El laberinto y el hilo
Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)
Es curioso: estoy escribiendo acerca de sucesos de 1985-86 y veo que dejé pasar ciertos episodios que en su momento fueron casi decisivos para mí. Por ejemplo, la primera discusión sobre el llamado Posboom de la literatura latinoamericana, motivada por un artículo que escribí en el suplemento literario dominical de Clarín, que entonces creo que se llamaba "Cultura y Nación". Fue un reportaje que le hice a Antonio Skármeta y al que acompañé un texto sobre el concepto de Postboom, que en la Argentina aún se desconocía pero que circulaba mucho en universidades norteamericanas.
Desde antes del frenético período de escritura de "Santo Oficio de la Memoria" en Boston, en el 86, venía reflexionando sobre ese asunto, que me involucraba. Y también a Antonio —verdadero ícono del Postboom con quien nos tomamos esta foto en la Puerta de Brandenburgo en 1981, cuando todavía era Berlín Oriental— que ya entonces era un amigo entrañable y con quien solíamos hablar del asunto. Él desarrolló la idea y definió al Posboom en aquel reportaje, que ocupó un par de páginas. Pero luego del cual me vi sometido a una primera andanada de cuestionamientos. No sólo a lo que Antonio y yo sosteníamos, sino incluso a mí como escritor joven, recién llegado al país, con algún reconocimiento exterior pero ninguno intramuros y, por lo tanto, sospechoso.
A la semana siguiente escribieron furibundos artículos May Lorenzo Alcalá, Vicente Battista y Liliana Heker. Textos especialmente duros, que en mi opinión contenían un implícito "¿y quién es este muchacho atrevido que viene a hablar de lo que aquí no aprobó nadie?". El diario dedicó casi todo el suplemento a descalificar la sola idea de Postboom, y publicó también un artículo de fondo de Juan Martini, que con estilo más elíptico esquivó la discusión, aunque sentando posición opuesta a lo que con Antonio habíamos dicho.
Hoy todo aquello me parece bastante gracioso, porque salvo Lorenzo Alcalá, a quien no conocí y sólo supe que después fue embajadora en Venezuela durante el gobierno de Alfonsín, los otros son hoy mis amigos, además de colegas.
No recuerdo exactamente qué dijo cada uno de nosotros. No encuentro los recortes, ni mis textos, y quizá sea mejor así. Ni siquiera sé en qué fecha salió mi nota en Clarín sobre el postboom, pero seguro que fue en el año ‘85, como también estoy seguro de mi azoramiento por la dureza del estilo argentino de polemizar —yo venía de las sutiles verónicas mexicanas— y porque sentía que mis oponentes se lanzaban a defender lo que yo no atacaba.
El artículo más duro de aquel debate fue uno de Lili Heker en la revista "El ornitorrinco", que salió por esos días y en el que prácticamente me despellejó. Yo pedí, en consecuencia, derecho a réplica, la cual se demoró hasta que un día me llamó por teléfono Abelardo Castillo, quien, todo un caballero, me dijo que él no compartía totalmente lo que pensaba Lili ni lo que pensaba yo, pero la verdad era que ya no podría publicar mi respuesta por desaparición de la revista. Me contó que la discontinuaban, y creo que terminé lamentándolo con él.
Aquellos episodios me enseñaron que así eran las cosas en esa Argentina a la que yo había regresado y de la que ya no me fui. Los debates de ideas, las discusiones inteligentes, los intercambios de posiciones entre intelectuales, acaban siendo reducidas a ocasionales confrontaciones periodísticas fogoneadas por jefes o secretarios de redacción que parecen sentir un perverso placer cuando generan lo que en el periodismo actual suelen llamarse, tontamente, "polémicas". En las que lo que importa es el escandalete y no el flujo de la inteligencia.
Y descubrí también que no soy un tipo rencoroso. Creo que supe siempre que los debates e incluso las peleas entre intelectuales pueden ser feroces, pero también —si hay buena fe— pueden abrir las puertas a la comprensión mutua. Y creo que fue eso lo que sucedió con nosotros después de aquellas broncas. Hoy somos amigos con Vicente y con Lili, y celebro que la vida nos permitió superar aquellos enconos. Con Battista creo recordar que nos amigamos poco después, cuando éramos asalariados de la editorial Perfil y ya el Postboom o como se llamara era la posmodernidad que se estudiaba en todos lados, menos en las universidades argentinas. Con Lili fuimos forjando lentamente una amistad basada en el cariño, la confianza y el respeto; hoy ella viene al Chaco todos los años a nuestro Seminario, y al Foro y a cuanta actividad le proponemos, siempre desplegando esa energía y ese encanto maravillosos que tiene. Y con Juan Martini mantenemos una cautelosa amistad más bien distante, epistolar y moderadamente afectuosa.
