QUIENES DESEEN LEER LAS ENTRADAS ANTERIORES DE ESTE RELATO, las encontrarán en "El Laberinto y el Hilo" (completo)
Un milagro en el cielo
Era un vuelo de una compañía de esas que ya no existen. Digamos Eastern Airlines. Y el avión un tetrarreactor DC8 que tampoco existe ahora. La revista Expansión me mandó a Nueva York a no sé qué trabajo, y ése fue uno de los peores vuelos de mi vida.
Un huracán sobre el Caribe nos zamarreó durante dos horas como un loco sacudiría una maraca de latón. Habían saltado por los aires las bandejas del almuerzo, cayeron las máscaras de oxígeno, los crujidos del aparato eran tan atemorizantes como los bandazos hacia arriba y hacia abajo, y las inclinaciones hacia una y otra punta de ala eran tan bruscas e inesperadas que generaban un extraño intercambio de gritos y silencios en la larga cabina. Muchos rezaban, algunos se abrazaban, otros abiertamente soltaban sus vómitos y había quienes lloraban implorando enigmáticos perdones y prometiendo quién sabe qué acciones.
El que estaba a mi lado era un señor delgadito y más bien magro, de impecable traje y corbata, que se mantuvo en obstinado silencio durante todo el episodio, igual que yo. Por eso cuando el piloto consiguió esquivar la tormenta después de una larga hora desesperante, y cierta normalidad se reinstaló en la cabina, ambos compartimos discretos comentarios acerca de la horrible experiencia que habíamos vivido. Pero evidentemente todos teníamos necesidad de hablar, como sucede cuando las experiencias más fuertes exigen palabras... Entonces le pregunté a qué se dedicaba.
—Soy editor —me dijo—, ¿y usted?
—Pues fíjese qué casualidad, yo soy escritor —respondí como si fuese la cosa más normal del mundo.
Era la primera vez en mi vida que lo afirmaba. Claro que enseguida arrugué, cuando me preguntó por mis libros y tuve que reconocer que era un narrador inédito, virgen y en estado de gracia... Me sentí un poco avergonzado, como quien advierte tardíamente que ha hecho el ridículo, y cambié de tema y encaminé la charla hacia las sabrosas naderías de que habla la gente.
Ese encuentro con Iván Mozó Lira, socio propietario de la entonces importante Editorial Pomaire, de Barcelona, fue determinante en mi vida. Chileno al igual que su socio José Manuel Vergara, Iván era entonces el encargado de la empresa en América Latina. Exiliados después del golpe de Pinochet en 1973, habían desarrollado una empresa cada vez más poderosa en la lengua castellana. La impresión de sus libros era muy cuidada, los diseños audaces, el prestigio de sus colecciones creciente.
Bueno, pues justo ese tipo había estado a punto de estrellarse conmigo en ese pinche avión, los dos en silencio —nos lo confesamos luego— y con el mismo convencimiento de que en todos los vuelos es completamente inútil hablar con el pasajero de junto. Siempre es mejor aprovechar esas horas para pensar, trabajar o dormir. Incluso, descubrimos, cuando todo indica que el avión se viene abajo. En ese caso hasta el pánico parece inútil.
Cuando descendimos en Nueva York, Iván, gentilmente, me dio su tarjeta con la recomendación de que le enviase un original a la dirección de su socio, Vergara, que residía en Londres. Así lo hice pocos días después, de regreso en México, y le ofrecí además gestionar un prólogo de Pedro Orgambide si lo consideraba necesario.
Y me olvidé del asunto y seguí trabajando en la revista y el diario, y en los dos libros que preparaba sin demasiada prisa pero sin detenerme ni un segundo. Con una regularidad asombrosa, disciplina marista y decisión de dictador, yo le metía para adelante y escribía varias horas cada día, como alucinado.
La respuesta de José Manuel Vergara me llegó dos meses después, que así eran las cosas en aquellos tiempos del puro correo postal. La novela le había encantado, le parecía buenísima, no necesitaba prólogo de nadie y por supuesto la iban a publicar. Adjunto había un contrato que con el tiempo descubrí que era bastante leonino, pero que en ese momento firmé sin objetar y ahora pienso que capaz hasta sin leerlo.
Semanas después Iván me llamó para invitarme a una cena en su casa, en la Colonia Florida. Ahí me presentó a quien dijo era su más querido amigo: Alberto Cortés, cantante argentino que por entonces hacía furor en España y México. La cena fue muy agradable e Iván, generoso, me regaló dos botellas de Cousiño Macul 1973 etiqueta negra que abrí algunos años después, cuando me anunciaron que había ganado el Premio Rómulo Gallegos.
Esa noche, además, anunció la inminente salida de LA REVOLUCION EN BICICLETA, cuya foto de portada me mostró y casi me infarta nuevamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario