace determinada por el mero fluir. Pensabas y escribías una cosa, y el puro gesto escritural incendia todo lo anterior y genera nuevos rumbos. Algo así. Y es grandioso cuando esto sucede, porque no sucede —claro que no— todos los días.

Ése fue el modo, ahora lo advierto, que prefiguró mi trabajo por años. Sobre todo desde finales del 83 e inicios del 84, yo ya me sentía prácticamente enfermo de literatura. Desde abril del 82 venía escribiendo, sin saberlo y sin planes, lo que después sería mi novela SANTO OFICIO DE LA MEMORIA. De esto hablaré más adelante, seguro, pero ahora me doy cuenta de que el fascinante azar jugó un fabuloso papel en esa tarea. Yo diría incluso que gracias al azar escribí esa novela con ninguna premeditación y toda alevosía. Ya volveré sobre esto. Porque ahora quiero ocuparme del Premio Nóbel que hace muy poquito le fue otorgado al maestro Mario Vargas Llosa.


Don Mario, el Nóbel y los merecimientos

Y es que una amiga y lectora me ha preguntado qué opino del Premio Nóbel de este año. Parece sugerir que, con mi supuesto silencio, no me jugué con una opinión pública. Pero eso no es verdad. Sí di a conocer mi opinión, en varios programas de radio y en este mismo blog en mi crónica de la Feria de Frankfurt, y la cual se reprodujo en diversos medios de Latinoamérica y Europa. Me pareció un Nóbel bien otorgado y lo celebré con estas palabras: "Vargas Llosa merece sin dudas este galardón, por su obra excepcional. Sus posiciones políticas, por erradas que nos parezcan, no invalidan la grandeza de por lo menos media docena de novelas que son y seguirán siendo fundamentales para la literatura latinoamericana”.


Ya hace mucho que pienso esto de Don Mario. De hecho, creo que su presencia en la Real Academia de la Lengua ha sido un factor de fortalecimiento del castellano americano, últimamente mejor reconocido por esa institución hasta hace pocos años tan conservadora. Claro que no comparto ni me gustan en general las opiniones políticas que de él se conocen cada tanto, y me choca completamente que sea accionista o copropietario (si lo es realmente, como escuché en España) de un diario tan mentiroso (al menos respecto de la Argentina) como "El País". Pero me encanta que él esté en la RAE, donde lo imagino aflojando las mordazas de la policía de la lengua que supo ser su Diccionario. Y me complace que haya ganado él el Nóbel, más allá de lo feo que resulta el verbo "ganar" para un reconocimiento literario.

También es cierto que hubiera sido igualmente merecido que en este 2010 que termina mañana el Nóbel se lo hubiesen otorgado a Carlos Fuentes, o a nuestro Juan Gelman. Pero así está bien. Don Mario es un estupendo y merecido Nóbel literario.

Por cierto, esto último quizás habilite una reflexión sobre los supuestos merecimientos. Porque, claro, cuán subjetivo es todo esto, ¿verdad?

Tengo a la mano un apunte de mediados de los 90 (me es difícil precisar la fecha) que no me resisto a reproducir porque viene a cuento, aunque se refiere a otro gran escritor:

"He pensado que últimamente Bioy Casares me cae gordo, pero me doy cuenta de que no se trata de Bioy mismo, sino, una vez más, de sus apologistas. Como los que envanecieron a Borges, a Saer, a Piglia y acaso lo harán en adelante con Aira. Bioy es una magnífica persona, un narrador notable y además un argentino exquisito, como les gusta pensarse a los de su clase y condición intelectual. Pero no es un escritor tan grande como se pretende. No está para el Nóbel y tampoco sé si realmente mereció el Cervantes. Sí ha escrito un par de libros que serán clásicos (pienso en "La invención de Morel" y en "Diario de la guerra del cerdo"; y un poco menos en "El sueño de los héroes") y como cuentista tiene relatos muy valiosos. Pero me resulta inevitable sentir que como cuentista es menor frente a Silvina Ocampo y a Borges, y ni se diga Cortázar. Y además sus otras novelas son muy desparejas, y algunas más bien pobretonas, especialmente "La aventura de un fotógrafo en La Plata", que desde el título mismo es francamente mala). Desde que murió Borges, que fue su gran amigo, hay escritores y periodistas que pareciera que se preparan para ser sus viudas literarias. Y ni se diga del siempre oportunista diario Clarín. Me pudren esas actitudes. Como fuere, lo mejor de Bioy ha ido apareciendo últimamente, en sus "Memorias" (un librito sabroso, lleno de encanto, sabiduría y sentido común, y digo "librito" porque me decepciona que en tan breve síntesis esté toda la evocación de un hombre que protagonizó el siglo XX literario argentino); y también en algunas declaraciones públicas como la que hizo para la revista Viva, en diálogo con María Elena Walsh: “Pienso que una fuerte vida intelectual es mala para la literatura. La literatura se hace en la casa, cada uno por su lado, y no charlando en cafés o luciéndose oratoriamente”. Para mí ése es el mejor Bioy ".


