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miércoles, 28 de julio de 2010

De objetos y objetores (Ante la nueva ley de matrimonio igualitario)

Contratapa - Diario Página/12, miércoles 28 de Julio de 2010


En materia de derechos civiles, acabamos de vivir una victoria legislativa enorme. La sociedad argentina, digo con el plural, o sea la democracia y la posibilidad de una convivencia más equitativa. La nueva ley de matrimonio igualitario es eso: una formidable conquista legislativa.

Personalmente, hoy no le aconsejaría a nadie que se case, quede claro, pues es una institución en mi opinión obsoleta y retrógrada, pero si hay matrimonio en las leyes argentinas, entonces que lo haya para todos y todas, es decir igualitario y a otra cosa. Y quien tenga ganas, que vaya y se case.

Pienso que la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país ha pensado algo así: que está bien que los derechos civiles alcancen a todos y todas por igual, sin discriminaciones.

Aunque es cierto que todavía falta abatir montones de otras formas de discriminación, porque si hay algo que sobra en este país son las rémoras del pasado. Pero en ese camino estamos, y se puede ser optimistas. Y aunque llevará tiempo, hacia allá vamos.

Sin embargo, era obvio, sabido e inevitable que de todos modos iba a haber resistencias, antes, durante y después de la sanción legislativa. Así pasó a lo largo de nuestra historia con cada ley de este tipo, la última vez en 1987, con la ley de divorcio.

Ahora se sabía que iba a haber sectores troglodíticos que no iban a admitir los cambios sin resistencias, del mismo modo que era previsible que muchas buenas personas honestamente tuvieran dudas. Y eso también está bien: en democracia hay que distinguir a unos de otros y comprenderlos a todos, haciendo docencia pacientemente. La democracia es –nunca sobra repetirlo– una construcción muy lenta y requiere muchísima paciencia.

Por ejemplo ahora, cuando aparecen algunos supuestos “objetores de conciencia”, verbigracia unos pocos jueces ultramontanos que todos sabíamos que debía haber –y por suerte empiezan a dar la cara– y que en varias provincias se manifiestan en contra de la nueva ley y dicen, soberbios y desafiantes, que no la van a aplicar.

La pregunta parecería ser, entonces, qué hacer con ellos/ellas. Y la respuesta en democracia no puede ser otra que dejarlos que objeten. Ni reprimirlos ni polemizar. Hay que desdramatizar este asunto.

En todo caso, si estos jueces sienten que sus convicciones religiosas están en colisión con lo que manda la ley –y más allá de que hasta ahora no se conoce que objetaran torturas, genocidios ni demás barbaridades de la dictadura e incluso de estos tiempos, por aquello de las rémoras–, pues ahora tendrán que resolver sus contradicciones como puedan pero sin despegarse del mandato legal. Esto es, que si no aceptan casar a personas de un mismo sexo se les deberán aplicar las sanciones previstas por las leyes para los jueces que no cumplen con su deber. Tan sencillo como eso. Y punto.

Y en cuanto a aquellos ciudadanos y ciudadanas que se presenten en los registros civiles con voluntad de casarse y se encuentren con estos “objetores” tan selectivos, pues podrán cambiar de jueces o de juzgados, luego de hacer la denuncia por discriminación e incumplimiento de los deberes de esos funcionarios públicos.

No es tan grave, y además es un hecho que nadie quiere ser casado por un juez necio, estúpido o discriminador, que viene a ser más o menos lo mismo.

Por lo tanto, ¿para qué convertir esto ahora en una batalla innecesaria, si la ley ya fue sancionada y está en vigencia? No hace falta librar ninguna batalla ideológica fundamental, y menos con fanáticos soberbios. La inteligencia debe estar siempre de nuestro lado. El fundamentalismo ya sabemos dónde está. •

jueves, 22 de julio de 2010

Mis últimos, nuevos libros


He aquí la lista de mis más recientes publicaciones en la Argentina.

Acaba de salir a librerías EL CIELO CON LAS MANOS.
Reedición de mi segunda novela, publicada originalmente en 1982 en los Estados Unidos, y que estaba fuera de mercado en nuestro país desde mediados de los 90. Hermosa edición ésta, por Ediciones B Argentina (en Junio de 2010).

Y están disponibles mis otros libros más recientes:

CELESTE Y EL GIRASOL
Continuando la serie iniciada con "Celeste y la dinosauria en el jardín" (2007), Editorial Alfaguara Infantil lanzó en Marzo de 2010 esta nueva aventura de Celeste, inefable niñita que descubre el mundo desde su jardín, nuevamente ilustrada por la estupenda pluma de Natalia Colombo.

9 HISTORIAS DE AMOR
Dice la contratapa, en la flamante edición de la colección Mediallave, de Ediciones B Argentina (Septiembre de 2009): "Nueve historias. Nueve posibilidades para que los lectores se rindan de placer. Nueve, porque en el verdadero amor siempre queda ese resto que impide la unidad del diez, del todo; porque siempre se interpone una brizna, un deseo inconcluso, una imperfección… El tedio como forma de comunicación, el amor no correspondido, la unión eterna más allá de la muerte, el fuego pasional de lo efímero, el sabor de la clandestinidad, la pasión como un fantasma que corroe, el romanticismo idealizado, el querer como una elección del cuidar: un verdadero ars amandi donde la lectura funciona de espejo. Mempo Giardinelli es un maestro del cuento y en 9 historias de amor encandila con la puesta en escena de todos los trucos de la teatralidad que representa ese rito único, y, a la vez, universal. Directo al corazón como una flecha macerada a fuerza de verdad y delirio, de nostalgias y pasiones. Una lectura que regala esa inefable forma de la felicidad que ocurre cuando sentimos que el texto nos habla a nosotros. Un libro tan delicioso de leer como imposible de olvidar."

