De mi libro ESTACION COGHLAN Y OTROS CUENTOS (2006)
Para Bebe Martínez
Borges tenía los ojos cerrados y sobre su falda descansaba una carpeta de cuerina color obispo. Parecía rezar, aunque tratándose de él uno debía suponer que estaba componiendo o recitando un poema. Fue muy amable conmigo y cuando me presenté como compatriota dijo, sonriente:
—Quizás no sea casualidad que dos argentinos nos encontremos a tanta altura. Ya ve cómo nos cuesta tener los pies sobre la tierra.
Me preguntó en qué podía servirme y le respondí que simplemente no quería dejar pasar la ocasión de saludarlo y le conté, brevemente, que acababa de publicar un cuento titulado “La entrevista” en el que yo imaginaba que él, Borges, llegaba a los 130 años de edad sin ganar el Premio Nóbel y un editor norteamericano de voz meliflua me encargaba a mí, para entonces un viejo cronista jubilado de ochenta y pico de años, que lo entrevistara.
Naturalmente, Borges no se interesó por mi ficción, pero sí inquirió acerca de mi interés en él: quiso saber qué obras yo había leído, o cuáles conocía, al menos. Me di cuenta que le importaba distinguir a un cholulo de un lector, de modo que le conté que lo había leído completamente gracias a un torneo de ajedrez entre escritores. Sin dudas lo halagué y desperté su curiosidad. Entonces le referí la breve historia de mis años de trabajo en la vieja Editorial Abril, donde además de una excelente escuela de periodistas había decenas de buenos poetas y narradores y casi todos jugaban bastante bien al ajedrez. Mencioné, por supuesto, a muchas distinguidas plumas de entonces, comienzos de los ‘70. Comenté que todos lo habían leído y querían ganar el premio que la editorial había dispuesto para el campeonato de aquel grave año de 1975: sus Obras Completas. Pero quiso el azar (le dije, sabedor de que le encantaría tal atribución) que campeonato y premio los ganara yo, que era un jovencito infatuado que por entonces privilegiaba a la Revolución por sobre la Literatura y que no lo había leído por puros prejuicios juveniles.
—Quizá usted tenía razón —me reconvino—. Fue el año en que yo dije que Pinochet y Videla eran dos caballeros. Un desatino del que hoy me avergüenzo.
De todos modos, era imperdonable que siendo yo entonces un joven aspirante a narrador no lo tuviese leído y bien leído, así que le conté que de inmediato había subsanado mi falta y le manifesté mis preferencias. En un momento él me interrumpió para pedirme que por favor no fuera tan superlativo, y finalmente le confesé que me llamaba mucho la atención su insistencia en mencionar textos inencontrables como el Nekronomikon, la Primera Enciclopedia de Tlön, El acercamiento a Almotásim, las obras de Herbert Quain tales como El Dios del Laberinto, Abril Marzo, El Espejo Secreto, etc., y sus menciones de otros autores que solía nombrar como Joahnn Valentin Andre, Mir Bahadur Ali, Julius Barlach, Silas Haslam, Jaromir Hladik, Nils Runeberg, el chino T’sui Pen, Marcel Yarmolinsky, las confesiones de Meadows Taylor o las según él siempre oscuras, incomprensibles ideas filosóficas de Robert Fludd.
Borges se rió de buena gana y me dijo, enigmáticamente:
—De todos esos libros, sólo uno es verdadero. Y lo tengo escrito.
Sólo atiné a mirarlo fijamente, encandilado por ese hombre delicado y magro cuya ceguera miraba mejor que nadie el infinito vacío que había del otro lado de las ventanillas, mientras acariciaba rutinariamente la empuñadora de su bastón.
El advirtió la densidad de mi silencio.
—Más aún: tengo aquí un borrador —dijo suavemente, casi un susurro— ¿Quiere echarle una ojeada?
Me emocioné, diría, hasta el borde mismo del llanto. Le dije que por supuesto, le agradecí el gesto disimulando ineficazmente mi ansiedad, y cuando me tendió la carpeta de cuerina color obispo yo regresé a mi asiento en la clase turista, en el fondo del avión, y me sumergí en la lectura.
El texto llevaba un extraño, borgeano título que sinceramente no recuerdo con exactitud. Tonto de mí, creo confusamente que era El irregular Judas o algo así. Era una novela, o lo que yo supongo que debía haber sido la novela de Borges, mecanografiada por alguien a quien él le habría dictado. La trama era sencilla: Egon Christensen, un ingeniero danés, de Copenhague, llegaba a Buenos Aires en 1942 como jefe de máquinas de un carguero cuyo capitán no se atrevía a partir por temor a ser hundidos por los acorazados alemanes que infestaban el Atlántico Sur. Egon se radicaba cerca de La Plata, revalidaba su título de ingeniero y marchaba a Jujuy, conchabado por el Ingenio Ledesma. Su pasión era el ajedrez, admiraba a Max Euwe, y en Jujuy vivía una peripecia amorosa y otra deportiva, ambas colmadas de paradojas.
Lo extraordinario, desde luego, eran su prosa, la infinita rigurosidad de vocablos, el armado preciso y despojado de la secuencia exponencial, una inevitable mención a Adolfo Bioy Casares, la retórica perfecta y sobre todo la erudición, que dejaba perplejo al privilegiado lector que yo era.
Cuando terminé, temblando de emoción y agradecimiento, le llevé la carpeta de regreso. Borges dormía, con la cabeza inclinada sobre un hombro como un capullo de algodón quebrado. Me pareció inconveniente despertarlo, y además estaba tan impresionado que sólo iba a ser capaz de decirle tonterías. Preferí depositar suavemente la carpeta sobre su regazo.
Cuando llegamos al Aeropuerto Kennedy, a él lo recibió un montón de gente que subió al avión (editores o embajadores, supongo) y vi cómo se lo llevaban de prisa a un salón Vip.
Al cruzar Migraciones vi también, y con espanto, que la misma carpeta de cuerina color obispo estaba en manos de un hombre muy alto, rubio, de inconfundible aspecto escandinavo. Me pareció haberlo visto en la primera clase, pero no estaba seguro y era ya un dato irrelevante: lo evidente era que le había robado el manuscrito a Borges.
Me alarmé y dudé si denunciarlo a los gritos o correr hacia el hombre para rescatar la carpeta puesto que ya no podía avisarle a Borges ni a quienes lo acompañaban. El oficial de migración me dijo no sé qué cosa y en el segundo siguiente perdí de vista al danés, porque era un danés, sin dudas. Sentí un extraño pánico que me duró todo ese día y los que siguieron. Leí con angustia los diarios de toda esa semana, esperando encontrar una denuncia, el reclamo de Borges o sus representantes. Pensé incluso que él podría acusarme de semejante atropello.
Nada. No sucedió nada y, que yo sepa, él jamás pronunció una palabra sobre el episodio. Y yo no volví a verlo hasta una noche de 1985, ya en el desexilio, cuando de la Editorial Sudamericana me invitaron a una charla de Borges sobre un libro de viajes que había escrito con María Kodama. Fui con la intención de preguntarle acerca de aquella carpeta de cuerina color obispo. Pero en un momento, ante la primera pregunta del público, él contó que una vez, durante un viaje en avión, había soñado con un tipo que se le acercaba desde la clase turista y al que él engañaba entregándole un texto apócrifo que aquel hombre jamás le devolvía.
Decidí callar, por supuesto. Borges falleció tiempo después, como todo el mundo sabe, en Ginebra. •
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