Lecturas:

Ya que de grandes escritores hablamos, comparto esta lectura maravillosa: cuentos y relatos breves, inéditos, de Franz Kafka, traducidos por el joven germanista colombiano Selnich Vivas Hurtado, quien tuvo la enorme gentileza de obsequiarme un ejemplar de su libro hace tres meses, cuando nos encontramos en un vuelo de Bogotá a Ezeiza.

Él se acercó a mí, dijo ser mi lector y me obsequió su libro, que es una verdadera joya, lamentablemente muy difícil de conseguir.

Este hombre, Selnich, joven y talentoso, además poeta y de los buenos, es un germanista que logró su Doctorado en 2008 en la Universidad de Freiburg, Alemania. Allí, según me contó, tuvo ocasión de hurgar en archivos desconocidos de Franz Kafka, entre los que encontró textos nunca traducidos al castellano, y encima textos llenos de humor inteligente, con apuntes de lecturas de sus autores predilectos y sobre todo con dibujos excepcionalmente interesantes. Yo no sabía que Kafka había sido un eximio dibujante, y en este libro titulado precisamente "Microcuentos y dibujos" (Biblioteca Clásica para Jóvenes Lectores, Editorial de la Universidad de Antioquia, Medellín, 2010) podemos descubrir al genio checo en versión inesperada, ni sórdido ni sombrío como se lo ha considerado siempre. Una joya de libro, que redescubre y sobre todo resignifica al autor de "La metamorfosis". El cual, viene al caso recordarlo, Borges consideraba que era el peor relato de Kafka, según recuerda Bioy precisamente en "Memorias" (Ed. Tusquets, 1994).

viernes, 24 de diciembre de 2010

El largo 1983, un cambio de título y los trabajos de la melancolía

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Hace varias entregas conté que mi primera novela —TOÑO TUERTO REY DE CIEGOS— fue incinerada por la dictadura en el invierno de 1976. Ese mi primer libro, abortado entre decenas de miles de otros libros que los militares quemaron en la Editorial Losada, quedó, para mí, de alguna manera en el olvido. Un poco por la frustración y el exilio, otro poco por un natural crecimiento literario que me volvía más exigente, y seguramente por los nuevos proyectos de escritura en que me fui concentrando, lo cierto es que renuncié a publicar ese libro en México. Hasta que después de recibir el Premio Nacional de Novela en Querétaro, y nuevamente a instancias de mi primer editor mexicano, Luis Mario Schneider, cambié de idea y recuperé ese libro que dormía en una carpeta desde hacía siete años.

Luis Mario estaba muy contento con el éxito de LUNA CALIENTE en la Editorial Oasis, y enseguida me preguntó —como hacen todos los editores del mundo ante el buen suceso de un libro— si no tenía otra novela. Y entonces le confesé que todo lo que tenía era ese texto nonato.

Me atreví a publicar esa novela después de mucho pensarlo, y con un nuevo título: ¿POR QUÉ PROHIBIERON EL CIRCO?

No fue una decisión fácil. Sobre todo porque a esas alturas yo sabía que ese texto requería una ardua reescritura. No sólo porque habían pasado ocho años desde que entregara a Jorge Lafforgue el primer original, sino porque en esos mismos ocho años yo había cambiado, había crecido y me reconocía mucho más exigente.

De manera que releí aquel original en galeras (la versión linotipeada era todo lo que había conseguido salvar y llevar a México) y lo sometí a un riguroso trabajo de poda y reescritura. Durante varias semanas reformulé oraciones, quité malezas, limpié lugares comunes y vicios adolescentes, y creo que la mejoré. Al menos la dejé más presentable, si bien continuaba lleno de dudas. Las tuve siempre, de hecho, y confieso que las sigo teniendo. Si no, ¿por qué no incluyo, ni aún hoy, esta novela en mi curriculum, en las fichas bio-bibliográficas que me piden y ni siquiera la reconozco en mi página web?

No tengo respuesta. Y no crean que no me lo pregunto.

Como sea, Schneider tenía una finca, o refugio, en Malinalco, y allá fui un día a llevarle el original reescrito. Era un sitio raro, aquél, un pueblo que se decía privilegiado en las montañas al Sur del Distrito Federal. Se decía que había por allí unas termas prodigiosas, cerca de una laguna muy bella (de nombre Zempoala, si mal no recuerdo), y bueno, la verdad es que ahora me veo como lo que debo haber sido en aquel momento: un joven escritor algo envanecido y algo torpe que va a entregar a su editor un texto que no termina de convencerlo y del cual se arrepentirá toda la vida.

Quizás exagero, lo sé. Pero creo que así me sentía, sin saberlo, veintisiete años atrás.

