El laberinto y el hilo
Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)
Yo estaba allí desde hacía un par de semanas y había alcanzado a visitarlo. No fue una despedida triste porque él no lo permitió, pero los dos sabíamos que era una despedida. Me pidió un par de favores personales que luego cumplí, y me pidió que le hablara de Buenos Aires, ciudad que amaba con idealizada desmesura. Estaba acostado en una cama de una plaza, de alto respaldar, y entre sábanas muy blancas. Una mesita de luz con una veladora tenue, como para que no se le viera el mal semblante, y allí una infaltable libretita y un lápiz Fáber número 2, amarillo, con gomita en la cola, que eran los que siempre usaba. No sé por qué había abandonado las lapiceras, pero se había ido desprendiendo de las tres o cuatro que tenía. A mí me obsequió una Pelikan preciosa, de cartucho, que todavía uso. Estuve allí algo menos de una hora.
La tarde de su muerte me enteré por un llamado de Edmundo Valadés, mi otro maestro, amigo y protector durante los años de exilio. Quedamos en encontrarnos en la funeraria y hacia allá fui. La Agencia Gayosso es la más famosa e importante del país, y la sucursal de la avenida Félix Cuevas era la más cercana al domicilio de los Rulfo. Allí estuvimos varios de sus amigos.
Esa madrugada recibí un llamado de Buenos Aires; no recuerdo quién, del diario Clarín, me pidió que escribiera un artículo. La diferencia de tres horas permitía el cierre a tiempo.
La nota que escribí y dicté telefónicamente (entonces no había internet, y el fax era una tecnología en pañales) ocupó media página 31 de la sección Información General de la edición del día siguiente, jueves 9 de enero de 1986. Se titula: "Testimonio de un amigo. Sus últimos días". La copio del original que afortunadamente recortó y guardó mi hermana, en el Chaco.
"MEXICO, 8 (Especial por Mempo Giardinelli) — Juan Rulfo sabía, desde hace casi tres meses, luego del terremoto, que iba a morirse. El cáncer que se le anidaba en el pulmón, manifestado en un enfisema incurable, no le fue ocultado y él mismo supo atribuirlo, un tanto arrepentido, "a todo lo que fumé que fue demasiado. No tuve medida para muchas cosas y entre ellas para el cigarrillo", nos dijo a Edmundo Valadés, uno de sus amigos de toda la vida, y a mí.
"Ya postrado, en su casa de la calle Felipe Villanueva 98, en la Colonia Guadalupe Inn del Sur de la Ciudad de México, se dejó crecer la barba, totalmente blanca, se dedicó a escuchar cantos gregorianos y las músicas del Medioevo en las cuales fue un incomparable conocedor, y ya no recibió casi a nadie. Sólo a unos pocos amigos, a quienes recibía los viernes o sábados, para charlar. Siguió leyendo un promedio de una novela diaria, y empezó a prepararse para la muerte. Se fue entregando despacito, lentamente, metáfora de su cuerpo menudo, flaco y fibroso, que se secaba como un higo.
"La semana pasada escribió, en una dedicatoria a una primera edición de su libro "Pedro Páramo" que le hizo a su amiga Elena Poniatowska: "Días antes de mi muerte, Juan Rulfo" y a Valadés, el último viernes, le confió: "Espero que mi deterioro no sea lento y largo; no podría soportarlo". Su corazón, una semana después, le ahorró la agonía: falleció anoche, martes 7 de enero, al caer la tarde sobre este valle que amaba, de un paro cardíaco.
"En una de nuestras últimas conversaciones telefónicas, en la que me invitó a visitarlo el viernes próximo para charlar de "la divina Buenos Aires y sus mujeres incomparables" como él decía, y de otros asuntos de los que enhebraron una amistad de varios años, me dijo: "Ya que estás de paso por México, aprovecharemos para despedirnos". Desdeñó mis bromas sobre el patetismo de sus palabras. Él era así: la muerte no entrañaba para él ni misterio ni miedo. La había conocido de niño, se familiarizó con ella en una vida intensa recorriendo ese país en el que la muerte es una amiga cotidiana, un fantasma que se frecuenta y que convive con la gente, y la abordó en ese pueblo que inventó —Comala— donde "traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas".
