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lunes, 16 de mayo de 2011

A los viejos maestros


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Luego de postear el texto sobre Cortázar me quedé pensando que, cuando era un joven escritor, fui muy afortunado. No sabría determinarlo con exactitud, y quizás sea materia para ver con mi analista, pero no puedo evitar ahora una reflexión acerca de la relación de los jóvenes escritores con los grandes viejos. Al menos en mi caso, el haber sido amigo de relevantes, viejos autores fue un tesoro en todo sentido.

Desde luego, supongo que el fomento de esas relaciones habrá tenido que ver con la prematura pérdida de mi padre, y con el hecho de que no conocí a mis abuelos. La carencia de figuras masculinas patriarcales, se sabe, no es un peso leve en la vida de cualquier persona. En mi caso, y casi fortuitamente, siempre alguna empatía me acercó a figuras de relieve: Marco Denevi antes del exilio; Edmundo Valadés y Juan Rulfo en mis años mexicanos; Juan Filloy desde mi regreso y hasta su muerte. Y durante todos esos años, fuertes y curiosas relaciones con Ignacio Xurxo, Cortázar, Sábato e incluso ahora mismo con Angélica Gorodischer y Noé Jitrik, hermanos mayores a los que quiero y respeto, y con quienes siempre, inexorablemente, cada oportunidad de compartir algunas horas con ellos es sinónimo de inteligencia, afecto y placer.

Sin embargo, jamás tuve relación personal alguna con Borges. Prácticamente no lo conocí; apenas lo vi de lejos en algunas conferencias y una vez estuve en su departamento de la calle Maipú para una breve nota para la revista "Semana Gráfica", cuando su primera boda. Sólo tengo el recuerdo difuso de aquella sala algo sombría y él sentado, ahí, de traje y bastón en mano, mientras el fotógrafo cliqueaba maníacamente. No hablamos de nada trascendente. Por eso cada vez que tengo oportunidad, o ante preguntas de públicos diversos, digo que debo ser el único escritor argentino (o uno de los muy pocos) que no tiene ninguna anécdota borgeana que contar. Y lo celebro.

Pero siempre estuve atento a sus palabras, su erudición asombrosa, su estilo precioso, y además lo leí completo cuando yo tenía treinta años. Adoro su literatura, especialmente casi toda su poesía y sus diez o quince cuentos memorables, pero la verdad es que él, su persona, jamás me atrajo ni me interesó. Quizás, pienso ahora, a vuelapluma, porque no hubiera podido cumplir jamás con el rol de padre sabio pero afectuoso que a mí me fascinó siempre. Aunque no lo sé, y quizá estoy completamente equivocado. Me gustaría preguntarle a María Kodama cómo era Borges en ese plano, o mejor, como cree ella que él hubiese sido. Uno de estos días se lo voy a preguntar. La estimo mucho, y creo que es un sentimiento mutuo. Quién sabe si no descubrimos entonces un Borges inesperado.

Como sea, los grandes viejos fueron basales en mi formación, y creo que ha de ser así —o debería serlo— en la de cualquier artista. En el Renacimiento, como es sabido, los artistas dirigían o se constituían ellos mismos en escuelas, y cada viejo era seguido en sus lucubraciones y creaciones estéticas por sus discípulos. En la antigua Grecia también, y eso valía no sólo para el arte sino para el pensamiento, la filosofía o la matemática, que también son arte.

Sólo por jugar un poco, propongo las siguientes características que tienen —o deberían tener—los grandes viejos en sus magisterios artísticos (y escribo esto pensando con cariño en mis dos Juanes, Rulfo y Filloy):

-Son enormes creadores, y como escritores son originales, revolucionarios;

-Son esencialmente buenas personas, cargados de años y experiencia;

-Son figuras atractivas, no necesariamente simpáticas pero sí capaces de imantar a cualquier auditorio, de uno o de miles;

-Son sabios. Especie de seres envasados en fuentes de sabiduría, agudos observadores, lectores excepcionales, y además son generosos y tienen el talento de transmitir su saber sin que ofenda ni se note demasiado;

-Tienen la gracia que da la autoridad, pero la autoridad natural que nace del talento, la originalidad y el brillo. Además son conscientes de que poseen esos dones pero los manejan con la naturalidad de una mosca;

-Tienen un peculiar y astuto sentido del humor y son capaces de ironías blindadas;

-Sus familiares —por amor o por grisuras— suelen mantenerse al margen y los dejan brillar solos, como luceros matutinos.