La novela fue publicada en la colección El Nido del Ave Roc, de la misma Editorial Oasis. Y así como en la primera edición de LUNA CALIENTE la contratapa llevaba la firma de Juan Rulfo, la de ¿POR QUÉ PROHIBIERON EL CIRCO? la firmó José Agustín.

José también era mi amigo y era, y es, un tipo generoso y entusiasta como pocos. Cuando le pedí, por teléfono, unas palabras para el texto, me respondió que lo haría encantado, que le hiciera llegar la novela y que la iba a leer ese mismo fin de semana. Se la hice llegar de inmediato, claro, y ahora pienso que, en realidad, al pedirle ese texto estaba pidiéndole también una opinión acerca del probable error que iba a cometer. Acerca del cual José, cuando fui a su casa en Cuautla a la semana siguiente y le comenté mis dudas, me dijo en su estilo juguetón y atenorado que no mamara, que la novela estaba a toda madre y que le había encantado leerla.

De hecho, el texto que escribió para la contratapa era casi consagratorio, acaso exageradamente entusiasta. Ubicaba a la novela en su justa dimensión histórica (el realismo social de los 60 y 70), rescataba la escritura y la tensión de la peripecia, y sobre todo la vigencia literaria de una propuesta que no moría.

No tengo ese texto a mano en este momento; por eso no lo reproduzco. Ni siquiera sé si me queda algún ejemplar de aquella primera, única edición de esta novela que aún hoy sigo negando. Pero prometo postearlo si lo encuentro.

Mientras tanto, y para cerrar esta evocación, diré unas pocas palabras acerca del cambio de título de esa novela. Ahora se me ocurre que es una historia que, aunque modesta, merece ser contada porque ese cambio se debió al vivo impacto de la primera noche que pasé en México, en el 76.

Ya conté (creo que lo conté, y me disculpan si voy pa'trás y pa'lante, pero así funcionan los recuerdos) que del Aeropuerto Benito Juárez me llevaron a la casa de Nicolás Casullo y Ana Amado, que estaba embarazada de su hija Liza, hoy reconocida cineasta. Allí pasé mi primera tarde en México, cenamos con Jorge Bernetti y los Casullo, y luego en la noche me llevaron al departamento de Jorge Lebedev, otro periodista que había sido compañero nuestro en la Editorial Abril.

Pero esa primera noche yo no pude dormir. Estaba completamente acelerado, desolado y excitado por el cúmulo de emociones de los últimos dos días. Así que mucho después de la medianoche salí a caminar, crucé la Avenida Reforma por la calle Niza y entré por primera vez a la turística, casi mítica Zona Rosa. No me pareció nada del otro mundo, y el olor de las taquerías me resultó un tanto chocante. En cambio me atrajo mucho introducirme en el Sanborn's de la calle Londres, que como todos los Sanborn's de México es una especie de kiosco gigante, restaurante típico, joyería, disquería, tienda de artesanías y librería de best-sellers, diarios y revistas.

Allí pasé la primera, melancólica madrugada de mi exilio, iniciando el duro trajín de la nostalgia, preguntándome cuándo volvería a todo lo que había dejado, si podría soportar la diferencia en circunstancias en que el diferente era yo, y por qué no había en este país cafés como los argentinos y en cambio sí había estos sitios agringados y esas olorosas taquerías de mesas de fórmica y plástico y hule con los hornillos encendidos las veinticuatro horas.

Enseguida descubrí que tampoco las librerías Sanborn's eran interesantes: ofrecían muy pocas novedades de autores locales valiosos, mucho libro de negocios, marketing y publicidad, montones de basura disfrazada de autoayuda y puros best-sellers gringos traducidos en Barcelona. Pero como me pasé un largo rato curioseando para comprobar todo eso, de pronto me topé con una obra de teatro de Carlos Fuentes que yo desconocía: "El tuerto es rey". Y lo leí de parado, y aunque la trama refiere a una señora y su criado, ciegos ambos, que esperan la llegada del marido, que todo lo ve y es un tanto despótico —lo cual a mí ni fu ni fa— me sirvió para decidir que era imperioso cambiar el título de mi novela maldita, si alguna vez la publicaba en México.

Sin embargo no recuerdo con exactitud en qué momento decidí el nuevo título. Posiblemente fue después del interés de Luis Mario Schneider, y ahora se me hace que José Agustín no fue ajeno a ello. No lo sé. Pero sí sé que al poco tiempo me arrepentí, porque es real y francamente un título malísimo. Quizás el mejor título debió ser "Colonia Perdida" o acaso algo más ambiguo: "Noticias del Impenetrable"; o "El que llega". Pero bueno, ya está. Y la verdad es que no sé por qué mantuve un título que nunca me convenció.

Así que ya ven: mi relación con esta novela fue y sigue siendo conflictiva, a pesar de que alguna gente que me quiere y conoce bien mi obra opina que debería reeditarla y dejar que sean los lectores quienes decidan si tiene algún valor. Y puede que tengan razón, pero yo no la siento representativa de mi trabajo. Pónganle si quieren que es pura coquetería autoral. De acuerdo.

