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viernes, 25 de febrero de 2011

Leyendo a Paz en Boston y escribiendo Santo Oficio

El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Copio lo apuntado en una libreta de la época de Boston: "En la generación anterior —dice Octavio Paz— se usó y abusó de una propiedad mágica del lenguaje: la ambigüedad". Y dice después que en su propia generación, y refiriéndose específicamente a la poesía mexicana, le parece que la palabra clave es “indeterminación”.

El apunte tiene poco más de veinte años. Me deja pensando...

Porque ahora me parece que nosotros fuimos testigos (en tanto lectores) de esa ambigüedad y aun de algunas indeterminaciones (el amor y el espanto que les produjo el realismo socialista, por ejemplo, que era una estética, si le cabe el término, siempre pronta para maniatar la libertad del escritor y someterlo a premisas extraliterarias). Y otras más, seguramente debidas, casi todas, a las pujas ideológicas de la época de la Guerra Fría.

Pero la pregunta clave ahora, me parece, sería: ¿cuál es nuestra palabra clave? Quizás una preposición, pensaba yo hace veinte años: reviso los mismos apuntes y encuentro esto: "...para nosotros la escritura no se hace desde, o para, o por, o según, sino con. Creo que dada la arbitrariedad de los medios de comunicación y de cierto periodismo cultural, así como la soledad y el aislamiento en que nos sumieron los exilios (extramuros o interiores), nuestra necesidad de escribir es con el lector. Ni ambigüedad ni indeterminación: unidad, suma, fraternidad y comunicación".

Leo esto ahora y me parece que aunque no estaba mal, era inocente, pero era lo que pensaba hace veinte años. No suelo practicar la autoindulgencia.

Decía también Paz que lo que distingue a su generación de la de Borges y Neruda “no es únicamente el estilo sino la concepción misma del lenguaje y de la obra”. Me encanta esa idea de "otra" generación, aunque es cierto que él debió verse así. Borges era de 1899 y Neruda de 1904, mientras que Paz, igual que Cortázar, nació en 1914.

Yo creo que algo de eso hay también entre nosotros (y cuando digo nosotros digo mi generación, los nacidos entre el 45 y el 55, por decir una década): el posboom también se diferenció del boom por el estilo, y además por la concepción del lenguaje y de la obra toda, por las tramas no exóticas y sobre todo por el drástico abandono del realismo mágico. Al menos en la Argentina, donde lo real-maravilloso nunca hizo pie. A Dios gracias.

Hoy me atrevería a decir que a cada generación le pasa lo mismo, con lo que se podría arribar a la conclusión de que la idea de Paz es casi una obviedad. Y es que cada ruptura es así, cada generación necesita quebrar lazos con la anterior. Nuestras propuestas íntimas, nuestros deseos, nuestro vínculo con el lector, a mediados de los 80 eran distintos de los de 20 años antes, y eso es natural y lógico. Hoy mismo, en 2011, ni se digan las diferencias que tienen los jóvenes con nosotros los veteranos, e incluso nosotros con nosotros mismos, los que éramos entonces.

Y dentro de 20 años ocurrirá lo mismo.

Se trata, entonces, de diferencias tan insoslayables como estimulantes. Que es como quiero ver este asunto. Para que de ningún modo se autorice a pensar que cada generación es mejor ni peor.

Lo que dificulta algunas comprensiones en materia literaria, me parece, es esa especie de obsesión que tienen algunos autores, y muchísimos críticos, que pretenden tantas veces establecer cánones provisorios como si fueran definitivos. Hablan de sus propias generaciones como si se tratase de cumbres, como si buscaran una forzada canonización de ellos mismos y de sus camaradas de época. Y muchos críticos, pobrecitos, se quedan así anclados en lo que leyeron o les enseñaron, y entonces lo creen y enseñan, repetidamente y hasta con pretensión de eternidad.

Bien podrían irse a la mierda los que hacen eso, porque hacen mucho daño a la literatura. La recortan, la municipalizan, que es lo que siempre digo que le pasa al canon académico argentino, que de hecho es un canon porteño. El de la UBA, concretamente, así como el de varias otras universidades en cuyas facultades o escuelas de Literatura se siguen sus pasos colonizadamente. Así resulta que muchos/as jóvenes profes parecen no querer ver, después, que a todo canon lo sucederá un quiebre, ineludiblemente, y que eso es lo más seguro, lo eterno y lo mejor en materia de arte. Pero muchos/as ya están ciegos para entonces.