SANTO OFICIO DE LA MEMORIA


Han salido dos esperadas reediciones de la novela que obtuvo el VIII Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en 1993, y que tantos lectores/as me piden, ahora está disponible en Venezuela y Colombia, editada por la Editorial Monte Ávila (Agosto de 2009). Y también en Argentina, por Editorial Edhasa (Octubre de 2009).

Y por supuesto, continúan en circulación mis otros libros relativamente recientes:

SOÑARIO
Un libro de microficciones onírico-literarias basadas en textos soñados a lo largo de treinta años, a los que llamo artefactos literarios. Es uno de mis libros preferidos, aunque no sea el más popular. (Editorial Edhasa, 2008). Uno no sueña lo que quiere; en todo caso es una fatalidad que se impone. Pero también es un regalo que no admite rechazo, y que se puede disfrutar. Soñario es un homenaje a ese don, y a la vez un ejercicio de experimentación literaria.

LUNA CALIENTE

Ya un clásico de la literatura argentina contemporánea, esta novelita relata una historia de pasión desaforada en un tiempo histórico en el que la arbitrariedad y la violencia fueron la regla. Traducida a 15 idiomas, y con 300.000 ejemplares vendidos, a mí todavía me sorprende el hecho de que la siguen leyendo nuevas generaciones de lectores.
En Argentina se reeditó por enésima vez, ahora por Edhasa, Buenos Aires, Abril de 2009.
Y en España, publicada por Editorial Alianza, Barcelona, Junio de 2009, acompañó la versión cinematográfica que realizó el enorme cineasta Vicente Aranda, filme que todavía levanta polvareda en España, aunque lamentablemente aún no llegó a la Argentina.

miércoles, 21 de julio de 2010

Congreso de Lenguas

Esto es lo que dije ayer (lunes 19 de Julio de 2010) en la mesa inaugural del 1er. Congreso Internacional sobre Lengua y Dinámicas Identitarias en el Bicentenario, celebrado en el Domo del Centenario, de Resistencia. Mesa que compartí con Felipe Pigna.

Una reflexión sobre el Castellano Americano, el Portuñol y las lenguas originarias.

La lengua que aquí hablamos, el Castellano, viene de una región de España. Es el mismo idioma que en el mundo se llama Español, para espanto de otras nacionalidades de la península ibérica como vascos, catalanes, valencianos, asturianos, gallegos o mallorquíes, por citar algunos pueblos de España que reniegan de la generalizada y universal idea de que el "Español", como idioma, existe. Lo que no es verdad.

Esa misma generalización me llevó a pensar que quizás aquí, en el Chaco, pudiera estar presentándose una situación parecida —tomadas en cuenta las lógicas diferencias, desde ya— porque también aquí hay una lengua que hablamos, y es esa misma, y también hay pueblos que hoy llamamos originarios, cada uno de ellos con su propia lengua.

Pero el asunto es más complejo que lo que aparenta. Y quizás la ocasión es propicia porque hoy es 19 de Julio, y no es cualquier fecha. Es el aniversario luctuoso de una tragedia que también fue lingüística. Porque cuando la matanza de aborígenes en Napalpí, el 19 de Julio de 1924, las fuerzas militares de los blancos y castellanos —para identificarlos de algún modo— arrasaron con centenares de vidas de cobrizos indoamericanos que hablaban Qom y Mocobí y otras lenguas del lugar, que era, por cierto, su lugar.

En este aniversario nos encontramos, y yo me encuentro, nada menos que en un congreso de lenguas que ha inventado nuestro amigo y ministro, y en el cual yo, por lo menos, no quiero ocuparme de revanchas históricas ni de justificables resentimientos, sino de pensar... Pensar con lógica abierta, y el corazón idem, acerca de las lenguas que hablamos y cómo las hablamos, y cómo nos comunican o incomunican, y cómo sería deseable que en la joven democracia argentina sepamos integrarlas hasta lo mejor de lo integrable; sepamos individualizarlas y fortalecerlas para enaltecer lo mejor de cada identidad; y sepamos hacer que todas esas lenguas, y todos y todas sus hablantes, nos representen ante el mundo que viene como buenas personas, honorables, laboriosas, solidarias y democráticas. No es menudo el sueño ni menuda la tarea, pero no por eso vamos a arredrarnos.

En primer lugar, yo diría que la definición básica para el entendimiento es la lengua que hablamos mayoritariamente en el Chaco, en la Argentina y en Nuestra América. Esa lengua que es nuestra lengua, y a la que yo designo con el nombre de Castellano Americano.

Así lo hice hace exactamente tres años en Cuiabá, Brasil, en la Universidad Federal do Matto Grosso, cuando me invitaron a inaugurar un congreso de profesores de Español. Se trataba de fortalecer la enseñanza de la lengua de Cervantes en el gigante vecino, porque muchos millones de jóvenes brasileños están aprendiendo esta lengua. Y aunque allí estaban presentes autoridades del Instituto Cervantes, de España, y de la Embajada de ese país, y obviamente mi resistencia a aceptar que el congreso se llamara de "Español" los incomodaba, de todos modos, y sin ánimo de ofenderlos, yo preferí hablar de Castellano Americano.

Sostuve allí que los latinoamericanos de esta parte de Sudamérica ya tenemos una lengua popular propia, muy imperfecta todavía pero tan expresiva como creciente, que se llama Portuñol. Todavía balbuceante y aún sin teoría, el Portuñol no tiene todavía ni prestigio ni destino aparente. Porque en verdad es un híbrido de dos lenguas muy poderosas. Pero es una lengua que se habla cada día más. Por lo menos la hablan 40 millones de personas en varias fronteras, ya que Brasil limita con casi toda Sudamérica.