Capaz que cuando yo muera mis hijas deciden reeditarla. Estará bien.

sábado, 18 de diciembre de 2010

14 de febrero del 84: Alumbramiento y muerte

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

La aceptación de LUNA CALIENTE fue algo inesperado. Las notas de prensa se sucedían y eran todas laudatorias. Una tras otra, parecían estimular una rápida reedición, que se produjo, a la vez que la novela era requerida para su traducción a otras lenguas. La Agencia Balcells sabía manejar bien las cosas, pero como yo no había vivido jamás algo similar, confieso que para entonces lo que más me preocupaba era no marearme.

Pienso que lo logré, y nuevamente gracias a Juanito. O a su sabiduría y extremo perfil bajo. Porque su mirada no era juzgadora, pero sí severa y alertada. Y pertenecer a su minúsculo círculo de amigos imponía no sólo lealtad y atención sino también no hacer ni decir pendejadas.

Voy a contar ahora lo que sucedió con la presentación de LUNA CALIENTE, que se realizó en el Palacio de Bellas Artes. Pero antes me permitirán ustedes una digresión para decir que no entiendo por qué mis editores, en los últimos veinte años, han preferido no utilizar ese texto de Juan Rulfo. Me parece un disparate, y a algunos se lo he dicho. Pero sólo se usó ese texto como contratapa en las primeras ediciones del medio centenar que lleva hasta hoy. En la Editorial Bruguera, en Buenos Aires, cuando se publicó en 1984 y se reeditó un montón de veces, esas palabras de Juan fueron fundamentales. Para el éxito y también para la envidia, diría yo, a la vista de un par de críticas condenatorias que aparecieron entonces en revistas porteñas, firmadas por colegas de cuyos nombres prefiero no acordarme. También en muchas traducciones lo reprodujeron. Pero desde la muerte de Juan nunca más, y no sé bien por qué. Y no me gustan las conjeturas que se me ocurren. Un día tengo que preguntárselo a un editor.

Como fuere, retorno en este relato a Bellas Artes aquella tarde del 14 de febrero de 1984. El marco de público era impresionante, y yo me sentía sobrepasado. Era la primera vez que iba a presentar un libro en esa catedral, que es a México lo que a Argentina es el Teatro Colón (al menos el de antes del desastroso gobierno municipal de Mauricio Macri). Había muchísima gente allí, parecía estar toda la prensa mexicana y los presentadores del libro eran lo que en Argentina hoy se llamarían tres "grosos": Juanito, Agustín Monreal y Noé Jitrik.

Era un acontecimiento extraordinario para mí. Que aunque mantenía la calma y gobernaba mi propio nerviosismo y ansiedad, vivía interiormente una especie de fiesta que sería inolvidable. Y así fue, inolvidable, aunque resultó un fracaso, porque luego de las primeras palabras de Noé alguien se acercó a Juan y le susurró unas pocas palabras al oído. Tras lo cual, se mostró visiblemente turbado, tanto que Noé interrumpió sus palabras y le cedió el micrófono. Juan entonces se puso de pie y dijo que acababan de informarle que había fallecido Julio Cortazar en París, y que lo que debíamos hacer en ese instante era rendirle un homenaje al Gran Cronopio aplaudiéndolo a rabiar. Fue impresionante: toda la sala estalló en un sonoro y larguísimo aplauso, mientras algunos se largaban a llorar abiertamente y Juan y todos los de la mesa nos abrazábamos como hermanitos menores.


Para el corcho en la pared:

(Papelitos encontrados en el fondo de una caja)

• Credo: Yo narrador me confieso ante Dios todopoderoso, creador de Homero y de Virgilio, de Don Quijote y Pantagruel...

• Dogma borgeano: La realidad es la única ficción.

• Asesinatos en serie que serían beneficiosos para la Humanidad: 1º) abogados; 2º) taxistas, 3º) jubilados boludos que votan a Menem.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Primer regreso y un oasis inesperado

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

No encuentro el discurso, ni modo... Pero mientras revisaba papeles viejos, estuve recordando que por entonces todo lo referido a LUNA CALIENTE se relacionaba con mis primeros planes concretos de volver a la Argentina.

En aquel tiempo, no recuerdo exactamente en qué mes, hice un viaje de incógnito a Buenos Aires. Si bien para comienzos del 83 había ya claros indicios de que la represión y el peligro habían amenguado, fue una decisión bastante irresponsable. Pero después del Premio Nacional sucedió que un día me llamaron por teléfono de una radio de Buenos Aires, del programa de Bernardo Neustadt. Más allá de mi paranoia y sorpresa, apenas disminuidas cuando la productora me dijo que mi teléfono mexicano se lo había facilitado mi amigo Carlos Ulanovsky, aquella charla al aire con Neustadt (quien por entonces se disfrazaba rápidamente de democrático) me hizo pensar que quizás era un tiempo propicio para explorar el terreno.