Para el corcho en la pared (papeles encontrados en una vieja caja de zapatos)

Una de Canetti:

En "El suplicio de las moscas" (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994, pág. 121), Elías Canetti escribe: “Escuchar durante horas a una persona con la firme intención de no atender a sus ruegos, oírla salir en defensa de su vida, uno mismo sereno, seguro, radiante. ¿Acaso hay algo más abyecto?”

Lo que me impresiona es que en esas 33 palabras está todo el nazismo; todos los aparatos represivos que han sido y son en el mundo, caben allí. Quizás ésta sea la más perfecta descripción de la actitud nazi. En esta joya de síntesis cabe el nazismo y cualquier otra de las innmerables represiones a la especie humana.

Escuchado a Antonio Sarabia en Monterey, México, en 2000:

Porque como la paga el vulgo, es justo

hablarle en necio, y darle el gusto.

Lope de Vega


Cae el huevo contra la piedra. Pobre huevo.

Cae la piedra sobre el huevo. Pobre huevo.

Precioso proverbio chipriota

sábado, 19 de febrero de 2011

Apuntes de Boston en el 86 y un reconocimiento a Severo Sarduy


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Wellesley College es uno de los institutos educativos superiores de la muy exclusiva y elitista "Ivy League" norteamericana, así llamada porque la forman las principales y más antiguas universidades de la Costa Este de los Estados Unidos, entre ellas Harvard, Columbia, Yale y otras. Wellesley también fue una de las "Seven Sisters", que eran los siete universidades exclusivas para mujeres de la región, cuna de la aristocracia norteamericana. Wellesley todavía hoy es sólo para mujeres, fundamentalmente hijas de familias ricas.


En una serie de colinas preciosas, a menos de una hora de Boston, Massachussetts, fue la universidad en la que Vladimir Nabokov enseñó cuando llegó a los Estados Unidos en 1940 y se dice que fue allí donde escribió su célebre "Lolita". También enseñaron allí dos grandes poetas españoles exiliados: Jorge Guillén y Pedro Salinas.


Allí pasé todo el primer semestre de 1986, gracias a la invitación de Lori Roses, una profesora de la casa que era amiga de Frank Janney, mi editor norteamericano.


Frank era un académico prematuramente retirado que vivía en New Hampshire y amaba los caballos, el bourbon, la literatura, la guitarra y las mujeres. Nunca supe si fue un académico exitoso, pero sí que un día dio un portazo y se asoció con un colega suyo, el crítico chileno Randolph Pope, quien enseñaba todavía en Dartmouth College, otro prestigiosísimo instituto de la Ivy League. Entre los dos montaron Ediciones del Norte, un emprendimiento editorial originalísimo, dedicado a publicar libros de crítica y creación para el mundo académico estadounisense, pero en castellano.


En 1981 Frank y Randolph se entusiasmaron con mi novela "El cielo con las manos", que pasó a formar parte de un joven catálogo en el que figuraban por lo menos dos magníficas novelas sudamericanas: "Ardiente paciencia", de Antonio Skármeta y "La vida a plazos de Don Jacobo Lerner", del narrador peruano Isaac Goldemberg. A esos primeros libros se sumaron "A las 20.25 la señora entró en la inmortalidad" del argentino Mario Szichman; el luego imprescindible ensayo "La ciudad letrada", del uruguayo Ángel Rama; "La insurrección", de Skármeta y, como ya he contado, mi primer libro de cuentos: "Vidas ejemplares". Supongo que entre el 84 y el 85 Frank pasó mi nombre a Lori y así fue que me invitaron. Fue mi debut académico en los Estados Unidos.


Aparte de que fue una estupenda experiencia docente y personal, en esos meses pude avanzar decisivamente en la escritura de la novela que después sería "Santo Oficio de la Memoria". También ese año decidí pasar de mi vieja Olivetti Lettera 22 (comprada en diez cuotas con el primer sueldo que cobré en los Tribunales del Chaco, a mis 17 años y cuando estudiaba Derecho en la UNNE; y la cual todavía tengo y funciona perfectamente) a una máquina de escribir electrónica marca Brother, que me costó un ojo de la cara y resultó un fiasco.