Subrayo aquí lo que dije entonces: que una lengua siempre, inevitablemente, recibe estímulos, influencias y modificaciones de aquellas otras con las que convive. No hay manera de que eso no suceda, y está bien que suceda. Por ejemplo, suele escucharse muchas veces que el español está sujeto a agresiones por la generalizada invasión del Inglés. Pero eso es sólo una parte de la verdad. Es cierto que por razones de dominación e influencia política y comercial el Inglés se generaliza en el mundo desde hace siglos, primero por la expansión británica y luego por la norteamericana. Es una lengua útil y cumple una importante función en el comercio, la industria, el turismo, la ciencia y la tecnología. Nadie lo pone en duda. Pero no por eso el Inglés va en contra del Castellano ni de ninguna otra lengua. Lo que en realidad sucede es que en la coexistencia idiomática los intercambios son ineludibles y la comodidad de uso y las jergas locales suelen aceptar y/o imponer formas nuevas, mixturas, innovaciones inesperadas y no siempre felices. Pero atención, que tan cierto como eso es que cuando una lengua es fuerte, no hay agresión que la invalide. Y una lengua es fuerte cuando está arraigada en los ciudadanos que la hablan, y más poderosa es cuando estos la hablan bien.

Contrario sensu, cuando una lengua pierde fuerza y arraigo, y se la habla mal y se empobrece, es entonces cuando las lenguas foráneas invaden el espacio cultural... Y más aún si, como sucedió hace siglos con la conquista de América, esa invasión se hace a fuego y sangre, con cruz y con espada.

Como fuere, lo cierto es que hoy el Castellano Americano es una lengua que se ha impuesto en el mundo y que está, incluso, en incesante expansión. Esta lengua en la que hablo y escribo, y en la que ustedes me leen y ahora me escuchan, está viva y en permanente renovación, porque es un idioma que se recrea día a día puesto que lo hablan y escriben más de 400 millones de personas. Y si en algunos años más el pueblo brasileño lo habla y lo lee, a la vez que nosotros en la Argentina, y en Uruguay y Paraguay y otros países hablamos y leemos en Portugués, ninguna identidad se habrá debilitado sino que todas nuestras identidades se habrán fortalecido.

Y si a ello le sumamos, como debemos hacer, la reactivación y popularización de las lenguas originarias de estas tierras, lenguas que fueron silenciadas o mediatizadas por la prepotencia y la dominación, entonces llegará un día en que esa identidad se habrá, además, perfeccionado porque será más amplia, más comprensiva, más étnicamente representativa.

La cuestión de la identidad tiene que ver, desde luego, con la creación literaria. No es mi tema en este congreso, pero como es el tema de mi vida puedo decir, desde mi experiencia como escritor, que la creación literaria y el uso de la lengua en que escribo son en sí mismas una marca de identidad. Soy en tanto escribo, y soy lo que escribo, de modo que mi escritura me identifica.

Por eso ha crecido la influencia del Castellano Americano: porque además de los pueblos que lo hablan los escritores, periodistas, ensayistas e intelectuales en general, que trabajan y se expresan en esta lengua en nuestra América, contribuyen de manera principal a las modificaciones periódicas que no tiene más remedio que aceptar en España la Real Academia de la Lengua. Por eso a la corta o a la larga las acepta. Y las que no acepta no por eso quedan desautorizadas. De manera que es una lengua maravillosa, la nuestra, porque siempre está más allá de lo canónico.

Esto recoloca sobre la mesa aquella provocadora opinión de Gabriel García Márquez, cuando en Valladolid propuso "la jubilación de la ortografía". En aquella oportunidad, yo fui de los pocos que le respondieron al Maestro y dije entonces —como digo ahora— que la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, abolir la hache o exterminar los acentos. No, el problema central está en el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente en Internet y el llamado Cyberespacio. Y es que las reglas de una lengua no prohiben que se las quebrante, pero primero hay que conocerlas y respetarlas. Sólo entonces cabe la experimentación literaria y es aceptable su validación. ¿O acaso por el hecho de que el cyberespacio esté lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Dado que tantos millones hablan mal y escriben peor, entonces vamos a “democratizar” alegremente hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?

A mí me parece que el verdadero porvenir de una lengua no requiere la eliminación de sus reglas sino, por el contrario, exige su cumplimiento. Las reglas siempre están para algo: tienen un sentido y éste es histórico, filosófico y cultural. La falta de reglas, o el desconocimiento de ellas, es el caos y la disgregación. De ahí que las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas. Y esto es particularmente cierto para quienes vivimos en sociedades donde casi todas las reglas se dejaron de cumplir o se cumplen poco y mal, y donde se aplauden estúpidamente las transgresiones televisivas y donde los eufemismos se utilizan para garantizar impunidad.

Desde luego que no pretendo ni propongo que vivamos prisioneros de las reglas, pero tampoco acuerdo con la idea de que la gente debe hablar y escribir como le da la gana. El desafío mayor es múltiple y consiste en impedir que nuestra lengua permanezca estática en la academia, perfecta e inmutable en los códices, y moribunda en la realidad de los que la hablan.

El Castellano Americano, que es el Español que se habla en Nuestra América, ha sido a la vez lengua de encuentro y lengua de sometimiento. Desde hace años pienso y escribo que la lengua que hablamos en América es el resultado de un choque cultural. Cuando en 1992 se “celebró” —entre comillas— el Quinto Centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, yo escribí que no correspondía hablar de conquista ni de encuentro ni de re-encuentro, sino de “encontronazo”. De choque de culturas... Y desdichadamente cuando sucede algo así, tan traumático, el resultado incluye sometimientos y reconciliaciones, o sea que exige grandeza y sentido común para el ejercicio de una libertad responsable. Eso mismo, libertad responsable, es lo que debe inspirar el estudio y la evolución de una lengua, de toda lengua, porque ello es hace a la esencia de la identidad. Sobre todo cuando esto se mira desde una perspectiva histórica, como hoy nosotros.