Lo decidí sin pensar mucho y me largué, y todo salió bien aunque el periplo no dejó de tener su lado chistoso, porque yo aposté a entrar con el mismo pasaporte con el que había salido años atrás, y que en 1981 y en Londres había revalidado sin problemas. Pero sucedió que en cuanto subí al avión y encaré por el pasillo, para sumergirme en el asiento del fondo que me habían asignado, escuché que una voz femenina me llamaba muy alegre y casi a los gritos: "¡Mempo, tantísimo tiempo!"

Primero se me paralizaron las piernas porque no reconocí la voz, a la vez que pensaba velozmente en renunciar al viaje. Pero enseguida miré hacia quien me había botoneado y descubrí a una muchacha de Resistencia, Alicia Della Corte, que entonces trabajaba como azafata en Aerolíneas Argentinas. Enfundada en el elegante uniforme que yo volvía a ver después de tantos años, se largó a preguntarme con toda sonoridad qué hacía yo en México, cuánto tiempo que no iba al Chaco, cómo estaban mi hermana y familia y no sé cuántas cosas más... Ella fue encantadora conmigo, la verdad, pero yo sólo sentía deseos de estrangularla mientras le hacía estúpidas señas para que se callara la boca y habláramos después de decolar.

Con esa carátula, me dije ya en mi asiento, ese viaje sólo podía ser un desastre o un reencuentro hermoso. Aposté a lo segundo y, como ya era tarde para bajarme del avión, me relajé y me encomendé a todos los dioses del cielo. Y sólo un par de horas más tarde, ya en vuelo, fui a la cocina a charlar con Alicia, con quien no nos veíamos desde que éramos adolescentes.

De Buenos Aires seguí directamente a Resistencia, donde el reencuentro con mi familia fue muy emotivo y pudimos saldar velozmente las diferencias. Había en el aire del país un común anhelo democrático y los años de distanciamiento se superaron en el acto. Los detalles pertenecen al ámbito privado.

Cuando regresé a México tenía la decisión tomada de terminar mi exilio. Sólo era cuestión de conciliar asuntos más privados aún —mis hijas, mi vida amorosa— y de resolver la publicación de LUNA CALIENTE.

Y es que durante ese viaje tuve que decidir acerca de una propuesta editorial, pues días después de la ceremonia en Querétaro me llamó un querido amigo, el poeta Sandro Cohen, quien era además colega en el diario "Excélsior", y me propuso hablar con Luis Mario Schneider, un editor bastante prestigioso a quien yo conocía sólo de nombre.

Nos encontramos una tarde en un café de la Zona Rosa. Schneider llegó con Sandro y me causó una agradable impresión. Era un hombre de modales muy europeos, rigurosamente educado y con un aire afeminado que sólo le otorgaba distinción. Curiosamente para mí, resultó que era correntino de nacimiento y estaba lleno de nostalgias del mismo río Paraná y de las mismas siestas que yo añoraba. Aunque él llevaba ya como cuarenta años viviendo en México, y no tenía nada que ver con el exilio político, estaba bien informado y su conversación era inteligente y sutil, además de que denotaba una firme competencia lectora. Había fundado y dirigía la Editorial Oasis, una empresa pequeña y semimarginal pero muy activa de la que era además propietario, o socio, no recuerdo bien ni importa demasiado.

Tampoco recuerdo si él había pedido la entrevista a Sandro, o Sandro había sido el de la idea, pero el encuentro estuvo bueno y de ahí resultó la primera edición de LUNA CALIENTE, que salió a la venta poco después del Premio, prácticamente a fin de año, o sea sólo cuatro meses después de Querétaro, lo que era un record para la época. Fue una edición que literalmente voló; se agotó en menos de un mes y los comentarios recibidos fueron laudatorios. Seguramente, gran parte del éxito se debió a la contratapa del libro, escrita por Juan Rulfo. Quien aceptó mi pedido con una generosidad conmovedora.

Un gesto inolvidable

Por cierto, yo sentía mucho miedo de pedirle un prólogo. Ni una solapa, una frase, nada. Pero a la vez era una tontería no hacerlo, dada nuestra amistad. Si nos tratábamos asiduamente; si nos queríamos y respetábamos, y nos veíamos una o dos veces por semana, ¿por qué no iba a pedirle que prologara mi libro recientemente premiado? Lo pensé mucho, además, porque también sabía —ya entonces— que eso era un incordio. Es un plomazo pedir prólogos a los amigos; es algo que los compromete, incomoda a ambas partes. Lo sufriría yo mismo en el futuro, me decía entonces, como en efecto sucedió y sucede. Pero también sabía que mi cercanía con Juan, la calidad y frecuencia de nuestra amistad autorizaban un pedido semejante. Y hasta podía suceder que él se molestara si yo recurría a otro/a colega.