Ahora me parece increible haberme dejado seducir por aquella Brother negra, bastante impresionante pero completamente inútil. No sólo no me acostumbré a ella sino que al regresar a Argentina también volví a teclear a lo bestia en la Lettera, hasta que una noche de finales de ese 1986 Osvaldo Soriano me convenció de comprarme una computadora. Él acababa de traer de un viaje a Francia o España, una Apple Mac Plus que parecía —y en cierto modo era— una revolución. En 1987 compré mi primera Mac y ya nunca abandoné esta tecnología.


Pero me sigo yendo por las ramas, discúlpenme. Decía que en Wellesley conseguí encarrerarme con mi "Santo Oficio". Trabajé diariamente durante muchas horas, con nieve afuera primero y luego en una restallante primavera, con una concentración como pocas veces había tenido. Así pude empezar a organizar las miles de páginas que tenía aporreadas, llenas de mugrientas correcciones en tinta de birome. Creo que allí encontré el tono discursivo de varias de las mujeres que narran la novela, y sobre todo el tono general que yo quería lograr para ese texto que crecía como despegado de mi voluntad.


De aquellos meses guardo recuerdos intensos. En particular la compañía de S., que era mi novia y mi sostén anímico, una mujer encantadora, propietaria de un exquisito sentido del humor y que supo impedir que me derrumbara del todo cuando tuve que dejar a mis hijas en Montreal. También gané algunas buenas amistades: la mencionada Lori, Elena Gascón-Vera, Joy Renjilian, Goli Ladjevardi, Tino Villanueva. Aunque a algunos de ellos no he vuelto a verlos en años, forman parte de una especie de cuadro afectivo de aquel tiempo maravilloso en el que todo era construcción porque el amor, la literatura y la democracia lo eran.


Vuelvo a mis apuntes y descubro uno que me inquieta; lo tengo muy subrayado. Dice: "Severo Sarduy afirma que no todo terminó, en la literatura hispanoamericana, con el boom. Que con el Premio Nóbel que le acaban de dar a Gabriel García Márquez no acabó nada ni se consagró nada, dice. Y tiene razón."


Me pregunto ahora si de veras yo creía en aquel tiempo que Severo tenía razón. Y me pregunto si ahora mismo lo creo. Estuve con él en Brasilia, en el 88, y hablamos de eso. Lo contaré más adelante. Pero ahora me parece oportuno rescatar de aquellos apuntes y de aquel encuentro estas anotaciones que hice y que en parte reproduzco:


"También dice Severo que hay un solo tono, una sola voz narrativa en mucho de lo que se escribió en el boom (en casi todo); y lo subraya en Alejo Carpentier y en GGM. Interesante idea. Puede servirme para reflexionar más y mejor lo que vengo pensando sobre la escritura y las voces de la oralidad".


¡Y vaya si me sirvió! De hecho esto fue parte esencial de la escritura de SOdlM. Durante la cual fui siendo cada vez más consciente de la importancia y trascendencia tonal que tenía, en mi texto, la pluralidad de voces. Esa necesidad de construir un coro textual, o una textualidad polifónica, fue el resultado casi obvio de aquellas observaciones de Severo. Quien, curiosamente, nunca fue un narrador que me interesara especialmente (confieso que sólo leí de él sus novelas "Maitreya" y más adelante "Colibrí") pero sí era un lector de agudeza excepcional y como tal me impresionó cuando lo conocí. Ahí están, además, sus ensayos "Escrito sobre un cuerpo" y "Barroco", de los primeros años 70, cuando ser cubano en el exilio era políticamente condenable. Severo fue editor durante muchos años en algunas editoriales francesas y dicen que García Márquez dijo alguna vez de él: "Es el mejor escritor de nuestra lengua, aunque sea tan poco leido".


Bueno, a mí me impactaron muchísimo aquellas ideas suyas sobre las voces de la novela. Una materia de la que yo conocía solamente el viejo libro de Oscar Tacca que así se titula ("Las voces de la novela") y cuya primera edición de Gredos, Madrid, 1973, todavía conservo debidamente subrayado. Pero las ideas de Severo, tan provocador y agudo, y gracioso en su hablar caribeño, fueron un sacudón para mí durante las conversaciones que sostuvimos aquella inolvidable semana en Brasilia. Severo era, además, un maestro en el arte de desacralizar la literatura, y su inteligencia y sentido común eran arrasadores. Quizás por eso esto que escribo pertenece, pienso ahora y por qué no, al campo de los homenajes secretos que los autores hacemos a otros autores. Y no digo secreto en el sentido de escondido, sino de subterráneo, indescubrible para un crítico, por ejemplo. Una especie de fuerte presencia que sólo el autor puede revelar. Severo, en este sentido, fue determinante para mi novela "Santo Oficio de la Memoria".