No sé si esto es verdaderamente así, pero por ahí va la cosa, me parece. Sé que no deja de ser un ejercicio inútil pero para mí gracioso. Escrito queda.

Y me acuerdo ahora de uno de mis retornos a México, después del exilio y reinstalado ya en la Argentina, a finales de 1987. Voy a ver a mis hijas y visito a Valadés, que ofrece una cena en mi honor. Como siempre, en casa del viejo y querido maestro, allá donde empieza la subida hacia la Colonia Magdalena Contreras, pasamos una velada deliciosa. Creo que S. —por entonces mi compañera— se enamora de él instantáneamente. Don Edmundo —me basta verle los ojos pícaros de zorro viejo— toda la noche se comporta especialmente seductor, y Adriana, su joven mujer, le hace coro. Se habla de nuestros países, de nuestras revistas (la vieja "El Cuento"; la nueva "Puro Cuento") y a los postres Edmundo establece que el cuento es un “sueño breve” y propone un brindis en memoria de Juanito Rulfo, quien solía decir que, en rigor de verdad, escribimos cuentos solamente para espantar a la muerte.

Esa noche la espantamos, también, con unos tequilazos.

Escribir para vivir, y vivir para soñar, es la idea que me ronda. Escribimos para no morirnos, es verdad, y es en nuestros sueños donde se crea, quizás, la verdadera realidad. Quizás sólo vivimos realmente en nuestros sueños, mientras que lo que llamamos vida es una repetición inconsciente de lo ya sucedido, o de lo que ya soñamos. ¿Sí? Quién sabe... Pero escribimos cuentos y dejamos huella, eso sí, como pruebas de que hemos pasado por la llamada realidad. También en este sentido el cuento contado es repetición, convocatoria de algo que ya pasó. Es conocida la hipótesis de Nathanael Hawthorne, invocada por Borges y tantos más.

Creo que esta otra es una idea de Thomas Mann: la vejez no es más que el pasado hecho presente. Me parece que es verdad, y que si uno lo toma así lo desdramatiza. Del mismo modo que la pintura, la danza, el teatro, la escultura o el cine (esa maravillosa manera contemporánea de narrar historias) lo que hacen es dejar noticias de presencias.

No sé si es vocación de vida, pero sí es espanto de la muerte. Tal el hecho creador, y es bueno recordarlo, pequeños demiurgos como somos.

Para el corcho en la pared

(Papelitos encontrados en el fondo de una caja, apuntes varios)

• Recordar la estupenda ironía de Julio Torri (narrador mexicano casi desconocido en Argentina): un escritor se pasa toda su larga vida trabajando arduamente las formas, con el objeto de crear un estilo que impactará al mundo; pero cuando llega a tenerlo y siente que de veras ha forjado un estilo, resulta que no tiene absolutamente nada para decir con él.

• Era tan ignorante como voraz: decía que le encantaban incluso las sobras de teatro.

• De Juan Gelman, en 1995 y en Página/12, en referencia al General Cabanillas (condenado a prisión perpetua en 2011, en los Juicios por la Verdad): "Procure evitar el castigo del insomnio: el no sueño de la mala conciencia es un territorio devastado por la muerte".

• Todo fuego en un rancho, en medio de la noche y de la pampa, se ve siempre como una luz mala.

• Una de Sarmiento (circa 1870): “Si el cólera reaparece, culpémonos a nosotros mismos por nuestra imprevisión e indolencia. Habrá cólera donde haya desamparo, desnutrición y miseria”.

• En el Bar La Estrella: Un cincuentón todo panza y olor a puchos, a una muchacha que se estira una arruguita frente al espejo: "No te calentés, nena. Vos todavía sos eterna".

• Caras de médicos como las del “Jesús entre Doctores” de Durero.

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