Aquí debo decir, además, que yo suponía fundadamente que Juanito conocía LUNA CALIENTE porque un tiempo atrás le había entregado una copia encarpetada. Y él leía todo lo que le llegaba, eso lo sabíamos; podía no hacer comentarios, que desde luego nadie le pedía jamás, pero sabíamos que sí leía todo. Más de una vez había deslizado sutiles elogios o críticas sobre los textos de algún miembro de la mesa, a manera de indicaciones de que sí nos leía a todos, y simplemente se usaba agradecer el hecho de haber sido atendido por el Maestro. Y punto. Así había llegado yo a conocerlo, de hecho: por un elogio que él había pronunciado acerca de mi novela LA REVOLUCION EN BICICLETA. Luego supe, por sus comentarios casuales, que también conocía y estimaba EL CIELO CON LAS MANOS y mis cuentos de VIDAS EJEMPLARES, aunque jamás me hubiese atrevido yo a preguntarle una opinión.

Todos sabíamos, en fin, que Juan era austero en sus alabanzas, que su entusiasmo era contenido y siempre muy sobrio, y que no solía escribir acerca de las obras de sus contemporáneos, de hecho casi no hay prólogos de su autoría. Así eran las cosas.

De modo que con muchísimo cuidado pero con absoluta franqueza, se lo planteé una tarde en El Agora. Él se había mostrado muy entusiasta con la noticia del premio, e incluso había dicho, en aquella ocasión, que los cuates debían acompañarme. Eso significaba que él no iría a Querétaro, claro, pero vería con buenos ojos que los demás contertulios me "hicieran la segunda", como decía. Así que la tarde de un viernes, temprano, me adelanté y fui el primero en llegar. Pedí mi café y en cuanto él llegó y estuvimos solos le dije: "Juan, me da muchísima pena y sé que cuento de antemano con tu negativa y no hay pedo, pero no puedo dejar de preguntarte si no querrías escribir algunas palabras. Tú conoces la novela".

Él alzó los ojos, hizo girar entre sus dedos el Pall Mall sin filtro que fumaba y con delicada gravedad me dijo: "Claro que sí, mañana te traigo unas palabras". Y no se habló más, y llegaron otros contertulios, y al día siguiente, sábado casi noche, pasé por El Ágora sin demasiadas esperanzas. Y ahí estaba él, sentado a la mesa y pluma en mano, corrigiendo una hoja de papel cuadriculado que aún conservo, enmarcada, en mi escritorio, y en la que había escrito, de puño y letra, este texto:

El texto de Juan:

"En 'Luna Caliente', Mempo Giardinelli retorna con singular maestría al mundo nostálgico de la provincia argentina, en los límites del Chaco paraguayo, de la cual, a pesar de su constante exilio, no se ha desarraigado. Pero no sólo es el ambiente regional, y mucho menos son aquellos territorios que vivió desde la infancia los fundamentos de su obra, pues lo esencial para el autor de 'El cielo con las manos' o de 'Vidas ejemplares', es el recuerdo torturado y a la vez irónico con que recrea la funesta realidad de sus personajes. 'Luna Caliente' cuenta una historia amarga; una historia que debía ser triste; no obstante, Mempo Giardinelli conoce cómo desvanecer la amargura, quizás porque el destierro le ha enseñado a soportar eso y aún más; tal vez por el arte, el gran artista que hay en él le hace transformar las cosas adoloridas en una literatura hondamente creadora de optimista resignación". Y firma: Juan Rulfo. Noviembre 23 de 1983.

Como me dijo una amiga muy querida y muy porteña, Sara Melul: "Fáaaaa..."

jueves, 9 de diciembre de 2010

Cumpleaños feliz, camino a Querétaro

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

En cuanto la terminé, y lo anuncié a la Agencia Balcells, sucedió que en un diario mexicano leí la página de convocatorias a concursos que hacía el INBA todos los meses. Creo que era mayo o junio del 83 y decidí mandar las copias correspondientes.

Por cierto, México es un país siempre generoso en concursos y premios, y no tienen prejuicio alguno con los extranjeros, su apertura es fenomenal. Por aquellos años era común que exiliados chilenos, argentinos, uruguayos, nicaragüenses o de donde fuere resultasen premiados. Entre los argentinos era fama que Humberto "Cacho" Costantini se la pasaba ganando premios en concursos de cuentos, e incluso se decía que vivía de eso. Lo cual no era verdad, desde luego, pero sirve para dar una idea de la amplitud y generosidad de la cultura mexicana. También el chileno Poli Délano, o el uruguayo Carlos Martínez Moreno, entre muchos otros, eran frecuentes premiados.

A mí, que solamente había participado de un concurso de becas del que ya hablé en este relato, me daba mucho miedo aspirar a un galardón de tan pomposo título: Premio Nacional de Novela. Pero confiaba en mi novelita, a la que —cabe aclararlo— siempre pensé en diminutivo por dos razones: primero porque sus escasas 120 cuartillas mecanografiadas a doble espacio obligaban a considerarla en el límite entre novela y nouvelle (esa categoría que en Francés define a las novelas breves, y cuya traducción literal sería algo así como "noveleta"); y segundo porque en 1984, apenas regresado a la Argentina y cuando LUNA CALIENTE se convirtió en best-seller del año, en un encuentro literario al que asistí y del que no recuerdo ni motivo ni lugar, alguien me presentó a Jorge Asís, por entonces uno de los autores más leidos de Buenos Aires, quien con absoluta y graciosa malicia me palmeó la espalda diciendo: "Ah, ché, leí tu novelita, está muy bien".

Tras un segundo de desconcierto, me largué a reir y no devolví el mandoble. Y después fuimos amigos. Yo había leido varios de sus libros, apreciaba mucho "La manifestación", "Fe de ratas" y sobre todo la entonces reciente "Flores robadas en los jardines de Quilmes" (¡qué titulazo, por otra parte!) y siempre pensé que era un tipo talentoso más allá de sus características de primadonna. Lástima que después derrapó tan penosamente hacia el menemismo y hacia caricaturas de periodismo.

Y sí, me fui por las ramas, disculpen pero me pareció pertinente... Decía que me lancé nomás con mi novelita y mandé también copias a España, donde siempre me dio gusto que en las vidrieras de Carmen Balcells hayan estando los originales de ésta y otras obras mías, encuadernadas en rojo y en la misma letra G un poco más allá de las del Maestro García Márquez.

Y quería decir también que en cierto modo olvidé mi participación en ese concurso, que se laudaría meses después en la Ciudad de Querétaro. Eso sucedió exactamente el 2 de agosto, que es el día de mi cumpleaños. Al caer la tarde me llamaron del INBA para comunicarme que mi LUNA CALIENTE había sido premiada por el jurado, que hasta entones no se conocía y que habían integrado dos novelistas mexicanos (Luisa Josefina Hernández y Carlos Montemayor) y el argentino Noé Jitrik. Lo cual fue una doble sorpresa, porque no conocía a los jurados locales y siempre había pensado que Noé no apreciaba mi trabajo literario.

Fue un cumpleaños asombroso. Llamé a algunos cuates y lo celebramos en grande esa misma noche.

La entrega del premio, semanas después en el Palacio de Gobierno del Estado de Querétaro, acompañado de muchos amigos/as que viajaron desde el Distrito Federal, y con mis hijas por ahí de lo más emocionadas, y encima con las noticias de la Argentina que eran alentadoras —la dictadura se caía a pedazos después de la Guerra de Malvinas, y la campaña electoral para las elecciones del 30 de Octubre de ese 1983 resultaba apasionante— fue un momento sublime para mí.

Lo que lamento ahora es no encontrar el texto del discurso de aceptación del Premio Nacional de Novela, que por primera vez se otorgaba a un extranjero. Me parece que las palabras que pronuncié aquella noche intentaron ser un homenaje a la Literatura, al país que nos había acogido tan generosa y amorosamente, a nuestra comunidad de exiliados y al futuro democrático que entonces muchos compatriotas vislumbrábamos. Pero no lo encuentro entre mis papeles. De modo que ya revisaré algunas carpetas más y, si aparece, veré de reproducirlo aquí.

Y en la próxima entrega, además, les contaré lo que dijo Juan Rulfo de todo esto.

domingo, 5 de diciembre de 2010

El calor, la rabia y los maestros secretos

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Es que tenía ese texto en cierto modo atragantado. Era un cuento muy breve: un tipo grande que regresa de estudiar en el exterior, ya profesional, una noche se apasiona desmesurada, inconvenientemente, con una chiquilla que además es hija de una familia amiga, en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. No está claro si hay una incitación de la mocosa, lo que de todos modos no funciona como justificación de nada, pero sí contribuye a incrementar la perversión del relato, que desemboca en una especie de violación con asesinato y la inmediata, cobarde huida del tipo.

No estaba mal como cuento, pero yo sentía, o presentía, que narrativamente podía dar más. Había algo del orden de lo simbólico que no alcanzaba a develar y que me hacía sospechar que solamente escribiéndolo llegaría a conocer. La escritura muchas veces funciona así: uno sospecha que es en lo no escrito donde está la maravilla, porque lo no acabado emite destellos, como la doncella esquiva que en un cuento clásico se esconde tras los velos pero de algún modo se deja ver. Algo como de Boccaccio, o de las 1001 Noches. El esclavo la persigue, la muchacha también a él, pero ambos saben que sólo pueden disfrutar de acercamientos fugaces y con limitaciones porque ella está reservada a un gran visir. La literatura puede no ser demasiado original cada vez, pero sus posibilidades son infinitas.

A mí me pasaba que tenía ese cuento a punto de publicarse en mi primer libro de relatos, y sin embargo algo me decía que no, que había otra cosa y debía descubrirla. Nadie más que uno mismo puede saber la ansiedad que siente un joven autor ante la inminencia de la publicación de su primer volumen de cuentos. Quitar uno de los que integran el conjunto, que contribuye a dar cuerpo al libro y que encima ya ha sido aprobado por los editores, es una extirpación. Un acto quirúrgico, sin garantías de sobrevivencia.