Y es que él era poeta, además. Y yo, en tanto lector consumado de poesía, y acaso también contumaz, siempre he pensado que, en definitiva, la prosa no existe; todo el lenguaje, toda la literatura es poesía. La prosa depende, requiere y reluce gracias a una disposición formal que es un arte poética en sí misma; la gramática lo es.


Y además siempre he querido "escribir con todo el idioma", como dice Bioy que escribían Mármol y Lugones. Y como me consta que escribía Juan Filloy, de quien guardo una caja llena de cartas que intercambiamos entre 1984 y 2000, además de infinitos recortes y apuntes que él me regaló y que avalan esto que digo.


Por eso hay que recurrir todo el tiempo a los Diccionarios. No se puede escribir sin esos bastones indispensables para el buen andar entre palabras.



Tablero de lecturas:

Ni que fuera un atentado contra mí mismo, porque estoy terminando una novela a toda máquina, no sólo no dejo de leer sino que en este mismo momento estoy sumergido en tres libros que no son, como se dice vulgarmente en mi tierra, moco'e pavo. Por un lado leo lentamente el original de la nueva novela de Angélica Gorodischer, "Las señoras de la calle Brenner", que es una absoluta maravilla. Matizo con "Blanco Nocturno" de Ricardo Piglia. Y con el enorme (casi 600 páginas de letra pequeña) "Kafka en Nueva York" de Haruki Murakami.


Pero a propósito de lecturas, y luego de varios libros que leí últimamente, quiero decir algo que me tiene muy entusiasmado: qué bien escriben algunas jóvenes narradoras argentinas. He disfrutado mucho las novelas de Eugenia Almeida (en especial "Colectivo"), los cuentos de Samantha Schweblin y —creo que ya lo dije en otra entrada— "La casa de los conejos" de Laura Alcoba. Hay más, claro, no quiero ser injusto, pero tampoco caeré en enumeraciones. Sin embargo, y por lo menos, debo mencionar también a Patricia Suárez, Raquel Robles, Verónica Sukáczer... Ya sé, me quedaré ahora con la odiosa sensación de que me olvidé de algún nombre y etcétera, etcétera... Lo siento.


Pero voy a lo que me parece esencial: me encanta leer a las mujeres. Me parecen más interesantes que nosotros los varones, y no lo digo en el estúpido, obvio sentido machista de la palabra. Pero sucede que me atraen más sus historias y el sentido de sus historias; sus divagaciones siempre vinculadas al sentir, a la búsqueda de sutilezas, a la indagación en lo profundo. No afirmo con esto que los escritores varones no lo hagan, ojo, pero sí digo que hay algo que siempre está en las prosas masculinas, un denominador común, un decir en voz alta lo que yo ya conozco...


De ninguna manera generalizo, pero cierta prosa masculina argentina me es ya tan familiar y trajinada que —y lo digo con cautela— muchas veces me aburre. Es un poco como escuchar a esa tía que ya te contó un montón de veces la misma épica familiar. Las mismas anécdotas fueron repetidas con todo tipo de matices durante años y años, y pareciera que ahora es sólo una cuestión de presentación. Pero es más de lo mismo, llámese posboom, posmodernidad, género negro, generación macondiana o como se quiera designar.


En cambio en la prosa femenina siempre tengo la sensación de que hay algo para descubrir. Y aunque no siempre sucede, me gusta dejarme llevar por ciertos meandros que no toleraría en los varones. Por ejemplo, hace un par de años leí "Las viudas de los jueves" de Claudia Piñeiro con mucho placer e interés, pero tengo la sospecha de que esa misma trama narrada desde una prosa masculina quizás no me hubiese resultado atractiva.


No sé, lo seguiré pensando. Siempre es bueno seguir pensando.