Hace más de veinte años el gran escritor cordobés Juan Filloy —que fue mi amigo y mi maestro— señalaba que siendo el Castellano una lengua de más de 70.000 vocablos resultaba insólito que en el lenguaje coloquial los argentinos utilizaran apenas entre 1.000 y 1.500 palabras. A esto lo reprodujo Tete Romero en su libro "Culturicidio", tomándolo de mis artículos filloyianos, y así se ha difundido últimamente. Pero Filloy decía además que ese mal uso del castellano era como tener un fino guardarropas pero luego andar por la vida en calzoncillos y con la camiseta rotosa. Y a la vuelta de los años resulta que todo empeoró, porque nuestra lengua contabiliza ahora unos 90.000 vocablos y sin embargo el habla del argentino medio no supera hoy las mil palabras. Y en algunos sectores marginales, socioeconómica y culturalmente postergados, sólo se usan de 300 a 500 palabras. Y estoy seguro que lo mismo sucede en los suburbios de México, Bogotá, Caracas o Lima.

¿Qué quiero decir con esto? Que el problema del idioma de un pueblo no es una cuestión de buenas intenciones ni materia de debates académicos solamente. Ni siquiera es sólo una exigencia de políticas de estado, como no es un problema de los docentes ni es tampoco “uno de los precios de la globalización” (como se ha llegado a argumentar). De hecho, la lengua que habla cada sociedad es la representación fiel de su modo de vida, y muestra también cuál es su calidad de vida. De ahí la importancia de hablar y escribir correctamente.

La lengua, repitamos, no es sólo buenas intenciones, como tampoco es solamente un medio de comunicación. Es un instrumento esencial de relación, de cultura y de trabajo; es la vida misma de todo el pueblo que la habla. Nada puede hacerse sin la intervención del lenguaje. Por ende, todo lo que degrada la lengua que se habla, todo lo que la deforma y envilece, afecta a la nación entera. Cualquiera sea esa nación y hable la lengua que hable.

Es cierto que vivimos en un mundo en emergencia, pero en nuestro país la emergencia ha sido y es, en cierto modo, la vida cotidiana misma. Por eso el envilecimiento y deterioro de la lengua que hablan nuestros pueblos, en la Argentina, ha sido irrefrenable en por lo menos las últimas tres décadas. Las causas son múltiples y comenzaron, sin dudas, con el miedo y el silencio que impusieron las Dictaduras. La censura permanente y el cinismo oficial, el descrédito del pensamiento y de los intelectuales, el uso cretino de los eufemismos, el no llamar a las cosas por su nombre, el ocultar y disimular, y el convertir a los libros en enemigos, en sospechosos, en subversivos, todo eso deterioró la capacidad lectora de nuestra ciudadanía, y, en general, fue parte de la destrucción de la educación pública argentina.

La Dictadura terminó hace 27 años y eso, en términos histórico-sociales, es decir ayer. Pero muchas malas semillas que se plantaron entonces han germinado ahora, en Democracia, y es por eso que muchísimas personas, ingenuamente, creen que los males que viven se deben a la Democracia, a la que confunden con los gobiernos, y no ven que los frutos malignos de los tiempos dictatoriales —cuando todo era miedo, autoritarismo y persecución—alcanzan hoy incluso a la semántica contemporánea y devienen problema lingüístico. Con lo que estoy diciendo que entre el autoritarismo militar y la debilidad de la democracia nos hemos empobrecido también en materia idiomática. El empobrecimiento de nuestro Castellano, aunque nuestro pueblo no lo advierta, ha producido y produce enormes daños en nuestra sociedad. ¿Y cómo no va a ser mayor el daño cuando afloran lenguas que se ocultaron durante siglos, cuando surgen sectores sociales numerosos que reclaman su participación en el idioma nacional de los argentinos?

Por eso hay que alentar que toda lengua se desarrolle y evolucione, de modo natural y dentro de los propios cánones y reglas. Y por eso está bien que, cada tanto, esos cánones y reglas se revisen. Porque las lenguas están vivas mientras las hablan los pueblos, y eso incluye también, por supuesto, asimilar e incorporar vocablos que llamaríamos extranjeros y que los lingüistas llaman "préstamos". Por ejemplo, y sólo como ejemplo, hoy los anglicismos derivados del uso masivo de Internet infestan el Castellano Americano, como ayer los latinismos o galicismos cambiaron al castellano de España y sus colonias, y como seguramente mañana, en un futuro que ya vislumbramos, las lenguas originarias del Chaco y otras provincias van a incorporarse a la lengua de los argentinos con absoluta naturalidad. No en vano ya decimos "cancha", y "chamigo", y "colí", y "ñaré", y "tudo bem", y nos entendemos perfectamente.

Esa evolución, entonces, impone incorporar al uso diario a todas las lenguas que se hablan por estos lares, lo cual ya está sucediendo, de hecho. El Guaraní paraguayo y correntino; el Portugués del enorme hermano que es Brasil, y naturalmente las lenguas originarias de nuestro Chaco, sean tres, cuatro, siete o más, se van incorporando a nuestro léxico sin traumas, complejos ni prepotencias.

Y es que también para ellos, para todos los hablantes de esas lenguas es inevitable la influencia del Castellano Americano, que es así como se construye y perfecciona, así como nos caracteriza y distingue en el mundo. Hablo de una lengua futura en la que para todos será horizonte insoslayable el enriquecimiento que producirán las raíces guaraníticas, las de estirpe araucana o quechua, y entre nosotros las que derivan de los pueblos originarios del Chaco, que son muchísimos y bien los enumera Ramón de las Mercedes Tissera en su obra excepcional.

Una comunidad que conoce y habla bien su lengua, siempre está en condiciones no sólo de expresar adecuadamente sus deseos y de perfeccionar sus acciones; también está capacitada para recibir sin riesgo los aportes de otras lenguas e incluso de las nuevas tecnologías, que en general se han desarrollado en el nuevo lenguaje imperial. Hay ejemplos de lo que sucede cuando ello no es así, en la lengua castellana. Ahí están las Islas Filipinas, donde tras la derrota de España en la guerra de 1898 contra Estados Unidos, el idioma Inglés se impuso sobre el Castellano hasta eliminarlo. En sólo un siglo. Y otro caso, pero inverso, es Puerto Rico, donde la resistencia cultural de los puertorriqueños —que es colosal— ha impedido que se pierda su lengua, y con ello preservaron además sus costumbres y tradiciones.