"En sus últimos días andaba reconcentrado quizá por los dolores del cáncer, pero más probablemente porque recordaba los silencios y murmullos de Comala. Ingenuo, y como para darle ánimos, le pregunté: "Dime Juan, ¿estás escribiendo algo?". "No —fue su respuesta—, apenas sueño". "Los sueños son buenos materiales para la literatura", le dije. Y él respondió: "Yo sólo he tenido algunas pesadillas últimamente, pero mediocres".
"Anoche, cuando la noticia de su fallecimiento, este país pareció detenerse. En la televisión, en la radio, en la calle la gente comentó casi en silencio, como en unánime murmullo, "se nos murió Juan Rulfo", y hubo un recogimiento general. Un respeto que hizo que en la capilla ardiente no hubiese flores, se dispuso la cremación de su cadáver y nadie pronunció discursos que él hubiese detestado. Pareciera que todos en este país advirtieron que, como Pedro Páramo, Juan Rulfo respondía a la muerte con las mismas palabras de su novela: "Voy para allá. Ya voy". Sin decir una palabra, pareciera que su cuerpo, como el de Pedro Páramo, daba "un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras", tal cual el final de su inolvidable novela.
"El velatorio fue austero, silencioso. Sus viejos amigos, desde hace décadas: Juan José Arreola, Fernando Benítez, Edmundo Valadés, todos llorosos, compungidos. Fue impresionante el dolor del desgarrado Arreola, quien decía que quería morirse él ahí mismo. Le tomó una mano entre las suyas y dijo: "Siento culpa por sobrevivirlo. Nacimos el mismo año, en la misma región, a sólo 15 minutos uno del otro. Nos conocimos de siempre y desde hace 43 años somos íntimos amigos. Pero ahora que él se muere, sólo ahora empezaré a admirarlo".
"La familia recibía el saludo de infinitos concurrentes. Su hijo Juan Francisco, idéntico al padre, hacía guardia junto al féretro, recibiendo pésames. Telegramas de todo el mundo, del presidente de la república y de lectores anónimos de todo este inmenso país daban cuenta del dolor ante la pérdida del hombre que hizo a la literatura mexicana más universal. Valadés, lloroso, lo dijo con estas palabras: "Juan fue el más grande y México queda un poco más vacío sin él".
"En el camino que recorrió Pedro Páramo buscando a su padre, puede ser que ande Juanito Rulfo ahora. Un camino de la muerte. Un camino de la literatura. Quizás, como lo trajo, también a él lo lleve la ilusión".
Y para completar la semblanza del amigo reproduzco también lo que escribí en mi libro VOLVER A LEER. Propuestas para ser una nación de lectores (Edhasa, Buenos Aires, 2006):
"En enero de 1986, el día en que Juan Rulfo murió me encontraba circunstancialmente en México y lo había visitado un par de veces en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, al Sur de la Ciudad y cerca del llamado Desierto de los Leones. Los Rulfo vivían en un tercer piso que yo conocía muy bien, y allí habían dispuesto su lecho de enfermo en una habitación pequeña, junto a la sala. Era un cuarto despojado y semioscuro, al menos durante las visitas, y Juan estaba acostado en la cama de una sola plaza con cabezal de madera arqueado, alto y oscuro. Solamente parecían brillar las sábanas blancas y la mirada siempre encendida de ese hombre menudo, delgado, que era mi maestro y mi amigo, y que vivía rodeado de libros.
"Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles en los que había escrito algo, con su letra desgarbada y el siempre infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Hacía tiempo que ya no escribía con lapiceras ni bolígrafos, ni con máquina de escribir. Solamente utilizaba esos lápices flacos, coronados por gomitas de borrar sucias de tanto trajinar. Algún tiempo atrás había empezado a regalar sus plumas y a mí una tarde del 84 me regaló su Pelikan a cartucho con tapa metálica diciéndome, con el aparente desinterés con que descomprimía sus emociones, “quizás te sirva ahora que regresas a tu país”.