Ah, y también estuve releyendo, de casualidad, una preciosa nouvelle de José Emilio Pacheco que adoré hace treinta años en México: "Las batallas en el desierto". Me gustó de nuevo y me llenó de nostalgias, quizás porque es contemporánea y prima hermana de mi segunda novela, "El cielo con las manos".


martes, 15 de febrero de 2011

El fallecimiento de Juan Rulfo

El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)



El 7 de enero de 1986 falleció, en México, el enorme narrador latinoamericano Juan Rulfo. Mi amigo y maestro.

Yo estaba allí desde hacía un par de semanas y había alcanzado a visitarlo. No fue una despedida triste porque él no lo permitió, pero los dos sabíamos que era una despedida. Me pidió un par de favores personales que luego cumplí, y me pidió que le hablara de Buenos Aires, ciudad que amaba con idealizada desmesura. Estaba acostado en una cama de una plaza, de alto respaldar, y entre sábanas muy blancas. Una mesita de luz con una veladora tenue, como para que no se le viera el mal semblante, y allí una infaltable libretita y un lápiz Fáber número 2, amarillo, con gomita en la cola, que eran los que siempre usaba. No sé por qué había abandonado las lapiceras, pero se había ido desprendiendo de las tres o cuatro que tenía. A mí me obsequió una Pelikan preciosa, de cartucho, que todavía uso. Estuve allí algo menos de una hora.


La tarde de su muerte me enteré por un llamado de Edmundo Valadés, mi otro maestro, amigo y protector durante los años de exilio. Quedamos en encontrarnos en la funeraria y hacia allá fui. La Agencia Gayosso es la más famosa e importante del país, y la sucursal de la avenida Félix Cuevas era la más cercana al domicilio de los Rulfo. Allí estuvimos varios de sus amigos.


Esa madrugada recibí un llamado de Buenos Aires; no recuerdo quién, del diario Clarín, me pidió que escribiera un artículo. La diferencia de tres horas permitía el cierre a tiempo.

La nota que escribí y dicté telefónicamente (entonces no había internet, y el fax era una tecnología en pañales) ocupó media página 31 de la sección Información General de la edición del día siguiente, jueves 9 de enero de 1986. Se titula: "Testimonio de un amigo. Sus últimos días". La copio del original que afortunadamente recortó y guardó mi hermana, en el Chaco.


"MEXICO, 8 (Especial por Mempo Giardinelli) — Juan Rulfo sabía, desde hace casi tres meses, luego del terremoto, que iba a morirse. El cáncer que se le anidaba en el pulmón, manifestado en un enfisema incurable, no le fue ocultado y él mismo supo atribuirlo, un tanto arrepentido, "a todo lo que fumé que fue demasiado. No tuve medida para muchas cosas y entre ellas para el cigarrillo", nos dijo a Edmundo Valadés, uno de sus amigos de toda la vida, y a mí.


"Ya postrado, en su casa de la calle Felipe Villanueva 98, en la Colonia Guadalupe Inn del Sur de la Ciudad de México, se dejó crecer la barba, totalmente blanca, se dedicó a escuchar cantos gregorianos y las músicas del Medioevo en las cuales fue un incomparable conocedor, y ya no recibió casi a nadie. Sólo a unos pocos amigos, a quienes recibía los viernes o sábados, para charlar. Siguió leyendo un promedio de una novela diaria, y empezó a prepararse para la muerte. Se fue entregando despacito, lentamente, metáfora de su cuerpo menudo, flaco y fibroso, que se secaba como un higo.


"La semana pasada escribió, en una dedicatoria a una primera edición de su libro "Pedro Páramo" que le hizo a su amiga Elena Poniatowska: "Días antes de mi muerte, Juan Rulfo" y a Valadés, el último viernes, le confió: "Espero que mi deterioro no sea lento y largo; no podría soportarlo". Su corazón, una semana después, le ahorró la agonía: falleció anoche, martes 7 de enero, al caer la tarde sobre este valle que amaba, de un paro cardíaco.


"En una de nuestras últimas conversaciones telefónicas, en la que me invitó a visitarlo el viernes próximo para charlar de "la divina Buenos Aires y sus mujeres incomparables" como él decía, y de otros asuntos de los que enhebraron una amistad de varios años, me dijo: "Ya que estás de paso por México, aprovecharemos para despedirnos". Desdeñó mis bromas sobre el patetismo de sus palabras. Él era así: la muerte no entrañaba para él ni misterio ni miedo. La había conocido de niño, se familiarizó con ella en una vida intensa recorriendo ese país en el que la muerte es una amiga cotidiana, un fantasma que se frecuenta y que convive con la gente, y la abordó en ese pueblo que inventó —Comala— donde "traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas".


"En sus últimos días andaba reconcentrado quizá por los dolores del cáncer, pero más probablemente porque recordaba los silencios y murmullos de Comala. Ingenuo, y como para darle ánimos, le pregunté: "Dime Juan, ¿estás escribiendo algo?". "No —fue su respuesta—, apenas sueño". "Los sueños son buenos materiales para la literatura", le dije. Y él respondió: "Yo sólo he tenido algunas pesadillas últimamente, pero mediocres".


"Anoche, cuando la noticia de su fallecimiento, este país pareció detenerse. En la televisión, en la radio, en la calle la gente comentó casi en silencio, como en unánime murmullo, "se nos murió Juan Rulfo", y hubo un recogimiento general. Un respeto que hizo que en la capilla ardiente no hubiese flores, se dispuso la cremación de su cadáver y nadie pronunció discursos que él hubiese detestado. Pareciera que todos en este país advirtieron que, como Pedro Páramo, Juan Rulfo respondía a la muerte con las mismas palabras de su novela: "Voy para allá. Ya voy". Sin decir una palabra, pareciera que su cuerpo, como el de Pedro Páramo, daba "un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras", tal cual el final de su inolvidable novela.


"El velatorio fue austero, silencioso. Sus viejos amigos, desde hace décadas: Juan José Arreola, Fernando Benítez, Edmundo Valadés, todos llorosos, compungidos. Fue impresionante el dolor del desgarrado Arreola, quien decía que quería morirse él ahí mismo. Le tomó una mano entre las suyas y dijo: "Siento culpa por sobrevivirlo. Nacimos el mismo año, en la misma región, a sólo 15 minutos uno del otro. Nos conocimos de siempre y desde hace 43 años somos íntimos amigos. Pero ahora que él se muere, sólo ahora empezaré a admirarlo".


"La familia recibía el saludo de infinitos concurrentes. Su hijo Juan Francisco, idéntico al padre, hacía guardia junto al féretro, recibiendo pésames. Telegramas de todo el mundo, del presidente de la república y de lectores anónimos de todo este inmenso país daban cuenta del dolor ante la pérdida del hombre que hizo a la literatura mexicana más universal. Valadés, lloroso, lo dijo con estas palabras: "Juan fue el más grande y México queda un poco más vacío sin él".


"En el camino que recorrió Pedro Páramo buscando a su padre, puede ser que ande Juanito Rulfo ahora. Un camino de la muerte. Un camino de la literatura. Quizás, como lo trajo, también a él lo lleve la ilusión".


Y para completar la semblanza del amigo reproduzco también lo que escribí en mi libro VOLVER A LEER. Propuestas para ser una nación de lectores (Edhasa, Buenos Aires, 2006):


"En enero de 1986, el día en que Juan Rulfo murió me encontraba circunstancialmente en México y lo había visitado un par de veces en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, al Sur de la Ciudad y cerca del llamado Desierto de los Leones. Los Rulfo vivían en un tercer piso que yo conocía muy bien, y allí habían dispuesto su lecho de enfermo en una habitación pequeña, junto a la sala. Era un cuarto despojado y semioscuro, al menos durante las visitas, y Juan estaba acostado en la cama de una sola plaza con cabezal de madera arqueado, alto y oscuro. Solamente parecían brillar las sábanas blancas y la mirada siempre encendida de ese hombre menudo, delgado, que era mi maestro y mi amigo, y que vivía rodeado de libros.


"Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles en los que había escrito algo, con su letra desgarbada y el siempre infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Hacía tiempo que ya no escribía con lapiceras ni bolígrafos, ni con máquina de escribir. Solamente utilizaba esos lápices flacos, coronados por gomitas de borrar sucias de tanto trajinar. Algún tiempo atrás había empezado a regalar sus plumas y a mí una tarde del 84 me regaló su Pelikan a cartucho con tapa metálica diciéndome, con el aparente desinterés con que descomprimía sus emociones, “quizás te sirva ahora que regresas a tu país”.