Y es que si son condenables los delitos del conquistador, también es verdad que siempre, y así lo muestra la Historia de la Humanidad, el que conquistó trajo su lengua pero no necesariamente la impuso. Ahí está el pueblo hebreo como ejemplo, que luego de mil persecuciones y diásporas, y habiendo incluso inventado lenguas como el ladino y el jiddisch, llenos de préstamos y usos seculares, jamás olvidó su lengua bíblica, y ésa es hoy la lengua oficial del Estado de Israel.

Replantear el lenguaje coloquial como problema inmediato y urgente de nuestros pueblos es un modo de detener, primero, y enseguida contrarrestar, ese embrutecimiento de las masas que es fácil y doloroso advertir en las últimas décadas. Basta con escuchar lo mal que hablan nuestras nuevas generaciones y, peor aún, leer lo que escriben.

No lo digo en plan apocalíptco, sino de absoluta sinceridad. Es urgente ser concientes de que se habla muy mal el Castellano, cada vez peor, y es mínima la utilización de las enormes posibilidades de esta lengua, lo cual tiene consecuencias indeseables concretas y cotidianas. Hablar bien, con propiedad y corrección, es el camino más seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía más segura para obrar mejor. Imagínense ustedes, entonces, lo que puede suceder cuando una lengua está clausurada por décadas, como pasó con las lenguas aborígenes del Chaco, cuando no se las habla o se las somete de las más crueles maneras.

Es urgente, por ello, crear conciencia acerca del vínculo estrecho entre lengua, condición socioeconómica e identidad. Que es como decir entre lengua y clase.

La identidad lingüística es seguramente la primera señal de identidad fuerte que tenemos los seres humanos en tanto sujetos que vivimos en sociedad. Sin lengua no podríamos entendernos, discutir, intercambiar, crecer, desarrollarnos como seres inteligentes. En cualquier lugar y cualquier época de la Historia de la Humanidad, cada nación fue antes una lengua que un Estado. Incluso nuestros pueblos originarios.

Por eso, elevar la calidad del Castellano que se habla en nuestra América es una tarea esencial y urgente para que sea un vehículo de unión más propio y más fuerte, capaz de expresar cabalmente a todos nuestros pueblos, en su riqueza y diversidad, contribuyendo así a que se expresen mejor, y entonces piensen mejor y procedan mejor.

En tanto escritor que hace de la lengua su vida y profesión, para mí la transversalidad fundamental consiste en advertir que la lengua entreteje nuestras vidas, diariamente y en todas las naciones que hablan el Castellano, permitiéndonos entendimiento, comunicación, expresión y otorgándonos a la vez una fuerte identidad cultural latinoamericana.

Personalmente, hace más de veinte años que trabajo desarrollando estrategias y emprendimientos para difundir el uso apropiado de la lengua castellana. Cada uno de los multitudinarios encuentros que convocamos desde la Fundación que presido en esta ciudad se orienta, precisamente, a repensar cómo dar de leer, y por qué y para qué. Buscar las respuestas adecuadas implica, desde luego, trabajar para la construcción de una sociedad consciente de la lengua que habla, y mucho más competente en el uso de la misma.

Puede sonar exagerado decir que sólo la lectura salvará a nuestros pueblos, pero estoy convencido de que realmente ningún país tiene destino si su gente no lee. No hay aprendizaje, crecimiento ni desarrollo cultural; no hay mejora educativa eficaz y no es posible una democracia sólida e igualadora de oportunidades, si los habitantes de esa nación no leen. Por eso leer y hacer leer es el único camino —el único— para recuperar la capacidad de pensamiento y sensibilidad de un pueblo. Y el único camino para ello es hablar bien, porque se lee más cuando mejor se habla y se habla mejor cuando más se lee.

Por eso nos oponemos a las modas pedagógicas que hicieron del placer de leer un trabajo pesado. Es necesario y urgente despojar a la lectura de ejercitaciones obligatorias y trabajosas porque, más allá de las buenas intenciones que las alientan, en muchos casos sólo entorpecen el simple y grandioso placer de leer. Y de decir, que eso es la lectura en voz alta que yo vengo impulsando desde hace un montón de años.

Ahora en el Chaco una nueva Ley habla de progresiva aplicación de la oficialización de nuestras lenguas. Enhorabuena. Y se prevé la formación de nuevos maestros bilingües y plurilingües. Estupendo. Me permito sumar algunas recomendaciones que serán muy útiles para maestros y maestras: no caer en fundamentalismos; decirle no a todo revanchismo; cuidar siempre que toda admisión idiomática, y sobre todo la que recupera lenguas canceladas, sea a la vez que un hecho de reparación histórica un gesto simbólico-cultural, y sobre todo, y por encima de un acto de justicia, sea un ensanchamiento saludable del habla popular.

Quiero decir con esto: ¡cuidado! que para recuperar las lenguas de nuestros hermanos aborígenes no demos, ni por error, ni un solo paso contra el Castellano Americano. De lo que se trata, repito, es de enaltecer las lenguas que hablan nuestros pueblos, no para unificar ni para hegemonizar, sino para que todas coexistan en tanto y en cuanto haya seres humanos que las hablan y las necesitan. Sólo así, con las generaciones que nos sigan, fundaremos la verdadera y poderosa lengua de esta tierra, que nos identifique ante nosotros mismos y ante el mundo.

Y hay algo más que quiero subrayar para concluir. Somos, aquí, en este punto del universo, el corazón geográfico del gran Chaco Americano. Somos el centro mismo de un Castellano Americano que convive con el guaraní, el portugués, el qom, el wichi, el mocoi...

Institucionalizar las lenguas que se hablan en el Chaco está muy bien, es una inmensa y justa tarea que estaba pendiente. Pero que no se mueva un dedo para perder o perturbar nuestro Castellano Americano. Al contrario, fortalecerlo y engrosarlo, nutriéndolo con nuestras lenguas originarias, es lo que nos hará más fuertes.

