Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)
Algunos amigos/as me pidieron que lo buscara y publicara. Intenté encontrarlo en los archivos de Página/12, pero no pude conseguirlo. Entonces me puse a revisar viejos papeles y en una carpeta estaba. Y si estaba, debía estar también en un antiguo diskette. ¡Y estaba! Aquí lo reproduzco, 18 años después...
(Caracas, 2 de agosto de 1993)
Señor Presidente de la República de Venezuela...
Señores del Jurado...
Vengo a agradecer esta distinción con que hoy me honran. Sé de la importancia de este Premio, al que jamás aspiré porque daba por supuesto que mis méritos nunca serían suficientes, del mismo modo que advierto la trascendencia que adquiere a partir de ahora mi trabajo silencioso, solitario y casi secreto, como el de todos los escritores que en el mundo han sido.
Agradezco este honor -cuyo merecimiento seguramente me excede- y lo tomo como una verdadera lección de humildad porque, íntimamente, siento que este premio no es mío sino de mis maestros: especialmente Juan Rulfo y Juan Filloy, a quienes lo dedico -si ustedes me lo permiten- porque sin ellos yo sería, para decirlo con palabras de aquel gran mexicano, “una puritita nada”.
Este Premio, desde su nombre y desde ahora, entraña para mí una enorme responsabilidad, a cuya altura procuraré estar. Rómulo Gallegos fue, desde mi infancia, un personaje estrechamente unido a las dos cosas más importantes que con amor y sabiduría me inculcaron mis padres: cultura y sensibilidad social. Fue “Doña Bárbara” una de las novelas capitales de mi formación literaria, acaso porque entroncaba de manera perfecta con el legado que a los argentinos nos dejó ese grande del siglo pasado que fue Domingo Faustino Sarmiento: la disyuntiva civilización o barbarie fue y sigue siendo el signo de nuestro desarrollo como naciones. No sólo en la literatura.
Aquella disyuntiva mantiene plena vigencia en estos días finiseculares en que nuestros países fortalecen sus democracias a pesar de las constantes amenazas. ¿Cómo afirmar hoy el triunfo de la civilización, señoras y señores, en estos años y estos días en que todos los indicios cotidianos tienden a hacernos pensar que todo está perdido? En mi opinión, de una sola manera: con más democracia, con más tolerancia, con más cultura. Y para ello, nuestra misión -en tanto escritores, en tanto intelectuales- no puede ser otra que seguir predicando que hacer cultura en nuestra América, hoy, es resistirnos a la barbarie contemporánea.
No se trata, por lo tanto, solamente de pensar qué literatura hacemos en democracia, sino pensar qué significa hacer literatura en democracias todavía incipientes y que funcionan en sociedades todavía autoritarias y -lo que es más grave- degradadas culturalmente.
Lejos de mi intención proveer recetas, Sr. Presidente. Pero si de algo creo estar seguro es de que la memoria es más consistente y más noble que el olvido. Por eso me complace decir aquí que la narrativa argentina de estos años -y en general la latinoamericana- no deja de apelar a la memoria colectiva, para reinventarla, y reescribirla. Tiene razón la escritora uruguaya Armonía Somers: "Es preciso forzar la memoria hasta las últimas consecuencias".
En sociedades como las nuestras sólo el reconocimiento del dolor padecido, sólo la memoria y la honestidad intelectual nos permitirán seguir soñando utopías y, lo que es mejor, nos alentarán a seguir luchando para realizarlas. Porque las sociedades en las que el arte y la literatura acaban siendo patrimonio de minorías, son sociedades que terminan achicándose inexorablemente, y eso ya nos pasó a los argentinos, y debemos revertir esa perversidad.
Podemos hacerlo -y lo estamos haciendo- desde el pensamiento y la imaginación. Nuestras obras, por lo tanto, son una reivindicación de la utopía militante, son utopía en movimiento perpetuo.
Desde luego que la literatura no está para hacer política, y eso está muy bien, pero la hace. Y es por eso que, aunque el mundo cambia y la literatura y nosotros también, los escritores latinoamericanos todavía seguimos teniendo mucho más que ver con Sartre que con Fukuyama. Y así será, estoy seguro, mientras tengamos memoria y honestidad intelectual y aunque muchas veces nos sintamos confundidos porque la barbarie del sistema económico imperante -que se diga lo que se diga, es salvaje- hace casi imposible pensar la cultura, a veces ridiculiza propósitos, y casi siempre nos llena de desasosiego.
Es cierto que cuando una sociedad parece entregada al frenesí de la corrupción, la mentira, la frivolidad y la ignorancia disfrazada de cultura, es muy difícil inventariar la razón. Pero no es imposible. Y entre las maravillas que nos da la democracia -y su hija dilecta la libertad de expresión- están la pérdida del miedo y la recuperación del rol de los intelectuales. Por eso entre los desafíos de la narrativa latinoamericana actual está el seguir defendiendo el papel de los intelectuales, el orgullo de ser intelectuales: gente que piensa, gente cuya producción es su cabeza y su cultura, y cuya materia prima son los libros que leen y las ideas que están en esos libros.
Desde ya que lo que digo suena idealista. Lo es. Pero igualmente cierto es que si la alternativa es el pragmatismo que se olvida de los principios e incita a bajar los brazos, la mejor opción es, siempre y todavía, resistir con ideales y con ideas. Por eso digo que en nuestros países y en estos tiempos hacer cultura es resistir. Al menos lo es en la Argentina de la democracia siempre amenazada, a cuya sociedad civil se confunde con la mentira y la inseguridad jurídica convertidas en sistema de gobierno, y con la irrecuperable frivolidad de un presidente megalómano. Es por eso que para un intelectual argentino, Sr. Presidente, el único destino ético es la resistencia cultural.
Escribimos para vivir, para no morirnos. Nuestra respiración se expresa en palabras, y por eso ansiamos ser leídos. La obra literaria se realiza y se completa sólo en el acto de la lectura. Este insignificante escritor latinoamericano que aquí habla, Sr. Presidente, simplemente procura explicar -explicándose- el tiempo y el lugar en los que vive y produce su obra. Pero también sabe que no hay peor violencia cultural que el proceso de embrutecimiento que se produce cuando no se lee. Una sociedad que no cuida a sus lectores, que no cuida sus libros y sus medios, que no guarda su memoria impresa y que no alienta el desarrollo del pensamiento, es una sociedad culturalmente suicida. No sabrá jamás ejercer el control social que requiere una democracia adulta y seria. Que una persona no lea es una estupidez, un crimen que pagará el resto de su vida. Pero cuando es un país el que no lee, ese crimen lo pagará con su historia, máxime si lo poco que lee es basura, y además la basura es la regla en los grandes sistemas de difusión masivos.
Un país así, desdichadamente, puede estar caminando alegremente, y sin saberlo, hacia su propio funeral como nación. Yo pienso que los narradores argentinos, en general, sabemos que esto es así y es por eso que estamos empeñados en escribir lo que escribimos.
Y es que en rigor de verdad, la literatura, siempre, en todo tiempo y lugar, es constante continuidad y ruptura. En literatura -se sabe- todo está escrito, y a la vez todo está por escribirse. En mi caso, SANTO OFICIO DE LA MEMORIA es una saga familiar que es también una discusión sobre la literatura y sobre la mentira de la historia oficial. Acaso me salió un estudio involuntario sobre la humana estupidez, pero es sobre todo una revisión de lo que para mí es la tragedia argentina: la batalla Memoria versus Olvido, Sr. Presidente, que es una batalla sorda, sutil, despiadada, y en la que aún hoy -en plena democracia y con una libertad de expresión como jamás habíamos alcanzado los argentinos- nuestro gobierno sigue haciendo concesiones al olvido, y sigue militando insensata y suicidamente en favor de la mentira y el eufemismo. Ahí están, como patética muestra, los indultos que otorgó mi presidente a dictadores y asesinos que hoy se pasean por las calles de mi patria, soberbios y grotescos, mientras las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo continúan reclamando una justicia que les es negada. ¿Cómo no tener como central a esta cuestión, en mi propia obra? ¿Desde qué moralidad podría yo escribir, si estuviera desprovisto de estas pasiones y convicciones?
En el mundo en que vivimos se dice -y lo que es peor, se acepta- que las ideologías han muerto, y que las utopías han perdido sentido. Hoy se acusa a los románticos, se desdeña a los idealistas. En semejante mundo, los escritores somos algo así como empecinados rebeldes. No caprichosos nostálgicos, sino gambusinos buscadores de pepas de oro, alquimistas en procura de imposibles piedras filosofales, buscadores de sueños y ensueños para la gente, la buena gente que son nuestros lectores. A mí todavía me parece una noble tarea, un empecinamiento válido.
En este mundo de posmodernidad, neoexistencialismo, desaliento y desdén por los llamados "valores morales", hemos asistido a la derrota de la revolución social latinoamericana y contemplamos azorados la decadencia general de nuestras sociedades; el deterioro de la calidad de vida; la violencia urbana; el desastre ecológico; el desprecio por la vida (sobre todo la ajena); el resentimiento social agudizado, y sobre todo, en el campo de la cultura, la impactante dictadura de los sistemas audiovisuales, la declinación de la capacidad lectora de nuestros pueblos y su sustitución por el simplismo, el pensamiento mágico y la futilidad. Es, naturalmente, muy difícil trabajar a contrapelo de esa realidad, y acaso por eso los románticos y los idealistas todavía hacemos estas cosas: escribimos, leemos, nos convocamos en un encuentro como éste.
Personalmente, como autor, no he pretendido que mi obra revolucione nada. En todo caso ahí está mi historia, que en más o en menos es la misma historia de cualquiera de nosotros. ¿No es verdad que venimos de una cultura que por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial parece empeñada en celebrar la hipocresía y la ignorancia? ¿No es ésta una cultura que hace la apología de la imbecilidad, el facilismo y la falsificación? ¿No nos legaron nuestros padres un mundo irracional y despiadado, en choque esquizofrénico con bonitos discursos y una actitud política generalizada de corrupción y simplificaciones? ¿No hemos visto a un mediocre actor al que hubiera desdeñado Esquilo gobernando la nación más poderosa de la Tierra? ¿No vemos acaso a tantos payasos gobernando naciones? ¿No venimos de una educación que santificó abundancias mal repartidas, predicó paces haciendo guerras, y nos propuso dioses a los que temer antes que amar?
Es por esto que digo que la disyuntiva civilización-barbarie mantiene plena vigencia. Me confieso idealista, y aspiro a ser un apasionado testigo-protagonista de este tiempo, para lo cual simplemente escribo libros acaso porque es mi modo de gritar mi rebeldía. Aspiro a que mi obra acompañe, recorra e indague esa disyuntiva. Por eso para mí escribir es transgredir, cuestionar, protestar y denunciar; del mismo modo que es proponer y conmover, porque uno escribe desde su propia desesperación.
Es por eso que no vengo a recibir este honrosísimo galardón en plan de celebración personal, íntima, como la que siento en mi corazón desde hace una semana. Es por eso que quiero pensar que acaso en mi obra y en mi persona han premiado ustedes a una generación de escritores, a una escritura de la vida que muchos venimos intentando, a una nueva versión plural de la utopía como la que proponemos los escritores de toda nuestra América Latina. Estoy cierto de que el Maestro Rómulo Gallegos compartiría estas ideas.
Ignoro si el honorable Jurado de este Premio lo ha tenido en cuenta, pero yo quiero pensar que han premiado en mi SANTO OFICIO DE LA MEMORIA a la escritura de una generación de escritores de la democracia latinoamericana. Una escritura que contiene una elevada carga de frustración, de dolor y de tristeza por todo lo que nos pasó en las décadas pasadas; una pesada carga de rabia y rebeldía por el mundo al que desembocamos y que nos desagrada. Pero literatura, también (y éste es un aspecto fundamental) en la que no se contienen ni burla ni humillación. No hay autocompasión ni guiños cómplices, ni exageración ni mucho menos exotismo para que en Norteamérica y Europa confirmen lo que prejuiciosamente ya piensan de nosotros: que somos desordenados, holgazanes, impuntuales, corruptos, machistas, racistas, perseguidores de mulatas, autoritarios e incapaces de vivir en democracia.
Ojalá así sea, porque entonces sí me siento hermanado a decenas de colegas de todo nuestro vasto continente, tan ricos, imaginativos y rebeldes, tan disconformes y batalladores, tan participativos y audaces. Creo que, al contrario de nuestros queridos maestros de otras generaciones, hoy los narradores latinoamericanos no escribimos para halagar ni para agradar ni para ser queridos. Escribimos para indagar y experimentar, para conocer y descubrir. Pero también y sobre todo para recordar y acaso, así, sobrevivir.
Como dijo el poeta T. S. Eliot: “Por lo que se ha hecho, para que no se vuelva a hacer, ojalá el juicio sobre nosotros no sea demasiado gravoso”.
Muchísimas gracias.
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