"No leí esos apuntes, pero imagino que fueron los que un vecino del edificio vendió después (luego se supo que hurgaba en la basura de los Rulfo y extraía los papeles que Juan descartaba) y se publicaron una o dos semanas después de su muerte, en el suplemento de un diario mexicano.


"La noche del día en que murió lo acompañé, en silencio, desde un rincón de la Funeraria Gayosso de la avenida Félix Cuevas. Ahí estaban sus viejos y queridos amigos: Juan José Arreola, Tito Monterroso y Bárbara Jacobs, Edmundo y Adriana Valadés, Elena Poniatowska y mucha gente anónima, de evidente origen humilde. Algunos lloraban quedito, como se llora en México cuando se le teme a la muerte, y hacía frío y creo que llovía.


"Escribí entonces una breve nota necrológica y después, por años, nada sobre él hasta que en el 2000 empecé a evocarlo como quien escribe la larga y fragmentaria semblanza de un padre amado. Quizás este recuerdo que esbozo a veinte años de su muerte sea una parte de ese todo.


"Juan me honró con su afecto cuando yo era muy joven y él ya un escritor consagrado, reticente a la celebridad y con fama de hosco. Desde fines de los 70 hasta su muerte, nos encontramos muchas veces y sostuvimos largas conversaciones peripatéticas por calles de México y de Buenos Aires. Pero sobre todo, la nuestra fue una amistad de librerías. Juanito, como lo llamábamos los que compartíamos mesa en la hoy desaparecida Librería “El Ágora”, ubicada a cuatro o cinco cuadras de la casa de los Rulfo, fortalecía la amistad literaria, desde luego, pero lo profundo del vínculo con él era más bien filosófico, filial, compuesto de raras liturgias y fidelidades no escritas.


"En aquellos años en los altos de "El Ágora" había una pequeña cafetería que a finales de los 70 y comienzos de los 80 era prácticamente la oficina de Juan, que pasaba allá arriba muchas tardes, leyendo o escribiendo, y seguro se instalaba los viernes, después de las cinco o las seis, y ahí nos reuníamos sus amigos. Allí solía escribir, a mano y en sus libretitas, cuando estaba solo y bebía cafés o gaseosas y fumaba esperando que llegáramos. Y cuando cerró "El Agora" nos trasladamos a otra librería, "El Juglar", también cercana a su casa. Era una hermosa casona de tres plantas, con libreros por todas partes y una cafetería encantadora en la terraza, con vista a una glorieta de poco tráfico vehicular. En ambas librerías, y en distintas épocas, Juan condujo deliciosas tertulias vespertinas, teniendo siempre a la mano todo ese mundo de libros que él sabía y podía consultar, bajando éste o aquél de los estantes con una autoridad que ningún vendedor se atrevió jamás a contradecir.


"Hasta fines de 1983, cuando todavía no podíamos volver a la Argentina, y aun después, cuando emprendimos el regreso, Juan fue extremadamente generoso con muchos escritores argentinos. Adoraba la obra de Osvaldo Soriano y conocía muy bien nuestra literatura. Frecuentaba los libros de Roberto Arlt, de Manuel Puig, de Beatriz Guido, de Manuel Mujica Láinez, Eduardo Mallea, José Bianco, Silvina Ocampo (a quien apreciaba más que a su marido, Adolfo Bioy Casares) y estaba muy al tanto de la literatura social argentina: no le eran ajenos los nombres de Roberto Mariani, Roberto J. Payró o Leónidas Barletta, por caso.


"Pero su escritor favorito era, sin dudas, Julio Cortázar, de quien era amigo muy cercano."


Ahora que rescato estos papeles para este blog, remedo de una memoria que no cesa de arder, me lleno de nostalgias y de egoista felicidad. Nostalgias porque todavía echo de menos al amigo-maestro. Lo segundo porque su amistad fue un privilegio para mí.

sábado, 12 de febrero de 2011

1985-86: De Enrique Pezzoni a Juan Rulfo

El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Me doy cuenta de que esta narración se detuvo en 1985, quizás porque ése fue otro año literariamente complejo para mí. Seguía trabado en la escritura de mi SANTO OFICIO y eso me mantenía en tensión, y aunque no me iba mal con los libros que publicaba en Bruguera, Legasa y Sudamericana mi sentimiento más fuerte era de frustración porque no conseguía encarrilar esa novela.