Hace un par de años, al inaugurar el primer congreso cultural chaqueño, dije aquí mismo que el sueño del crisol de razas era falso. Una mentira eso de que se ponían en un caldero razas y lenguas y salía un tipo propio, el chaqueño. Lo que vale es la diferencia, coexistir con el hermano que no es igual pero es hermano. Por eso sueño con que seamos un día una provincia plurilingüe. Porque eso también implicará reconocer nuestros verdaderos, plurales orígenes y lenguas. E incluso podríamos llegar hasta a enaltecer los dialectos italianos, ingleses, alemanes, checos, búlgaros, franceses, polacos, montenegrinos y ucranianos que formaron el Chaco contemporáneo. Sumar, y no restar, es la consigna. •

Muchas gracias.

domingo, 18 de julio de 2010

Retrato de Don Juan, años después

Publicado en La Voz del Interior. Revista Ciudad X - Córdoba, 2 de Agosto de 2010.

Retrato de Don Juan, años después (Por MG)

Es curioso, pero en estos días en que el gran escritor riocuartense Juan Filloy cumpliría 114 años todavía lo pienso como entre nosotros, y no como alguien que, nacido en 1896, lógicamente pertenece ya a la Historia.

Eso se debe a por lo menos dos razones —su vitalidad extraordinaria y la siempre fresca grandeza de su obra— que para mí se reducen a una: la vigencia irrefutable de este cordobés impar, que fue mi amigo y mi maestro.

Cierto que han pasado años desde su deceso y entretanto el ninguneo argentino siguió funcionando a la perfección, pero también es verdad que la obra filloyiana ha logrado imponerse en la consideración del público lector de nuestro país y más allá.

Hoy nadie ignora —me atrevería decir que en la literatura universal, pero por lo menos en la que se escribe en castellano— al autor de Op Oloop, Caterva y otros textos memorables. Tengo para mí que no soy ajeno a este reconocimiento, y ésa es una íntima satisfacción de deber cumplido.

Hace poco releí algunos de sus cuentos, e incluso su poderosa novela La Potra, y sentí una vez más la vibración desafiante que provocan el estilo y la inigualable competencia lingüística de la prosa filloyiana, forjada en la vastedad de sus lecturas y en la perfecta utilización de nuestro idioma.

Hoy, cuando tantas materias del arte se han degradado y tanto plástico y oro falso ocupan marquesinas culturales y espacios periodísticos, evoco a Don Juan con amorosa nostalgia, desde luego, pero también con cierta furia contenida. Y eso porque —argentinos somos— estoy seguro de que si volviera hoy a Río Cuarto lo que más me dolería sería comprobar que su magnífica biblioteca ya no existe.

Sólo han de quedar fragmentos de ella, aquí y allá, porque de alguna manera ésa fue su voluntad. Como fue también, de hecho, mi primera rebelión ante su autoridad y magisterio.

Pasaron bastante más de veinte años desde entonces, cuando yo era un joven escritor y comencé a visitarlo en Río Cuarto. En aquel tiempo —albores de la democracia— me impactó verlo en su casa de los altos del diario local, asomado al balcón y en serena meditación acerca de la suerte (la desdicha, para mejor decir) que había decidido que corriera su inmensa, incomparable biblioteca de 18 mil volúmenes clasificados a mano por él mismo. Había empezado a desguasarla, con fría resignación, y ya no escuchaba las protestas juveniles de quienes le reclamábamos que no lo hiciera. Esa fragmentación era un destino inevitable, para él, entristecido porque a nadie le importaba realmente la pérdida de ese tesoro. Don Juan y su biblioteca eran víctimas de la indiferencia, esa tara de nuestras burguesías.

Pero no hay que asombrarse. Otros medievales riocuartenses de entonces planeaban las más estúpidas formas de espantar a las nutridas bandadas de golondrinas que cada año llegaban desde California, en el hemisferio Norte. Para esos ciudadanos, completos ignorantes de literatura y de zoología elemental, era intolerable el atroz delito de esas aves, que en maravillosas coreografías de vuelos rasantes les cagaban una y otra vez los techos de sus automóviles.

Don Juan ironizaba acerca de ellos, sentado en la vereda del bar del Grand-Hotel, como un modo de atenuar lo que tanto le dolía. Él sabía que los costos de algunas modernidades son tan despiadados como letales. Poco después se marchó a Córdoba, donde falleció en julio de 2000. Yo no volví más a Río Cuarto e ignoro si las golondrinas retornan cada año. •

domingo, 11 de julio de 2010

Allá bailan, aquí lloran


De mi último libro, 9 HISTORIAS DE AMOR (2010)

Para Juan Rulfo

Juana hunde la pala y se seca la transpiración. Vuelve a hundir el instrumento en la tierra, quita otros terrones, respira agitada, dolorida, y sigue y sigue. Cada tanto, se yergue, se inclina hacia atrás, arqueando la espalda, y luego vuelve a palear. Piensa que antes de que oscurezca debe tener el fuego encendido en ese rectángulo de tierra que está preparando, como de cuatro metros por cuatro. Oye la música de la bailanta que se organiza en la otra cuadra, en el rancho de Vicenta Torres, chamamés invitadores, uno que otro paso doble, alguna cumbia alegrona, procaz, incitante, y prefiere no pensar en la alegría de ese 24 de junio, cuando todo el pueblo se lanzará a cruzar las brasas encendidas con los pies descalzos, sin quemarse (así dicen) porque es la noche de San Juan y en todo el Chaco se celebra la fiesta de Tatá Yejhasá.

Y vuelve a palear porque ella no siente alegría alguna, porque en el interior de su rancho, entre cobijas y sobre la mesa de madera, junto al catre donde se apretaron unas pocas veces (ahora le parecen demasiado pocas, insuficientes), bajo una cruz de bronce que le prestó el cura y rodeado de una decena de velas ardientes, está el cadáver de Rosauro, con su cara quieta y relajada y sus ojos, que eran negros y bellos, y saltones como los de un yacaré, cerrados para siempre. Y vuelve a palear. Para no pensar más.

