Publicado en La Voz del Interior. Revista Ciudad X - Córdoba, 2 de Agosto de 2010.
Retrato de Don Juan, años después (Por MG)
Es curioso, pero en estos días en que el gran escritor riocuartense Juan Filloy cumpliría 114 años todavía lo pienso como entre nosotros, y no como alguien que, nacido en 1896, lógicamente pertenece ya a la Historia.
Eso se debe a por lo menos dos razones —su vitalidad extraordinaria y la siempre fresca grandeza de su obra— que para mí se reducen a una: la vigencia irrefutable de este cordobés impar, que fue mi amigo y mi maestro.
Cierto que han pasado años desde su deceso y entretanto el ninguneo argentino siguió funcionando a la perfección, pero también es verdad que la obra filloyiana ha logrado imponerse en la consideración del público lector de nuestro país y más allá.
Hoy nadie ignora —me atrevería decir que en la literatura universal, pero por lo menos en la que se escribe en castellano— al autor de Op Oloop, Caterva y otros textos memorables. Tengo para mí que no soy ajeno a este reconocimiento, y ésa es una íntima satisfacción de deber cumplido.
Hace poco releí algunos de sus cuentos, e incluso su poderosa novela La Potra, y sentí una vez más la vibración desafiante que provocan el estilo y la inigualable competencia lingüística de la prosa filloyiana, forjada en la vastedad de sus lecturas y en la perfecta utilización de nuestro idioma.
Hoy, cuando tantas materias del arte se han degradado y tanto plástico y oro falso ocupan marquesinas culturales y espacios periodísticos, evoco a Don Juan con amorosa nostalgia, desde luego, pero también con cierta furia contenida. Y eso porque —argentinos somos— estoy seguro de que si volviera hoy a Río Cuarto lo que más me dolería sería comprobar que su magnífica biblioteca ya no existe.
Sólo han de quedar fragmentos de ella, aquí y allá, porque de alguna manera ésa fue su voluntad. Como fue también, de hecho, mi primera rebelión ante su autoridad y magisterio.
Pasaron bastante más de veinte años desde entonces, cuando yo era un joven escritor y comencé a visitarlo en Río Cuarto. En aquel tiempo —albores de la democracia— me impactó verlo en su casa de los altos del diario local, asomado al balcón y en serena meditación acerca de la suerte (la desdicha, para mejor decir) que había decidido que corriera su inmensa, incomparable biblioteca de 18 mil volúmenes clasificados a mano por él mismo. Había empezado a desguasarla, con fría resignación, y ya no escuchaba las protestas juveniles de quienes le reclamábamos que no lo hiciera. Esa fragmentación era un destino inevitable, para él, entristecido porque a nadie le importaba realmente la pérdida de ese tesoro. Don Juan y su biblioteca eran víctimas de la indiferencia, esa tara de nuestras burguesías.
Pero no hay que asombrarse. Otros medievales riocuartenses de entonces planeaban las más estúpidas formas de espantar a las nutridas bandadas de golondrinas que cada año llegaban desde California, en el hemisferio Norte. Para esos ciudadanos, completos ignorantes de literatura y de zoología elemental, era intolerable el atroz delito de esas aves, que en maravillosas coreografías de vuelos rasantes les cagaban una y otra vez los techos de sus automóviles.
Don Juan ironizaba acerca de ellos, sentado en la vereda del bar del Grand-Hotel, como un modo de atenuar lo que tanto le dolía. Él sabía que los costos de algunas modernidades son tan despiadados como letales. Poco después se marchó a Córdoba, donde falleció en julio de 2000. Yo no volví más a Río Cuarto e ignoro si las golondrinas retornan cada año. •
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