Pero la verdad es que, para mí, y vista un cuarto de siglo después, aquélla fue una discusión desalentadora. Como me sucedió otras veces, años más adelante, en cada ocasión sentí que la discusión intelectual en nuestro país suele estar teñida de acusaciones de tipo personal, descalificaciones e ironías gruesas, que, sumadas a la intermediación de los medios, son muchas veces más un desperdicio de esfuerzos que una ganancia mental para los lectores. Sobre esto he reflexionado, si a alguien le interesa el asunto, en mi libro "El País y sus intelectuales", publicado en 2004 por la Editorial Capital Intelectual, en una colección popular que fundó y dirigió José Nun.
Muchos años después de aquellas discusiones, hoy mismo, el Posboom es una categoría literaria ya superada que ha quedado, en el mundo académico norteamericano y europeo, como una referencia de época. Sólo la academia argentina no se dio cuenta de ello, ni entonces ni ahora, acaso porque sus ninguneos son tenaces. Pero eso tampoco es demasiado grave. Como sí lo es que esa actitud ha gestado una nueva generación en la que algunos jóvenes egresados (por suerte sólo algunos, claro que rápida y livianamente consagrados por el sistema mediático) practican un deleznable revisionismo respecto de la tragedia argentina de los 70, mientras otros trajinan el ridículo abuelicidio de Julio Cortázar. Y todo ello mientras practican absurdas guerras del cerdo y endiosamientos efímeros, más o menos a razón de tres por década.
Lecturas:
Un nuevo portal digital del Chaco me hizo, la semana pasada, una entrevista virtual. Fue una linda experiencia, sobre todo porque el entrevistador era un joven periodista muy educado y respetuoso —cosa rara— y porque sus preguntas fueron especialmente inteligentes. La charla —aunque virtual, lo fue— finalizó con una requisitoria acerca de mis lecturas:
—Y ya para terminar, ¿qué estuvo leyendo últimamente? ¿Nos podría recomendar algún texto en particular?
—Sí, en el último mes leí la más reciente novela de Ricardo Piglia, "Blanco nocturno"; la última de Guillermo Saccomano, "El oficinista"; un ensayo socio-literario del uruguayo Eduardo Espina, que enseña en una universidad de Texas; y también leí el original de la nueva novela, aún inédita, de Angélica Gorodischer: "Las señoras de la calle Brenner". Una joya, un libro delicioso. Y ahora, como acabo de terminar mi nuevo libro, estoy sumergido en esa enorme novela que es "Kafka en la orilla", de Haruki Murakami. Todo, por supuesto, aderezado con ensayos, artículos, cuentos y poemas como los que a cualquier escritor le llegan. Eso hace que el tiempo nunca alcance, lo cual para mí es una maravilla porque significa que la rueda nunca se detiene.
Ahora, claro, me doy cuenta de que para este blog debo decir algo más. Por caso, que la novela de Piglia me pareció trabajosa y lenta, pero atrapante por original. Escrita con precisión y encanto, me pareció también un verdadero homenaje a Osvaldo Soriano, además de, como siempre en Piglia, a Roberto Arlt. Quizás fue inconsciente lo de Osvaldo, no lo sé, pero a mí me encantó la galería de personajes sorianescos de esta novela, que transcurre en un pueblo bonaerense que recuerda muchísimo a Colonia Vela, y que también tiene su infaltable extranjero, en este caso un delicioso puertorriqueño que combina lo norteamericano con lo latino, y encima asesinado supuestamente por un japonés chiquitito y elusivo.
La novela de Saccomano, en clave negra pero como de ciencia ficción, me interesó especialmente por el estilo seco y despojado de la narración, y por la desolación y violencia del entorno urbano de los personajes, en esencia seres solitarios y desesperanzados que se mueven en los márgenes de las grandes urbes virulentas que se nos vienen encima. Me llamó mucho la atención que el mundo exterior de esta novela es exactamente el mismo de mi novela "Visitas después de hora", aunque en la de Guillermo el trazo está más desarrollado, menos sugerido. Y lo más asombroso es que ese mundo exterior es también, a la vez y otra vez, el que delinea Angélica Gorodischer en "Las señoras de la calle Brenner".
Por eso se me ocurrió pensar que acaso a partir de similares temores filosóficos, quizá estamos iniciando una corriente literaria basada en una visión de mundo argentina que tributa a Ballard, a Bradbury, a Le Guin, incluso a Orwell.
Un mundo que, desde ya, ojalá sea sólo literario. Y si no, que diosito nos ampare.
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