En la victrola ponen ahora “Puente Pexoa” y el rasguido doble llena la tarde, mientras Juana se arquea otra vez y ya parece que termina el cuadrilátero justo antes de encender el carbón que rociará por todo el espacio que prepara, porque ella es devota, se dice, y no es cuestión de fallarle al santo, y aunque no irá a la fiesta ella cruzará las brasas, como al Rosauro le hubiese gustado, si en cierto modo por eso lo mataron. Bueno, no fue así exactamente, pero en cierto modo sí fue. Porque él quería lucir, esa noche del 24, unas alpargatas nuevas, negras, de lona limpia, que suplantaran a esas bigotudas que ahora sobresalen del borde de la mesa, detenidas para siempre, nunca más bailadoras, nunca más andariegas, juguetonas. Él quería unas alpargatas nuevas y por eso se conchabó en el ingenio, aunque le dijeron que no lo hiciera porque estaban en huelga y no era cuestión de ser carnero, porque la solidaridad, los ingleses explotadores y todo eso. Pero ella sabía que él no tenía ninguna mala intención; sólo quería unas alpargatas nuevas y también plata para una tela floreada con la que ella, Juana, se hiciera un vestido para la fiesta de San Juan.

Y otra palada, que parece la última, acaso lo sea, y volver a erguirse, apoyarse las palmas en las caderas, sobre los riñones, y mirar el campo: esa planicie empecinada, interminable, reverdecida por las últimas lluvias, con los cañaverales desgastándose, secos en algunas partes, inútilmente germinados en otras, porque la huelga lleva ya dos meses y la fábrica no muele y si hasta parece que el olor a bagazo y a alcohol han desaparecido del aire. Y entonces una última palada y a prender el fuego de carbón de leña como ella sabe hacerlo, creándole un corazón de llamitas en el centro, soplando suave pero indetenidamente por los costados, colocada en cuatro patas y apantallándolo con un pedazo de cartón, para que crezca como un niño sano, como el que soñaron con Rosauro pero ella no tendrá porque acaban de llegarle las sangres de ese junio fresco, apenas otoñal.

Y enciende el carbón de abajito, despacio y bueno, fuerte el fuego, impetuoso, mientras escucha “Mi linda paloma blanca” y evoca un abrazo, otra bailanta de hace un par de años, una escapada a la orilla de la laguna, el vigor de Rosauro soltándole el pelo y alzándole la pollera, y no puede evitar un estremecimiento, ni el llanto que no reprime, porque después de todo, se dice, cómo no llorar si él está muerto, y entonces se enjuga las lágrimas en el antebrazo moreno y vuelve a apantallar el fuego, que sube lento, desde el corazón, como un sentimiento noble.

Allá lejos se oyen los primeros gritos, los saludos y sapukays cuando llegan las carretas y los sulkys, y se maniatan los caballos al palenque, a las ramas bajas de los naranjos; hay un rumor que llena el aire, rumor de voces, de diálogos breves, salutaciones y primeros brindis, porque ya cae la noche y las estrellas empiezan a reverberar en el cielo, y ella recuerda la noche de antenoche, cuando Rosauro volvió de la fábrica y dijo “estoy cansado, molido, y tengo miedo”, y ella dijo “salite, Rosí, andan diciendo que'stá mal lo que hacés”. Él replicó “sólo sigo hasta el viernes, por la alpargata, ¿sabés?”, y se rió al ceñirle la cintura y echarse sobre ella, en el catre que pareció cloquear con suave golpeteo contra el piso de tierra.

Sólo sigo hasta el viernes, recuerda Juana, esa frase la ha repetido ya mil veces y se jura que la repetirá siempre, toda la vida si la vida es siempre, sólo sigo hasta el viernes, dijo él, y sí, el viernes se detuvo, lo detuvieron, no pudo seguir porque se le cruzó alguien al salir del ingenio, junto a un muro lateral de la fábrica. Dos puntadas recibió, las dos sabias, certeras, una con leve error y la otra más precisa que le partió el corazón, así dijeron las amigas, Vicenta, Doña Encarnación, Martita, la Eduviges, cuando llamaron a la puerta del rancho palmeando muchas veces, le partió el corazón, repitieron, encimándose, como rivalizando para ser cada una la primera en dar la infausta nueva, dos puntadas, de cuchillo grueso, así de grande, como machete pero corto, le dijeron mientras ella negaba con la cabeza, semiahogada, como estaqueada al piso y sin entender, aunque reconociendo que se cumplían sus presagios.

Era viernes de noche y ella había tenido tanto miedo. Tanto. Lo había silenciado esa mañana, cuando Rosauro se fue para el ingenio y saludó “hoy termino, Juana” y pucha si era cierto, ahora que todas medio le gritaban, excitadas como avispero apedreado, y algunas ya ensayaban su función de lloradoras y Doña Encarna la rodeaba con sus brazos gordos, anchos como durmientes de ferrocarril y le decía “vení, mijita, tenés que ser juerte”, y ella se preguntaba qué era ser fuerte, y qué llorar si se quedaba sola, si todos sus presagios se cumplían nomás.

Como para quitarse la confusión vuelve a pasarse el antebrazo por la frente, da un pisotón para repeler un mosquito que le chupa el tobillo y se queda mirando las llamas embravecidas, crepitantes, que ya abarcan todo el enorme contorno de leñas, el fuego está listo, piensa, mirando subir las llamas. Se aparta un poco del calor y mira, por sobre la fogata, la inmensidad del campo y allá, como a cientocincuenta metros, la fiesta que se pone linda en lo de Vicenta Torres, donde se ha congregado todo el pueblo para cruzar las brasas encendidas, porque es la fiesta del Tatá Yejhasá y no se queman las plantas de los pies, y para después bailar y empedarse y gritar, gritar hasta el amanecer, gritar cómo ella evita hacerlo en este instante en que escucha a sus espaldas que el último asistente al velorio se despide: “Chau, Juana, ya me voy”, dice, culposo, el viejo Roque Pérez, y agrega: “áhi se queda un rato más la Eduviges, pero vos entrá, chamiga, que no se lo debe dejar solo”, y se da vuelta y sale.