Como fuere, lo hice. Luego de dos o tres días, con sus noches, de pensar qué haría con ese cuento si lo retiraba de la colección, me ordené confiar en mi intuición. Que era una intuición confusa, desde luego, pero era maciza y me señalaba algo. Había que trabajar con la imaginación a marcha forzada, modificar el cuento hasta destrozarlo y con el riesgo de perderlo por completo, y sólo después ver qué sucedía. La inseguridad era lo único seguro, porque además en ese tiempo yo sentía una mezcla de furia y desesperanza; el horror que se vivía en la Argentina me generaba una rabia oscura, indescifrable, a la vez que sentía una desazón tenaz porque mis hijas eran pequeñas, yo les había cortado sus raíces y por eso convivía con un sordo sentimiento de culpa. El dolor por la Argentina me decía que estaba bien haber salido, porque aquél era un país violado a cada hora, pero al mismo tiempo sentía desolación por la imposibilidad de volver, que era lo que más deseaba. Era un lío tremendo, y una vez más sólo podría salir de él escribiendo.

No recuerdo cómo empecé, pero sí que me encerré a escribir esa novela, frenéticamente, durante 22 días exactos y a destajo, sin salir ni hacer otra cosa. Había llenado el refrigerador y la alacena, y no atendía el teléfono. Era verano, creo, porque me recuerdo sudando por las tardes, mientras miraba el Ajusco con empeño casi religioso, como pidiéndole inspiración. La enorme montaña, vista desde el cuarto piso que rentaba sobre el Camino a Santa Teresa, que subía a la Colonia Magdalena Contreras justo donde empezaban los bosques de pinos, era de una belleza magnética, sublime. Y yo tenía una terraza que era como un balcón de privilegio, donde a veces me instalaba, en calzoncillos, a aporrear mi Lettera desesperadamente.

No sé cómo terminé de escribir esa novelita, pero de pronto una tarde me detuve, como forzado yo mismo a no seguir huyendo con Ramiro y Araceli. Estaba con ellos en el Paraguay y no sabía qué hacer; seguir huyendo era el único destino inmediato, desde luego, pero no me parecía narrable, la tensión se iba a desmoronar sin remedio. Me sentía en una especie de callejón sin salida, porque todos los finales que se me ocurrían —probé varios— me resultaban falsos, inverosímiles o chapuceros. Era la primera vez que un texto me apasionaba pero no conseguía cerrarlo. Sentí mucha angustia por eso, porque sabía que la historia que había narrado, siendo novela, tenía intensidad de cuento y eso me gustaba. Pero no me convencía el final; no lo encontraba.

Estuve varios días, quizá muchos, dándole vueltas al texto. No sé si los releí entonces, pero seguro que convoqué a L'etranger de Albert Camus, a The postman rings twice de James Cain, a mi maestro secreto Raymond Chandler y su inigualable The long goob-bye, cuyo final es perfecto. Pero no había caso: estaba empantanado en la última página.

Fue entonces que aprendí, con crudeza, una lección que me sirvió para toda la vida: toda historia, larga o breve, tiene un solo final. Un único final. No hay dos o más finales posibles; sólo hay uno. Y uno tiene que encontrarlo. Ése es todo el secreto.

Entonces me salvó el comentario de un amigo, un formidable lector, además, que había sido mi jefe en la revista Expansión: Arturo Villanueva Williams, un hombre de agudeza típicamente mexicana, cuyo interés y vínculos con la política condicionaban sus cualidades artísticas a la vez que era demasiado culto para la política. Yo le había entregado una copia del original y Arturo, por entonces avezado lector del género negro y fan de la literatura norteamericana, me hizo una devolución luminosa.

Había leído la novela dos veces, había ponderado el título y —según dijo— estaba encantado con el relato. Pero, como era de esperar, cuestionó el final provisorio que tenía. El problema, deslizó, podía estar en que quizás yo me empeñaba en resolver la historia desde una perspectiva realista, porque toda la novela tenía un tinte realista. ¿Y si no era así? Él sugería que yo repensara ese asunto, porque la novela era un policial negro, sí, pero no lo era; era erótica y podía rozar la pornografía, pero era más que eso; era una denuncia de la dictadura argentina pero no era una novela encasillable en la literatura política ni en el realismo social.

De pronto vi que, en esencia, mi novela era una exploración sobre la naturaleza humana —toda buena novela lo es, y yo sospechaba que LUNA CALIENTE podía serlo— pero la naturaleza humana no es ni plana ni redonda, ni mucho menos previsible.

Antes de que Arturo terminara, ya estaba yo escuchando la llamada final del conserje del hotel. Ese final heterodoxo era el único final que podía tener esa novela.