Por cierto la publicación de QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS en esta última casa me deparó una anécdota inolvidable, que ya he contado pero repetiré ahora con gusto.

El editor jefe de esa prestigiosa casa era por entonces Enrique Pezzoni, un verdadero prócer de la crítica, amigo de Borges y académico de indiscutible prestigio en la UBA y alrededores. Por cierto, y como paréntesis, cabe recordar que en 1986 él publicó en la misma Sudamericana su libro "El texto y sus voces", una colección de trabajos críticos que fue reverenciada en el mundillo académico y por cierto periodismo afín. Y libro que fue reeditado hace poco por la Editorial Eterna Cadencia.

Para mí saludarlo fue como rendir un examen, y la verdad es que él fue muy amable y cordial. Era un hombre encantador, mundano, buen conversador y enteradísimo acerca del quehacer literario porteño. Después lo encontré varias veces más en la editorial y siempre nos saludábamos con afecto.

Por supuesto, yo le había entregado en mano el primer ejemplar de mi novela, cumpliendo un ritual que no sé si todavía se cumple: el primer libro de la primera edición el autor lo entrega, firmado y con dedicatoria, a su editor. Yo así lo hice siempre que pude, y cuando no —por razones de distancia geográfica— lo cumplí con demora, pero siempre sintiéndolo como un importante ritual privado. Hasta que Pezzoni me demostró que yo estaba equivocado porque ese gesto carecía de toda importancia.

Esto sucedió un par de años después, creo que en 1988, cuando una noche en General Roca, Río Negro, y después de una conferencia, una amiga de la Universidad Nacional del Comahue me contó que curioseando en la mesa de saldos de una librería de Neuquén había encontrado un ejemplar usado de QUÉ SOLOS... Lo compró por una bicoca, dijo, y luego descubrió que estaba dedicado por mí nada menos que "Para Enrique Pezzoni, con afecto" y debajo había una fecha de 1985. Nos reimos del episodio, elogiamos las costumbres de la casualidad y yo le pedí que me obsequiara ese ejemplar a cambio de uno nuevo que le envié después.

Cuando volví a Buenos Aires pasé por la editorial, que entonces estaba en la calle Humberto Primo, en San Telmo, y en un sobre cerrado le hice llegar el libro a Pezzoni, ahora con un agregado debajo de mi dedicatoria original: "Para Enrique Pezzoni, con renovado afecto" y la fecha de entonces.

Nunca más me encontré con él, y aunque me hubiese gustado conocer su reacción creo que ya estaba enfermo. Falleció en el 89.

Volviendo al 85, fue un año durante el cual viajé mucho y empezaron a publicarse mis libros en traducciones a lenguas muy extrañas para mí (holandés, coreano, serbio) y hacia el final del año empecé a prepararme para mi primer semestre completo en los Estados Unidos. Había ido varias veces a ese país, lo iba conociendo cada vez más y, aunque todavía estaba lleno de prejuicios, ya me fascinaban algunas de sus características y contradicciones.

Justo antes de que terminara 1985 volví a México, para ver a mis hijas de paso hacia Boston, donde debía comenzar las clases a mediados de enero en Wellesley College. Y entonces me tocó despedirme de mi maestro y amigo Juanito Rulfo. De eso hablaré en mi próxima entrada.


Lecturas:

Para un lector sensible —la idea es de Edith Wharton— leer debería ser un acto creativo. Y es verdad: a mí la lectura me inspira, me provoca, me moviliza.

También para algunos grandes de la literatura universal, como Borges o Paz, la lectura estuvo ligada íntima y profundamenta a sus creaciones.

¿Qué mejor sugerencia cabría hacerle a los que sólo confían en la mera ingeniería de los talleres de escritura?

Claro que Witold Gombrowicz dice que la literatura pedagógica no inspira confianza. Lo que es una idea preciosa, sin dudas, y que viene a cuento de lo que escribí en una entrada anterior acerca de los textos dizque "comprometidos". Hay muchos que no lo saben y por eso se empeñan en inútiles pedagogías. Debieran leer al gran escritor polaco-tandilense, que está siendo rescatado magníficamente por Juan Carlos Gómez, quien cada tanto envía mailes que lo reviven y que a los destinatarios nos enriquece como toda buena lectura nutricia.