El laberinto y el hilo
Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)
Mi exilio terminó casi un año después de la recuperación de la democracia. Regresé a la Argentina para quedarme, en noviembre de 1984, aunque había hecho un par de viajes previamente, para conseguir un departamento en Buenos Aires y para la primera Feria del Libro realizada en democracia.
Dos amigos entrañables de antes del exilio —Daniel Pliner y Sergio Sinay— trabajaban ya en la Editorial Perfil y me consiguieron un conchabo bastante bien remunerado: vicedirector de la revista "Playboy".
Era un típico proyecto del destape democrático. Tras años de censura de todo tipo, ahora (finales del 84 y comienzos del 85) la editorial de la familia Fontevecchia planeaba lanzar la edición argentina de esa famosa revista norteamericana, junto con "El Diario del Juicio" (que dirigió Pliner y que —jugada maestra a dos puntas de los editores— se ocuparía del juicio a las Juntas Militares).
Yo desembarqué en esa editorial con los mejores augurios, la verdad, y me encontré con que allí escribían muchas plumas famosas, como se llamaba entonces a los escritores-periodistas más notables. Ahí estaban Juan Martini, Vicente Battista, Cristina Mucci, Pablo Ananía, Juan Carlos Martelli, Carlos Llosa, Chiche Gelblung, Jorge Asís (el Turco Grande) y Jorge Manzur (el Turco Chico), y muchos más a quienes yo no conocía. Era una verdadera constelación de redactores estrella, repartidos en una docena de revistas para todos los gustos.
Para entonces yo gozaba de un modesto reconocimiento literario fuera de la Argentina. Mi curriculum era rico en experiencias periodísticas y además volvía después de varios años de enseñar en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Iberoamericana, por entonces la más prestigiosa casa de estudios de México en la materia, y en el mundo académico hispánico de los Estados Unidos yo era más o menos conocido como un joven escritor de lo que se llamaba el Posboom. Mi bibliografía se componía de varios libros, casi todos traducidos a diversas lenguas y que en Buenos Aires contrató y publicó la Editorial Bruguera, que entonces era el sello más glamoroso: LUNA CALIENTE, LA REVOLUCION EN BICICLETA y EL CIELO CON LAS MANOS aparecieron sucesivamente en la colección "Libro amigo".
Al mismo tiempo, la Editorial Legasa contrató y editó mi libro de cuentos VIDAS EJEMPLARES, mientras la Editorial Sudamericana, como ya dije en otra entrada, publicaba QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS.
El primero de estos dos libros fue, en cierto modo, una revancha que me permití. Porque desde mi partida en el 76 había soñado con una edición argentina de mis cuentos en la que incluiría, en la contratapa y a modo de reconocimiento, comentarios de los dos calificados lectores de mi primer original: Marco Denevi (como ya he contado en este relato) y Luis Gregorich, que en el diario "La Opinión" había sido tan amable y alentador cuando leyó esos originales en el año 73, creo, o 74. Eran dos deudas de honor que me encantó cumplir, ya de regreso: entregarles en mano un ejemplar a cada uno.
Claro que por entonces, exactamente en 1984, había en Buenos Aires dos debates culturales tan intensos como plenos de injusticias, que colmaban el mundillo intelectual porteño y en cierto modo me involucraban.
El más furibundo tenía que ver con una especie de innecesaria competencia entre los escritores/as que volvían del exilio y los que se habían quedado en el país durante los llamados "años de plomo". Desde cierta perspectiva parecía pretenderse que la literatura argentina de esos años se validaba solamente por la producción extramuros, mientras desde otras parecían rechazarse los de "adentro" con los de "afuera" y viceversa. Era absurdo el asunto, pero ocupaba páginas de diarios y revistas y no había reunión en la que no se discutiese.
Por supuesto, ni toda la literatura argentina del exilio estaba escrita por "heroicos resistentes", ni la de intramuros era obra exclusiva de "colaboracionistas". Pero al calor de aquellas discusiones sólo había enojos y acusaciones excesivas, al menos en mi opinión.
Por eso no participé, de hecho, en aquellos debates. Porque si de un lado había que reconocer que "Respiración artificial" se había escrito en la Argentina, del otro era obvio que también en el exilio se había escrito mucho texto de poca valía. Una literatura nacional, pensé siempre, se hace de todas las versiones de la tragedia de esa nación, intramuros y extramuros. Y la literatura argentina fue, desde sus orígenes, escrita fuera de la Argentina por exiliados como Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mármol, Hernández y tantos más, y no por eso fue menos nacional. Y así siguiendo.
Pero parece que nada de eso se veía, en los albores de la democracia.
El otro debate, si se puede llamarlo así, era mucho más intrascendente e incluso estúpido, y consistía en cuestionarle al uruguayo Mario Benedetti el vocablo "desexilio", que él estrenó en su ensayo "El desexilio y otras conjeturas", de ese mismo año. A mí eso me permitió conocerlo personalmente, cuando lo entrevisté para una nota que escribí en la revista "Semana" y que me permitió enhebrar con él una hermosa amistad que se prolongó hasta el final de su vida (falleció en Mayo de 2009). Mario era un tipo de una dulzura excepcional, de convicciones blindadas y tenía esa mirada preciosa con la que envolvía a sus amigos. Para mí fue un tesoro haberlo tratado.
Lecturas y opiniones
Acabo de leer, en los últimos tiempos, algunos estupendos poemas del colombiano Juan Manuel Roca. También cuentos y novelas de narradores de ese país, algo así como una cosecha interesante de los últimos años que me fue obsequiada durante mi último viaje a Bogotá y Medellín. Pero no soy amigo de hacer comentarios bibliográficos, terreno que no domino y en el que yo mismo me niego competencia alguna, por lo que solamente diré que de vez en cuanto me gusta dejarme ganar por alguna que otra idea inspirada por alguna de mis lecturas. Leer es algo muy íntimo, para mí, un placer o displacer siempre inesperado. De ahí que no me guste hacer devoluciones, lo cual suelo aclarar cuando recibo libros de colegas y amigos. Siempre temo que después se queden esperando a ver qué les digo, qué me pareció, qué les devuelvo... Y eso me cohibe, y más aún: confieso que me atonta, como si estuviera yo impedido de una lectura en libertad si sé que el autor/ora está esperando mi opinión.
Distinto es el caso, claro, de cuando me dispongo a la lectura profesional de la obra de las dos o tres personas que más quiero y respeto y a quienes leo como ellos/as me leen a mí: lápiz en mano y clarificando el texto, como diría Pepe Bianco. No importa hacer público el nombre de esas personas. Son mis hermanos/as y lo saben.
Escribo lo anterior y me quedo pensando que, como toda opinión, lo que uno piense de un libro es nada más que un destello, finalmente, ni siquiera un lenguaje. Y por eso mismo no tiene por qué ser determinante de nada. En realidad, tenía razón Juanito Rulfo: escribimos para escapar de la desesperación, para no morirnos, para seguir respirando. No debería ser, por lo tanto, una materia opinable.
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