Juana lo mira rodear a paso lento el rancho, agitando una mano en débil saludo hacia Eduviges, que está adentro, sentada en un banquito junto al cadáver, llorando desde las seis de la tarde, cuando suplantó a Rita Brozniky, que lloró desde las tres, cuando se retiró la Lucre Bertini, que estuvo a la siesta, y antes ni se acuerda ni tiene importancia porque lo que importa ahora es que deberá volver al rancho para que salga la última y ella se quedará sola con su Rosauro muerto y frío, empalidecido a la luz de las velas y el Soldenoche que cuelga del travesaño de algarrobo del techo, quién sabe si a punto de terminársele el querosene.

Lentamente, se pone de pie y esparce el fuego. Palada a palada va colocándolo en el cuadro que ha trazado, de apenas unos centímetros de profundidad, concentrada mecánicamente en su accionar y sin pensar, sin escuchar los renovados gritos ni la música estridente de “Los Wawancó” que arranca nuevos bríos al jolgorio de la otra cuadra, de donde también llega el ruido de un botellazo, un relincho, acaso un beso entre la hierba. Juana reparte prolijamente las brasas, que parecen adquirir nuevo brillo al caer, al despedazarse los carbones. Y cuando acaba suspira profundo, mira al cielo, se muerde el labio inferior para reprimir su dolor y se dirige al rancho, al que entra apartando la cortina de arpillera.

La Eduviges la ve y cesa su llanto, se seca las lágrimas con un pañuelo amarillento y dice:

—Me voy, Juana, seguí vos.

—Andá nomás, chamiga, y gracias. Yo sigo, sí.

Y cuando la otra se retira, se repite a sí misma yo sigo, sí, yo sigo, sí, y se sienta en el banquito de sentadera caliente y se pregunta cómo seguir, si va a llorar, qué va a hacer ahora. Se distrae mirando las alpargatas viejas de Rosauro, que asoman sus hilachas bajo la manta que cubre el cuerpo todavía ensangrentado, de pecho enrojecido y seco y frío. Y piensa que debe haber sido el Rufino el matador, porque siempre le tuvo celos al Rosauro, porque la quiso primero a ella pero cuando ella era muy niña y no lo aceptó, hace no sabe cuántos años. Y se dice que después de todo no importa, nunca lo sabrá, y siente una pizca de culpa pero especialmente porque ahora es incapaz de llorar; simplemente mira el cadáver y entonces empieza a hablarle, en voz baja, total está sola en el rancho, todo el pueblo está en la fiesta de San Juan, y já, se ríe, irónica, allá bailan, aquí lloran, pero enseguida se pregunta quién llora si ella misma no es capaz de hacerlo, si no tiene fuerzas, ni ganas, porque hay que tener fuerzas también para el dolor, para imaginar siquiera una venganza y eso no, ella está sola, derrotada, sola y sin Rosauro y ahora qué.

Entonces se quita las zapatillas y se queda en patas, contemplando el penumbroso ambiente envelado hasta que descubre que, involuntariamente, sus pies siguen el ritmo de un tema de Palito Ortega que ha silenciado la cadencia del último chamamé.

Entonces piensa en rezar, pero cuando llega a mas-líbranos-de-todo-mal se da cuenta de que es inútil, ni de eso tiene ganas, quizás de bailar con Rosauro pero eso nunca más, entonces se pone de pie y da los dos pasos que la separan de la mesa y sobre ella se tiende, abrazándose a su hombre, decidida a no pensar más, ni en la huelga ni en los cañaverales, ni en las alpargatas nuevas que él quería, ni en que debería llorar porque a los muertos hay que llorarlos, ni en que acaso fue el Rufino, ni en que le partieron el corazón de dos puntadas, una errónea, la otra certera, como le partieron el corazón.

Y cuando la voz de Palito Ortega se repite en la victrola lejana y a ella como que le aletean los pies, listos ya para entrar a las brasas, porque así debe ser en una noche de Tatá Yejhasá, y porque así lo iban a hacer juntos, él quitándose sus alpargatas nuevas y ella recogiéndose la pollera para cruzar sonrientes, confiados, medio rezando entre los rezos de la gente, quizás profiriendo grititos amorosos, esas brasas de la casa de Vicenta Torres, cuando Palito canta “La felicidad jajá-jajá”, a Juana se le ocurre alzar al Rosauro y lo hace, robusta, pujante, abraza el torso de Rosauro, yergue su cuerpo semiendurecido hasta que consigue ponerlo de pie aprovechando la extraña rigidez encorvada del cadáver, y se lo lleva, medio arrastrando, medio forcejeadamente, respirando agitada, hasta el patio posterior del rancho donde arde el cuadrilátero de brasas, y allí se lanza, con el Rosí grandote, el Rosauro lindo, amado, pesadísimo en sus brazos, y pisa los primeros carbones que le queman la carne, le calcinan chicharreantes las plantas de los pies, a pesar de lo cual ella danza que “la felicidad jajá-jajá”, la voz de Palito parece que sube al cielo y baja sobre ellos dos, y Juana soporta el dolor y se olvida de rezar, única manera de que el Tatá no te queme, le han dicho, se olvida de rezar y desfallece y siente, aterrada, que se le cae el cuerpo del Rosauro, que empieza a chamuscarse sobre el fuego, y ella titubea un segundo pero se acuesta junto a él, aguantando el dolor, convencida de una vez y para siempre de que la muerte, la maldita muerte no tiene por qué doler, y aguanta, y aguanta, y aguanta... •

Buenos Aires, 1975 - México, 1982.