"No leí esos apuntes, pero imagino que fueron los que un vecino del edificio vendió después (luego se supo que hurgaba en la basura de los Rulfo y extraía los papeles que Juan descartaba) y se publicaron una o dos semanas después de su muerte, en el suplemento de un diario mexicano.
"La noche del día en que murió lo acompañé, en silencio, desde un rincón de la Funeraria Gayosso de la avenida Félix Cuevas. Ahí estaban sus viejos y queridos amigos: Juan José Arreola, Tito Monterroso y Bárbara Jacobs, Edmundo y Adriana Valadés, Elena Poniatowska y mucha gente anónima, de evidente origen humilde. Algunos lloraban quedito, como se llora en México cuando se le teme a la muerte, y hacía frío y creo que llovía.
"Escribí entonces una breve nota necrológica y después, por años, nada sobre él hasta que en el 2000 empecé a evocarlo como quien escribe la larga y fragmentaria semblanza de un padre amado. Quizás este recuerdo que esbozo a veinte años de su muerte sea una parte de ese todo.
"Juan me honró con su afecto cuando yo era muy joven y él ya un escritor consagrado, reticente a la celebridad y con fama de hosco. Desde fines de los 70 hasta su muerte, nos encontramos muchas veces y sostuvimos largas conversaciones peripatéticas por calles de México y de Buenos Aires. Pero sobre todo, la nuestra fue una amistad de librerías. Juanito, como lo llamábamos los que compartíamos mesa en la hoy desaparecida Librería “El Ágora”, ubicada a cuatro o cinco cuadras de la casa de los Rulfo, fortalecía la amistad literaria, desde luego, pero lo profundo del vínculo con él era más bien filosófico, filial, compuesto de raras liturgias y fidelidades no escritas.
"En aquellos años en los altos de "El Ágora" había una pequeña cafetería que a finales de los 70 y comienzos de los 80 era prácticamente la oficina de Juan, que pasaba allá arriba muchas tardes, leyendo o escribiendo, y seguro se instalaba los viernes, después de las cinco o las seis, y ahí nos reuníamos sus amigos. Allí solía escribir, a mano y en sus libretitas, cuando estaba solo y bebía cafés o gaseosas y fumaba esperando que llegáramos. Y cuando cerró "El Agora" nos trasladamos a otra librería, "El Juglar", también cercana a su casa. Era una hermosa casona de tres plantas, con libreros por todas partes y una cafetería encantadora en la terraza, con vista a una glorieta de poco tráfico vehicular. En ambas librerías, y en distintas épocas, Juan condujo deliciosas tertulias vespertinas, teniendo siempre a la mano todo ese mundo de libros que él sabía y podía consultar, bajando éste o aquél de los estantes con una autoridad que ningún vendedor se atrevió jamás a contradecir.
"Hasta fines de 1983, cuando todavía no podíamos volver a la Argentina, y aun después, cuando emprendimos el regreso, Juan fue extremadamente generoso con muchos escritores argentinos. Adoraba la obra de Osvaldo Soriano y conocía muy bien nuestra literatura. Frecuentaba los libros de Roberto Arlt, de Manuel Puig, de Beatriz Guido, de Manuel Mujica Láinez, Eduardo Mallea, José Bianco, Silvina Ocampo (a quien apreciaba más que a su marido, Adolfo Bioy Casares) y estaba muy al tanto de la literatura social argentina: no le eran ajenos los nombres de Roberto Mariani, Roberto J. Payró o Leónidas Barletta, por caso.
"Pero su escritor favorito era, sin dudas, Julio Cortázar, de quien era amigo muy cercano."
Ahora que rescato estos papeles para este blog, remedo de una memoria que no cesa de arder, me lleno de nostalgias y de egoista felicidad. Nostalgias porque todavía echo de menos al amigo-maestro. Lo segundo porque su amistad fue un privilegio para mí.
Un homenaje muy sentido que me hizo soñar con ese día tan triste. Muchos abrazos
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