El laberinto y el hilo
Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)
Muchas veces, en diferentes reportajes y entrevistas, expliqué la génesis de mi novela SANTO OFICIO DE LA MEMORIA como un cambio de interrogante.
Empecé esa obra a mediados de Abril de 1982, obviamente impactado por la Guerra de Malvinas, que a muchos argentinos nos encontró a varios miles de kilómetros y seis años de distancia del país. Pero la empecé, debo decirlo, sin proponerme nada. Aquello era más bien escribir para calmar los nervios, para mitigar la ansiedad.
A mí me dio por borronear textos sin un hilo argumental. Militaba en la política del exilio condenando el oportunismo criminal de la Dictadura, desde ya, pero escribía frenéticamente todos los días, inseguro y tenaz como quien estira una mano en la oscuridad para no chocar pero no por eso se detiene. Y es que no tenía idea de hacia dónde podía dirigirse ese texto que crecía, a diario, y que no podía ni quería detener, aunque igualmente sentía la necesidad de concentrarme en responder la que parecía la pregunta fundamental de aquel momento: "¿A dónde va ese país?"
Sin embargo, a poco de andar, con la derrota bélica que arrastró consigo la soberbia de los milicos argentinos y amplió el horizonte de la resistencia popular, y cuanto más escribía historias aparentemente inconexas, fui advirtiendo lentamente que la pregunta correcta para encuadrar el texto que emergía en realidad era otra: "¿De dónde viene ese país?"
Ahora recupero este recuerdo porque algo quiero decir de esta novela que ha sido, sin dudas, la que más satisfacciones literarias me ha dado. Literarias, digo, o sea no regladas por el Dios Mercado, que hoy gobierna y deteriora la creación, el arte, la cultura, el buen gusto, la estética con contenidos y varios, larguísimos etcéteras.
Y lo que quiero decir es que SANTO OFICIO DE LA MEMORIA nació como quiso. Se fue perfilando como un texto vivo, plástico y generoso, al que mi voluntad nunca sometió. Es fantástico cuando eso sucede: escribir y ver cómo un texto adquiere vida propia. Los personajes crecen, se desarrollan, se definen. Las mejores situaciones pueden aparecer de modo inesperado y lo que uno se proponía sólo acaba sirviendo para otras, nuevas, diferentes situaciones. Y así un argumento, como un poema, se reconvierte en indagación acerca de sí mismo, del en sí de la creación. Supongo que es lo que sucede en todas las expresiones y formas del Arte. Es una maravilla.
En el caso de la escritura de SOM, que me llevó más de ocho años (terminé la primera versión en 1990), era fascinante ver cómo la trama estaba viva y los personajes vivían también, conmigo e independientes de mí. Fueron una exquisita compañía íntima, como un diálogo profundo y secreto que, suponía entonces y supongo ahora, ha de ser en cierto modo la definición de ese lugar común que se llama "locura creativa". Lo que yo sé es que era sorprendente y hermoso ver cómo se expandía el monólogo de tal personaje que yo había supuesto menor, o cómo se retraía casi hasta la desaparición el pensamiento de otro al que había imaginado principal. Y a la vez, y como ratificando lo que siempre pensé —que la literatura es un caminar hacia el conocimiento para nunca alcanzarlo—, veía surgir ideas y situaciones inesperadas.
Era maravilloso, y creo que quienes pudieron con la novela —digo: quienes sobrevivieron a su densidad— precisamente en eso han de haber encontrado las claves del placer que SOM pudo darles, si es que les dio. Me encantaría saberlo.
En fin, me parece que he venido soslayando este asunto, y de ahí cierta morosidad que advierto en esta prosa. Pero bueno, hablando de lecturas y evocaciones, dejé de lado el orden cronológico que parecía tener este relato, y que era mi voluntad, ciertamente, que lo tuviese. Pero tengo también una justificación: y es que rememorar la propia escritura dos o tres décadas después, por lo visto, implica correr estos riesgos.
No sé, no lo tengo claro, pero este avanzar moroso tiene que ver, seguro, con mis temores —todo sea dicho— que aparecen y como que estallan con inquietante descontrol cada vez que siento que no puedo avanzar en la escritura de un texto. Por mucho que me esfuerce. Para qué negarlo.
Es lo que me está pasando ahora. En este mismo instante. Pataleo contra mi propio pudor, o mi narcisismo, porque sé que escribiendo esto no escribo lo que debería, que es la nueva novela en la que estoy embarcado desde hace unos años y no puedo terminar.
Bueno, lo dije.
Lo dije. No puedo con la novela que vengo trabajando. Desde 2005 doy vueltas como un buey a la noria y aquí estoy. Escribiendo uno que otro artículo, un cuento de vez en cuando, o este blog. Y no me siento orgulloso ni feliz.
Razón tenía Juanito cuando nos decía que algunas escrituras fundamentales sólo saben producirnos dolor.
Me disculpan por favor el brote de sinceridad. Pero ésta es la verdad: no puedo terminar esta jodida novela y no sé qué me pasa; no sé si es agotamiento autoral o miedo al ridículo, que es peor que el miedo al fracaso.
Cuestión que una vez más, como me pasó hace veinte años con SOM, me siento condenado a novela perpetua y no se imaginan ustedes cuánto me fastidia.
Punto. Cambiemos de tema.
Para el corcho en la pared: un fragmento inédito de Santo Oficio de la Memoria
(De un monólogo de Aurelia):
La Porota Lerchundi se caracterizaba por ser propietaria de dos tetazas descomunales, sencillamente impresionantes —impresionistas, al decir de la tía Micaela—, y también por la costumbre de guardar cosas en la inmensurable profundidad de su seno, ese valle que se podía imaginar hondo como una pena. Entre otras cosas, guardaba allí sus dineros, lo cual sé que es un hábito común de muchas matronas chaqueñas. Pero sucedió que la Porota una vez que tuvo que hacer un pago en el Banco Nación se buscó los billetes metiendo la mano en el pecho izquierdo, investigando por debajo, por la axila y en algún pliegue del corpiño labrado, hasta que el cajero, advirtiendo el desconcierto de la mujer le dijo, ruborizado: “quizás en la otra, señora”. Luego de lo cual, con espléndido humor y aunque ya había sobrepasado los setenta, se encargó de contarle a sus amistades que ese cajero era muy observador pero pobre muchacho, tan joven y andar mirándome a mí que soy un vejestorio.
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